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 Yves-Marie Blanchard

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Una comunidadLos

atestigua su fe

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Editorial Verbo Divino

Avenida de Pamplona, 4131200 Estella (Navarra), EspañaTfno: 948 55 65 11Fax: 948 55 45 06

[email protected]

Cuadernos bíblicos

138

Título original:Les écrits johanniques. Une communauté témoigne de sa foi.

Traducción:

Pedro Barrado y Mª del Pilar Salas

Fotocomposición:Megagrafic, Pamplona.

© Les Éditions du Cerf, 2008© Editorial Verbo Divino, 2008

© De la presente edición: Verbo Divino, 2012

ISBN pdf: 978-84-9945-526-6ISBN versión impresa: 978-84-8169-793-3

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obrasolo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algúnfragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

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YVES-MARIE BLANCHARD

Los escritos joánicos

Una comunidad atestigua su fe

CB138

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urante mucho tiempo, un único nombre, Juan, ha cubierto con su autoridad escri-tos muy diversos: el cuarto evangelio, las tres cartas y el Apocalipsis. Por otra parte, esteJuan era identificado, sin demasiada discusión, con el apóstol hijo de Zebedeo.

El análisis histórico, tan atento a la letra, desgajó en primer lugar, por razones de crítica in-terna, el Apocalipsis del resto del corpus. Después distinguió entre la primera carta y lasotras dos. Por último negó la relación tradicional entre el hijo de Zebedeo y el «Discípuloamado» que reivindica ser el autor del evangelio (Jn 21,24). Al hacer esto, nos ha hecho sen-sibles a la diversidad de escrituras, al lento proceso redaccional que desemboca en los tex-tos actuales, a los contextos de su elaboración y a la vida de las comunidades que son susportadoras.

En el trabajo, sin renegar en modo alguno de estos resultados, Yves-Marie Blanchard haquerido volver sobre la unidad del corpus. En particular se detiene en las comunidades cris-tianas de Asia Menor que, de una manera u otra, están referidas al «Discípulo amado». Más

aún, combinando el método histórico y el análisis narrativo, se interesa en cada escrito, ycon numerosos ejemplos como apoyo, en lo que se llama la «voz» del narrador. La perso-nalidad histórica de los autores cuenta poco aquí. Pero, en la escucha de la «voz narrativa»aparece un juego sutil –¡qué actual y eficaz!– de presencia y de autoridad entre el «yo» quenarra o argumenta, el «nosotros» de la comunidad cristiana y el «él» de la palabra prime-ra, la de Jesucristo. Al final, la cuestión del discípulo ya no se plantea a propósito de aque-llos que vieron en otro tiempo la salvación de Dios, sino de aquellos y aquellas que la leenhoy, en los escritos joánicos y en la vida. La argumentación de Yves-Marie Blanchard es ri-

gurosa. Asimismo, de forma muy pedagógica, propone al final de cada una de las etapasuna pequeña clave de lectura «para trabajar personalmente» los textos. Una primera ver-sión de este estudio apareció en verano en la revista Esprit et Vie 153-157 (2006).

En el apartado de «Actualidad» se rinde homenaje a un poeta, lector amoroso de los es-critos joánicos –los tradujo y comentó–: Jean Grosjean, fallecido en abril de 2006.

Gérard BILLON

•  Yves-Marie Blanchard, presbítero de la diócesis de Poitiers, es profesor de exégesis del

Nuevo Testamento y de teología patrística en el Instituto Católico de París, donde es tam-bién director del Instituto Superior de Estudios Ecuménicos. Ha colaborado en varios «Cua-dernos Bíblicos»: n. 84, Evangelio y reino de Dios (2 2000); n. 118, El sacrificio de Cristo y de

los cristianos (2004), y n. 128, Relectura de los Hechos de los Apóstoles (2006). Sobre elcorpus joánico ya ha publicado: Des signes pour croire? Une lecture de l’évangile de Jean.

París, Cerf, 1995; Saint Jean. París, Éd. de l’Atelier, 1999, y L’Apocalypse. París, Éd. de l’A-telier, 2004.

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Los escritos joánicos son diversos (un evangelio, tres cartas y un apocalipsis) y están referidos atres autores (el discípulo evangelista, el presbítero de las cartas y el profeta apocalíptico). Aho-ra bien, la tradición editorial los ha reunido bajo el único nombre de Juan, y la investigación his-tórica nos orienta hacia la misma región de Éfeso. Algunas comunidades cristianas cercanas geo-gráficamente habrían sido inspiradas por una misma teología, la del misterioso «Discípuloamado». Conversando aquí con el método histórico, el análisis narrativo enriquece esta percep-

ción del «autor», voz anónima que vacila entre el «yo» y el «nosotros», y que propone al lectorno sólo apropiarse del recuerdo del pasado, sino renacer cada día en la fe en Jesucristo, que só-lo «cuenta» a Dios.

Por Yves-Marie Blanchard

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En cuanto a las tres cartas joánicas, figuran al final delas cartas católicas, y están así próximas al Apocalip-sis, también designado como perteneciente a sanJuan. Una colección así es a la vez única en el seno del

Nuevo Testamento y notablemente dispar, por lo queestamos autorizados a plantear varias cuestiones re-lativas a:

- la pretendida unidad de autor entre los tres tipos deescritura (evangelio, cartas, apocalipsis),

- la identidad del autor, singular o plural, que se escon-

de bajo el patronímico común de Juan,- la historia de la comunidad que subyace a los escritostradicionalmente atribuidos a san Juan.

1ª parte:

aproximación histórica

Los escritos joánicos constituyen un conjunto complejo (un evangelio; tres cartas, en la que la primera es muydiferente de las otras dos, éstas muy breves; y un apocalipsis), repartido en dos lugares del Nuevo Testamento.Así, a pesar de su originalidad con respecto al modelo común de los sinópticos, el cuarto evangelio se unió a los

otros tres, sin duda con la finalidad de afirmar la unidad y la complementariedad del único Evangelio con cuatro ros-

tros (griego: tetramorfos), tan querido para Ireneo de Lyon (AH III,11,8), pero con el inconveniente de disociar la se-cuencia lucana constituida por el tercer evangelio y el libro de los Hechos de los Apóstoles.

I – La cuestión de la unidad de autor

Para quien se contentara con consultar los leccionarioslitúrgicos o las ediciones corrientes de la Biblia, incluso losgrandes manuscritos griegos, la unidad de autor pare-cería evidente.

Sólo un pequeño matiz distingue, por una parte, el evan-gelio «según Juan» (kata Iôannên) y, por otra, las cartas y el Apocalipsis «de Juan» (genitivo Iôannou).

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El nombre de Juan hace pensar naturalmente en el hijode Zebedeo, uno de los Doce junto con su hermano San-tiago, y, según los sinópticos, compañero cercano de Je-sús junto a Pedro. Los Hechos de los Apóstoles presen-tan igualmente a Juan como el alter ego de Pedro, enlos primerísimos comienzos de la comunidad de Jerusa-lén. El mismo Pablo, presionado para obtener la legiti-mación de sus iniciativas misioneras, se dirige a Jerusa-lén para encontrarse con Santiago, Cefas y Juan, loscuales, en su opinión, «parecían ser las columnas» (Gál2,9). El Santiago en cuestión es aquí ciertamente el «her-mano del Señor» (Gál 1,19), ya mencionado entre los quedisfrutan de las apariciones pascuales (1 Cor 15,7), y na-

da impide ver en Juan al hijo de Zebedeo.

Los escritos joánicos gozarían, pues, de una autoridadapostólica común, referida al testimonio de uno de losDoce que tuvo un lugar central, especialmente junto aPedro, a la vez en el tiempo de la vida pública de Jesús(según los sinópticos) y en la primera época de la Iglesia,con el testimonio concordante de Pablo y los Hechos (Gál

2,9; Hch 31,1–4,22). En realidad, las cosas no son tan sen-cillas, puesto que los escritos en cuestión no proporcio-nan las informaciones que confirmarían el sentimientogeneral. En efecto, por una parte, la mención del nom-bre de Juan se limita sólo al libro del Apocalipsis y, porotra, la designación de los autores recurre a términos di-ferentes en los tres tipos de textos.

El Discípulo amado

En el evangelio es claro que el autor es aquel que el na-rrador llama con insistencia «el discípulo al que Jesústanto quería» –o bien, según la expresión hoy común:«el Discípulo amado»–, sin que sepamos de entrada si

esta 3ª persona le conviene al mismo narrador, según unmodo de presentación corriente en la literatura, o si setrata de un tercero, de alguna manera anterior al diálo-go establecido entre la voz narrativa y el lector destina-tario del relato. En todo caso, la función «autorial» delpersonaje está claramente expresada, según un registromás amplio que la sola actividad de escritura. Esto sur-ge de dos pasajes: Jn 19,25-36 y Jn 21,24-25.

Un testigo ocular. A la hora de la muerte en la cruz,cuando Jesús ha entregado el «aliento» (o el «espíritu»,19,30) y después la sangre y el agua (v. 34), el Discípuloamado, que, por su parte, acaba de recibir por adopciónel estatuto de hermano menor de Jesús (vv. 26-27), seencuentra en posición de testigo ocular del aconteci-miento central del misterio cristiano: «Aquel que ha vis-to da testimonio» (v. 35). Además, el testimonio así da-do se encuentra, por la redoblada intervención delnarrador, gratificado con un sello de verdad absoluta: «Sutestimonio es verdadero» y «ése sabe que dice la verdad».Por último, la finalidad del testimonio está claramente

enunciada: «... para que vosotros también creáis».

En el momento de la última conclusión del libro, en 21,24,el narrador reafirma la posición de testigo reconocida alDiscípulo amado y menciona además su participación, in-cluso su iniciativa, en el origen de la actividad redaccionalque da cuerpo al evangelio: «Éste es el discípulo que datestimonio de estas cosas y que las ha escrito». Por otra

parte, al apelar a la experiencia de la comunidad («sabe-mos», como un eco del «hemos visto su gloria» en el pró-logo: Jn 1,14), recuerda la veracidad del testimonio así da-do: «Sabemos que su testimonio es verdadero».

El Discípulo amado es considerado así como el autor delcuarto evangelio; es decir, no solamente el promotor de

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la redacción (21,24), sino en primer lugar y ante todo eltestigo ocular (19,35), cuya «autoridad» propia funda-menta la legitimidad del evangelio y garantiza la auten-ticidad de los hechos referidos (19,35 y 21,24). Estos dospasajes tienen, pues, la mayor importancia en cuanto ala cuestión del autor, pero eso no es todo.

Otros cuatro textos ponen en escena al Discípulo ama-do, en situaciones que contribuyen a fundamentar suautoridad, por otra parte únicamente debido a su rela-ción privilegiada con Jesús, tanto antes de su muerte co-mo en la mañana de Pascua y después.

Una relación privilegiada con Jesús. En primer lu-gar, en Jn 13, en la escena del lavatorio de los pies, el Dis-cípulo amado se encuentra muy próximo a Jesús, literal-mente: «Recostado en el pecho de Jesús» (13,23), en unapostura que bien podría ser la del heredero, teniendo elcontacto físico valor de transmisión directa de un men-saje antes de ser transmitido tras la muerte del Maestro(cf. recuadro). Además, su privilegiada posición le permi-

te ejercer casi la función de intérprete entre Jesús y Pe-dro, situado demasiado lejos como para poder hacerseoír y conversar directamente con Jesús: «Simón Pedro le[es decir, al Discípulo amado, cuya posición acaba de serdescrita] hizo señas para que le preguntara [a Jesús] quiénera aquel del que hablaba. Estando recostado en el pe-cho de Jesús, le dice: “Señor, ¿quién es?”» (vv. 24-25).

Después, en Jn 19, justo antes de la muerte de Jesús, elDiscípulo amado –que es, por otra parte, el único perso-naje masculino que ha seguido a Jesús hasta el pie de lacruz (19,25)– ve cómo se le confía la Madre de Jesús, y seencuentra así cualificado como el propio hermano delSeñor: «Jesús, viendo a su madre y al discípulo que es-taban allí de pie, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu

hijo”. Después dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”.Y desde ese día el discípulo la acogió con él» (vv. 26-27).

A continuación, en Jn 20, en la mañana de Pascua, ha-biendo corrido al sepulcro en compañía de Pedro, no sola-

mente el discípulo llega el primero antes de difuminarseante Pedro, sino sobre todo se nos presenta como el ini-ciador del acto de fe pascual: «Vio y creyó» (20,8). La au-sencia de complemento de objeto en el verbo «creer» su-giere que, a diferencia de Pedro, que se detiene a examinarlos objetos funerarios dejados en la tumba (vv. 6-7), el dis-cípulo ha llegado de entrada al núcleo de la fe pascual, vin-culada a la misteriosa presencia del Resucitado más allá decualquier evidencia sensible o percepción material.

Del mismo modo, en Jn 21, después de Pascua, durantela pesca nocturna en Galilea, si Pedro se arroja al agua

El heredero

La actitud del Discípulo amado durante la Cena siempre ha in-trigado. Nosotros la interpretamos como la del heredero, tenien-

do en cuenta un texto del judaísmo antiguo que relata la muertede Abrahán, asistido por su nieto Jacob. La presencia del nieto enlos últimos momentos del abuelo le designa como el heredero,encargado de las promesas y de las exigencias de la Alianza. Loslargos discursos de Abrahán desarrollan ampliamente estos mo-tivos. Ahora bien, en el momento de la muerte del antepasado, el

 joven Jacob está precisamente «dormido sobre el pecho de Abra-hán, el padre de su padre», o incluso «recostado en sus brazos».Así, a la transmisión de la palabra se añade el contacto físico, ase-gurando doblemente la autoridad de Jacob en cuanto heredero del

padre de los creyentes.El Libro de los Jubileos, capítulos 22-23, traducido por A. CA-QUOT, se puede leer en Écrits intertestamentaires, I. Col. «Bi-bliothèque de la Pléiade». París, Gallimard, 1987, pp. 723-724(ed. española, con introducción y notas de F. CORRIENTE / A. PI-ÑERO, en Apócrifos del Antiguo Testamento II. Madrid, Cristian-dad, 1982, pp. 65-188).

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al encuentro del Señor (21,7) es porque primero el Discí-pulo amado ha reconocido al Resucitado y se lo ha indi-cado a Pedro en estos términos: «¡Es el Señor!».

Así, sin que sea necesario recurrir a otros textos que men-

cionan sin mayor precisión a un discípulo anónimo, espe-cialmente durante la escena inicial junto a Juan Bautista(1,35-40) o incluso en el patio del sumo sacerdote la mis-ma noche de la pasión (18,15-16), es claro que todas lasmenciones del discípulo al que Jesús tanto quería vienena calificar al personaje como la autoridad fundadora deltestimonio apostólico transmitido por el cuarto evange-lio. En este sentido, el Discípulo amado es sin duda el au-

tor cabal que reivindica el narrador, por tanto mucho másque un redactor en el sentido literario del término.

El presbítero de las cartas

Si consideramos las cartas, la situación es más compleja.En primer lugar, sólo la segunda y la tercera adoptan la

forma epistolar y se presentan como breves billetes dirigi-dos, el uno a una comunidad nombrada de forma extra-ña: «la Señora elegida» (2 Jn 1), el otro a un responsablede la Iglesia de nombre Gayo, saludado como «muy que-rido» (agapêtós) y «aquel a quien amo de verdad» (3 Jn 1).

Los dos billetes. En ambos casos, el locutor se designano sólo como un anciano (lit. «presbítero»), sino como elAnciano, con artículo definido, sugiriendo así una posición jerárquica que le sería propia. Esta posición le situaría porencima de otros responsables, de ahí su manera de for-mular algunas apreciaciones, favorables o no, al encon-trarse con personajes sin duda con la vista puesta en lascomunidades: así Diotrefes, al que se le reprocha justa-mente codiciar el primer lugar (3 Jn 9), mientras que Ga-

 yo y Demetrio se benefician, por el contrario, de excelen-tes testimonios por parte de sus condiscípulos (3 Jn3.6.12). Observemos que el vocabulario empleado parecedesignar una época tardía, que se puede calificar con Ray-mond E. Brown de «subapostólica», y que se sitúa vero-símilmente en torno al paso del siglo I al II.

La exhortación. En cuanto a la primera carta, no in-cluye ni encabezamiento ni destinatarios característicosde una carta. Se trata más bien de una larga exhorta-ción dirigida a «hijitos» (teknia o paidía), también llama-dos «amados» (agapêtoi), por un locutor cuya autoridadpersonal –sin duda fuerte si tenemos en cuenta los jui-cios categóricos que se expresan en el texto– no siem-pre es amparada con un enunciado plural bajo el mododel «nosotros». Incluso habría que saber a quién puededesignar este «nosotros». ¿Un grupo de responsablesunidos a aquel a quien se ha convenido en llamar el pres-bítero y que asume solidariamente la responsabilidad delmensaje? ¿O bien la parte sana de la comunidad, su-puestamente homogénea y capaz de oponer un frentecomún a las disidencias que deplora el locutor? O inclu-so, de forma más retórica, los propios adversarios, de al-guna manera provocados a reconocerse en las palabrasdel autor y con ese motivo empujados a la adhesión. Laestrategia puesta en práctica en esta primera carta si-gue siendo oscura: a falta de saber más sobre el autor,habitualmente se recurre a los datos de las otras dos car-tas, y así se habla también del presbítero.

El profeta de Patmos

El Apocalipsis es el único escrito joánico que menciona aun tal Juan, profeta cristiano exiliado en Patmos en un

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contexto de persecuciones: «Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la prueba, la realeza y la constancia enJesús, me encontraba en la isla llamada Patmos, a cau-sa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús» (Ap1,9). Beneficiario de una visión, sobrevenida el día del Se-ñor (v. 19), Juan se propone escribirla en un libro dirigidoa siete Iglesias de Asia Menor (v. 11).

La autoridad literaria del personaje es reconocida –enefecto, le corresponde redactar y después difundir el li-bro–, sin que por ello sea considerado como la fuentemisma del mensaje y, por tanto, la autoridad garante delcontenido.

Dios, autor de la revelación. En efecto, el título dellibro, inserto en el propio texto, se presenta así: «Apo-calipsis [o Revelación] de Jesucristo». Ciertamente, el ge-nitivo griego es ambiguo: ¿objetivo?, y entonces el libroversa sobre Jesucristo; ¿subjetivo?, y Jesús debe ser con-siderado como aquel que proporciona la revelación y, portanto, el autor en sentido pleno del término. Pero la con-

tinuación del versículo precisa las posiciones respectivas:«Dios se la entregó para mostrar a sus siervos lo que vaa suceder pronto; envió a su Ángel y, por él, se lo hizo sa-ber a su siervo Juan» (1,1). Así pues, el verdadero autorde la revelación no es otro que Dios mismo, aunque Je-sús figura como el mediador a través del cual la revela-ción es llevada al conocimiento humano, en este caso elde los discípulos, designados como «siervos».

Ahora bien, en el seno de la comunidad en cuestión, elprofeta, él mismo siervo, recibe un acceso privilegiado ala revelación, pero es de nuevo al precio de una media-ción, ejercida esta vez por un ángel. La situación propia-mente apocalíptica, comenzada con la visión inauguraldel capítulo 1, no empieza verdaderamente hasta el ca-

pítulo 4. Entre tanto se insertan los siete mensajes a lasIglesias, de los que aún se discute para saber si se tratade un núcleo más antiguo o de un complemento añadi-do posteriormente. En todo caso, la presencia de las sie-te cartas, dirigidas a siete Iglesias concretas e históricas,asigna al Apocalipsis joánico un estatuto diferente al deotras obras que pertenecen al mismo género literario. Elarraigo histórico y la finalidad eclesial del mensaje estánaquí claramente enunciados, como preludio a la apertu-ra de los cuadros celestiales que constituyen el cuerpodel libro.

El locutor del Apocalipsis –en este caso el «yo» ante el

que se abre la puerta del cielo y que, como respuesta ala llamada de la Voz, se levanta hasta la apertura (Ap4,1)– no es, pues, más que el último eslabón de una ca-dena de testigos entre los que el principal es el propio Je-sús. Por otra parte, al final del libro se recordará tantoal ángel mediador como al profeta Juan su común con-dición de siervos, así como para Juan el hecho de su per-tenencia a un colegio profético: «Pero él [el ángel] me di-

 jo: “No hagas eso, yo soy un siervo como tú y tushermanos profetas y los que observan las palabras de es-te libro; adora sólo a Dios”» (Ap 22,9).

El portavoz. Así, contrariamente al evangelio y a lascartas –aunque quizá se deba a la propia naturaleza delgénero apocalíptico–, el libro del profeta Juan es el me-nos seguro en cuanto a la autoridad del locutor huma-no. Simple portavoz –por otra parte, ¿acaso no es la eti-mología griega de la palabra «profeta»?–, el Juan delApocalipsis atestigua el carácter colegial del profetismocristiano e invita a sus lectores a mostrarse a la vez dó-ciles a la Palabra y atentos al texto escrito: «Dichosoaquel que lea, así como los que escuchan las palabras de

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la profecía y observan lo que está escrito en ella. En efec-to, el tiempo está cerca» (Ap 1,3).

En todo caso, la figura del autor está situada de formamuy diferente en cada uno de los tres escritos joánicos, y

se entiende que la cuestión de la unidad de autor del cor-pus joánico haya sido debatida desde la antigüedad y ape-nas haya encontrado soluciones incluso en nuestros días.

La solución de Ireneo de Lyon

Desde la antigüedad se está en presencia de dos solu-

ciones a este respecto. La primera, conforme a lo que seconvertirá en la tradición corriente de las Iglesias, consi-dera los tres escritos joánicos como la obra de un únicoautor, el Discípulo amado del cuarto evangelio, identifi-cado con el apóstol Juan, hijo de Zebedeo.

Estas informaciones figuran en diversos pasajes del Ad-versus haereses (Contra las herejías, abreviado AH). Ire-neo de Lyon, a finales del siglo II, se interesa menos por

el «cómo» que por el «porqué» de los escritos bíblicos.Su propósito no es primeramente describir el proceso re-daccional –que hoy aguza nuestra curiosidad–, sino jus-tificar la autoridad canónica de un escrito más que deotro. Para hacer esto, narra los comienzos apostólicosde los libros en cuestión. Que los datos referidos sean le-gendarios o históricamente exactos, eso importa menospara él que su «verdad»; a saber, la autoridad común de

los únicos cuatro evangelios, con la exclusión de las pro-ducciones gnósticas, desprovistas de un sello auténtica-mente apostólico.

Por lo que concierne a los escritos joánicos, podemosleer: «Juan, el discípulo del Señor, el mismo que se habíarecostado en su pecho, publicó también el Evangelio

mientras permanecía en Asia» (AH III,1,1); «Algunos le [=Policarpo] oyeron contar que Juan, el discípulo del Señor,una vez que fue a los baños de Éfeso, se enteró de queCerinto estaba allí; salió corriendo fuera de las termas sinbañarse, gritando: “Salvémonos, por miedo que las ter-mas se derrumben, pues dentro se encuentra Cerinto, elenemigo de la verdad”» (AH III,3,4); «Es esta misma feque anunció Juan, el discípulo del Señor. En efecto, que-ría extirpar, por el anuncio del Evangelio, el error sem-brado entre los hombres por Cerinto y, mucho antes queél, por aquellos a los que llaman nicolaítas, se trataba deuna ramificación de la gnosis de nombre embustero»(AH III,11,1) 1.

En estos tres pasajes, Ireneo quiere mostrar a la vez laplena cualificación apostólica del cuarto evangelio, suarraigo en el ambiente asiático de Éfeso y la pertinenciade su utilización en el conflicto que opone a los movi-mientos gnósticos con la gran Iglesia de finales del sigloII. Además, Ireneo extiende esta atribución de autor a lascartas –al menos a la primera (AH III,16,5 y 16,8), ya que

no es seguro que conociera las otras dos– y al Apocalip-sis (AH V,30-3-4). Por otra parte, para este último librono hay allí ninguna información nueva: el nombre deJuan figura en algunas ocasiones en el texto (Ap1,1.1.4.9; 22,8), aunque ya Justino de Roma, a mediadosdel siglo II, podía hablar del «apocalipsis –o revelación–llegado a Juan» (Diálogo con Trifón 81,4), sin que se se-pa bien si hablaba del mismo libro o de la tradición apo-

calíptica consignada en el libro.

1. Sobre Cerinto, cf. Y.-M. BLANCHARD, «Ireneo de Lyon, lector de los Hechosde los Apóstoles», en O. FLICHY et al., Relecturas de los Hechos de los Após-toles. Cuadernos Bíblicos 128. Estella, Verbo Divino, 2006, pp. 51-52, y J.-P. LÉMONON, Los judeocristianos: testigos olvidados. Cuadernos Bíblicos 135.Estella, Verbo Divino, 2007, p. 19.

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La posición de Eusebio de Cesarea

Opuesto a Ireneo, Eusebio de Cesarea, a comienzos delsiglo IV, se hace eco de tradiciones tan antiguas como las

del obispo de Lyon, según las cuales habría que conside-rar dos autores con el mismo nombre, Juan el discípulo,apóstol y evangelista, y Juan el presbítero, mencionadoen las cartas. Eusebio comienza citando a Papías, obispode Hierápolis, en Frigia, a principios del siglo II.

Papías menciona a dos personajes de nombre Juan,uno que forma parte de los Doce, el segundo califica-do de «presbítero» en compañía de un tal Aristión,

que, evidentemente, jamás tuvo el estatuto de após-tol. Éste es el texto de Papías, citado por Eusebio en suHistoria eclesiástica (abreviado: HE): «Si de alguna partevenía alguien que había estado en compañía de los pres-bíteros, yo me informaba de las palabras de lospresbíteros: lo que dijeron Andrés o Pedro, o Felipe, oTomás, o Santiago, o Juan, o Mateo, o algún otro de losdiscípulos del Señor, y lo que dicen Aristión y el presbíte-

ro Juan, discípulos del Señor. No pensaba que las cosasque provinieran de libros santos me fueran tan útiles co-mo las que vienen de una palabra viva y perdurable»(HE III,39,4).

El comentario que sigue no deja ninguna duda sobre lainterpretación dada por Eusebio: para él, igual que pa-ra nosotros, es claro que Papías conoció con el nom-bre de Juan a dos personajes diferentes: «Aquí es con-veniente observar que Papías menciona dos veces elnombre de Juan: señala al primero de los dos junto conPedro y Santiago y Mateo y los otros apóstoles, e in-dica claramente al evangelista; para el otro Juan, des-pués de haber detenido su enumeración, lo sitúa conotros fuera del número de los apóstoles: lo hace pre-

ceder por Aristión y lo designa claramente como pres-bítero» (HE III,39,5).

Ahora bien, al testimonio citado de Papías, Eusebio aña-de dos informaciones que son propias suyas: en primer

lugar, la referencia a una tradición local presente en Éfe-so, cuya realidad histórica no es verificable, aunque pre-senta el interés de confirmar la amplitud de miras de losantiguos con respecto a la difícil cuestión del autor olos autores del corpus joánico; después, una apreciaciónpersonal que atribuye el cuarto evangelio al discípulo y elApocalipsis al presbítero: «Así, con estas mismas pala-bras se muestra la verdad de la opinión según la cual hu-

bo en Asia dos hombres con ese nombre, y en Éfeso haydos tumbas que aún hoy se llaman de Juan. Es necesa-rio prestar atención a esto, pues es verosímil que el se-gundo Juan, si no se quiere que lo sea el primero, esquien contempló la revelación transmitida bajo el nom-bre de Juan» (HE III,39,5-6).

Ciertamente, los comentaristas modernos apenas ha-brían podido seguir a Eusebio en este reparto, por cuan-to el nombre del presbítero parece íntimamente ligadoa las cartas. Quedémonos, no obstante, con la consta-tación antigua según la cual el Apocalipsis no indica lamisma escritura que el cuarto evangelio, sin olvidar, porotra parte, el caso particular de las cartas y su declara-da relación con un misterioso presbítero. Finalmente,parece prudente tener en cuenta lo que los mismos li-bros nos declaran sobre su propio origen:

• la relación del cuarto evangelio con el discípulo al que Je-sús quería, sean cuales sean, por lo demás, su identidad y su estatuto (¿es Juan de Zebedeo, uno de los Doce?),

• la designación del presbítero como locutor de al me-nos dos de las cartas,

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• la figura del profeta Juan de Patmos en el núcleo delproceso visionario presentado como la fuente de ins-piración del libro del Apocalipsis.

Conclusión

Así pues, podemos arriesgarnos a hablar de tres «auto-res» o autoridades reconocidas por los propios libros: eldiscípulo evangelista, el presbítero de las cartas y el pro-feta apocalíptico. Sin embargo, en el seno de este con- junto, la extrema originalidad del Apocalipsis, tanto en

el plano del género literario, tan particular, como en elde la lengua, tan diferente de la del evangelio, lleva a losinvestigadores a considerar el último libro de la Biblia co-mo un texto en sí, sin relación clara con la tradición joá-nica. A partir de ahí, parece más pertinente explicar elApocalipsis de Juan en el contexto de otras produccionesapocalípticas, judías o judeocristianas, subrayando a la

vez las constantes del género literario y la fuerte origi-nalidad del Apocalipsis joánico.

No obstante, no deberíamos decidirnos definitivamentepor esta opción metodológica. Ciertamente, el Apocalip-

sis es distinto, pero el solo hecho de que mencione explí-citamente el nombre de Juan –al que la tradición edito-rial recurrirá igualmente para el encabezamiento delcuarto evangelio y de las tres cartas de la misma inspira-ción– establece una relación formal entre las tres tablasdel corpus así constituido. En cuanto a saber si esta rela-ción presenta una consistencia histórica, eso es otro asun-to... Dicho de otra manera, entre la comunidad que sub-

 yace a la tradición del cuarto evangelio y las Iglesias delApocalipsis, ¿es una relación únicamente de proximidadgeográfica (región de Éfeso, en Asia Menor)? ¿O bien po-demos reconocer una afiliación más estrecha, de algunamanera ocultada por la singularidad del género apocalíp-tico y su profunda diferencia, tanto formal como estruc-tural, con el conjunto de libros del Nuevo Testamento?

Para trabajar personalmente:

1. Leer atentamente los dos prólogos lucanos (Lc 1,1-4; Hch 1,1-5) y comparar con los tex-tos del cuarto evangelio citados más arriba. Buscar las semejanzas y las diferencias:

– en cuanto al estatuto del autor,

– en cuanto al trabajo de composición literaria,

– en cuanto a las finalidades del acto de comunicación apuntado por el libro.

2. Evaluar así la originalidad del modo de escritura «evangélica» con relación a otros tiposde literatura, especialmente profana.

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La cuestión de la unidad de autor ya nos ha puesto enpresencia de un fondo legendario relativo a la presencia

de Juan el apóstol en Éfeso, con los coloristas episodios deun ministerio considerado como agitado. A los textos deIreneo citados antes añadamos este pasaje de Polícratesde Éfeso (primera mitad del siglo II), conservado igual-mente por Eusebio de Cesarea: «Es en Asia donde repo-san grandes astros, que resucitarán el día de la parusía delSeñor, cuando venga desde los cielos con gloria y busquea todos los santos: Felipe, uno de los doce apóstoles, quedescansa en Hierápolis con sus dos hijas, que velaron enla virginidad, y su otra hija, que vivió en el Espíritu Santo,descansa en Éfeso; e incluso Juan, que se reclinó en el pe-cho del Señor, que fue presbítero y llevó la lámina de oro,mártir y didáscalo: éste reposa en Éfeso; también Policar-po de Esmirna, obispo y mártir» (HE V,24,2-4).

Dos cartas de Ireneo

La relación entre Juan y Policarpo figura también en doscartas de Ireneo conservadas por Eusebio de Cesarea.

La carta a Florino. Este primer texto está dirigido a unamigo de la infancia, Florino, convertido en gnóstico. Elobispo de Lyon hace memoria de su juventud en Esmirna;en este contexto, evoca no sólo la alta figura de Policarpo,sino las relaciones de éste con Juan, por otra parte tra-tado como «presbítero bienaventurado y apostólico»:«Yo puedo señalar el lugar en el que se sentaba el bie-naventurado Policarpo para hablar, cómo entraba y sa-lía, su forma de vivir, su aspecto físico, las conversacio-nes que mantenía ante la muchedumbre, cómo contaba

sus relaciones con Juan y los otros que habían visto alSeñor, cómo recordaba sus palabras y las cosas que les

había escuchado decir con respecto al Señor, sus mila-gros, su enseñanza; cómo Policarpo, después de haberrecibido todo esto de testigos oculares de la vida del Ver-bo, lo refería conforme a las Escrituras. Estas cosas, tam-bién entonces, por la misericordia de Dios que ha venidosobre mí, yo las he escuchado con atención y las he ano-tado no sobre papel, sino en mi corazón; y siempre, porla gracia de Dios, las he rumiado con fidelidad, y puedoatestiguar ante Dios que, si ese presbítero bienaventu-rado y apostólico hubiera escuchado algo semejante [alo que tú dices, Florino], se habría puesto a gritar y se ha-bría tapado los oídos, diciendo, según lo que se acostum-bra: “Oh, buen Dios, para qué tiempos me has reservado,¿para que soporte esto?”. Y habría huido del lugar en que,sentado o de pie, hubiera escuchado semejantes pala-bras» (HE V,20,6-7).

Aquí encontramos, además de la ambigüedad del títulode «presbítero apostólico» –¿no lleva a cabo Ireneo la fu-sión de dos personajes, el apóstol y el presbítero?–, laalusión al carácter arrebatado de Juan, rasgo verosímil-mente legendario tomado de las tradiciones sinópticas,que atestiguan la violencia de los hijos de Zebedeo, porlo demás llamados por Jesús «hijos del trueno» 2. Confe-

2. Más que un rasgo psicológico, este apodo (Mc 3,17) quizá haya que in-terpretarlo en un contexto apocalíptico que recurre a imágenes violentaspara designar el advenimiento de los últimos tiempos llevados a cabo enla persona, la enseñanza y los milagros de Jesús. Así, en Lc 9,54, los doshermanos apelan al fuego del cielo como castigo a la incredulidad sama-ritana. Semejante rasgo está evidentemente en las antípodas del cuartoevangelio.

II – La identidad del autor

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semos que un retrato como éste cuadra mal con la ideaque podemos hacernos del Discípulo amado sobre la úni-ca base del cuarto evangelio...

La carta al papa Víctor. Este segundo texto se inscri-be en el contexto de la polémica relativa a la fecha de laPascua cristiana. Al papa Víctor, tentado de romper conlas Iglesias asiáticas por una simple cuestión de calenda-rio, Ireneo predica la moderación. Para hacer esto, ape-la a la autoridad antigua del gran Policarpo, él mismodiscípulo de Juan el apóstol: «El bienaventurado Policar-po, habiéndose detenido en Roma bajo Aniceto, man-

tuvieron el uno con el otro divergencias sin importancia,pero pronto hicieron las paces y sobre este extremo nodisputaron entre sí. En efecto, Aniceto no podía persua-dir a Policarpo de no observar lo que, con Juan el discí-pulo de nuestro Señor y los otros apóstoles con los quevivió, siempre había sido observado; y, por su parte, Po-licarpo no persuadió a Aniceto de guardar la observan-cia; pues decía que había que conservar la costumbre de

los presbíteros anteriores a él. Y como las cosas estabanasí, comulgaron el uno con el otro, y en la iglesia Anice-to cedió la eucaristía a Policarpo, evidentemente por de-ferencia; se separaron el uno del otro en paz; y en todala Iglesia había paz, ya se observara o no el día decimo-cuarto» (HE V,24,16-17).

De esta manera, como vemos, en Ireneo la referencia aJuan, «discípulo de nuestro Señor», por mediación de Po-licarpo, constituye un argumento tradicional que afectatanto al origen del cuarto evangelio como al arreglo delas crisis contemporáneas. Para Ireneo, Juan es la figuraapostólica propia de las Iglesias de Asia Menor. La litera-tura apócrifa dedicada a Juan, especialmente varias ver-siones de los Hechos de Juan a partir del siglo II, explo-

El cuarto evangelio

en Asia Menor

El arraigo asiático del cuarto evangelio es afirmado por las pa-labras de Polícrates. De hecho, existe en Éfeso un sepulcro lla-mado de san Juan, en el centro de la grandiosa basílica levan-tada por el emperador Justiniano en el siglo VI. Pero debemosobservar que el nombre del lugar (Ayasöluk) procede de la de-formación del griego Hagios Theologos, literalmente «el SantoTeólogo», dicho de otra manera, la figura autorial tradicional-mente atribuida a los tres textos joánicos. A pesar de que es másfácil llamarlo por costumbre «Juan», la figura designada me-diante la perífrasis «el Santo Teólogo» podría ser perfectamen-

te una mezcla de varios personajes «reales», de los que uno ovarios podrían haberse llamado Juan.

La mención que hace Polícrates de Felipe de Hierápolis, juntoa Juan de Éfeso, va en el sentido de la tradición asiática del cuar-to evangelio. Este Felipe parece ser una mezcla del apóstol(«uno de los Doce») y del personaje del libro de los Hechos,miembro del colegio de los Siete (Hch 6), evangelizador de Sa-maría y del eunuco etíope en el camino de Gaza (Hch 8), co-nocido igualmente por sus hijas «vírgenes que profetizaban» (en

número de cuatro, según Hch 21,8-9). El cuarto evangelio con-cede una importancia particular a Felipe el apóstol, considera-do como uno de los primeros llamados (Jn 1,43) y, junto con sucompatriota Andrés (son originarios de Betsaida, según Jn1,44), en posición de intermediario entre Jesús y los griegos (Jn12,20-22). Activo desde el comienzo del evangelio, va al en-cuentro de Natanael y le presenta a Jesús como «aquel del queMoisés había escrito en la Ley, así como los profetas» (1,45).Después parece ser un interlocutor privilegiado de Jesús, no só-lo durante la multiplicación de los panes (6,5-7), sino también

durante las últimas conversaciones de Jesús con sus discípulos.En efecto, es él quien expresa la famosa petición: «Señor, mués-tranos al Padre, y eso nos basta» (14,8), y quien recibe la céle-bre réplica: «Tanto tiempo con vosotros y no me conoces, Feli-pe. Quien me ve a mí, ve al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranosal Padre?”» (14,9).

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tará el filón de las misiones y las pruebas vividas por eldiscípulo en territorio asiático, especialmente en Éfeso yPatmos 3.

El Fragmento de Muratori

Sin embargo, la identificación entre Juan y el Discípuloamado, que parece evidente a los ojos de Ireneo, no loes tanto como parece. Como prueba, la aplicación de al-gunos autores a poner al Discípulo amado en relación dedependencia con respecto a un personaje de la épocaapostólica distinto a Juan el hijo de Zebedeo. Dos textos

son, por lo que a esto se refiere, muy iluminadores.

El primero es el famoso –y enigmático– Fragmento deMuratori (probablemente de finales del siglo II, aunquealgunos lo datan en el siglo IV). Propone una extrañapuesta en escena de la redacción joánica. En efecto, se-gún este documento, el redactor es Juan, rodeado de«condiscípulos y epíscopos», términos que siguen siendomás acordes a la época postapostólica, la misma que ladel presbítero, que a los tiempos propiamente apostóli-cos. Pero dos rasgos singulares afectan al proceso de re-dacción: por una parte, el llamado Juan escribe bajo elcontrol de un grupo de autores investidos con los mis-mos títulos que él (discípulo y epíscopo) y, por otra, la au-toridad propiamente apostólica es conferida por Andrés,uno de los Doce, el primer llamado (protoklêtós), segúnla intriga del cuarto evangelio (Jn 1,40):

«El cuarto de los evangelios es el de Juan.

Escribió bajo la presión de sus condiscípulos y epíscopos.

Les dijo: “Ayunad conmigo hoy durante tres días

 y todo lo que nos sea revelado,

lo contaremos”. La misma nochele fue revelado a Andrés, uno de los apóstoles,

que con el reconocimiento de todos Juan escribiría todo y en su propio nombre».

(Fragmento de Muratori, líneas 7-14).

Sin duda se trata de una piadosa leyenda al servicio dela operación de legitimación de un evangelio diferente

(por otra parte, la continuación del relato es explícita so-bre este punto), pero el camino emprendido merece sersubrayado. Ya se llame o no Juan, el discípulo autor delcuarto evangelio es presentado como dependiente deuna autoridad apostólica previa a su propia actividad li-teraria. En el caso del Fragmento de Muratori, no se vebien por qué Juan el apóstol tendría necesidad de la ga-rantía de Andrés el apóstol, si no es porque, a los ojos

de los redactores del mencionado Fragmento, se trataprobablemente de otro Juan, perteneciente a una ge-neración distinta a la del apóstol. Sin duda, el Fragmen-to de Muratori es un texto demasiado particular y de-masiado enigmático como para que se le puedaconceder en este terreno un verdadero crédito histórico.No obstante, resulta estimulante registrar las dificulta-des de los antiguos con respecto al autor del cuarto

evangelio, así como de las cartas, cuyo texto mencionaexplícitamente en estrecha relación con las líneas dedi-cadas al evangelio:

«Así pues, qué hay de extraño en que Juan afirme vigo-rosamente cada cosa también en sus cartas,

diciendo a este respecto: “Lo que hemos visto

3. Cf. la traducción anotada por É. JUNOD y J.-D. KAESTLI en Écrits apocrypheschrétiens I. Col. «Bibliothèque de la Pléiade». París, Gallimard, 1997, pp.973-1037 (en español puede verse: Hechos apócrifos de los Apóstoles. I.Hechos de Andrés, Juan y Pedro. Ed. crítica bilingüe preparada por A. PIÑE-RO y G. DEL CERRO. Madrid, BAC, 2004, pp. 239-481).

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con nuestros ojos y escuchado con nuestros oídos,lo que nuestras manos han tocado, lo hemos escrito”.

Así se presenta no solamente como espectador y oyente, sino también como escritor de todos los hechosadmirables del Señor, en su orden».

(Fragmento de Muratori, líneas 17-24).

Sin renegar en absoluto de la autoridad propia del Discí-pulo amado (cf. p. 5), este capítulo suplementario delcuarto evangelio centra la mirada en Simón Pedro, ins-tituido pastor del rebaño por voluntad expresa del Re-sucitado, al final de un trastornador diálogo en el que se

apela al amor como la única justificación de cualquiercargo jerárquico (Jn 21,13-17).

Tras las huellas de Pedro. Ahora bien, al final de es-te pasaje, después de una palabra de Jesús que anunciael martirio de Pedro (vv. 18-19), el narrador sitúa al Discí-pulo amado en posición secundaria, es decir, siguiendotanto a Jesús como a Pedro: «Volviéndose, Pedro ve aldiscípulo al que Jesús tanto quería que les sigue...» (obien: «siguiéndoles», participio presente akolouthoumta,v. 20; así pues podemos traducir, bien «tras las huellas deél» –sin precisar si el discípulo sigue a Jesús o a Pedro–,bien «tras sus huellas» –incluyendo a Pedro en el dúo decabeza, con Jesús–). El hecho de que Pedro se vuelva an-tes de observar al Discípulo sugiere que va delante. Así pues, el Discípulo amado está detrás, en un estado de su-bordinación confirmada por el empleo del mismo verboakoloutheîn en la escena de llamada de los primeros dis-cípulos: «Los dos discípulos le oyeron hablar [a Juan Bau-tista] y siguieron a Jesús» (Jn 1,37). La paradoja es que, apartir de ahora, el Discípulo amado se encuentra no so-lamente tras las huellas de Jesús, sino también detrás dePedro. Dicho de otra manera, Pedro se ha puesto por en-cima del Discípulo, igual que Jesús lo había hecho con res-pecto a Juan Bautista y a los primeros discípulos al prin-cipio del evangelio (Jn 1,15.30.37). De esta manera, en elmomento de concluir el libro, confiándolo a la buena vo-luntad del lector (Jn 21,25), el narrador pone la autoridaddel discípulo-autor en dependencia de una autoridad pri-mera, la de Simón Pedro, sin embargo poco valorada a lo

El capítulo 21 del evangelio

Aunque la autoridad propia en el Fragmento de Mura-tori sigue siendo incierta, por el contrario es muy inte-resante observar que un mismo camino de legitimaciónapostólica se emprende a favor del Discípulo amado enun segundo texto que se encuentra dentro del cuartoevangelio. Se trata del capítulo 21, en el que la legitima-ción tiene lugar en el estadio de un añadido tardío, lle-vado a cabo después de la muerte del discípulo (clara-mente mencionada en 21,23).

Andrés en el cuarto evangelio

Igual que Felipe (cf. p. 13), Andrés es un personaje clave del am-biente joánico. En el cristianismo antiguo, nadie ignora que es elhermano de Simón Pedro; así es, por otra parte, como entra enescena en Jn 1,40; con este hecho, el joanismo da cuenta de su

arraigo apostólico en sentido estricto. Andrés goza incluso de unaauténtica prioridad, puesto que es él en persona quien lleva a Si-món Pedro a Jesús (vv. 41-42). Esto no le impide estar en la van-guardia, no sólo en el sentido del grupo de los discípulos (inter-viene inmediatamente después que Felipe en el relato de lamultiplicación de los panes: 6,8-9), sino incluso en la relacióncon los extranjeros que representan a los griegos que acuden a Je-rusalén por la Pascua (12,21-22). En resumen, igual que Felipe ydespués Tomás, Andrés parece representativo de una comunidadque reivindica a la vez su antigüedad apostólica y su vocación de

apertura universal.

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largo del relato evangélico, pero tardíamente rehabilita-do con motivo de su martirio.

Un personaje enmascarado. Una operación así plan-tea de nuevo la cuestión de saber si el Discípulo puede ser

aún uno de los Doce, dada la aplicación de los antiguos adotarlo de una cualificación propiamente apostólica: la dePedro (Jn 21), la de Andrés (Fragmento de Muratori) o lade Juan (Ireneo y la tradición posterior), comenzando porlos manuscritos que designan la obra del Discípulo ama-do como «evangelio según Juan». En estas condiciones,¿aún hay que tratar de identificar al Discípulo amado? Lashipótesis no faltan –así Lázaro, al que precisamente Je-

sús quería (11,3.5.36) y que, como el Discípulo amado,ocupa un lugar de honor en una comida en torno a Je-sús (12,1-2)–, pero, a falta de la menor prueba, no hayninguna propuesta que fuerce la convicción 4.

Por el contrario, si tomamos en cuenta la expresión re-currente: «el discípulo al que Jesús tanto quería», hastael punto de ver en ella una intervención decisiva del re-dactor, el debate cambiaría singularmente de sentido. Enlugar de dedicarnos a buscar una referencia histórica, sinduda real, aunque inaprensible, ¿acaso no sería más per-tinente preguntarse por la función de este enunciadotan absolutamente original? En efecto, no existe ningúncaso semejante en el cuarto evangelio, y menos aún enlos sinópticos. En el caso del evangelio de Juan, los per-sonajes son, bien anónimos (una mujer de Samaría, unfuncionario real en Caná, un paralítico en la piscina pro-bática, un ciego de nacimiento, etc.), bien designados por

su nombre, enriquecido a menudo con informacionessobre su condición social o familiar: así, por ejemplo, Ni-codemo o incluso Lázaro y sus hermanas. El Discípuloamado es el único personaje que no es ni nombrado nianónimo, sino que se presenta enmascarado bajo una

especie de pseudónimo que tiene como efecto, en pri-mer lugar, impedir el acceso a su nombre propio: unabuena advertencia al lector, tentado de forzar el secre-to, con la ausencia de resultados que conocemos.

El anonimato del Discípulo amado

Un enunciado enigmático. Al examinar el enunciado:«el discípulo al que Jesús tanto quería», constatamos quesu contenido informativo es escaso. Ciertamente, Jesús«ama» también a Lázaro, pero ¿no ocurre lo mismo contodos los discípulos: «Ya no os llamo siervos [...] sino ami-gos, pues todo lo que he aprendido de mi Padre os lo hedado a conocer» (Jn 15,15)? Sin embargo, desde un puntode vista apologético, el enunciado no es inútil: el hecho de

que Jesús ame particularmente al Discípulo sólo puedeabogar por la autoridad reivindicada en su favor (cf. p. 5). Elenunciado presenta sobre todo un real interés pragmáti-co, desde el momento en que trata sobre el lector y el lu-gar en la imposibilidad de conocer la identidad exacta de unpersonaje sin embargo esencial en el testimonio joánico.

Insistimos. El contenido informativo, relativo al amor deJesús por un discípulo particular, no ofrece ningún ele-mento de identificación, puesto que Jesús ama a todoslos discípulos; por el contrario, no es inútil precisarlo si setrata de defender la autoridad propia de un personaje, porlo demás considerado algo disidente... Al hacer esto, el na-rrador lleva a cabo una «veladura» perfectamente eficaz:al insistir en la calidad del Discípulo en lugar de ofrecer su

4. El asunto ha sido muy bien resumido por É. COTHENET, La tradition jo-hannique. «Introduction à la Bible», tomo III, vol. IV. París, Desclée, 1977,pp. 284-292; cf. también: Les écrits de saint Jean. Col. «Petite Bibliothèquedes Sciences Bibliques», NT 5. París, Desclée, 1984, pp. 146-148.

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identidad, el narrador no hace más que abrir una puertapara cerrar mejor otra. El lector atento comprende inme-diatamente que no hay nada que buscar por el lado delnombre propio, sino que el asunto está en prestar con-fianza a la palabra de aquel que permanece anónimo.

La razón de un anonimato. Así pues, la cuestión noes tanto saber quién es el Discípulo amado cuanto la ra-zón por la cual es importante silenciar su nombre pro-pio, incluso aunque sea el compañero de personajes tanreales como Pedro, Andrés, la Madre de Jesús y los otrosactores del relato evangélico.

Si relacionamos este hecho con el interés de los antiguospor el arraigo apostólico de los escritos neotestamenta-rios –así Ireneo, vinculando a Mateo, Marcos y Lucas máso menos directamente con la predicación originaria dePedro y Pablo–, podríamos concluir que el anonimato delDiscípulo tendría como función preservar la autentifica-ción apostólica del cuarto evangelio, evitando difundir laidentidad de un autor al que le faltaría precisamente elsello apostólico.

Ciertamente, esto no es más que una hipótesis, pero ¿aca-so no está confirmada por el hecho de que, en el estadiode la recepción del evangelio, tanto el capítulo 21 como elFragmento de Muratori e Ireneo se aprovechan del anoni-mato del Discípulo, bien para vincularlo a las autoridadesapostólicas de Pedro o Andrés, bien para identificarlo pu-ra y simplemente con Juan de Zebedeo, uno de los Doce?

En cualquier caso, la operación logra el objetivo: a pesar desu carácter singular, el evangelio del Discípulo es aceptadopor las Iglesias, que finalmente se pondrán de acuerdo pa-ra reconocer en él el evangelio «según Juan».

Así pues, aunque el interés principal de la cuestión delDiscípulo parece ser posterior –es decir, por parte de la

recepción del cuarto evangelio con vistas a su plena ca-nonización–, sin embargo no impide dibujar una especiede retrato robot del personaje real, habiendo podido de-sempeñar un papel de primer orden en el nacimiento dela comunidad joánica y su perseverancia en una forma

de testimonio algo diferente a la norma sinóptica.

Fuera de los Doce. Con todo rigor metodológico, con-viene tener en cuenta solamente las únicas recurrenciasdel enunciado característico: «El discípulo al que Jesústanto quería». Entonces resulta claro que este discípulose une al grupo de Jesús en el momento de la última ce-

na (cap. 13), sin excluir evidentemente que conociera aJesús en fecha más antigua. Está ya suficientementecerca del Maestro como para «reclinarse en el seno deJesús» (13,23), antes de «recostarse en el pecho» de és-te (v. 25), en una actitud que no deja de recordar la delheredero (cf. p. 6). Aunque permanece mudo durante lasconversaciones antes de la pasión (caps. 14–17), lo en-contramos al pie de la cruz: testigo de los últimos instan-

tes de Jesús, ha recibido antes el cuidado de su Madre,convirtiéndose de hecho en el propio hermano adoptivodel Señor (19,26-27).

Sin duda apelando a esta estrecha relación con el Señor,es como será a la vez el primero de los discípulos que lle-ga al sepulcro vacío y, sobre todo, el primero en com-prometerse explícitamente en el acto de fe pascual –«Vio y creyó» (20,8)–, antes de ser incluso el primero en reco-

nocer al Resucitado presente en la pesca de los discípu-los: «Entonces el discípulo a quien Jesús tanto quería di- jo a Pedro: “¡Es el Señor!”» (21,7). Sin embargo, al finaldel recorrido se le pedirá que pase por detrás de Pedro(21,20), sellando con este hecho –¡a título póstumo!– elencuentro de su comunidad particular con la Gran Igle-

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sia, simbólicamente reunida en torno a la figura de Pe-dro, muerto mártir varias decenas de años antes.

De esta manera, el Discípulo amado podría ser ese ju-daíta cercano a los ambientes sacerdotales al que desde

hace mucho tiempo se creyó reconocer tras la redacción joánica. En todo caso, el perfil así esbozado excluiría quefuera uno de los Doce, de los que Pedro recuerda que só-lo son testigos cualificados de la resurrección primera-mente por haber «acompañado a Jesús durante todo eltiempo de su vida entre nosotros, comenzando por elbautismo de Juan, hasta el día en que fue llevado al cie-lo» (Hch 1,21-22).

A título anecdótico, quizá podríamos identificarlo con elanfitrión de la última cena, al que el evangelio según Ma-teo asigna justamente una especie de pseudónimo: «Je-sús les dijo: “Id a la ciudad a casa de fulano [ton deina] ydecidle: El Maestro manda decirte: Mi hora está cerca,

voy a celebrar en tu casa la Pascua con mis discípulos”»(Mt 26,18). Entonces se entendería la posición privilegia-da del Discípulo, justo al lado del invitado Jesús, y portanto en disposición de hacer circular la palabra entre elMaestro y los invitados, comenzando por Simón Pedro,relegado a un lugar menos ventajoso.

El misterioso presbítero

Por tanto, la identidad del Discípulo amado sigue siendoun misterio, que no podría ser iluminado más que si sedescubrieran algunos elementos externos... Reducido ala única documentación ofrecida por el cuarto evange-lio, el lector no puede desvelar el secreto: el pseudónimoportado por el autor desempeña plenamente su papel.

¿Qué ocurre entonces con el autor designado de las car-tas, el misterioso presbítero de 2 Jn 1 y 3 Jn 1?

A decir verdad, ya no se filtra nada sobre su identidad.Podemos pensar muy justamente en un sucesor del Dis-cípulo amado, él mismo en posición de líder con respec-to a una comunidad presa de profundas divisiones. Si, enel nivel de la primera carta, el locutor parecía conservarla esperanza de restaurar la unidad, mediante un cierto

número de clarificaciones que se esfuerza por aportar asus lectores, por el contrario la segunda carta y la terce-ra parecen indicar una situación incluso agravada. En elestadio de la tercera carta, la autoridad del presbítero seencuentra discutida, por el hecho mismo de que Diotre-fes (sin duda el jefe de una pequeña comunidad del ta-

La pertenencia sacerdotal

del Discípulo amado

La pertenencia del Discípulo a los ambientes sacerdotales siguesiendo hipotética. A menudo se deduce del hecho de que habríatenido acceso fácilmente a la residencia del sumo sacerdote(18,15); pero este argumento se viene abajo enseguida si tenemosen cuenta las únicas recurrencias del sintagma «el discípulo ama-

do», con exclusión de las alusiones más vagas a «otro discípulo».Con frecuencia se ha observado la importancia de las fiestas li-túrgicas en el cuarto evangelio, con insistencia en la subida a Je-rusalén para estas ocasiones. Esto es justo, pero las referenciasson demasiado generales como para que se esté en el derecho deexigir al autor una cultura sacerdotal precisa. Además, como sa-bemos, la tradición joánica manifiesta una fuerte hostilidad haciael Templo.

En resumen, nada obliga a atribuir al Discípulo amado una as-

cendencia sacerdotal: contrariamente a otros personajes evangé-licos (por ejemplo el padre de Juan Bautista, en Lucas), el Discí-pulo-autor jamás es mostrado en el Templo. Solamente le vemosen la esfera privada, incluso familiar, de Jesús: en la sala de la úl-tima cena, con el círculo de los íntimos; al pie de la cruz, en com-pañía de la madre de Jesús, en el sepulcro vacío, a invitación deMaría de Magdala y sólo con Simón Pedro...

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maño de una casa-iglesia) rehúsa practicar los deberesde la hospitalidad con respecto al presbítero y a otroshermanos. A esto se añaden diversas actuaciones de he-cho, tales como palabras malévolas contra el presbítero y maniobras de intimidación con respecto a hermanos,

expulsados buenamente de la comunidad (3 Jn 9-10).

En el otro extremo, dos personajes atraen todos los elo-gios: Gayo, el destinatario de la carta, que es presenta-do como un modelo de verdad y de caridad, incluido enel apoyo financiero concedido a los «misioneros» despa-chados por la comunidad (3 Jn 3.5); y Demetrio, del quetodos dan igualmente el mejor testimonio por la calidad

de su conducta (3 Jn 12).

El profeta del Apocalipsis

Permanece la pregunta por la identidad del profeta Juanmencionado en el Apocalipsis. ¿Se trata del apóstol? Esoparece poco verosímil, teniendo en cuenta la datacióntardía unánimemente aceptada, la del reinado de Do-miciano, en torno al 95.

A partir de ahí podemos imaginar cualquier cosa: ¿unsegundo Juan, confundido con el presbítero, como pen-saba Eusebio de Cesarea basándose en los datos recibi-dos de Polícrates de Éfeso? ¿Incluso un tercer Juan, dis-tinto a la vez tanto del discípulo evangelista como delpresbítero de las cartas? ¿Y por qué no volver a Juan el

apóstol?Si podemos vincular el Apocalipsis con el apóstol, evi-dentemente no es como redactor directo, sino como au-toridad de referencia según el principio de la pseudoepi-grafía, familiar en el mundo de los apocalipsis. Así, losdos grandes apocalipsis judíos contemporáneos al de

Juan nos han llegado bajo los nombres de Cuarto Esdras y Apocalipsis siríaco de Baruc: en ambos casos, el autorficticio es más antiguo que el libro en torno a seis siglos y medio... ¿Por qué entonces el Apocalipsis de Juan nopodría ser puesto bajo la autoridad antigua del apóstol

Juan, él mismo contemporáneo de las persecuciones su-fridas en tiempo de Nerón? Por otra parte, en el libro delApocalipsis no faltan las alusiones a una persecución másantigua que la que es temida por el autor y que motivala expresión de un mensaje a la vez de resistencia al pa-ganismo totalitario y de esperanza en la victoria final deDios. A título de ejemplo, observemos la referencia almártir Antipas, muerto en Pérgamo en tiempos ante-

riores: «No renegaste de mi fe, incluso en los días de An-tipas, mi testigo fiel, que murió entre vosotros allá don-de habita Satanás» (Ap 2,13).

Los «dos testigos» del capítulo 11, asesinados en unaCiudad Santa que es también Sodoma –es decir, Roma–podrían evocar indirectamente las altas figuras de Pedro y Pablo, asociados tanto en el martirio como en la exal-tación gloriosa. Asimismo, si el profeta Juan es el após-tol, se entiende que su función es «autorial», fijando elmensaje apocalíptico en una tradición apostólica consi-derada a caballo entre dos momentos: el de Jesús y elde la Iglesia. Jesús está rodeado por sus compañeros his-tóricos. La Iglesia está sumergida en la inmensidad delImperio romano, más precisamente en una época de ri-gidez ideológica (reinado de Domiciano) y en vísperas deduras persecuciones.

Conclusión

Finalmente, la unidad del corpus joánico (evangelio, car-tas, apocalipsis) quizá no es solamente una convenien-

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cia editorial. A través del baile de personajes (discípulo,presbítero, profeta), la antigua figura de Juan, hijo de Ze-bedeo, apóstol del Señor, parece asegurar una cierta for-ma de continuidad. Quizá la común referencia a Juan esel rasgo de unión entre libros ciertamente distintos,

aunque surgidos de comunidades próximas, a la vez enel espacio (en este caso las ciudades de Asia Menor de laregión de Éfeso) y en el testimonio, sin duda amplia-mente inspirado en la teología propagada por el Discí-pulo amado a través del cuarto evangelio.

III – La historia

de la comunidad joánica

Durante mucho tiempo centrada en el análisis redaccio-nal de los textos, con identificación de fuentes e inten-to de reconstrucción de estratos literarios sucesivos, laexégesis joánica parece hoy más sensible a la historia dela propia comunidad. Naturalmente, las dos aproxima-ciones se condicionan mutuamente, primero porqueprácticamente no hay otras fuentes históricas que lostextos del Nuevo Testamento; después, porque la co-

munidad estudiada es precisamente la que ha produci-do los textos, a lo largo de un complejo proceso redac-cional escalonado en un tiempo consiguiente. En esteterreno, los trabajos de Raymond E. Brown son ejem-plares, incluso aunque algunas hipótesis puedan dar lu-gar a revisión.

Sin duda, el extremo más importante de la investigaciónasí emprendida consiste en el hecho de proyectar el de-sarrollo de la comunidad joánica en un eje diacrónicoconsiderando el orden: 1) el corpus del cuarto evangelio,2) las cartas, y 3) el capítulo 21 del evangelio. Por el con-trario, el Apocalipsis es considerado aparte, según el sen-timiento aún dominante de que se trata de un mundodistinto, a pesar de la referencia formal a san Juan.

Por otra parte, la lectura del propio evangelio tiende a dis-tinguir: 1) las informaciones relativas a los comienzos dela comunidad joánica en el seno del grupo apostólico con-temporáneo de Jesús, 2) los elementos relativos a un pri-mer período postpascual, vivido en Palestina, 3) los datos

Para trabajar personalmente:

1. Retomar los encabezamientos y las conclusiones de las cartas del Nuevo Testamento, yasean atribuidas a Pablo o a otras figuras apostólicas:

– ¿cuáles son las constantes y las variantes?,

– ¿qué se puede deducir de ello en cuanto al modo de comunicación propio de estegénero literario?

2. En comparación, apreciar la originalidad de las cartas joánicas, muy particularmente eltexto presentado como la primera carta de Juan.

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relativos a la emancipación de la comunidad joánica, tras-ladada fuera de Palestina y confrontada con un entornodiversificado, aunque finalmente considerado como glo-balmente hostil, y 4) los indicios que anuncian la grave cri-sis de identidad cuyo desencadenamiento acompañará la

redacción de las cartas, antes de que se exprese una so-lución de compromiso a través del añadido del capítulo 21.

Ciertamente pueden existir otros modelos, pero éste pa-rece hoy el más convincente y el más ampliamente ad-mitido. Por tanto, vale la pena quedarse con sus princi-pales elementos, con la preocupación de bosquejar elretrato, si no exacto, al menos verosímil, de la comuni-dad cristiana que subyace a los escritos joánicos. Varios

rasgos parecen así imponerse.

El arraigo bautista

La comunidad joánica no nació tardíamente, por ejem-plo en Asia Menor, por el hecho del encuentro de misio-

neros cristianos, al modo de los Hechos de los Apósto-les. Los «cristianos de san Juan» –lo mismo que en In-dia se habla incluso hoy de los «cristianos de santo To-más»– echan raíces en el mismo comienzo del ministeriode Jesús en Palestina, más precisamente en el seno del

movimiento bautista transjordano. R. E. Brown inter-preta así la insistencia propiamente joánica en el arrai-go bautista de Jesús. En efecto, más que llamar a susprimeros discípulos a orillas del lago, como en los sinóp-ticos, el Jesús del cuarto evangelio los recibe de la manomisma de Juan Bautista (Jn 1).

También podemos suponer no sólo el origen apostólicode la comunidad joánica, sino el peso inicial de elemen-

tos procedentes del ambiente bautista. Naturalmente,hoy se excluye confundir los ambientes bautistas con latradición esenia presente en Qumrán. Aunque aún se co-nozcan mal los grupos bautistas de Samaría o de Trans- jordania, es claro que la práctica de un único bautismo(o inmersión) no es del mismo orden que la repetición de

De Bultmann a Brown

Desde los trabajos de R. Bultmann se distinguen en el cuarto evan-gelio tres «formas» o modos de expresión literaria: los relatos de mi-lagros o signos, supuestamente surgidos de un librito específico o

«fuente de los signos» (Semeiaquelle); los discursos de revelación(Offenbarungsrede), que algunos han imaginado procedentes defuentes gnósticas; por último, el relato de la pasión y resurrección, ala vez cercano a los sinópticos y sensiblemente diferente en cuanto ala tonalidad general.

A partir de este modelo primero, a la vez sincrónico (tres «formas»que subsisten en el evangelio acabado) y diacrónico (tres documen-tos fuente que han sufrido múltiples retoques), se desarrolló despuésel análisis propiamente redaccional, con mayor o menor precisión enla identificación de los múltiples estratos y opciones hermenéuticas

diversas, según se conceda el primado a tal o cual estadio del desa-rrollo redaccional. La presentación de estos trabajos ya antiguos seencontrará en las introducciones generales al cuarto evangelio, espe-

cialmente en las dos obras de É. Cothenet (cf. biliografía).La lectura de R. E. Brown,  La comunidad del Discípulo amado(trad. española de 1987), se queda en este terreno absolutamente su-gestivo, a pesar de que el autor es el primero en reconocer –con hu-mor– la parte de arbitrariedad inherente a cualquier intento de re-construcción histórica. Sólo queda que un trabajo semejante cumpleperfectamente su función «heurística» que consiste no en agotar lamateria, sino en abrir pistas que constantemente habrá que conti-nuar afinando por medio de hipótesis renovadas, ellas mismas re-visables.

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ritos de ablución o de purificación. En los primeros se tra-ta de manifestar simbólicamente la reunión del pueblode la Alianza, más allá de las fronteras de la pureza ri-tual, y la vinculación a la persona de un profeta supues-tamente capaz de guiar al nuevo Israel al encuentro con

el rey mesiánico esperado para pronto. En los segundos,la finalidad es, por el contrario, procurar un espacio depureza máxima, no solamente apartándose del mundo,sino del seno mismo de la comunidad, a la espera de unarestauración del antiguo Israel, restablecido en las con-diciones de una santidad ideal. Así pues, la forma en quelos cristianos joánicos afirmaron su distancia con res-pecto al Templo no sería contradictoria con un arraigo

primero en ambiente bautista.

El encuentro con los samaritanos

La comunidad joánica supo superar muy pronto la tra-dicional hostilidad del pueblo judío con respecto a la di-sidencia samaritana, de ahí la importancia concedida al

encuentro de Jesús con una mujer de Samaría (Jn 4), enel centro mismo del país considerado como enemigo. Deahí a imaginar que el diálogo con los samaritanos enri-queciera la cristología joánica, en el sentido de una figu-ra soteriológica más universal que el Mesías davídico –elTaheb– no hay más que un paso, alegremente dado porR. E. Brown. Sin embargo, podemos preguntarnos por lapertinencia de este punto de vista: ¿no es demasiada

concesión a un grupo religioso manifiestamente arcaico,cuya especificidad continúa siendo ampliamente desco-nocida?

Por el contrario, el alcance misionero del encuentro conla samaritana no alberga ninguna duda: no sólo las pa-labras de Jesús sobre la cosecha (4,34-38), sino el esta-

blecimiento de una comunidad local (4,39-42) atestiguanel precoz compromiso de la comunidad joánica en la mi-sión con respecto a los samaritanos, considerados comola primera etapa de un proceso de evangelización univer-sal, de acuerdo con la universalidad de un culto nuevo

(4,21-24). En este sentido, la comunidad joánica parecepróxima a algunas iniciativas misioneras del grupo de losSiete, especialmente Felipe, comprometido precisamen-te en Samaría según el testimonio de Hch 8. Además dela crítica al Templo, considerada ella misma como carac-terística del compromiso de los Siete (cf. el discurso de Es-teban en Hch 7), los cristianos joánicos compartirían conlos helenistas de Jerusalén la preocupación prioritaria por

la evangelización de los samaritanos.

La acogida de los griegos

La comunidad joánica manifestó desde sus comienzosuna real capacidad de acogida con respecto a los grie-gos, es decir, judíos helenizados que frecuentan Jerusa-

lén con ocasión de las grandes fiestas de peregrinación.En el relato evangélico, dos apóstoles –portadores ade-más de nombres griegos: Andrés y Felipe– parecen es-pecializados en el encuentro con los griegos (12,20-22) 5.Este retorno a los tiempos de Jesús es tanto más signi-ficativo cuanto que, en una fase posterior de su desa-rrollo, la comunidad estará sumergida en el mundo pa-

5. Cf. lo que se ha dicho más arriba (pp. 13 y 15) de los apóstoles Andrés yFelipe, que, por su misión entre los griegos, respetan el origen helénico desus nombres, sin por ello constituirse en personalidades tardíamente in-sertadas en el grupo de los discípulos. Dicho de otra manera, en la tradi-ción joánica, la atención deliberada al mundo griego reivindica como suarraigo propio la diversidad del ambiente judío en la Palestina del tiempode Jesús.

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gano de lengua y cultura griegas, en Éfeso, según unalocalización tradicional que nada permite discutir for-malmente.

Incluso ahí, la dificultad consiste en saber si una insis-

tencia como ésa es primeramente el reflejo de una si-tuación comunitaria relativamente tardía o bien si ca-racteriza ya al grupo joánico en sus mismos comienzos,bien en el propio tiempo de Jesús (como lo sugiere la fic-ción narrativa), bien en los comienzos de la vida eclesialpostpascual. Así pues, si parece difícil distinguir las épo-cas históricas, hábilmente anudadas en el relato evan-gélico, por el contrario no hay duda de que la comuni-

dad joánica habría atestiguado así su proximidad culturalcon el mundo griego y el lugar concedido en su seno apersonalidades familiares del helenismo. Por otra parte,la propia redacción del texto evangélico sugiere seme- jante parentesco, como se deduce de muchos trabajosexegéticos ya antiguos.

El diálogo con el judaísmo

Más allá de la propia Pascua, la comunidad joánica pare-ce haber atravesado dos épocas muy diferentes. En unprimer momento, las relaciones con el judaísmo parecenfáciles, a pesar de que el debate hace que aparezcan sen-sibles diferencias entre el movimiento fariseo dominan-te y la fe crística confesada por el grupo joánico. El fra-casado diálogo con Nicodemo (Jn 3) resulta significativo

de esta primera situación: los «cristianos de san Juan»aún no se han desgajado del judaísmo, aunque sus pro-puestas cristológicas contengan todo para turbar al in-terlocutor judío habitual. No obstante, los autores delcuarto evangelio no niegan la importancia del arraigo ju-dío de la fe cristiana: frente a la samaritana, incluso in-

vitando a relativizar los particularismos étnicos, tanto ju-díos como samaritanos (4,21-24), Jesús no deja de ex-presar la convicción de que «la salvación viene de los ju-díos» (v. 22). Dicho de otra manera, la novedad cristiana,por irreductible que sea para la tradición de Israel, reco-

noce su deuda con respecto a la primera Alianza. Aun-que para la comunidad joánica es claro que «la gracia yla verdad han venido con Jesucristo» (1,17), sigue siendocierto que la Ley mosaica es un don, con lo que eso su-pone de valor positivo. Del mismo modo, en la boda deCaná (2,1-12), el vino nuevo y superabundante no exclu- ye la precedencia de las aguas de purificación judías: esde las seis tinajas de agua lustral judía de donde los sir-

vientes sacan el vino mesiánico, atestiguando el adveni-miento de los tiempos nuevos cumplidos en Cristo.

Así, la comunidad joánica parece desde su origen fuer-temente vinculada al mundo judío. Por otra parte, esverosímil que en este primer estadio de su desarrollo,la comunidad se encuentre establecida aún en Palesti-na, en los años que rodean la guerra del 70. Estimula-da por el diálogo interno con el judaísmo, profundiza sufe en Cristo y afina su propio discurso. No hay duda deque el Discípulo amado ejerce ya una fuerte influenciasobre el grupo y, en la medida en que el evangelio co-menzó a ser expuesto, asume en el seno de la comu-nidad la función de autor y maestro de obra del traba- jo de escritura.

El encuentro con los paganos

En un segundo momento, sin duda consecutivo a losacontecimientos del 70, la comunidad joánica se en-cuentra trasplantada a un ambiente griego, probable-mente en Éfeso, aunque algunos piensan también en Si-

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ria. En efecto, en su opinión, esta región tendría la ven-taja de hacer presente la cultura griega pagana, los am-bientes judíos orientales y los grupos religiosos de orien-tación gnóstica.

Por otra parte, el interés propiamente joánico por elapóstol Tomás, llamado Dídimo (14,5 y 20,24-29), y cu- ya recepción como figura emblemática de las Iglesias si-rias conocemos, hace verosímil si no la hipótesis de unaestancia duradera en Siria, al menos la existencia de es-trechas relaciones con las regiones situadas al este deAntioquía. Sea lo que fuere del lugar geográfico –a faltade otra mejor, la localización tradicional en Éfeso con-

serva todas las bazas–, la confrontación con la culturagriega es vivida primeramente de forma positiva: en unahermosa tarea de inculturación, como se dice hoy, losresponsables de la comunidad, comenzando por el evan-gelista, saludan a este «mundo» al que «Dios tantoamó», hasta el punto de «entregar a su único Hijo, pa-ra que cualquiera que crea en él no perezca, sino que po-sea la vida eterna» (3,16).

En este estadio de la misión y de la escritura se experi-menta el interés de la tradición joánica por un lenguajereligioso más universal que el lenguaje puramente ju-deocristiano. De esta manera, más que anunciar el Rei-no de Dios –la expresión, omnipresente en los sinópti-cos, no figura más que dos veces en el cuarto evangelio, y justamente además en el diálogo con Nicodemo (3,3.5);es decir, en el nivel del diálogo interno del mundo judeo-

cristiano–, el cuarto evangelio es proclive a los términosgenerales como verdad, conocimiento, vida, amor, y lossímbolos universales como la luz, el agua y el pan. En es-te sentido, el lenguaje joánico encontraría muchas afini-dades con el pensamiento religioso del mundo griego, yafuera poco o muy «gnóstico» o, más ampliamente, «her-

mético», en todo caso de origen distinto al bíblico o ju-deocristiano.

La ruptura con el judaísmo

Paralelamente al encuentro con el «mundo», la comu-

nidad joánica experimenta dolorosamente el hecho deque sus propias concepciones cristológicas la alejan cadavez más de la sinagoga. De hecho –y estamos probable-mente a finales del siglo I–, los dos grupos religiosos to-man claramente conciencia de lo que les separa, identi-ficándose cada uno de ellos más con lo que le distingue

Joanismo y hermetismo

Los trabajos, ya antiguos, de Ch. H. Dodd hicieron mucho poracreditar la idea de un estrecho parentesco entre los discursos joá-nicos y la sensibilidad religiosa propia de la corriente pagana, lla-mada «hermética» en referencia al dios Hermes, considerado co-mo el inspirador de una mística purificada, familiar para las élitesde la antigüedad tardía.

Sin embargo, como en el caso de las influencias gnósticas des-cubiertas por R. Bultmann (y frecuentemente repetidas después),hoy conviene no sólo verificar las cronologías, muchas veces fa-

vorables a la anterioridad de la corriente joánica, sino incluso pre-guntarse por la significación de las semejanzas observadas. Másque ver en ellas unilateralmente influencias pasivamente sufridaspor la tradición joánica, podemos interpretarlas como otros tan-tos indicios de una trayectoria voluntaria, inspirada por el deseode dirigirse al mundo pagano circundante y de ser entendido poréste. A partir de ahí conviene no concluir demasiado rápidamen-te con la ausencia de perspectiva misionera en el seno del joa-nismo. En efecto, hoy podemos ser sensibles al hecho de que lamisión cristiana tiene razón en considerar otras modalidades dis-

tintas de la «estrategia de conquista», puesta en práctica a la ma-nera de una pesca con red cuyos los resultados cuantitativos per-miten calificar de «milagrosa».

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más nítidamente del otro. Semejante situación de rup-tura es vivida como una verdadera «excomunión».

Como da testimonio de ello la presencia en tres ocasio-nes en el cuarto evangelio del adjetivo apo-synagôgos,

que designa de forma precisa la expulsión, si no de la si-nagoga como edificio, al menos de la comunidad judíareunida en asamblea (synagôgê). Es de destacar que, apesar de su inserción en el relato del ministerio de Jesús,el adjetivo en cuestión está siempre presente como unaamenaza o una advertencia para el futuro. La rupturaentre judíos y cristianos no tuvo lugar evidentemente enla época de Jesús. Se produjo a finales de siglo, en un cli-

ma de extrema tensión, en el cual hay que lamentar que,refluyendo intacto en el relato evangélico, haya podidocontribuir a oscurecer la imagen de los judíos en gene-ral. Las tres menciones del adjetivo apo-synagôgos sepresentan así:

• en el relato del ciego de nacimiento, sus padres rehú-san comprometerse «porque tenían miedo de los ju-díos; pues los judíos ya estaban convencidos de que si

alguien confesaba a Cristo sería excomulgado» (9,22);observemos el adverbio «ya», que anticipa un tiempoposterior;

• al final de la vida pública de Jesús, «muchos entre lasautoridades creían en él, pero, a causa de los fariseos,no lo confesaban, por miedo a ser excomulgados»(12,42); la proposición final en subjuntivo expresa unaamenaza aún no llevada a la práctica;

• en el propio discurso de Jesús antes de la cruz, los dis-cípulos reciben la advertencia de que serán excomul-gados –«os excomulgarán» (16,1)– e incluso asesina-dos por gente que creerá que así rinde culto a Dios(16,2); naturalmente se trata del anuncio de aconte-cimientos futuros. Por tanto, podemos decir que el

evangelio mezcla pura y simplemente diversos hori-zontes históricos. Ciertamente, las dificultades de fi-nales del siglo I refluyen en el relato evangélico, peroel lector atento está en disposición de discernir lo quecompete al futuro de la comunidad joánica.

El antijudaísmo

del cuarto evangelio

La virulencia de las palabras antijudías constituye un permanen-te motivo de queja con el que se encuentra el cuarto evangelio.La cuestión es demasiado difícil para ser tratada en pocas pala-bras. Digamos solamente que:

a) en el fondo, el cuarto evangelio no es más antijudío que los de-más textos del siglo I cristiano; así, la existencia de un Nicode-mo atestigua la complejidad de la relación judía con respecto aJesús;

b) en la forma, el cuarto evangelio es, en cierta manera, víctimadel apasionado clima fruto de las peripecias, para nosotros malconocidas, de lo que se ha dado en llamar «la excomunión sina-gogal», con graves consecuencias en cuanto a la seguridad de lascomunidades cristianas, a partir de ese momento aisladas en el

seno del todopoderoso paganismo. Tomar en cuenta el Apocalip-sis puede ayudar a sentir el clima de inseguridad que afecta a lascomunidades joánicas a finales del siglo I.

La ruptura con el mundo

Cuando la ruptura con el judaísmo se encuentra consu-

mada, las relaciones con el mundo, es decir, la sociedadpagana circundante, comienzan a deteriorarse. A partirde ese momento, a la comunidad joánica le parece queel mundo no está dispuesto, desde luego no más que los judíos, a acoger el testimonio relativo a Jesús, Hijo deDios.

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Así, no sólo el prólogo del evangelio lamenta que el mun-do no haya «conocido» al Verbo (1,10), sino que elconjunto de los discursos antes de la cruz (Jn 14–17)enuncian con respecto al mundo un juicio francamentenegativo. El propio Jesús declara: a) que «el mundo no

recibió al Espíritu de verdad, porque no lo veía ni le co-nocía» (14,17); b) que el mundo es incapaz también dever a Jesús después de su desaparición (v. 19), de dar alos hombres la paz verdadera (v. 27); c) que el mundo só-lo puede odiar a los discípulos, en la medida en que és-tos no pertenecen al mundo, sino a Cristo (15,18-19). Fi-nalmente, el mundo parece entregado a las potenciasdel mal (lit.: «el príncipe de este mundo», cf. 14,30 y

16,11).

En estas condiciones, el Espíritu «Paráclito», en posiciónde abogado, no tendrá ninguna dificultad en establecerla «culpabilidad del mundo» (16,8). En efecto, éste semuestra profundamente hosti l tanto con respecto a Je-sús como a sus discípulos: «Estáis en el mundo en si-tuación de angustia; pero tened ánimo: yo he vencido

al mundo» (16,33). A partir de ahí, la oración de Jesúsno se dirige en beneficio del mundo (17,9), sino a favorde los discípulos (vv. 9-11). Éstos, lo mismo que Jesús,están en el mundo sin ser del mundo (17,14-16), y nohan sido enviados al mundo (v. 18) más que para dartestimonio, corriendo riesgos y peligros, de la condicióndivina de Jesús, de manera que el mundo crea que Je-sús es el enviado del Padre (vv. 21-23) y venga así en re-

conocer hasta qué punto los discípulos son amados deDios (v. 23).

En resumen, la requisitoria es particularmente severa: lacomunidad joánica, ya maltrecha por la ruptura con los judíos, vive dolorosamente la masiva increencia con res-pecto al mensaje evangélico, hasta el punto de que es-

ta desgraciada experiencia constituye una especie de leit-motiv del discurso testamentario de Jesús, incluso pormedio de la última y solemne oración dirigida al Padreen favor de los discípulos (Jn 17: oración comúnmentellamada «sacerdotal»).

La crisis interna y la cuestión de la unidad

Mientras la comunidad experimenta así tanto el rechazode los judíos como la hostilidad del mundo pagano (cf. elprólogo: 1,9-11), aparece una dificultad añadida, esta vez

interna a la vida comunitaria. Se trata de profundas divi-siones de las que la primera carta nos informa que afec-tan tanto a la autenticidad de la fe en Cristo como a laverdad de las relaciones entre los hermanos. A decir delpresbítero, el comportamiento desviado es tan grave quesitúa a sus adeptos prácticamente fuera de la comuni-dad, en acuerdo profundo con el espíritu del mundo, di-cho de otra forma: la lógica pagana ya vigorosamente

denunciada en el discurso antes de la cruz: «Han surgidode nosotros, pero no eran de los nuestros; si hubieran si-do de los nuestros, se habrían quedado con nosotros; pe-ro era preciso que se manifestara que no eran de losnuestros» (1 Jn 2,19).

La actitud denunciada vuelve, si no a negar la humani-dad de Cristo, al menos a minimizar el alcance real de laencarnación con respecto a la salvación. De alguna for-

ma estaríamos ante una corriente mística que lleva alextremo la teología joánica del conocimiento o ilumina-ción, proporcionando un acceso casi directo al misteriode Dios, independientemente de la existencia concretade Jesús, comenzando por su muerte en la cruz. De es-ta manera, el autor de la primera carta puede formular

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como criterio de ortodoxia una confesión cristológicacentrada en la plena realidad de la encarnación: «Es a és-te al que reconocemos el espíritu de Dios: todo espírituque confiese a Jesucristo venido en la carne es de Dios; y todo espíritu que no confiese a Jesús [se sobreentien-

de: venido en la carne] no es de Dios. En él está el espí-ritu del Anticristo, del que sabéis que viene. Y he aquí que ya está en el mundo» (1 Jn 4,2-3).

Asimismo, la indiferencia manifestada con respecto a loshermanos, incluida en el plano del compartir material (1Jn 2,9-11; 3,16-18; 4,20-21), traduce la misma negaciónde lo real en beneficio de una mística desencarnada, sin

duda anticipadora de los movimientos gnósticos a losque –según parece– finalmente se uniría una parte de lacomunidad joánica. En todo caso, a los ojos del autor, lasituación es lo suficientemente grave como para em-plear acentos escatológicos: «Hijitos, es la hora final, ycomo sabéis que el Anticristo viene, ahora incluso mu-chos Anticristos están presentes, por eso sabéis que esla hora final» (1 Jn 2,18). El agravamiento de la crisis, con-firmado principalmente en la tercera carta, dará la razóna los temores del presbítero: en este estadio de su de-sarrollo, la comunidad joánica está en muy mala situa-ción. A simple vista humana no se ve bien cómo podríaescapar, no sólo a la ruptura, sino a la simple y llana de-saparición, llevándose en su ruina –desgraciadamente,tres veces por desgracia– el rico testimonio del Discípu-lo amado.

El epílogo del capítulo 21

Cuando la comunidad joánica parece así al borde del hun-dimiento, el capitulo 21 –añadido al cuerpo del evange-lio con voluntad expresa de asegurar una continuidad

con los veinte primeros capítulos (cf. los vv. 1 y 20)– ates-tigua una reorientación completa de la intención.

El acento pasa de la cristología a la eclesiología, con lapreocupación por establecer las respectivas posiciones de

Pedro y del Discípulo amado. Aunque el primado de es-te último permanece, en cuanto testigo apto para re-conocer al Resucitado (21,7), por tanto igualmente encuanto autor garante de la autenticidad evangélica (v.24), Pedro no resulta menos rehabilitado por una tripledeclaración de amor (vv. 15-17), disipando en alguna me-dida la triple negación. Por este hecho pasa por delantedel Discípulo amado (v. 20) y se encuentra investido con

una tarea «pastoral» –«Apacienta mis corderos, apa-cienta mis ovejas» (vv. 15-17)– a la que la propia comu-nidad joánica está llamada a unirse. Además –indicio for-mal de esta relación con un modelo de Iglesia, digamosde tipo sinóptico–, las propias modalidades de la escri-tura evolucionan profundamente, con un relato de pes-ca milagrosa más lucano que joánico (cf. Lc 5,4-10). Elmismo vocabulario evoluciona, y no es hasta la lista de

discípulos implicados en la pesca cuando se traduce unavoluntad de compromiso (v. 2). En efecto, junto a Pedro y el Discípulo amado, el cual no será nombrado, por lodemás, hasta el v. 7, figuran a la vez dos personajes fa-miliares al ambiente joánico, «Tomás, llamado Dídimo»(referencia a Jn 20,24ss, sin olvidar 14,5) y «Natanael, deCaná de Galilea» (recuerdo de Jn 1,43ss e indirectamen-te de Jn 2 y 4), así como los hijos de Zebedeo, tan que-

ridos para los sinópticos y misteriosamente ausentes delrelato joánico.

No se puede soñar mejor reconciliación de dos modelosde Iglesia. Mientras los miembros se juntan para no for-mar más que un solo grupo, las tareas son cuidadosa-mente repartidas entre los dos líderes: a Pedro le co-

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rresponde el primado «pastoral», mientras que el Discí-pulo conserva su función de guía «espiritual». Observe-mos, sin embargo, que el reparto de puestos sólo afec-ta simbólicamente a los dos héroes de la era apostólica.En efecto, tanto el uno como el otro ya han muerto: Pe-

dro como mártir, lo que honra grandemente su memo-ria –«[Jesús] indicaba así con qué muerte glorificaría [Pe-dro] a Dios» (21,19)–; el Discípulo, al final de una largaexistencia, hasta el punto de que se había podido consi-derarlo inmortal, cosa que desmiente categóricamenteel narrador: «Entre los discípulos se había extendido elrumor de que ese discípulo no moriría; pero Jesús no ha-bía dicho que no moriría» (21,23).

A partir del siglo II, varios escritos apócrifos tratarán dellenar el «déficit de martirio» que afecta al Discípuloamado. Identificado con el apóstol Juan, no sólo deberáafrontar múltiples pruebas y persecuciones en la regiónde Asia Menor cercana a Éfeso, incluidas tempestades ynaufragios, sino que una leyenda romana lo expondrá alsuplicio del aceite hirviendo, haciéndole salir de él in-

demne para honrar el rumor expresado en Jn 21,23. Porotra parte, el Apocalipsis concede un lugar central al«testimonio peligroso», literalmente el martirio exigidoa los cristianos, en directa continuidad con el compro-miso de Jesús, él mismo el «Amén, el testigo [martys]fiel y verdadero» (Ap 3,14). La situación del visionario ylocutor Juan es precisamente la de una relegación for-zada, «a causa de la Palabra de Dios y del testimonio

[martyría] de Jesús» (Ap 1,9).Queda la cuestión de saber quién es justamente el locu-tor de este suplemento al evangelio: no puede ser el Dis-cípulo amado, ya muerto; ¿se trata del presbítero de lascartas? ¿O hay que considerar a un sucesor del presbíte-ro, probablemente a comienzos del siglo II? Qué impor-

ta. Igual que en el corpus paulino, la comunidad joánicapractica ampliamente la pseudoepigrafía: incluso des-pués de su muerte, el Discípulo continúa hablando y es-cribiendo; más aún, su mensaje pasará pronto por ser elde Juan el apóstol. En todo caso, el intento de acerca-

miento llevado a cabo por el autor del capítulo 21 darátodos sus frutos: no solamente el evangelio del Discípu-lo amado pasará a la posteridad, sino que su teologíapropia ejercerá una influencia considerable en el conjun-to de la Iglesia, especialmente a través de los primerosconcilios y de la obra de los Padres de la Iglesia.

La situación propia en el Apocalipsis

¿Qué pasa entonces con el Apocalipsis? Ciertamente –yalo hemos visto más arriba–, sería tentador considerarloaparte del movimiento joánico y no estudiarlo más queen función de las características literarias y teológicas delgénero apocalíptico, por tanto en el seno de un corpus es-pecífico constituido por apocalipsis antiguos, judíos o cris-

tianos, cuando no de ambos a la vez, dadas las interpola-ciones cristianas introducidas en textos de origen judío.

Sin embargo, tratemos de imaginar que pudiera ser, enalguna medida, joánico. Entonces habría que centrar elestudio a la vez en los discursos testamentarios del evan-gelio (Jn 14–17) y en la primera carta. En efecto, allí en-contraríamos al menos dos datos singularmente cerca-nos al libro del Apocalipsis: por una parte, el tema del

enfrentamiento con un mundo hostil y perfectamenteimpermeable al mensaje cristiano, consiguientementecon la amenaza de persecuciones que pueden llegar has-ta la muerte de los discípulos; por otra, la dramatizaciónescatológica de la crisis presente, con referencia a la úl-tima hora, como en el caso del Anticristo (1 Jn 1,18).

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El Apocalisis podría provenir así de un círculo de profe-tas, familiares al género apocalíptico y pertenecientes aIglesias de origen joánico presentes en Asia Menor, nosolamente en Éfeso, citada la primera (Ap 1,11) –lugartradicionalmente querido para la comunidad joánica–,

sino también en las ciudades circundantes de Esmirna,Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea. La refe-rencia al profeta Juan de Patmos, enfrentado él mismoa la persecución en tiempos más antiguos –que podríanser los del mártir Antipas de Pérgamo (2,13)–, participa-ría entonces de un proceso de designación de una auto-ridad primera, concebida como estrictamente apostóli-ca y, por tanto, perfectamente pseudoepigráfica.

Por otra parte, esto no debería extrañar a ningún lectorde la Biblia, por cuanto el procedimiento es corriente en

el Antiguo Testamento y, de igual manera, a través delNuevo Testamento, se trata de evangelios «según» obien de varias cartas manifiestamente póstumas.

Conclusión

La cuestión del autor sería subyacente, por tanto, alconjunto de los escritos joánicos, como le cuadra a unaliteratura original y probablemente surgida de un am-biente, si no marginal, al menos portador de vigorosasespecificidades. La recepción y la canonización de talesescritos sería en alguna medida milagrosa: sólo se en-

tendería así la insistencia común en cuestiones final-mente vitales para el reconocimiento y la supervivenciade tales libros.

Para trabajar personalmente:

1. Leer todo seguido el cuarto evangelio, tratando de señalar algunas de las tensiones ocontradicciones que afectan a la mirada dirigida sobre:

– los judíos (autoridades o individuos),

– el mundo (en el sentido de la sociedad pagana),

– la comunidad (papel y función de cada cual).

2. ¿En qué cosas contiene en sí mismo el cuarto evangelio todo un «mundo», reflejo de laexperiencia de varias generaciones? ¿Cuáles son entonces las aportaciones específicas de lascartas y –por qué no– del Apocalipsis?

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La complejidad del recorrido histórico llevado a cabo porla comunidad joánica sugiere que la redacción de los li-bros se desarrollará en un largo período de tiempo, contodo un juego de citas y relecturas establecidas en rela-ción con las situaciones vividas sucesivamente.

¿Versiones sucesivas? En el caso del único evangelio«según san Juan», parece casi seguro que las dos princi-pales localizaciones (Palestina antes del 70; Éfeso a fina-les de siglo) marcaron profundamente la redacción, has-ta el punto de que algunos autores actuales no dudan

en considerar que la última edición habría podido con-sistir en reunir y armonizar dos versiones sucesivas.

Así se explicaría la existencia de numerosos dobletes, nosolamente en el detalle del texto, sino incluso en el nivelde unidades más largas, tales como las dos explicacionesdistintas de la multiplicación de los panes (las dos partesdel discurso sobre el pan de vida: 6,26-51a; 51b-58) o del

lavatorio de los pies (diálogo de Jesús con Pedro: 13,6-11; después discurso dirigido al conjunto de los discípu-los presentes: 13,12-17). Asimismo, en cuanto el Apoca-lisis, parece posible considerar dos mezclas de la mismaobra, con un primer núcleo contemporáneo de Nerón ylargas ampliaciones del tiempo de Domiciano.

Por último, por lo que respecta a la primera carta, no es-tá más seguro que sea de un solo trazo: el estilo repetiti-

vo aboga más bien en favor de una redacción extendidaen el tiempo, tal como una meditación proseguida en laescuela del presbítero y en continuidad con su enseñanza.

El espesor histórico de los libros. La historia redac-cional del cuarto evangelio, así como –aunque en menormedida– las de la primera carta y el Apocalipsis, ya ha da-do un buen número de resultados. Tales estudios con-servan todo su interés y aún pueden ganar en la expre-sión de nuevas hipótesis. De todas formas, los «modelos»propuestos sobre la materia pretenden menos describirexactamente una realidad histórica, que sigue siendo in-verificable, que sugerir claves que permitan hacerse unacierta idea de un proceso de otro modo complejo.

Más allá del mero interés por la reconstrucción de las si-tuaciones vividas por el cristianismo antiguo, el lector delos escritos joánicos habrá ganado con ello un sentidomás agudo del «espesor» histórico de los libros, por tan-

to una mayor atención a la riqueza semántica de textossusceptibles de combinar varios horizontes de lectura.Semejante precaución debe ser mantenida a condiciónde que no resulte en el desmantelamiento de los libros,incluso de los textos en el orden del capítulo o de la pe-rícopa, en un cierto número de fragmentos breves, casiautónomos y prácticamente libres de cualquier estrate-gia literaria global.

IV – Una comunidad, varios libros

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A partir de ahí, junto a la investigación histórica relativa alos diversos escritores que hubieran podido contribuir a laproducción de los libros –y sin descuidar, por lo demás,la cuestión teológica de la autoridad apostólica que pue-da ser reconocida al escrito–, el análisis narrativo invita

a reconocer en el texto todos los indicios que remiten ala actividad del «autor implícito».

Con esta expresión se designa no una personalidad his-tórica que de hecho ha desempeñado una función capi-

2ª parte:

aproximación narrativa

La exégesis histórico-crítica a veces está casi exclusivamente centrada en la búsqueda de las fuentes y el estudiode la génesis de los textos. Por el contrario, el interés actual por los textos bíblicos en cuanto obras literarias depleno derecho invita a considerar cada una de las cinco obras del corpus joánico como un libro cabal, que res-

ponde a una estrategia de comunicación deliberada y que obedece a leyes claramente enunciadas.

La ventana y el espejo

Desde una perspectiva estrictamente histórico-crítica, el texto bíbli-co es tratado como una «ventana» que da acceso a la historia del cris-tianismo antiguo, en continuidad con la historia de Israel, ella mismaevocada a lo largo del Antiguo Testamento. Desde una perspectivaasí, la identificación y la clasificación de los estratos redaccionales

tienen evidentemente la mayor importancia. En efecto, el método tra-ta de remontarse más allá de los montajes literarios llevados a cabopor la redacción a partir de unidades primitivas, consideradas máspróximas a las situaciones y los hechos históricos.

Desde una perspectiva narratológica, el texto es considerado comoun «espejo» en el cual el lector aprende a leer su propia historia, a

través de una compleja relación de identificación y distanciamiento,bien estudiada en los trabajos de Paul Ricoeur. No obstante, si que-remos evitar la arbitrariedad de una lectura puramente subjetiva (véa-se la observación frecuentemente escuchada: «Me gusta este libroporque me veo reflejado en él»), es importante estudiar cuidadosa-

mente las reglas del pacto de comunicación inscrito en la propia le-tra del libro por la voluntad explícita del autor. A partir de ahí, losprocedimientos literarios que señalan el montaje llevado a cabo porlos redactores, muy particularmente en el estadio terminal de la edi-ción, revisten una gran importancia. De ahí el interés hacia el libroacabado, en su totalidad, más que por unidades simples, tratadas ais-ladamente por el hecho de un recorte más o menos arbitrario.

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tal en la producción de tal o cual escrito, sino una «fun-ción» interna en el proceso de comunicación asumidapor el libro, desde el momento en que no constituye so-lamente una pieza de archivo, aislada y destinada a lamera conservación, sino que pretende el estatuto de

obra acabada destinada a la comunicación.

Ahora bien, esta cualidad de obra literaria es claramentereivindicada por los escritos joánicos, y sólo podría nacerdel hecho de que, de forma deliberada, fueran entregadosa la edición, y por tanto destinados a los lectores y pues-

tos al servicio de un mensaje. De ello se derivan sutiles for-mas de organización, sensibles en el estadio de libros aca-bados –los únicos, por lo demás, de los que dispondría-mos–, y, en cierto aspecto, deudores de la postrera manoeditorial, responsable en último término del perfil literario

de la obra. La atención a tales elementos parece actual-mente en disposición de iluminar nuestra comprensión delhecho mismo de la escritura joánica, bajo el doble aspec-to de una irreductible pluralidad (tres tipos de obras, muydiferentes) y de una misma voluntad de abrir a los lecto-res el acceso al testimonio de la comunidad joánica.

I – Las instancias de enunciación

Además de las figuras, histórica del escritor y teológicadel autor, hoy se plantea la cuestión del locutor –o de lavoz narrativa–; es decir, en el seno mismo del libro, el lu-gar de aquel que habla, el sujeto enunciador responsablede la palabra enunciada. Es probable que las situacionessean diferentes según los libros. Es importante verificarla situación propia en cada uno de los escritos joánicos.

El discípulo y el narrador

En el caso del cuarto evangelio, la insistencia en la auto-ridad del Discípulo amado le asigna casi la posición de lo-cutor, en la medida en que él mismo se nos presenta co-

mo testigo ocular, fuente y garante del mensaje (19,35con confirmación en 21,24).

Pero las cosas no son tan sencillas, primero porque el Dis-cípulo amado figura siempre en 3ª persona, por tanto adistancia del «yo» de la enunciación. Ciertamente, estopuede ser el efecto de una convención literaria bien co-

nocida: el autor es frecuentemente el primero en hablarde sí mismo en 3ª persona; pero, por ficticio que sea ysin alcance en el plano de la investigación histórica sobrela identidad del personaje, semejante desdoblamientotiene como efecto situar al autor externo al libro bajo ladependencia de una voz narrativa interna al texto.

Personaje (pasado) y voz narrativa (presente). Enel caso del Discípulo amado al pie de la cruz (19,35), asis-timos a una doble y extraña distancia. En efecto, leemosen primer lugar: «El que ha visto da testimonio, y su tes-timonio es verdadero» (v. 35a); el verbo está en partici-pio, precedido por el artículo (ho heôrakôs), mientras queel posesivo se traduce normalmente por el genitivo del

pronombre personal (autou); no hay aquí nada distintode la expresión ordinaria del relato «en 3ª persona». Porel contrario, la segunda parte del versículo consigue elefecto de un recargo que tiene valor de sobrepuja. La voznarrativa insiste en la verdad de un testimonio destina-do a apoyar la fe de aquellos a los que se dirige el libro.

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Ahora bien, esta vez el Discípulo amado es designado pormedio del pronombre demostrativo que sugiere lejanía:«Aquél [ekeinos] sabe que dice la verdad, para que tam-bién vosotros creáis» (v. 35b).

El solo hecho de recurrir al deíctico ekeinos, más que alartículo definido o al pronombre de llamada, como ocu-rría doblemente en el caso de la primera proposición, lle-va a cabo un distanciamiento real de aquel que se con-sidera que transmite el testimonio fundador. A partir deahí, algunos comentaristas han creído posible ver en ellouna designación del propio Jesús, incluso de Dios Padre,reclamados como ayuda para autentificar la autoridad

asignada aquí al discípulo. Además de que eso parece po-co verosímil y sin fundamento textual –Jesús está muer-to y el Padre, ausente del relato desde hace tiempo–, esmás sencillo ver en ello el desenlace de un movimientode distanciamiento entre el autor oficial (el discípulo) yel locutor real, cuya conclusión será precisamente la eman-cipación de éste, en el capítulo 21, después de la muer-te comprobada del discípulo (21,23).

La posición de alejamiento, sugerida en el relato de la cruzpor el hecho de la recarga que afecta al 19,35, se en-cuentra plenamente confirmada al final del libro. Al co-mienzo del capítulo 21, la entrada en escena del Discípu-lo amado comporta ya el demostrativo de alejamientoekeinos: «El discípulo aquel que Jesús quería» (21,7), con-trariamente a las ocurrencias precedentes de la expresión(13,23; 19,26; 20,2), en las que simplemente figuraba el

artículo definido. Por el contrario, un poco más adelante(21,20), cuando se trata de situar al discípulo siguiendo aJesús, y sin duda a Pedro, encontramos nuevamente laexpresión usual «el discípulo» (con artículo). Pero es paraintroducir una proposición relativa que tiene como efec-to volver atrás en el tiempo (analepsis), llevando al lector

a la escena de la última cena, precisamente la posicióndel discípulo recostado en el pecho de Jesús (13,25). Di-cho de otra manera, el personaje del discípulo perteneceal pasado: no debería ser confundido con la voz narrati-va, forzosamente contemporánea a la enunciación.

El locutor ante el discípulo-autor. De la misma for-ma, en el penúltimo versículo del libro (21,24), el Discípu-lo amado es de nuevo el objeto de un distanciamientomediante el recurso al demostrativo houtos 6, valoradoademás por su posición en cabeza de la frase, literal-mente: «Éste es el discípulo que da testimonio de estascosas...». A continuación, la proposición recupera el mo-

do narrativo ordinario –«... y que las ha escrito [participioprecedido de artículo], y nosotros sabemos que su testi-monio [genitivo del pronombre de llamada] es verdade-ro»–, pero en dependencia del enunciado precedente:«Éste es el discípulo».

Sin duda se podrá objetar que la distinción entre el Dis-cípulo amado y la voz narrativa del texto no es explícitamás que en el estadio del capítulo 21, mientras que la

muerte del discípulo es una realidad comprobada, aun-que puesta en duda por algunos, como atestigua la in-sistencia del v. 23: «Entre los discípulos se había extendi-do el rumor de que aquel discípulo [de nuevo ekeinos, el

6. La atención dispensada aquí a los demostrativos es característica delprocedimiento narrativo. Insertados en la categoría de los «deícticos» (delverbo griego deiknymi, lit.: mostrar), los demostrativos tienen como efec-to designar el contenido del texto, desde un punto de vista exterior a lanarración. Dicho de otra manera, atestiguan la actividad del locutor, quien,dentro de su texto, inserta elementos de apreciación que indican su pro-pia perspectiva sobre el texto. A partir de ahí, los demostrativos merecentoda la atención del narratólogo, entregado a desenmascarar la presen-cia del autor «implícito» en el centro mismo del proceso de comunicaciónpuesto en práctica por el relato.

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pronombre demostrativo más fuerte en términos dealejamiento] no moriría; pero Jesús no había dicho queno moriría». Sin embargo, hay que tener en cuenta elhecho de que la recarga de 19,35b tiene justamente co-mo efecto introducir, en el centro mismo del evangelio,

 y en el momento más decisivo en cuanto al fundamen-to de la autoridad reconocida al Discípulo amado, el mis-mo efecto de distancia entre el personaje del fundador y la voz del locutor.

Mientras que una aproximación histórico-crítica se sen-tiría satisfecha con una explicación mediante la historiaredaccional que distingue entre el capítulo 21 y el cuerpodel evangelio –a costa de cerrar los ojos ante la dificultadplanteada por 19,35–, una aproximación inspirada por elanálisis narrativo deberá dar cuenta del hecho de que yaen 19,35 se lleva a cabo el proceso de diferenciación en-tre el discípulo y el locutor. A partir de ahí, es el libro en-tero el que, en su estadio final, atestigua la pretendidadistinción entre el discípulo autor, contemporáneo de Je-sús, y por eso presente al pie de la cruz, y el locutor de un

texto dirigido a lectores cuya primera particularidad es nohaber conocido ni a Jesús ni al Discípulo, incluso aunqueéste hubiera gozado de una notable longevidad. Comovemos, las consideraciones del capítulo 21 sobre la muer-te del Discípulo no tienen solamente como efecto admi-nistrar los conflictos de poder acaecidos entre la comu-nidad joánica y un modelo de Iglesia más amplia,habitualmente referida a la autoridad de Pedro. Esta

perspectiva, absolutamente pertinente desde un puntode vista histórico (cf. los sugestivos trabajos de R. E.Brown), gana cuando es completada con una aproxima-ción narrativa, atenta no ya a las condiciones que hanpresidido la escritura del libro, sino mucho más al proce-so de su recepción a través de un acto de lectura, a la vez

infinito y cuidadosamente regulado mediante la instan-cia autorial que asume la responsabilidad del libro.

El narrador y la comunidad

No sólo la voz del narrador parece distinta de la figura deautoridad constituida por el Discípulo amado, sino queella misma se encuentra inserta en una voz colegialque engloba la totalidad del relato evangélico, desde elprólogo hasta el capítulo 21. Razón de más para no ais-lar estos dos fragmentos: su composición, verosímilmen-te posterior al cuerpo del libro –pero ¿no es ése ya el ca-

so de las introducciones y conclusiones de la mayor partede los textos redactados?– no altera para nada su inte-gración en el libro completo, por la voluntad expresa delúltimo redactor. De esta manera, el sujeto «nosotros» (1ªpersona del plural) figura en cuanto voz narrativa en dosocasiones solamente: en el prólogo y en el estadio del epí-logo. Una inclusión como ésta tiene como efecto, natu-ralmente, situar el conjunto del cuarto evangelio bajo el

registro de una enunciación comunitaria, a la vez referi-da a la autoridad del discípulo y mediatizada por un na-rrador omnipresente y absolutamente discreto, hasta elpunto de que parece confundirse con la voz autorial re-servada al Discípulo amado.

En el prólogo. El primer sujeto «nosotros» (1,14) cua-lifica a la comunidad joánica en cuanto sujeto de un

«ver» cuyo objeto no es otro que la realidad puesta enescena a lo largo de relato joánico, a saber: la manifes-tación histórica (lit.: la carne) del Verbo de Dios –«Y el Ver-bo se hizo carne, y nosotros hemos visto su gloria...»– encalidad de la condición filial reconocida al Unigénito (Mo-nogenes): «... gloria como la que un Hijo único [tiene] de

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su Padre». El evangelio no tendrá otra función que la de«contar» (1,18) esta «epifanía» en «la carne» del Verbode Dios, preexistente a toda criatura, y, a través de la per-sona de Jesús, plenamente comprometido en la histo-ria. Ahora bien, esta historización del Verbo –también

podríamos hablar de su «humanización»: actualizaciónde la palabra tradicional «encarnación»– se revela a la

comunidad en cuanto tal: «Nosotros hemos visto su glo-ria»; incluso aunque le corresponda al narrador añadir in-mediatamente la nota explicativa: «Gloria [es decir], loque un hijo [tiene] de su padre». El objeto de esta notaes aclarar el significado de la palabra «gloria», llevando a

cabo a la vez la conjunción entre un enunciado primerorelativo al «Verbo» de «Dios» y una interpretación se-gunda que apela a la vida trinitaria, en este caso la rela-ción que une «al Padre» y «al Hijo».

La función devuelta aquí al narrador parece ejercerse enun doble registro: primero, en cuanto portavoz del «no-sotros» comunitario, considerado como el verdadero su-

 jeto del discurso relativo a la encarnación del Verbo; porotro lado, en cuanto responsable de un «comentario ex-plícito» que apunta no sólo a explicar el sentido de laspalabras en su acepción particular, sino también a am-pliar el alcance del enunciado designando un contextoteológico más amplio, el mismo que se desarrollará enlos numerosos discursos puestos en labios de Jesús a lolargo del cuarto evangelio.

En el epílogo. La segunda mención del sujeto «noso-tros» figura al final del libro, bajo la forma de un juiciode valor emitido con respecto al testimonio dado por eldiscípulo autor: «Éste es el discípulo que da testimoniode estas cosas y que las ha escrito; y nosotros sabemosque su testimonio es verdadero» (21,24). Así, entre elDiscípulo amado, considerado como la autoridad funda-

dora del testimonio joánico al mismo tiempo que elmaestro de obra de la redacción evangélica, y la voz na-rrativa encargada del enunciado conclusivo (vv. 24-25), lacomunidad en cuanto tal («nosotros sabemos») está ensituación de intermediario obligado. No sólo la comuni-dad recoge el testimonio del Discípulo y confía al narra-

Los comentarios

explícitos

El cuarto evangelio ofrece la particularidad de incluir un ciertonúmero de «notas explicativas», insertadas a lo largo de la na-rración, que tienen como efecto explicar, incluso corregir, algu-nos elementos del enunciado. Por ejemplo, cuando se acaba dedecir que a la vista de los signos llevados a cabo en Jerusalén du-rante la fiesta de Pascua muchos judíos creyeron en Jesús (2,23),el narrador insiste inmediatamente en que no nos dejemos enga-ñar: de hecho, Jesús no tiene ninguna confianza en ellos, «por-que los conocía a todos […] y sabía lo que hay en el hombre»(2,24-25). O bien, en plena descripción de la actividad bautista

de Jesús (4,1), el narrador precisa: «Aunque no era Jesús el quebautizaba, sino sus discípulos» (4,2). O también, cuando Jesúsdeclara a los Doce que entre ellos hay un diablo, es decir, uno quedivide (6,69), el narrador señala al lector que se está hablando deJudas, pues «éste, uno de los Doce, tenía que entregarlo» (6,70).Y así a lo largo del evangelio…

Naturalmente, la presencia de tales añadidos redaccionales con-firma el hecho de una escritura extendida en el tiempo, que ape-la a un cierto número de correctivos, característica de lo que seha podido llamar una hermenéutica «escalonada». Por otra parte,

aquí estamos ante elementos que pertenecen a lo que se llama el«comentario explícito»; dicho de otra manera, la intervención di-recta del narrador, en posición de juez y árbitro con respecto a supropio texto, concediéndose omnisciencia para ofrecer al lectorun cierto número de explicaciones o claves de interpretación quetienen como efecto facilitar la lectura orientándola.

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dor la misión de hablar en su propio nombre, sino quelleva a cabo la verificación del contenido así transmitido,ejerciendo de esta manera una real autoridad con res-pecto a la palabra emitida.

Sin embargo, el narrador no queda totalmente diluidoen el colectivo, cuyo mandato parece ostentar. En efec-to, justo después de la segunda ocurrencia del «noso-tros» figura la única mención de un «yo» en posición desujeto de la enunciación. Se trata de la última frase –so-bre la que volveremos, por cuanto es rica en informa-ciones relativas al estatuto del libro– con la presencia delverbo «pienso», en posición principal rigiendo una su-

bordinada de infinitivo: «Jesús hizo aún otras muchascosas; suponiendo [modo eventual] que se escribieranuna a una, pienso que no cabrían en el mundo los librosescritos» (v. 25). La última palabra del libro le correspon-de, pues, al narrador, en situación de editor, no hablan-do en su propio nombre («pienso») más que una vez, enel momento de entregar el libro acabado a los lectores,a partir de ese momento dueños del juego.

En el cuerpo del relato. De esta manera, el narradorafirma su existencia y su función, al mismo tiempo quedeclara su dependencia con respecto a la comunidad. Esnotable que, en varias ocasiones, el pronombre «noso-tros» se inserte en la trama narrativa del evangelio, ape-lando así a grupos más amplios que los protagonistas in-dividuales.

Por ejemplo, en el diálogo de Jesús con Nicodemo (Jn 3),los dos interlocutores se ponen de repente a hablar enplural: «nosotros – vosotros». Desde un punto de vistahistórico, es absolutamente legítimo ver el eco de los diá-logos judeocristianos, proseguidos después de Jesús yque ponen en presencia a dos grupos distintos: la sina-

goga farisea, vinculada a su interpretación de las Escritu-ras, y la joven Iglesia, que propone un nuevo sentido, ca-lificado ya de «espiritual». Asimismo, al comienzo de Jn 9(curación del ciego de nacimiento), la crítica textual ates-tigua la vacilación entre un texto en singular («Tengo que

cumplir las obras del que me ha enviado»), que concier-ne sólo a Jesús, y una versión en plural que comprome-te a la comunidad joánica en su conjunto («Tenemos quecumplir las obras del que nos ha enviado»). La aparicióndel «nosotros» en labios de Jesús supone dos conse-cuencias desde el punto de vista del lector, en alguna me-dida puesto en disposición de apropiarse de un enuncia-do formalmente atribuido a Jesús.

Desde el prólogo al epílogo, la comunidad refuerza la au-toridad del narrador haciendo incesantemente referen-cia al testimonio del Discípulo amado. La voz narrativaque conduce el texto de principio a fin parece, pues, iden-tificable con el «yo» del último versículo del evangelio, enla medida en que éste se presenta a la vez como porta-voz de la comunidad («Hemos visto... sabemos...»: Jn1,14; 21,24) y el fiel heredero del discípulo autor: «Éstees el que da testimonio de estas cosas y el que las ha es-crito» (21,24).

El presbítero y la tradición

Esta singular imbricación del «nosotros» y el «yo» se en-cuentra también en el nivel de las tres cartas, como si se

tratara de una constante del modo de comunicación quesubyace a los escritos joánicos, sea cual sea, por lo de-más, la diferencia de géneros literarios. Pero, mientrasque la primera carta utiliza constantemente el «noso-tros» en un contexto retórico que mezcla reprimenda yvoluntad de persuasión, los billetes segundo y tercero se

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inician y acaban con el «yo» del locutor, autodesignadocomo el presbítero (o el Anciano).

La primera carta. No es éste el lugar para estudiar de-talladamente los modos de argumentación puestos en

práctica a lo largo de la primera carta, con todos los ma-tices perceptibles a través de un discurso cohortativo querecurre al pronombre «nosotros». Por el contrario, con-viene subrayar que, igual que el evangelio, la primera car-ta se inicia con una serie de verbos (1 Jn 1,1-4) que co-mentan el «hemos visto» del prólogo evangélico (Jn 1,14) y se cierra precisamente con un triple «sabemos» (1 Jn5,18.19.20), ecos igualmente del evangelio (Jn 21,24).

Ahora bien, la serie de los verbos iniciales, todos relativosa la revelación acaecida en Cristo, mezcla varios tiemposgramaticales. Mientras que el aoristo parece designar larealidad misma de la experiencia pascual (especialmentela expresión: «Lo que nuestras manos palparon»: verbopsêlafaô, atestiguado en Lc 24,39), los verbos de percep-ción «ver» (horaô: vv. 1.2.3) y «escuchar» (akouô: vv. 1.3),

empleados en perfecto, evocan más bien la continuidadde una confesión de fe, nacida sin duda del encuentro conJesús, pero transmitida igualmente a lo largo de genera-ciones de creyentes. Asimismo, el aoristo del verbotheaomai (hemos constatado, observado: v. 1) pareceremitir no solamente al prólogo del evangelio (el mismoverbo «ver» –etheasametha– en Jn 1,14), sino también al«realismo» de los relatos de aparición pascual (actitud dePedro dentro del sepulcro: verbo theôreô en Jn 20,7), se-gún una modalidad del «ver» distinta del camino de la feiniciado por el Discípulo amado y justamente expresadocon el verbo horaô.

Sobre la base de esta fe (metáfora de los verbos de per-cepción «ver» y «escuchar» en perfecto), vivida tras las

huellas de las generaciones postapostólicas y en refe-rencia a la experiencia fundadora de los testigos históri-cos (metáforas de la vista y del tocar, en aoristo), el autorde la carta se dirige a sus lectores, en forma de anuncio,con el presente de indicativo: «Lo que hemos visto y oí-

do [en perfecto; es decir, que no hemos dejado de ver yde escuchar], os lo anunciamos a vosotros para que es-téis en comunión con nosotros» (v. 3). Después, preci-sando el modo de comunicación al que recurre, el autorañade: «Y esto os lo escribimos, para que nuestra ale-gría sea completa» (v. 4).

La primera carta de Juan se inicia, pues, con la autode-

signación de un locutor colectivo, sujeto de un anuncio(casi un «evangelio», como será llamado en el versículo si-guiente: «Éste es el anuncio que hemos escuchado de él y que os anunciamos de nuevo», v. 5) y responsable de unacto de escritura destinado a establecer a la comunidaden la unidad y la alegría compartida. Ahora bien, este «no-sotros» del locutor-escritor proviene en línea recta de su-cesión de otro «nosotros», identificable con el linaje de los

creyentes postpascuales, ellos mismos herederos delos testigos «históricos» de la encarnación, especialmentea través de las apariciones pascuales. Así, jugando con lapolifonía del «nosotros», el locutor de la primera carta ala vez afirma su inserción en un colegio o una comunidadresponsable de la palabra aquí emitida («anunciamos»,«escribimos»: verbos en presente) y declara su depen-dencia con respecto a una tradición eclesial nacida del tes-timonio apostólico («hemos constatado», «nuestras ma-nos palparon»: verbos en aoristo) y desplegada siguiendoa las generaciones postpascuales («no hemos dejado dever y de escuchar»: verbos en perfecto).

Igual que en el cuarto evangelio, la voz narrativa apelaa una comunidad («anunciamos», «escribimos», vv. 3-

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4); pero esta última no es sólo contemporánea del ac-to de escritura; se inscribe en el tiempo y pretende re-coger los frutos de una tradición relativa a «eso mismoque estaba desde el comienzo», dicho de otra manera:«Lo que concierne al Verbo de la vida» (v. 1), o incluso:

«La vida eterna que estaba [imperfecto: ên] junto al Pa-dre y que se nos manifestó [aoristo: efanerôthê]» (v. 2).Las referencias al prólogo del evangelio son aquí evi-dentes: el «nosotros» del locutor reconoce su deuda conrespecto a la primera comunidad joánica, la misma que,evocando la encarnación del Verbo, declaraba orgullo-samente: «Hemos visto su gloria» (Jn 1,14). El mismo«nosotros» se atreverá a cerrar la primera carta con la

triple afirmación de un saber («sabemos») relativo a laverdad de la condición filial concedida a los discípulospor el hecho mismo de la filiación divina de Jesús, enconsecuencia con una plena seguridad frente al mundopecador y la fuerza de concluir con una bella confesióncristológica: «Estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesu-cristo; él es el Dios verdadero y la vida eterna» (1 Jn 5,20).A partir de ahí, hay que huir de cualquier ilusión o de

cualquier pretexto falso (lit.: cualquier «ídolo»): «Hijitos,guardaos de los ídolos»; éstas serán las últimas palabrasde la carta.

En oposición a semejante expansión o dilatación del lo-cutor en el tiempo y el espacio, las cartas segunda y ter-cera valoran el sujeto personal «yo», dicho de otra ma-nera, «el presbítero» (2 Jn 1; 3 Jn 1).

La segunda carta. Así, varios verbos principales de lasegunda carta están en 1ª persona del singular: «El An-ciano a la Señora elegida y a sus hijos, a los que amo enverdad» (v. 1); «Me alegro mucho de que, entre tus hi- jos, haya encontrado que caminan en la verdad» (v. 4);«Ahora te pido, Señora, aunque no sea un mandamien-

to nuevo el que te escribo...» (v. 5); «Habiéndoos escritootras muchas cosas, no he querido hacerlo [...], aunqueespero dirigirme junto a vosotros» (v. 12). Sin embargo,el sujeto singular hace referencia a un «nosotros» cadavez que apela a la autoridad de su mensaje o pretende

expresar su contenido. En el v. 1, la expresión: «A los queamo en verdad», es corregida inmediatamente en estostérminos: «No sólo yo, sino todos los que conocen la ver-dad», antes de proseguir: «A causa de la verdad que per-manece en nosotros y estará con nosotros para siem-pre». Lo mismo sucede en el v. 4: el singular «Me alegromucho» es referido inmediatamente a la experiencia co-munitaria: «... de que, entre tus hijos, haya encontrado

que caminan en la verdad, conforme el mandamientoque hemos recibido del Padre».

Asimismo, incluso al final de la carta (v. 12), mientrasque la voluntad personal del sujeto «yo» es enunciadaclaramente, hasta el punto de considerar un encuen-tro personal (literalmente: boca a boca), el objeto bus-cado no es otro que la plenitud de «nuestra alegría»,asociando así a las esperanzas del autor no sólo a losdestinatarios de la carta, sino también, sin duda, a lacomunidad a la cual él mismo pertenece 7. Esto es lo quesugiere la fórmula de conclusión (v. 13): «Te saludan loshijos de tu Hermana elegida». Se trata, por tanto, dedos comunidades o Iglesias hermanas, puestas en re-

7. De hecho, la crítica textual de este versículo manifiesta de nuevo la va-

cilación entre «vuestra» y «nuestra» alegría. Sin duda es una característi-ca principal de las cartas joánicas administrar el pacto de comunicación, ala vez según la modalidad dialogal que asigna al interlocutor la postura del«vosotros» con respecto al enunciador, y según la estrategia de convic-ción-seducción, anticipándose en alguna medida a la adhesión del desti-natario (cf. la expresión familiar: «Estamos de acuerdo»; resulta demasia-do claro que nos ahorraríamos un enunciado como éste si justamente launanimidad estuviera adquirida a priori).

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lación a través de esta carta: primero, la Señora elegi-da, destinataria del mensaje (v. 1); después la Herma-na elegida, emisora del mensaje (v. 13) por mediacióndel presbítero (v. 1), no sólo escritor (v. 5), sino tambiénembajador despachado al lugar (v. 12), a fin de mante-

ner conversaciones particulares con algunos de losmiembros de la comunidad amiga. Así, la personaliza-ción del locutor no altera para nada el carácter inter-comunitario del intercambio llevado a cabo por mediode la segunda carta de Juan.

La tercera carta. En la tercera carta, la personalización

está aún más subrayada, puesto que no sólo el remi-tente es el presbítero, que se expresa en 1ª persona delsingular («amo; deseo; me alegro mucho; estoy feliz» –vv. 1-4; «he escrito; si voy; recordaré» – vv. 9-10; «ten-dría muchas cosas que escribirte; no quiero; espero» –vv. 13-14), sino que también el destinatario está indivi-dualizado («el amable Gayo»: v. 1), y por tanto tratadoen 2ª persona del singular: «En todas las cosas te deseoque estés bien y que tengas buena salud, lo mismo quetu alma esté bien» (v. 2); «los hermanos dan testimoniode tu verdad» (v. 3); «caminas en la verdad» (v. 3); «ac-túas fielmente en lo que haces por los hermanos» (v. 5);«han dado testimonio de tu caridad ante la Iglesia» (v.6); «harás bien en socorrerlos» (v. 6).

Asimismo, la conclusión de la carta se dirige primero aGayo personalmente: «Tendría muchas cosas que escri-

birte, pero no he querido hacerlo...» (v. 13); «Espero ver-te pronto, y hablaremos de viva voz» (v. 14). El presbíte-ro llega incluso a escribir, con respecto a Gayo y a otrosmiembros de la comunidad, alabados por su fidelidad:«Mis propios hijos» (v. 4), proporcionando así una notaabsolutamente personal con el título de «hijos», omni-

presente en la primera carta, pero entonces desprovistodel adjetivo posesivo. No obstante, la dimensión colegialno se descuida; así, el saludo final asocia a los dos co-rrespondientes (el presbítero y Gayo) dos colectivos depersonas cercanas: «La paz sea contigo. Te saludan los

amigos. Saluda a los amigos, a cada uno en particular»(v. 15). Sobre todo, en el centro de los debates que apun-tan a la autoridad que hay que conceder a algunos per-sonajes considerados como peligrosos (Diotrefes: vv. 9-11) o, por el contrario, presentados como perfectamenteseguros, como Demetrio (v. 12) y el propio Gayo (vv. 3-7), el autor apela al testimonio y compromiso colectivosde la Iglesia: «Debemos acoger a gente así, para que sean

colaboradores en la verdad» (v. 8); «También nosotrosdamos testimonio, y tú sabes que nuestro testimonioes verdadero» (v. 12).

De esta manera, las tres cartas de Juan atestiguan a lavez la dimensión colegial de la escritura joánica y la im-portancia de la figura personal del locutor, primero fun-dida en el «nosotros» de una comunidad que apela a launidad de la Tradición (primera carta), y después progre-

sivamente individualizada (segunda carta) conforme alos progresos de una crisis que opone a los individuos en-tre sí en el seno de la comunidad (tercera carta).

El profeta Juan de Patmos

El profeta del Apocalipsis es el único locutor joánico que

es designado por su nombre propio: Juan (Ap 1,1.4.9;22,8), en este caso un nombre de apóstol susceptible deasegurar al conjunto del corpus la plena cualificaciónapostólica, sean cuales fueren las condiciones históricasque hubieran presidido la redacción de los tres tipos deescrito reunidos bajo el nombre del mismo «autor».

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Si consideramos las cuatro menciones del nombre«Juan» en el Apocalipsis, constatamos que figura, bienen un enunciado de 3ª persona, bien en compañía delpronombre de 1ª persona.

Incipit. En la introducción (1,1-3), el narrador comentael título puesto en el encabezado de la obra: «Apocalip-sis [o Revelación] de Jesucristo». Al hacer esto, enumeratodos los eslabones de la transmisión del mensaje, des-de el propio Dios hasta el lector (¡en singular!) y los oyen-tes (¡en plural!), pasando por Cristo, el Ángel y el propioJuan. Este último se encuentra a partir de esos mo-mentos calificado de «siervo», con una función propia

doble: «Dar testimonio de la Palabra de Dios y del testi-monio de Jesucristo en todo lo que ha visto», remitien-do de hecho a las dos fuentes del mensaje (Dios mismo y Jesucristo), dando por supuesto que la visión constitu- ye la forma de expresión de una palabra semejante («entodo lo que ha visto»).

Visión inaugural. Después, al comienzo de la visión

inaugural, Juan está en posición de locutor del mensajedirigido a las siete Iglesias de Asia (v. 4). La frase es no-minal, no incluyendo ni verbo ni pronombre personal:«Juan a las siete Iglesias que están en Asia». Sigue el sa-ludo, que emana a la vez de Dios («El que es, el que era,el que viene»), de los «siete Espíritus que están delantede su trono» y de Jesucristo en persona, calificado de«testigo fiel, primogénito de los muertos y príncipe de to-

da la tierra». Así pues, se trata de nuevo de una especiede título que introduce en el enunciado un mensaje divi-no propiamente ternario si no explícitamente trinitario.

«Yo, Juan...» Un poco después (Ap 1,9), en el momen-to de descubrir el cuadro que representa el señorío de

Cristo sobre las siete Iglesias, el nombre de Juan es in-troducido mediante el pronombre personal «Yo», confi-riendo al profeta la función de locutor que traduce enmensaje verbal lo que a él mismo se le ha permitido vercon sus propios ojos: «Yo, Juan, vuestro hermano y com-

pañero en la prueba, la realeza y la paciencia en Jesús,me encontraba en la isla de nombre Patmos, a causa dela palabra de Dios y del testimonio del Espíritu» (v. 9). Apartir de ahí, el conjunto de la visión inaugural es pre-sentado en dependencia de la voz narrativa del que a lavez disfruta de la visión y cuenta lo que se le ha conce-dido ver: «Fui [arrebatado] en espíritu; escuché; me vol-ví; vi; caí a sus pies; puso su mano sobre mí» (vv. 10.1.17).

Las cartas a las siete Iglesias interrumpen el relato du-rante dos capítulos; después, sin aviso previo, el «yo» dellocutor se introduce de nuevo en la narración: «Despuésde esto vi que una puerta estaba abierta en el cielo; y lavoz que había escuchado al principio como una trompe-ta conversando conmigo, me dijo [...]; inmediatamentefui [arrebatado] en espíritu» (4,1-2). A partir de ahora,los cuadros celestiales se van a encadenar, de forma ca-

si autónoma, entrecortados por incesantes referenciasal «yo» del narrador: «Y vi» (5,1.2.6.11; 6,1.2.5.8.9.12,etc.), o bien: «Y escuché» (5,11; 6,1.3.5.6.7, etc.), a vecescon algunos rasgos más realistas, como la expresión: «Ylloré mucho, porque no había encontrado a nadie dignode abrir el libro y mirarlo [es decir: leerlo]» (5,4).

«Yo, Juan...» / «Yo, Jesús...» La expresión: «Yo, Juan»,

vuelve a aparecer al final del libro (22,8), para afirmar ala vez el papel propio de Juan, literalmente en posiciónde voz narrativa del conjunto del libro («Soy yo, Juan, elque vio y escuchó esto»), y su posición segunda, no sólocon relación al ángel intermediario (22,9), sino sobre to-do con respecto al propio Jesús, considerado como el pri-

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mer locutor, en alguna medida superior al visionario na-rrador Juan.

A partir de ahí, no es extraño que el «yo» de Jesús tomeventaja y precise: «Yo, Jesús, he enviado a mi ángel pa-

ra dar testimonio junto a vosotros de lo que se refiere alas Iglesias; yo soy el vástago y la descendencia de David,la estrella radiante de la mañana» (22,16). De ahí los úl-timos versículos del libro, atribuidos al locutor Jesús enpersona: «Yo doy testimonio dirigido a todo aquel queoye las palabras de la profecía de este libro...» (v. 18); «Elque da testimonio de esto afirma: “Sí, vengo pronto”»(v. 20), a lo que responde, a modo de sanción, la acla-mación litúrgica que invoca el retorno del Señor: «Amén.Ven, Señor Jesús». Ya no queda más que concluir con unsaludo que vuelve a confesar en el propio Jesús la fuen-te de toda gracia («La gracia del Señor Jesús esté con to-dos vosotros»: v. 21), en cuanto que también es prime-ramente el remitente –incluso el locutor– del libro, pormediación de la voz narrativa, ella misma asumidapor el profeta Juan de Patmos.

Conclusión

De esta manera, los tres grupos de escritos, tradicio-nalmente recibidos como «joánicos», presentan mu-chas similitudes en la designación de las instancias deenunciación.

Aunque el Apocalipsis es el más explícito en la nomina-ción de un locutor personal, sin embargo no deja de re-lativizar la función narrativa personal, que finalmente sereduce a no ser más que uno de los relevos de una pa-labra originariamente divina transmitida a los hombrespor la mediación del propio Cristo.

Por su parte, las cartas juegan hábilmente con la tensiónentre un modelo colegial de gestión de las dificultadesinternas a la comunidad y la referencia a la autoridadpersonal de un líder presentado como el único Ancianoo «presbítero».

Por último, en el estadio del evangelio, la insistencia enla autoridad del Discípulo amado no compromete unmodo de enunciación que combina el «nosotros» co-munitario y el «yo» editorial, bajo la apariencia de un re-lato objetivo administrado por la voz anónima del om-nipresente narrador. Ahora bien, este último se muestratanto más eficaz cuanto que no es identificable con nin-

guna de las figuras conocidas (el discípulo: «él»; el editor:«yo»; la comunidad: «nosotros»), por la sencilla razón deque probablemente es la síntesis literaria (autor implíci-to) de las diversas instancias así evocadas.

Finalmente, ateniéndonos solamente a los datos litera-rios, sin prejuzgar realidades históricas subyacentes, po-demos afirmar que, de la confesión de los propios tex-tos, el locutor joánico («Yo») se designa a sí mismo conel nombre apostólico de «Juan» (Apocalipsis) y se atri-buye la cualidad de «presbítero» o Anciano (cartas). Deesta manera declara asumir también la edición del cuar-to evangelio, pero se difumina ante una voz narrativaanónima, la cual no se confunde pura y simplemente conla figura de autoridad evocada bajo el pseudónimo: «elDiscípulo al que Jesús tanto quería».

En todos los casos, el sutil juego de los autores atesti-gua el carácter colegial de una escritura que apela al«nosotros» de la comunidad, no solamente en un mo-mento determinado de su desarrollo (sincronía), sinotambién en la viva continuidad (diacronía) de una tradi-ción anclada en el acontecimiento pascual y el testimo-

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nio apostólico. En este sentido, el prólogo de la prime-ra carta desempeña una función de bisagra entre elevangelio, con múltiples autores, y las escrituras más

personalizadas que constituyen las cartas segunda ytercera así como el Apocalipsis.

Para trabajar personalmente:

Releer atentamente las introducciones o prólogos, así como las conclusiones o epílogos delos cinco libros joánicos (evangelio, cartas, Apocalipsis). Estudiar en cada caso:

– cómo hace el autor para abrir o cerrar el libro,

– qué tipo de relación establece con el lector,

– qué reglas de lectura se valoran,

– qué efectos se llevan a cabo así en la totalidad del libro en cuestión, incluso en el

conjunto de los escritos joánicos.

II – La conciencia editorial

Durante mucho tiempo tratados como simples colec-ciones de fragmentos casi autónomos (como las piezasde los archivos, acumuladas en cajas en nuestros depó-

sitos), los libros bíblicos son actualmente recibidos comoobras literarias cabales, ellas mismas reunidas en la fi-gura de un libro en el sentido pleno del término. Por otraparte, hay que recordar que los textos bíblicos no noshan llegado en el estado de hojas volanderas, ni siquie-ra de libritos independientes, sino bajo la encuaderna-ción de Biblias completas (los famosos manuscritos grie-gos Sinaítico, Vaticano y Alejandrino datan de los siglos

IV o V), editadas en grandes formatos que atestiguan elprimado del uso litúrgico y de la lectura comunitaria. Apartir de ahí conviene verificar en qué medida determi-nado libro bíblico lleva la marca de una voluntad litera-ria afirmada, es decir, de un proyecto de comunicacióncon respecto a unos destinatarios, por el hecho mismo

de la edición de un texto a partir de ese momento se-parado de su autor y entregado a la buena voluntad desus lectores. Podemos sugerir además que, sin esta cua-

lidad propiamente literaria, los escritos bíblicos no cons-tituirían un best-seller de la edición mundial, mucho másallá de las fronteras de las Iglesias cristianas, muy parti-cularmente en las sociedades pluralistas de hoy.

Ahora bien, encontramos que, en su propia diversidad,los escritos joánicos atestiguan precisamente la clara vo-luntad de hacer del texto un libro, es decir, de abrir los

caminos a una lectura infinita, mucho más allá de los es-critores históricos que intervinieron en el proceso redac-cional. El más elocuente en la materia es sin duda el cuar-to evangelio, aunque las cartas y el Apocalipsis no estánmenos desprovistos de observaciones significativas delproyecto editorial concebido por sus autores.

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La clausura del evangelio

A primera vista se podría decir que el cuarto evangeliono acaba de cerrarse, puesto que a la primera conclu-sión, absolutamente explícita y perfectamente adap-tada a su objeto (20,30-31), se añade una segundaconclusión, no menos deliberada (21,24-25). De ahí la hi-pótesis, aparentemente indiscutible, que atribuye el ca-

pítulo 21 a una última fase redaccional, sin que estoafecte a la autoridad común del conjunto del libro (caps.1 a 21). Añadidas la una a la otra, las dos conclusionessuponen varias informaciones relativas al último estadiode cualquier composición literaria, el de la edición.

La primera conclusión. Primeramente, en 20,30-31,el autor define sucesivamente:

– el material literario, a la vez biográfico y narrativo,puesto que se trata de acciones cumplidas por Jesús du-rante el tiempo de su vida terrena y bajo la mirada desus compañeros de existencia: «Jesús hizo en presenciade sus discípulos muchos otros signos que no están es-

critos en este libro»;

– el proceso de escritura, que consiste, por una parte, enseleccionar («Jesús hizo muchos otros...») algunas de lasacciones de Jesús consideradas como significativas delconjunto de su obra, y, por otra, en interpretarlas justa-mente en función de su capacidad de remitir al sentidoofrecido por los cristianos a la existencia de Jesús («mu-chos otros signos que no están escritos en este libro»);

– la finalidad del proyecto, dirigido a destinatarios con-siderados como compañeros por medio del acto de lec-tura («Estas cosas han sido escritas para que vosotros...») y, por ese hecho, llamados no solamente a creer en lapropia persona de Jesús, Hijo de Dios («para que creáisque Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios»), sino a hacer deeste acto de fe una experiencia existencial de comunión

con el ser mismo de Cristo («y para que creyendo ten-gáis vida en su nombre»).

Así, es claro que el autor sabe lo que hace, no solamen-te antes del texto (recogida y separación de materiales),sino también a través de un acto de escritura delibera-damente teológico («Estos [signos] han sido escritos»), y

El autor «implicado»

Siguiendo a la crítica literaria anglosajona, hoy se habla de autor«implícito» o, mejor, «implicado» (implied author), para desig-nar el «puesto» conservado por el autor en el centro mismo delproceso narrativo desplegado por el libro. Ya no se trata del au-tor (o los autores) histórico(s) que hayan podido contribuir a lacomposición del libro, sino de una «función» inscrita en el pro-pio texto y necesaria para el «funcionamiento» de éste.

Simétricamente se hablará también del lector «implicado» o «im-plícito» (implied reader), el cual no es ni pura y simplemente elprimer lector histórico al que se dirige el autor real, ni, por su-puesto, la suma de todos los lectores escalonados en el tiempo ydiseminados en el espacio, sino una especie de retrato-robot delmejor lector que pueda recibir el mensaje sugerido por el autor

implícito a lo largo de los meandros de la narración. Igual que elautor implícito puede considerarse como la resultante de los di-versos autores reales que hayan participado en la redacción joá-nica, así el lector implícito es una especie de ideal al que los lec-tores reales son invitados, si no a identificarse (pues entonces lalectura sería perfectamente unívoca, lo que no ocurre nunca en elcaso de las grandes obras literarias), al menos a aproximarse lomás posible, en un sutil juego que compromete tanto la libertaddel lector intérprete como el respeto a las sujeciones del texto.

En este terreno aplicado al cuarto evangelio, la obra de referen-

cia sigue siendo el magistral estudio de R. Alan CULPEPPER, Ana-tomy of the Fourth Gospel. A Study in Literary Design. Filadel-fia, Fortress Press, 1983.

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ciertamente después, en dirección a los lectores invita-dos a una fe «cristiana», es decir, explícita en cuanto a laidentidad de «Jesús el Cristo, el Hijo de Dios» y concre-tada en formas de existencia que estén ellas mismasrealizadas «en el nombre» de Cristo. Ya en el estadio de

la primera conclusión (20,30-31), el autor se constituye,pues, en editor, en la medida en que afirma su deseo deser leído, con la ambición de que su texto pueda contri-buir a la edificación cristiana de los lectores.

La segunda conclusión. Es aún más explícita (21,24-25). No solamente reafirma la autoridad del discípulotestigo, así como su participación en el acto de escritu-

ra, bajo el control de una comunidad apta para juzgarsobre la verdad de su testimonio (v. 24), sino que vuelvesobre la operación selectiva, necesariamente previa acualquier composición de tipo biográfico: «Jesús hizootras muchas cosas...».

La deficiencia del libro con relación al exceso de mate-rial previo ya fue subrayada en la primera conclusión,pero las consecuencias que aquí se deducen son abso-

lutamente originales. Así, a los ojos del último redac-tor, el carácter de obra incompleta del libro constituyela condición para que continúe enriqueciéndose, no só-lo por medio de escritos segundos, como los innume-rables estudios y comentarios compuestos desde laépoca patrística, sino primeramente por medio del jue-go infinito de las relecturas, que tienen valor de rees-crituras. En realidad, en la lengua griega del texto, no

se trata de una potencialidad –como se sobreentiendeen la traducción usual: «Si se escribieran una a una...»–,sino de un eventualidad, que sugiere el carácter a la vezfuturo y repetitivo del proceso de lectura, asimilado auna trayectoria de reescritura: «Cada vez que se las es-criba una a una...».

Así pues, el editor es absolutamente consciente de queal ofrecer al público un libro forzosamente incompleto,le abre a éste una cantera infinita de relecturas que se-rán, en cada ocasión, otras tantas ejecuciones nuevas deltexto compuesto. Dicho de otra manera, es preciso que

el proceso de escritura se acabe y que el libro tenga suclausura para que comience el acto infinito de lectura, quetiene como efecto dilatar el texto, sin otros límitesque las lindes del mundo habitado: «Si se escribieran unaa una, pienso que el mundo no podría contener los librosescritos» (v. 25). Así, por una especie de subrepuja conrespecto a la primera conclusión, el añadido del capítulo21 constituye paradójicamente un acto de cierre que

abre al libro acabado el espacio ilimitado de la lectura.No se podría expresar mejor el destino de una obra lite-raria y su vocación de vivir mucho más allá del procesode su propia composición.

El Discípulo-autor. Por otra parte, sucede lo mismoen cuanto al estatuto del autor. Algunos versículos an-tes se había dicho que el Discípulo amado estaba en esos

momentos muerto y que su excepcional longevidad nodebía acreditar la leyenda de su inmortalidad: «Entre losdiscípulos se había extendido el rumor de que ese discí-pulo no moriría; pero Jesús no había dicho que no mo-riría» (v. 23). Sin embargo, Jesús le promete a la vez «per-manecer hasta que [él] vuelva», dicho de otra manera,hasta el final de los tiempos: «Jesús dijo a Pedro: “Si yoquiero que permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?”

[...] Jesús no le había dicho que no moriría, sino: “Si quie-ro que permanezca hasta que vuelva”» (vv. 22-23).

¿De qué supervivencia puede tratarse, sino de la «in-mortalidad» tan querida a los escritores? No solamentememoria que reconoce por parte de los lectores, sinopermanencia del autor en su función propia (autor im-

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plícito), con la única condición de que los lectores le per-mitan existir, por el hecho de que ellos mismos se com-prometen en un proceso de lectura, no solamente tanamplio como el mundo, sino tan duradero como el tiem-po histórico. De esta manera, es preciso que el autor his-

tórico muera (de igual manera que la redacción del librotiene un fin) para que el hecho mismo de la lectura ofrez-ca al autor una inmortalidad del mismo orden que la ex-tensión espacial ofrecida al libro.

Una conciencia literaria así es raramente tan explícita enlos escritos bíblicos. Parece cualificar al cuarto evangeliocomo una obra cabal, careciendo de otra existencia quela de la lectura, por otro lado infinita y sin otro términoque el final de la historia. En todo caso, la clausura del li-bro (con la muerte del autor histórico como corolario)constituye una operación hermenéutica de gran enver-gadura: transforma el texto en libro; hace de él una obraentregada a la lectura, y por eso inmortal. Así, el editores a la vez la última mano redaccional y, sobre todo, unaespecie de ejecutor testamentario al que le correspondela tarea, por una parte, de atestiguar el fallecimiento del

autor y, por otra, de firmar el «imprímase» sin que el tex-to quede en letra muerta, cuando su destino es vivir sinlímites mediante el juego infinito de lecturas y relectu-ras. A este precio, el propio autor se convierte en in-mortal; y eso no carece de importancia cuando se tratade preparar la venida del Resucitado al final de la histo-ria y más allá de las fronteras del mundo habitado.

Las conclusiones del presbítero

Mientras que el último redactor del cuarto evangelio, enposición de editor, no cierra el libro más que para abrir-lo a lectores que aguardan hasta el fin del mundo (lite-

ralmente: la «venida» del Señor, 21,22-23) y que pre-sienten que deben extenderse por toda la faz de la tie-rra (21,25), el presbítero de las cartas segunda y terceraconcluye con una no menos curiosa apertura.

La tinta y la voz viva. En ambos casos comienza pordeclarar la insuficiencia del texto escrito, habida cuentade la abundante materia para la discusión que en algu-na medida aún guarda. ¿No dice acaso: «Teniendo mu-chas cosas que escribiros...» (2 Jn 12) o bien: «Tengo –otendría– muchas cosas que escribirte» (3 Jn 13)? Eviden-temente pensamos en las dos conclusiones del evange-lio: «Jesús hizo otros muchos signos que no están escri-tos en este libro» (20,30) y «Jesús hizo otras muchascosas» (21,25). Una de las primeras cualidades de un es-critor es reconocer que el libro no es nunca la mera co-pia de lo real: en efecto, comprometerse en el acto deescritura supone que se ha renunciado al fantasma de latotalidad, ya se trate de hechos narrados (evangelio), yase trate de ideas compartidas (cartas). Una lucidez comoésta atestigua el compromiso de escritores perfecta-mente conscientes de lo que hacen.

Pero esto no es todo. Inmediatamente después de ha-ber confesado así la debilidad constitutiva de cualquierescritura con respecto a un dato siempre mayor, el pres-bítero declara orgullosamente: «No he querido escribir[estas cosas] con tinta y pluma» (3 Jn 13). Además de laalusión a las técnicas usuales de escritura (papiro, tinta,

caña cortada), observamos la insistencia en el deteni-miento deliberado del texto (dos veces un verbo que ex-presa la voluntad: boulesthai  y thelein). El autor sabepertinentemente que no sirve para nada prolongar in-definidamente el mensaje: saber terminar a tiempoparticipa también de la cualidad literaria buscada por un

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escritor preocupado por su arte. Sobre todo, la clausu-ra establecida de esta manera se considera que abre auna conversación posterior, mantenida esta vez de vivavoz (literalmente: boca a boca): «Espero dirigirme a vo-sotros y hablaros de viva voz» (2 Jn 12) o «Espero verte

pronto, y hablaremos de viva voz» (3 Jn 13).

Así, en ambos casos, el mensaje enviado no es más queel preámbulo de un encuentro real, con la esperanza demantener entonces una verdadera conversación quepermita darle vueltas a múltiples cuestiones que quedanen suspenso. No sólo el autor apela a este intercambiode todos sus deseos (dos veces el verbo «esperar»), sino

que insiste en la alegría que se espera por este diálogo:«Para que nuestra alegría sea completa» (2 Jn 12). Unavez concertada esta cita, el autor puede concluir con unanota calurosa y fraternal: «Te saludan los hijos de tu Her-mana elegida» (2 Jn 13) o «La paz sea contigo. Te salu-dan los amigos. Saluda a los amigos, a cada uno en par-ticular» (3 Jn 15). Así, a pesar del conflicto subyacente, laescritura se supone capaz de allanar las dificultades y derecrear el clima de confianza indispensable para una con-versación posterior, hecha oralmente.

El lector convocado. Desde una perspectiva históricapodemos recibir tales informaciones en el único plano dela situación comunitaria, vivida antaño en el ambiente joánico de Asia Menor, probablemente a comienzos delsiglo II. En este caso podemos imaginar las visitas pasto-

rales del presbítero, preparadas de alguna manera me-diante breves mensajes que tienen como efecto iniciarel debate. Tales consideraciones no son desdeñables: nosinforman sobre el modo de gobierno practicado con res-pecto a las comunidades, a la vez distintas y emparen-tadas. Cuadran bien con la figura de las siete Iglesias asiá-

ticas del Apocalipsis, ellas mismas objeto de la solicitudpastoral del profeta Juan, relegado momentáneamente

en Patmos.No obstante, para el lector actual, al que no le basta elinterés por la reconstrucción histórica, los finales de 2 y3 Juan presentan una actualidad real. En efecto, pode-mos ver en ellos la convocatoria dirigida al lector para queél mismo sepa mantener con el autor implícito, por me-

Un espacio de diálogo

El final de las cartas segunda y tercera, bajo la forma de un has-ta pronto que apela a una cita posterior, resulta absolutamente cla-rificador de la dualidad de puntos de vista posibles y perfecta-mente compatibles.

Desde un punto de vista histórico podemos suponer que el autorreal invita a sus lectores contemporáneos, destinatarios inmedia-tos del mensaje, a estar dispuestos con vistas a un encuentro pos-terior que permita retomar y profundizar, de viva voz, las cues-tiones aquí tratadas. Esto resulta absolutamente verosímil. Por elcontrario, nada nos permite decir si el mencionado encuentro tu-vo efectivamente lugar: la investigación histórica debe saber re-conocer sus límites...

Desde un punto de vista literario, la convocatoria expresada aquí concierne naturalmente al lector, sea quien sea, en cualquier tiem-po y lugar. Por la propia declaración del lector implícito, la fina-lidad de semejante escritura es abrir un debate interior, una es-pecie de «boca a boca» existencial, que debe proseguir muchomás allá del mero desciframiento de las palabras escritas en el pa-pel... La primera conclusión del evangelio ya apelaba no sólo acreer, sino a vivir de la fe en Cristo. Asimismo, las cartas tienencomo finalidad abrir un espacio de diálogo interior, en una reso-nancia de palabras que vaya más allá de la carta. Así, como entoda escritura bíblica, las cartas de Juan no se cierran en un con-

tenido considerado como clausurado y suficiente: más bien sepresentan como un camino siempre abierto y sólo piden quese abra al hilo de las relecturas.

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dio del texto y más allá incluso de las palabras, una ver-dadera conversación que no sólo sea fuente de alegría–porque ése es el placer de la lectura–, sino que tambiénle aporte un enriquecimiento personal de un orden dis-tinto al del desciframiento del texto escrito. De esta ma-

nera, la lectura tiene vocación de ser un diálogo vivo, un«boca a boca», conforme a la atrevida imagen de nues-tras cartas; es decir, un frente a frente en que las dospartes, autor y lector, sean igualmente sujetos de la pa-labra, como conviene en una conversación equilibrada.

Sólo podemos admirar la finura del presbítero, quien nosólo administra su propia agenda de citas, sino que a lavez se metamorfosea como autor «implícito» que llamaa generaciones de lectores a la alegría (2 Jn 12) y vive laaventura del encuentro. Incluso ahí, la relación con elevangelio salta a la vista: el locutor del capítulo 21 lla-maba de la misma manera a nubes de lectores a apo-derarse del libro hasta el punto de llenar el mundo en-tero con sus propias lecturas, consideradas como otrastantas reescrituras (Jn 21,25). Los escritores de la escue-la joánica comparten, pues, una misma ambición litera-

ria: si escriben es para ser leídos; y si, llegado el mo-mento, paran de escribir es justamente para dejar lugara la lectura.

El final del Apocalipsis

Los últimos versículos del Apocalipsis constituyen igual-

mente un epílogo, destinado no sólo a cerrar el texto, si-no a la vez a decidir su devenir. Las dos funciones estánestrechamente imbricadas.

Salvaguardar el libro. La voz del autor –que acaba deser identificado con Jesús en persona, «la raíz y vástago

de David, la estrella radiante de la mañana» (Ap 22,16)–se compromete solemnemente en el servicio a la inte-gridad formal del texto escrito: «Yo doy testimonio [...]:si alguien añade algo a esto, Dios le añadirá a él las pla-gas descritas en este libro; y si alguien suprime palabras

del libro de esta profecía, Dios suprimirá su parte del ár-bol de la vida y de la Ciudad santa descritas en este libro»(vv. 18-19). Ciertamente, la insistencia recae en el obje-to formal constituido por el libro (nombrado tres veces) y en las realidades «descritas», es decir, literalmente «es-critas» en el texto: la preocupación es asegurar la con-servación material y la integridad literal del libro. No obs-tante, el compromiso del locutor se adquiere ante

«cualquiera que escucha –o escuche– las palabras de laprofecía de este libro» (v. 18).

El celo mostrado por la salvaguarda del manuscrito ter-minó con su transmisión a numerosos lectores u oyen-tes, destinados a recibir el texto como «profecía», portanto como palabra portadora de un mensaje y que ape-la a una escucha; es decir, una conversación, por el he-cho mismo del encuentro con el otro del texto. El len-guaje estereotipado, referido a una concepción casimágica de la preservación de los textos, no debe inducira error a propósito las intenciones del autor, en esta oca-sión el propio Jesús. Se trata –como en el caso del pres-bítero de las cartas– de apelar a una escucha que sea en-cuentro, más allá de las fronteras del tiempo y el espacio,mediante los recursos ilimitados de la lectura.

Encontrar. La llamada al encuentro es, por otra parte,absolutamente explícita en estos pocos versículos. Enefecto, inmediatamente después de la autodesignacióndel locutor Jesús (v. 17), y antes de su compromiso desalvaguardar la integridad del texto (vv. 18-19), el inciso

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del v. 16 introduce un breve diálogo entre el Espíritu y laEsposa. Este diálogo es el de Dios –por la mediación desu Palabra viva, Cristo– con la Iglesia, llamada a reunir ala humanidad en el seno de la realidad nueva del Reinocumplido, expresada aquí con la metáfora joánica del

don del agua viva. Ahora bien, el contenido de este diá-logo reside en una llamada mutua a un encuentro(«¡Ven!»: imperativo expresado dos veces) que sea con-versación: «El que escuche diga: “¡Ven!”»; es por tantocompartir y comunión en la misma fuente de vida: «Elque tenga sed, que venga. ¡El que quiera, reciba el dondel agua viva! (literalmente: el agua de vida). No se pue-de sugerir mejor el misterio de la lectura como aconte-

cimiento del encuentro, presentado aquí según el sim-bolismo nupcial que impregna los últimos capítulos delApocalipsis y en referencia al simbolismo joánico delagua viva (cf. el diálogo con la Samaritana, en el capítu-lo 4 del evangelio).

Las últimas palabras del libro, antes del breve saludo fi-nal (v. 21), no hacen más que conectar con la realización

de esta promesa por medio de la lectura esperada: «Elque da testimonio de esto declara: “Sí, vengo pronto” –Amén, ¡ven, Señor Jesús!». La perfecta simetría del «sí»griego (adverbio nai) y del amén hebreo inicia el cara acara del Señor y su Iglesia, en un acto de lectura llama-do a no ser otra cosa que una mutua venida del uno ha-cia el otro. Lo mismo que en el caso de la supervivenciamaterial del texto, la promesa se adecua aquí al solem-

ne compromiso del Señor: «El que da testimonio decla-ra...». No hay duda de que el acontecimiento llega a ca-da lectura, como la «gracia del Señor Jesús», de la quese dice al final que esté «con todos». La última palabradel Apocalipsis –que es también la última palabra de laBiblia cristiana– no es otra que el pronombre indefinido

«todos». Dicho de otra manera, igual que el evangelis-ta, que llamaba al «mundo entero» a tratar de conte-ner la suma de las lecturas del cuarto evangelio, el Cris-to del Apocalipsis invita a las multitudes al encuentrocon el libro, según la figura de un banquete ofrecido a

los sedientos con la inefable promesa del don del aguaviva (v. 16).

El pacto de comunicación. Ahora bien, al comienzo deeste formidable epílogo, el locutor Jesús, por mediacióndel ángel que les ha enviado, ha designado a las Iglesiascomo primer destinatario del mensaje (v. 16). Semejante

observación remite naturalmente a la sección de las car-tas a las siete Iglesias, introducidas por la visión inaugu-ral del capítulo 1 y reunidas a continuación en los capítu-los 2 y 3. Por otra parte, uno de los títulos asignados aJesús en el v. 16 se hace eco justamente de la cuarta car-ta, en la que se promete a la Iglesia de Tiatira recibir laestrella de la mañana (astêr proinos) como recompensapor su fidelidad (2,28). Sobre todo, la mutua invitación a

un encuentro amistoso recuerda la conclusión del men-saje dirigido a la Iglesia de Laodicea, al final de la serie delas siete cartas: «He aquí que estoy a la puerta y llamo:si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en sucasa y cenaré con él y él conmigo» (3,30).

Ciertamente, la invitación se dirige formalmente a laIglesia de Laodicea, llamada a acoger al Señor cuando sepresente en su puerta y venga a compartir la comida co-

munitaria. Pero no porque la Iglesia de Laodicea haya de-saparecido el mensaje ha perdido su pertinencia. Es a to-dos los lectores a los que a partir de ahora se dirige lainvitación a una amistad recíproca (yo con él y él conmi-go), por medio de una conversación en la que el lectorrecibirá un «agua viva» capaz de apagar su sed espiritual:

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«¡El que tenga sed, que venga! ¡El que quiera, recibirá eldon del agua viva!» (22,17).

Así, ya se trate del libro entero o sólo de la sección de lassiete cartas, los términos del pacto de comunicación sonclaramente enunciados. El autor invita al lector a un en-

cuentro que sea a la vez caluroso y nutricio.

El día del Señor. A partir de ahí se impone la imagende la comida compartida, con tanta más evidencia cuan-to que el Apocalipsis nos ha sido presentado como el fru-to de una visión tenida «el día del Señor» (1,10) –nuestrodomingo– en un contexto que incluye verosímilmente el«banquete cristiano», al que también podría aludir la ex-

clamación final: «¡Ven, Señor Jesús!» (cf. el Maranthá de1 Cor 16,22). El libro no es solamente la recopilación devisiones recibidas antes de la escritura y recogidas con elúnico fin de la conservación (como los archivos); su fina-lidad consiste más bien en suscitar, después del texto, lec-tores que se sientan invitados a vivir, cada uno por sí mis-mo, el acontecimiento de un encuentro tan familiarcomo una conversación de mesa y tan nutricio como una

comida compartida. Como trasfondo, sin duda hay quereconocer la experiencia eclesial de la comida dominical,considerada como lugar originario de una palabra que in-vita a desear y reconocer al Señor como muy cercano:«Dichosos el lector y los oyentes de las palabras de la pro-fecía, y aquellos que observan las cosas que están escri-tas en ella, porque el momento está cerca» (1,3); «Sí, ven-go pronto. – Amén, ¡ven, Señor Jesús!» (22,20).

La advertenciade la primera carta

Así pues, si el cuarto evangelio, el Apocalipsis y las bre-ves segunda y tercera cartas de Juan presentan conclu-

siones elaboradas con la finalidad de abrir el espacio in-finito de la lectura, ¿cómo se puede entender el carác-ter abrupto de la primera carta, que acaba con estasenigmáticas palabras: «Hijitos, ¡guardaos de los ídolos!»(1 Jn 5,21)?

Un peligro teológico. Incluso ahí es posible y perfecta-mente legítima una lectura histórica ordenada. Así, esprobable que el autor invite a sus contemporáneos a des-marcarse de falsificaciones cristológicas denunciadas a lolargo de la carta, y atribuibles en buena parte a miem-bros desviados surgidos de la comunidad joánica. Ademásdel peligro propiamente teológico, que vuelve a poner en

cuestión el lugar central de la encarnación en la expe-riencia cristiana de la salvación, el deplorable «cisma»también tiene como efecto comprometer gravemente elideal de vida comunitaria y de afectar las relaciones decompartimiento y solidaridad esperadas de los miembrosde la comunidad.

Semejante lectura histórica se encuentra por otra parte

abierta a todas las formas de actualización: en todos loslugares y en todos los tiempos, las comunidades cristia-nas deben estar vigilantes, tanto sobre la autenticidadde su confesión cristológica como sobre la verdad de lasrelaciones internas de la vida comunitaria. Las últimaspalabras de la primera carta son para todos los tiempos:«Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dadola inteligencia para que conozcamos lo verdadero. Y es-tamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo: él es el Diosverdadero y la vida eterna. Hijitos, ¡guardaos de los ído-los!» (1 Jn 5,20-21).

Ahora bien, semejante llamada al discernimiento puedeaplicarse no sólo al actuar cristiano en el contexto his-tórico que sea, sino a constituir una especie de regla her-

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menéutica aplicable primeramente al acto de lectura de-seada por el autor.

darse de los ídolos»; es decir, las ilusiones y los falsos pre-textos, las «imágenes» engañosas y desprovistas de con-sistencia. Una pretensión como ésta puede sorprender;no es menos coherente con lo que ha sido enunciado an-tes en la carta: «Tenéis la unción [recibida] del Santo, y

todos lo sabéis» (2,20); «En cuanto a vosotros, la unciónque habéis recibido de él [el Hijo] permanece en vosotros, y no tenéis necesidad de que se os enseñe; pero, desdeel momento en que su unción os enseña sobre todas lascosas, y que ella es verdadera y está desprovista de men-tira, desde el momento en que ella os ha enseñado, per-manecéis en él [el Hijo]» 8.

Dicho de otra manera, antes incluso de considerar la apli-

cación de la consigna final a las modalidades de la exis-tencia cristiana en contextos socioculturales determina-dos, parece posible considerar la advertencia de 1 Jn 5,21como aplicándose directamente al acto de lectura. Inclu-so podríamos hablar del acto de institución de un lector,si no ideal, al menos conforme al pacto de comunicaciónapuntado por el autor. Un lector así deberá «guardarse»de los «ídolos» o falsedades que produciría en este caso

una lectura superficial o puramente mundana.

Sería grande el riesgo de reducir los significados a su sim-ple apariencia, es decir, no conceder a las palabras más

8. La interpretación de la mencionada unción no concita la unanimidad delos comentaristas. ¿Se trata del Espíritu Santo, presente en el mismo co-

razón de los discípulos, según la promesa de Jesús? ¿O bien de la Palabra,siempre activa por el hecho de la acción del Espíritu, en plena conformi-dad con el compromiso de Jesús de no dejar a sus discípulos huérfanos?Quizá se pueda ver en esta palabra «unción» (griego: chrisma) algo así co-mo la marca de Cristo (christós: el que ha recibido la unción) inscrita en ca-da fiel gracias al don del Espíritu como contrapartida al compromiso deldiscípulo a ser él mismo portador de una Palabra que no es otra que la deCristo, vivo y activo en el seno de su Iglesia.

El riesgo de una lectura superficial. En efecto, estosúltimos versículos de la carta tienen como efecto afirmarque Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, es precisamente el cri-

terio absoluto de verdad. A partir de ahí, no hay verdadmás que en él, lo mismo que no hay acceso a la vida di-vina (lit.: la vida eterna) más que por su mediación.

Así pues, el cristiano es aquel que, siendo uno con Cris-to, se adhiere tan estrechamente a la verdad de Dios quepuede, sin riesgo de error, discernir la verdad y «guar-

«¡Guardaos de los ídolos!»

La traducción literal mediante la palabra «ídolos» tiene la venta- ja de proporcionar una expresión fuerte, cuya resonancia al finaldel libro puede sorprender al lector. No obstante, el riesgo de pro-ducir un falso sentido es grande: se trata, según parece, menos deuna advertencia contra el paganismo, idólatra por naturaleza, quede una advertencia a escuchar en el interior de la confesión cris-tiana.

Anticipando las herejías cristológicas futuras, el autor llama a unverdadero discernimiento en cuanto a la persona de Cristo real-

mente «venido en la carne». Dicho de otra manera, no basta conafirmar con los labios la encarnación del Hijo único; hay que ad-herirse a él plenamente y vivir de él (cf. el doble mandamientode Jn 20,31: creer y vivir). Ahora bien, como ha subrayado R. E.Brown en su libro La comunidad del Discípulo amado, semejan-te rigor en la confesión cristológica invita a un doble recentra-miento de la vida cristiana: primero sobre el misterio de la cruzde Cristo, como cumplimiento de una vida plenamente dada pa-ra la salvación del mundo; después, sobre las exigencias de unavida comunitaria realmente fraterna. Opuesto a todo docetismo,

el presbítero de la primera carta recuerda a los cristianos la se-riedad de una vida encarnada, siguiendo a Cristo y, por tanto, dis-ponible al amor fraterno.

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que su sentido usual, naturalmente inadecuado para laexpresión de un misterio que excede cualquier represen-tación humana. Por el contrario, por poco que esté «enCristo» y viva una real conformidad con el ser filial de Je-sús, el lector será, por así decir, establecido en la verdad

 y en disposición de discernir lo verdadero. Su vida estáimplicada en ello: el hecho de leer no es una simple di-versión; cuando se trata de las Escrituras, lo que se ven-tila es de otra naturaleza, ya que concierne nada menosque a la vida eterna, es decir, a la capacidad de accedera la vida en Dios o con Dios.

La clave de las Escrituras. De esta manera, Cristo en

persona resulta ser la clave de las Escrituras, la instanciasuprema de verdad, el «lugar» mismo en el seno del cuales posible leer los textos sagrados por lo que son, más alláde las engañosas apariencias (los ídolos del v. 21) y otrasilusiones mantenidas por toda forma literaria. Igual que elevangelista y el presbítero de las cartas segunda y tercerareconocían la diferencia entre el contenido del mensaje yla exigüidad del texto, así el autor de la primera carta ad-

vierte a su lector contra el peligro de una lectura superfi-cial, practicada de forma autónoma, independientemen-te de una relación viva con Aquel que es el único que poseela clave del verdadero sentido, el mismo Cristo, que no esotro que «el Dios verdadero y la vida eterna» (v. 20).

A ejemplo del evangelista, del presbítero y del profeta dePatmos, el autor de la primera carta cierra su texto conuna apertura dirigida a la lectura. La llamada a la vigi-

lancia, a fin de salvaguardar la autenticidad, no está des-tinada sólo a corregir las desviaciones dogmáticas y éti-cas que afectan a la comunidad joánica y amenazan,después de ella, a cualquier grupo cristiano tentado dereplegarse sobre sí mismo. También tiene como efectoprimero plantear las condiciones de una lectura autén-

ticamente cristiana, es decir, centrada en Cristo, no co-mo un objeto abstracto, sino como el foco de una «vi-da» que sea también una «ciencia» de lo verdadero y, portanto, una capacidad de discernimiento del sentido delas Escrituras más allá de las apariencias formales, sus-

ceptibles de convertirse en «ídolos»; dicho de otra ma-nera, de ser consideradas por sí mismas, independiente-mente de su contenido teológico.

Escritor anónimo y portavoz de una tradición continuaarraigada en el acontecimiento pascual (1 Jn 1,1-4), elautor de la primera carta espera de sus lectores que en-tren en el juego de una lectura confesante, alimentadacon una auténtica vida en Cristo. Al hacer esto, el autor

en cuestión se inscribe en la continuidad del evangelista,cuando escribe: «Para que creáis que Jesús es el Cristo,el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en sunombre» (Jn 20,31). Sin embargo, las perspectivas se in-vierten: si el evangelista escribe para que sus lectores creanen Cristo y vivan de esta fe, el autor de la primera cartaespera de sus lectores que crean ya en Cristo y vivan enél, de modo que puedan producir una lectura «verdade-

ra» del libro, más allá de las palabras –semejante fijaciónpodría ser considerada como «idolátrica»– y en la bús-queda del sentido propiamente religioso o teológico. Aeste respecto, los Padres de la Iglesia hablarán con razónde un sentido «espiritual», por otra parte en conformi-dad con el debate hermenéutico que subyace a la granescena de Nicodemo en Jn 3.

El principio de toda enunciación

Hemos visto la insistencia con la que los autores de losescritos joánicos sitúan su propio discurso en dependen-cia de una autoridad previa y superior.

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En el caso del evangelio se trata tanto de la referencia altestimonio del Discípulo amado como de la designaciónde un sujeto colectivo («nosotros»), presentado a la vezcomo el primer beneficiario de la revelación acaecida enCristo («Hemos visto su gloria»: 1,14) y como la última

instancia de verificación y de autentificación: «Sabemosque su testimonio es verdadero» (21,24). Por su parte, elautor anónimo de la primera carta apela prioritaria-mente a la continuidad y a la unanimidad de la tradiciónapostólica, mientras que el presbítero de las cartassegunda y tercera, por el hecho mismo del título ecle-siástico así adoptado, sitúa sus palabras en un contextocomunitario jerarquizado. Por último, el profeta del Apo-

calipsis –el único de la lista que lleva un nombre perso-nal: Juan– no deja de advertir contra cualquier culto a lapersonalidad, tanto con respecto a sí mismo como al án-gel mediador, y remite finalmente al mismo Cristo, a lavez autor y destinatario de la revelación, secundaria-mente transmitida al profeta visionario y desde ahí con-fiada a la escritura.

Desde el origen. Así pues, si consideramos el desafíode tratar los escritos joánicos según la tradición que lesasigna un estrecho parentesco (sean cuales fueren lascondiciones históricas de sus redacciones y sin negar, portanto, las diferencias formales que pueden afectar a laaparente unidad del corpus), estamos en nuestro dere-cho de considerar el prólogo del evangelio como una es-pecie de preámbulo que designa a priori, de forma casi

trascendental, la condición de posibilidad de las diferen-tes modalidades de discurso, respetadas en los cinco li-bros de la colección joánica.

En efecto, encontramos que el texto de Jn 1,1-18 co-mienza remitiendo al tiempo mítico del origen, es de-

cir, a un antes del tiempo histórico, o incluso a untiempo anterior al tiempo. Además de la cita de la pri-mera palabra del Génesis –«En el principio» (griego:arjê)–, son fáciles de reconocer los elementos del pri-mer relato de la creación: separación de la luz y las ti-

nieblas; surgir de la vida, que se hace posible por el he-cho de la existencia de la luz; extensión de la obracreadora así cumplida; perfecta eficacia de la palabra di-vina en posición de sujeto tanto enunciador como ope-rador. Ahora bien –y esto no es extraño en la tradición judía antigua–, la palabra divina se encuentra casi per-sonificada, según la polisemia de la palabra griega Lo-gos (Verbo), que designa tanto la Palabra creadora co-

mo la Razón universal a la que le corresponde la funciónde asegurar la coherencia y la permanencia de todo elámbito creado.

Semejante remisión al lugar mítico del origen natural-mente tiene valor de enseñanza sobre la naturalezadel universo creado, su dependencia con respecto a Dioscreador, su seguridad de poder perdurar desde el mo-mento en que la tiniebla no dispone del poder de conte-ner la difusión de la luz generadora. Además del hechode la asimilación de Jesús no sólo al Hijo único revestidocon la gloria del Padre, sino al Verbo creador, considera-do como el que está permanente ante Dios, el prólogodesigna la figura de Cristo como el punto focal de todala historia, a la vez fuente, centro y finalidad tanto de lahumanidad como del universo entero.

Ahora bien, semejante representación de Jesucristo, elHijo unigénito y Verbo encarnado, recurre al término Lo-gos, dicho de otra manera, el término más usual paradesignar la comunicación entre los hombres, tanto oralcomo por escrito, mientras que la lectura es siempre unacto de enunciación infinitamente retomada en una su-

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til alianza de repetición y de invención. Por este hecho,la trascendental posición asignada al Cristo Logos con-cierne también –y de forma privilegiada– al proceso decomunicación iniciado por los tres tipos de escritos queconstituyen el corpus joánico.

La Palabra primera. A partir de ahí podemos consi-derar que la condición a priori de todo discurso humanono es otra que el Logos divino, preexistente a cualquierrealidad terrena al mismo tiempo que identificada conel ser histórico (lit.: la carne) de Jesús. Así pues, si los au-tores joánicos tienen derecho a la palabra es porque laPalabra primera, dicho de otra forma, Cristo, jamás hadejado de hablar en ellos.

Antes que los locutores humanos, ellos mismos inter-dependientes e indisociables de la comunidad, está la Pa-labra misma como instancia a priori de cualquier enun-ciación. Ésta es la afirmación central del prólogo joánico:los locutores humanos pueden reivindicar perfectamen-te el título de autores y, de esta manera, dirigirse a los

lectores; no serían nada si ya antes que ellos y en ellosno se hubiera expresado el Verbo primordial, dicho deotra forma, Jesús. Semejante autoridad del locutor Je-sús, que se encontrará a lo largo del evangelio, no serámás que por medio de la singular fórmula de enuncia-ción: «Amén, amén, yo os digo...» (Jn 1,51, etc.), o bienincluso la audaz expresión de autodesignación: «Yo soy»(6,35; 8,12, etc.). En el primer caso, Jesús se da a sí mis-

mo su propia respuesta, no esperando ni al final de laspalabras ni a la intervención de un tercero, como se ha-ce en el uso del amén litúrgico. En el segundo caso, Je-sús se aplica a sí mismo el acto de enunciación divinapracticado con respecto a Moisés en la famosa escenade la zarza ardiente (Ex 3,14).

Semejantes procedimientos retóricos ilustran la singu-laridad de Jesús: no sólo es el protagonista en el rela-to evangélico, sino instancia primera de la enunciación,a priori de todo discurso. Manifestada principalmenteen el relato evangélico –«A Dios nadie le ha visto ja-

más; el Hijo [...] lo ha contado» (1,18)–, la autoridadpropia y primordial de Jesús continúa ejerciéndose a lolargo del corpus joánico. Los autores humanos sonmuy conscientes de ello: como prueba, las múltiplesprecauciones tomadas a fin de no dejar creer que el lo-cutor o el narrador se otorgue a sí mismo su legitimi-dad o tenga en sí mismo la fuente de su propia auto-ridad. De esta manera, el corpus joánico ofrece una

contribución absolutamente original a las fuentes deuna teología cristiana de la inspiración, preocupada porrespetar tanto la plena responsabilidad de los autoreshumanos como su total dependencia con respecto a laautoridad primera, reconocida en Jesús, el Verbo o Lo-gos encarnado.

Conclusión

Particularmente adaptados a la investigación históricasobre las comunidades cristianas de la era apostólica,los escritos joánicos pueden constituir también unfragmento escogido en el contexto de los estudios ac-tuales inspirados por la narratología. En efecto, los au-tores joánicos manifiestan claramente su implicación

en el acto de escritura. De ello surge una situación au-torial compleja y rica en imbricaciones múltiples. El aná-lisis y la interpretación de estos datos pueden enrique-cer la comprensión del hecho mismo de la escritura ycontribuir a la renovación de una teología de la inspi-ración bíblica.

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Por tanto, no sería bueno oponer las dos aproximacio-nes –histórica y narrativa– consideradas como exclusivase incompatibles, mientras que el lector de las Escriturashabrá ganado, por el contrario, con una «conversación»entre los métodos.

a) Por una parte, la aproximación histórica sigue siendonecesaria si se quieren evitar las trampas de una lectu-ra «descontextualizada», y por tanto ahistórica y ex-puesta a múltiples falsos sentidos, e incluso de auténti-cos contrasentidos. En efecto, la lengua del texto es enbuena parte tributaria de acontecimientos y situacioneshistóricas subyacentes, así como más ampliamente delcampo simbólico inherente a cualquier ámbito cultural.

A título de ejemplo, el vino de Caná es portador de sig-nificados religiosos sin común medida con los valores cul-turales actuales. Por tanto, se impone un tiempo de exé-gesis histórico-crítica si se quiere leer el texto en supropia lengua y no como el único reflejo de nuestras sen-sibilidades actuales.

b) Por otra parte, la aproximación literaria (en este casoel análisis narrativo), además de su actualidad con res-pecto a las investigaciones contemporáneas en materiade crítica literaria, parece en disposición de respetar lostextos bíblicos en cuanto obras cabalmente destinadas

a un público y portadoras de un mensaje que puede re-cibir cualquier lector, a poco que éste quiera plegarse alas reglas hermenéuticas inscritas en la letra misma deltexto, sin por ello abdicar de la parte de creatividad in-herente a todo acto de lectura. Eso sería insultar a los li-

bros bíblicos y ver en ellos únicamente piezas de archivo,acumuladas sin otra intención que conservar la huella deun pasado muerto.

En cuanto obras literarias, los escritos bíblicos –muy par-ticularmente el corpus simbólicamente atribuido alapóstol Juan– ponen en práctica una verdadera estrate-gia de comunicación y proponen a los lectores de todoslos tiempos, no sólo apropiarse el recuerdo del pasado,

sino cumplir a su vez un cierto número de trayectoriassusceptibles de suscitar en ellos –o bien de fortalecer– unrecorrido de fe que reconozca en Jesucristo al Hijo deDios, no como un título formal, sino como una expe-riencia existencial susceptible de cambiar el curso de lavida: «Para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo deDios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre»(Jn 20,30-31).

No se trata de un mito, sino de una historia, ciertamenteanclada en el pasado, pero para renacer cada día al hilode la lectura, en todos los lugares de la tierra (Jn 21,25) y hasta el fin del mundo (Jn 21,23).

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Para trabajar personalmente:

1. Hacer una lectura seguida de los escritos joánicos, prestando atención a todas las seña-les inscritas en el texto:

– bien con el objetivo de unificar el libro relacionando las perícopas, con los efectos,

entre otros, de anuncio (prolepsis) o de recuerdos (analepsis), así como las diferen-tes formas de «montaje» que asegura el desarrollo de la intriga (encajamiento, re-petición, etc.);

– bien con la intención de abrir al lector las claves de comprensión, dicho de otra ma-nera, lo que señala el comentario, explícito o implícito, es decir, visible a simple vis-ta o sólo sugerido de forma sutil, especialmente por medio de referencias o alusio-nes intertextuales que apelan a la cultura bíblica del lector (propiamente hablando,su «enciclopedia» personal).

2. Preguntarse por los enriquecimientos de la lectura que conducen a tales formas de aten-ción a la continuidad de la obra literaria, primero en el seno de cada libro, después en elnivel de los agrupamientos editoriales que nos han permitido hablar de un corpus de es-critos joánicos.

Lista de recuadrosEl heredero p. 6

El cuarto evangelio en Asia Menor p. 13Andrés en el cuarto evangelio p. 15

La pertenencia sacerdotal del Discípulo amado p. 18

De Bultmann a Brown p. 21

Joanismo y hermetismo p. 24

El antijudaísmo del cuarto evangelio p. 25

La ventana y el espejo p. 31Los comentarios explícitos p. 35

El autor «implicado» p. 43

Un espacio de diálogo p. 46

«¡Guardaos de los ídolos!» p. 50

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Para continuar el estudio

Y.-M. BLANCHARD, Saint Jean. Col. «La Bible tout simplement». Pa-rís, Ed. de l’Atelier, 1999.

R. E. BROWN, Que sait-on du Nouveau Testament? París, Bayard,

2000, pp. 376-450 y 830-870.E. COTHENET, La tradition johannique. Col. «Introduction à la Bible»,t. III, v. IV. París, Desclée, 1977.

– Les écrits de saint Jean. Col. «Petite Bibliothèque des SciencesBibliques», NT 5. París, Desclée, 1984.

J. ZUMSTEIN, «L’évangile selon Jean» y «Les épîtres johanniques», enD. MARGUERAT (ed.), Introduction au Nouveau Testament. Gine-bra, Labor et Fides, 2000; 2 2004, pp. 345-386.

Y.-M. BLANCHARD, L’Apocalypse. Col. «La Bible tout simplement».París, Ed. de l’Atelier, 2004.

E. COTHENET, Le message de l’Apocalypse. París, Mame-Plon, 1995.E. CUVILLIER, «L’Apocalypse de Jean», en D. MARGUERAT (ed.), Intro-

duction au Nouveau Testament.Ginebra, Labor et Fides, 2000;2 2004, pp. 387-403.

J.-P. PRÉVOST, Para leer el Apocalipsis. Estella, Verbo Divino, 1994(nueva ed. francesa: Ottawa-París, Novalis-Cerf, 2006).

Y. SAOÛT, Je n’ai pas écrit l’Apocalypse pour vous faire peur. París,

Bayard, 2000.R. E. BROWN, La comunidad del Discípulo amado. Estudio de la ecle-

siología juánica. Col. «Biblioteca de Estudios Bíblicos», 43. Sa-lamanca, Sígueme, 1987.

E. COTHENET, La chaîne des témoins dans l’évangile de Jean. DeJean-Baptiste au Disciple bien-aimé. Col. «Lire la Bible», 142.París, Cerf, 2005.

A. MARCHADOUR, Les personnages dans l’évangile de Jean. Miroir pour une christologie narrative. Col. «Lire la Bible», 139. París,

Cerf, 2004.D. MARGUERAT / Y. BOURQUIN, Cómo leer los relatos bíblicos. Iniciación

al análisis narrativo. Col. «Presencia Teológica», 106. Santan-der, Sal Terrae, 2000.

El Cuaderno Bíblico n. 124, 1001 libros sobre la Biblia. Estella, Verbo Divino, 2004, de Xabier Pikaza, propone otros títu-

los (todos en español) en las pp. 71-74 y 88-90. Remitimos allí al lector que desee ampliar la precedente selección.

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La comunicación y la retórica, tan ensalzadas en este si-glo, fueron a sus ojos tan vanas como la «circulación de laspersonas, las ideas y los bienes...» ( Araméennes, p. 80) 9.Por otra parte, Dios no comunica nada; dialoga. Y Dios nocircula. «Ronda tímidamente a través de los universos y co-mo excusándose. Cuando vino visiblemente a rondar por

Palestina, no fue más que a pie o a veces en barca, peroincluso sobre el mar prefería ir a pie» ( Araméennes, p. 94).

Aquí tenemos un buen ejemplo de esa ironía que recorresus relatos, ironía necesaria para entender al Mesías.

Evoquemos la sabiduría de un escritor que supo guardarsede los ambientes literarios, en los que, sin embargo, hizocarrera como director de la prestigiosa NRF. Contó con ami-gos famosos, como Malraux. Sus ideas sobre la literatura

no son enfáticas: «En un libro se debería encontrar lo quese debería encontrar en una persona: una iluminación máso menos bien revelada, o una experiencia de primera o desegunda mano, o un arquetipo más o menos revivido. Cier-tamente, en ellos encuentra uno también, como en el ve-cino, una información útil y, como en todo el mundo y en

9. Jean GROSJEAN, Araméennes. Conversations avec R. Bouhéret, D. Bourget O. Mongin. París, Cerf, 1988. Todas las citas siguientes de este libro fi-guran como Araméennes, seguido de la página.

HOMENAJE

La obra de Jean GrosjeanPor Pierre-Marie Beaude

Universidad de Metz

Nacido en 1912, Jean Grosjean nos dejó el 11 de abril de 2006. Desde Terre du temps, en 1946, su obra cuen-ta con una buena treintena de publicaciones. Traducciones, poemas y relatos continúan ofreciéndose a lalectura fiel de aquellos a los que no les desaniman los itinerarios discretos. Grosjean se salió fuera de los

caminos con mucha circulación, prefiriendo los paseos a través de la Champagne, a donde se retiraba todoslos veranos.

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sí mismo, una cierta participación en una mentira inmen-sa. Pero este vaho engañoso está tramado por los ánge-les, que tan pronto nos sonríen como nos hacen llorar, por-que tienen la voz del alma, tan pronto nos tocan solamenteel codo o el hombro...» ( Araméennes, pp. 84-85).

Jean Grosjean tradujo el Corán, los profetas, los trágicosgriegos, el Nuevo Testamento. Entró en el seminario –meconfió un día– para estudiar la Biblia; y cuando abandonóel presbiterado, no la abandonó de ninguna manera. Lamayoría de sus libros son un comentario suyo. Es el casode Le Messie, Les Beaux Jours, Élie, Darius, Pilate, Jonas,Samson, La reine de Saba, Adam et Ève... pero incluso deL’ironie christique, que es un comentario al evangelio

de Juan, y de su Lecture de l’Apocalypse. Añadamos lasrecopilaciones de poemas La gloire, Vasistas, La rumeur des cortèges..., donde la inspiración bebe a menudo enlas fuentes bíblicas al mismo tiempo que en el terruño.

«Es necesaria la Biblia –escribe Grosjean– para que en-cuentre un lenguaje que me concierna» ( Araméennes, p.66). La Biblia es considerada tierra de poema, al abrigo de

las claridades dogmáticas. Así pues, Grosjean organizó suvida en función de su apasionado descubrimiento. Pagócon su persona –un amor de esta clase no tiene precio–,se proveyó de las lenguas semíticas, residió en el PróximoOriente para captar su espíritu. Vino de Damasco, dondefue instructor de jóvenes sirios, incluso con un conoci-miento del árabe suficiente como para traducir el Corán.

Entrar en la obra del escritor es comprender que la pa-

labra bíblica escapa a los cuerpos instituidos y se sitúaantes de cualquier cristalización conceptual. Grosjeantiene para las instituciones palabras definitivas: «Unamala institución es tan buena como una buena institu-ción; incluso es mejor: incita más a desembarazarse deella» ( Araméennes, p. 98). No hay ninguna ternura con

respecto a la Roma imperial: «Para esquematizar, se po-dría decir: los romanos son tan religiosos que son ateos,por tanto inmorales y por tanto eficaces. De ahí su con-quista del mundo antiguo, pero incluso este éxito (comoel de las ciencias en la actualidad) los pone frente a fren-

te de un universo vacío que los deja atónitos, porque,ante este vacío ¿para qué el hombre? ¡Qué pronto cam-biamos! Pilato ya no es víctima de las dimensiones so-ciales de los hombres. Conocí a un viejo colonial inglésque era eso. Ante ese vértigo es cuando Plutarco tratóde reconstruir a los héroes» ( Araméennes, pp. 55-56).

«Ni judío ni griego.» El cristianismo salió del dilema al pro-poner un «tercer hombre», el cristiano, pálida copia del ver-

dadero discípulo. La visibilidad maternal de la Iglesia eclip-sa «la misericordia del Padre, a la vez tan íntima y tanintimidante»; «el acceso al Hijo» ya sólo es «gregario o con-gresista» ( Araméennes, p. 108). El matrimonio con Roma,su derecho, sus instituciones, abrió a los cristianos a las di-mensiones de la historia universal. Allí perdieron su alma.

La hermenéutica de Jean Grosjean recuerda la de las teo-logías liberales del siglo XIX. Igual que Renan, fue seducido

por la tierra original. Lo mismo que él, ve en las estructu-ras una fuerza de opacificación del mensaje del Galileo.Grosjean vivió de una convicción enunciada de esta mane-ra: «No carece de significado que la revelación esté absolu-tamente ligada a culturas semíticas (podemos decir inclu-so que griego bíblico incluido). Las culturas semíticas son lasque menos se alejan del fondo del hombre» ( Araméennes,p. 103). En Oriente existe un aroma fundamental de verdad

no cosificada, una atención a las personas. Esto es lo quese da también en el evangelio. Lejos de las tradiciones y cul-turas que no se elevan a la altura de la palabra evangélica,está la patria aramea. Al entrar en Europa, esa tierra de do-madores de caballos, el evangelio cristalizó en sistema. «Pa-ra entender el Evangelio, más vale despertar al arameo que

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duerme en el fondo de nosotros mismos» ( Araméennes, p.103). ¿Qué supone este despertar?

«Escucha el ruido que hacen los siglos, su alboroto de to-neles que ruedan por los patios interiores de la historia»,dice Kleist (Kleist. París, Gallimard, 1985, p. 83). La histo-ria hace ruido y causa muertos. «Que el conjunto del uni-verso mejore, ¿por qué no?, pero la hipótesis es poco ve-rificable» ( Araméennes, p. 61). Lo es mucho menos, enopinión de Grosjean, porque su experiencia de la guerrale mostró la barbarie. Los únicos vanos de redención fue-ron esos gestos de solidaridad en los campos de prisio-neros, encuentros personales algunos de los cuales setransformaron en amistades duraderas, con André Mal-raux por ejemplo. El empeño constante de los cristianospor dotar de sentido a la historia deja al escritor en el ar-cén. No caminará. Por otra parte, el Mesías se desintere-só por la mejora de las estructuras objetivas que consti-tuyen el esqueleto de la historia. Expulsó a los mercaderesdel Templo una vez, pero no dos. Los mercaderes volvie-ron allí como mercaderes, el Mesías volvió allí como a unlugar santo superado. Y fue a confiar sus ideas sobre la

inutilidad de los templos a una samaritana.

Queda el individuo. Su fin de los tiempos es su propiamuerte. El evangelio se dirige a él «en la cotidianidad deun tiempo de vida». Porque el evangelio no se ocupa delsentido de la historia, sino del prójimo. La verdadera na-turaleza del alma, tal como nos la enseña el Mesías, essalir de sí. Grosjean construyó todo su Clausewitz sobre

esta idea de que «el alma no es nada, pero desde quesale, existe» (Clausewitz. París, Gallimard, 1972; cf. Ara-méennes, p. 61). La ontología griega no retuvo esta idea.El propio dogma se fijó olvidando esta necesaria fragili-dad del ser. «Estar contento consigo mismo es entrar enla noche», leemos en L’ironie christique.

El Mesías de Dios, que es Hijo, tiene como naturaleza eldiálogo. Es lenguaje («en el principio era el lenguaje», tra-duce Grosjean). Está en incesante diálogo, pues la natu-raleza del lenguaje es ser diálogo. El Hijo conversa en Dios,con una conversación que introduce en Él el movimiento:

«El éxodo es la naturaleza del dios, de ninguna manera elviaje que supone retorno [...], sino la invencible usura desí, el deslizamiento irreversible de la existencia que deso-rienta al ser» (La gloire, 1969, p. 180). Lenguaje y divini-dad están así puestos bajo el signo del éxodo. Y Dios creóal hombre a su imagen pasajera. Y Sansón, figura crística,declara: «No encuentro en mí ningún reposo. Mi vida noes más que el dios que pasa» (Samson, 1989, p. 79).

A partir de ahí, el poeta defiende el lenguaje como la tie-rra del dios, una tierra que hay que purificar de eruditasabstracciones. San Pablo olvidó esto. Adopta una «espe-cie de retórica apasionada de los militantes políticos o delos viajantes de comercio» ( Araméennes, p. 102). La len-gua usual es la única capaz de transmitir la experiencia dela vida, con la imagen de Rimbaud, que hace sentir, tocarcon los dedos. Por su parte, Grosjean encontró esta sen-

cillez en los evangelios, que él aísla soberbiamente del res-to del Nuevo Testamento (exceptuando la obra joánica)en un gesto que se opone, dicho sea de paso, al de Lu-tero, que encontraba en Pablo la llave del paraíso. En sustraducciones, Grosjean evita confundir traducir y embe-llecer. Se guardará del poder fascinante de las ideas y lasimágenes para vincularse a su fragilidad: «Cuando resul-tan alusivas, cursivas y como moribundas, las ideas y las

imágenes son excelentes» ( Araméennes, p. 138).

Todos los personajes de Grosjean ganan así el lugar ac-tual del lenguaje ordinario. Balkis, reina de Saba, «hablallanamente», lejos de las ornamentaciones orientales.Respira la sencillez de esa noche de luna llena en que, es-

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tando adormecida y en camino, se pone a soñar que ca-minaba. El gran Salomón aprovecha «la canícula para ha-cer que le lleven la antracita del Ruhr y las briquetas delSarre-Union». Ambos, Balkis y Salomón, se unen así a loslugares y las palabras diarios. Lejos del gran relato, se

evitan amorosamente y se buscan, dialogan y conver-san. Tienen necesidad de la luz cotidiana para liberar sufiguración del misterio, porque «cada día es una fuentetan singular como la fuente de los días» (La reine de Sa-ba, 1987, pp. 16-17, 47 y 57; cf. Araméennes, p. 68). Li-brados del encierro en la gran historia, se encuentran agusto en el tiempo de la gente del común: se encuen-tran en Lure, visitando al subprefecto, tan bien como en

Jerusalén. Están liberados de las exigencias del chronos yaliviados de su ganga sagrada para, finalmente, de for-ma tímida, humana, llamar a la puerta de nuestras al-mas. Igual que Musil hacía el elogio del hombre sin cua-lidades, Grosjean subraya el brillo de la trivialidad de losdías. El «bíblico» se hace errático y como moribundo a suvez, despojado de lo que lo sagrado le confería de so-bredeterminado.

Sin duda, Grosjean pasa sin detenerse junto a un mundocuya calidad y belleza existenciales nos manifestaron Hi-llel y Aqiba. Pasa con el mismo desinterés junto a san Pa-blo y los Padres de la Iglesia. Éste es el resultado, comose ha dicho, de una estética de tipo liberal que valora lafigura de Jesús (aunque también, en su caso, la de Juan)contra las instituciones. Semejante estética es necesariaen la obra de Grosjean para valorar el kairós que nos po-

ne en éxodo, nos mueve por medio del lenguaje ordina-rio y la usura de lo cotidiano y nos invita a compartir «laironía crística» con respecto a las instituciones, de la queninguna sabe mantener esa ingenuidad natural que elMesías ofrecía como la más pura de las fuentes. «Hay quebajar de las nubes», declara Jesús a Nicodemo.

Una lectura demasiado rápida de la obra de Grosjean con-duciría a hacerse una idea inexacta de ella. Las ricas evo-caciones de la naturaleza, que convocan al cielo, las nubes,la lluvia, las labores, los prados, los bosques y, cada una consu nombre, los batallones de flores, podrían hacer creer

que nos encontramos ante un poeta de la naturaleza querecrea un mundo idílico, nostálgico de un pasado perdido.No nos engañemos. El Mesías es, en Grosjean, aquel quenos deja ante un mundo desencantado, con la consigna deafrontar con toda lucidez la usura de los días, la realidaddel sufrimiento y de la muerte. Nada es menos soñado quela ética del poeta, ese sentido de la fidelidad cotidiana, cual-quiera que sea su coste. Basta abrir la obra al azar para

convencerse de ello. En Le Messie, por ejemplo, Grosjeandescribe así los allegados a Jesús: «Así vivía el resto de latribu santa. No se divertía, desde tiempo inmemorial, másque siendo seria, menos porque el tren del mundo estabaloco y era vulgar que a causa de los duelos imperdonables.No se reía más que brevemente, pero la sonrisa abatíacualquier ilusión» (p. 59). Es a este mundo de la tribu san-ta al que la obra de Grosjean nos invita, un mundo sin ilu-sión, que tiene como herramienta no la risa, sino la sonri-sa, el humor campesino y también la ironía, que fue el tonopreferido del Mesías. Un tono que nos protege de cualquierretórica, aunque sea declarada sagrada.

Para leer a Jean Grosjean

La casi totalidad de las obras están editadas en París, en la edi-ciones Gallimard:

 La gloire, precedida por Apocalypse, hiver et élégies,colección «Poé-sie/Gallimard», 1969 – Le Messie, 1974 – Les beaux jours, 1980 –Élie, 1982 – Pilate, 1983 – Jonas, 1985 – La reine de Saba, 1987– Samson, 1989 – L’ironie christique. Commentaire de l’Évangileselon Jean, 1991 – Lecture de l’Apocalypse, traducido del griegoantiguo por Jean Grosjean, 1994 – Samuel, 1994 – Adam et Ève,1997 – Si peu. París, Bayard, 2001 – La rumeur des cortèges, 2005.

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7/26/2019 138 Los Escritos Joanicos. Una Comu - BLANCHARD, Yves-Marie

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Los escritos joánicosUna comunidad atestigua su fe 3

1ª parte: aproximación histórica 4

La cuestión de la unidad de autor 4

La identidad del autor 12

La historia de la comunidad joánica 20

Una comunidad, varios libros 30

2ª parte: aproximación narrativa 31Las instancias de enunc iación 32

La conciencia editorial 42

Lista de recuadros 55

Para continuar el estudio 56

 Actual idad 57

Homenaje

«La obra de Jean Grosjean»,por Pierre-Marie Beaude

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