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El inconsciente en Freud y Lacan, y los impasses del inconsciente en las neurociencias Capítulo 8 del libro "La autorización de sexo y otros ensayos"
"Lacan no es sin Freud. Pero la lectura del primero reordena la obra del segundo"
Escrito por la Dra. Silvia Amigo. Psicoanalista
Quien estableció el texto para editar oficialmente Los cuatro conceptos fundamentales del
psicoanálisis llamó a su primer capítulo “El inconsciente freudiano y el nuestro”.
Utilizando el pluralis majestatis, hacía decir a Lacan que su inconsciente no era ya el de
Freud. Comenzó así un debate, que se fue ahondando con el transcurrir de los años, sobre
las diferencias entre ambos Unbebusste: el del genio vienés, y el de su lector francés más
destacado, quizá su único lector en el sentido estricto del término. Sobre el final de su obra,
este ya consagrado maestro, jugando con múltiples equívocos, homofonías y
similcadencias, tituló su vigésimo cuarto seminario L’insu que sait de l’une-bévue s’aile à
mourre.
Desde entonces ya ha corrido un pequeño río de tinta sobre las diferencias entre Unbebusste
y L’une-bévue…, sobre las consecuencias en la clínica que aparejaba cada una de estas
nociones de inconsciente.
No ya pequeños sino caudalosos son en cambio los ríos de tinta que circulan en los medios científicos, referido a este debate entre psicoanalistas lacanianos, acerca de los decisivos
descubrimientos que llevan a cabo los neurocientíficos sobre las bases químicas de la “memoria”, que implica la depositación de la “experiencia” en las terminales sinápticas bajo diversas formas químicas e histológicas. En paralelo, o sea, sin tocarse entre sí, se
desarrollan ambos debates.
Trataremos en esta ocasión de intentar cernir qué es lo que proponen como inconsciente las
neurociencias apoyándonos en sus representantes más ilustres e inteligentes; y cómo Freud
se presta a cierta ambigüedad, permitiendo pensar que su inconsciente es confirmado y
“perfeccionado” por los hallazgos de las neurociencias. La sola lectura del fundador del
psicoanálisis no va a decidir por sí o por no esta disyuntiva. Para un lector que no haya
pasado por la relectura de Lacan, como veremos, no resultaría evidente por cuál opción
decidirse.
La consecuencia clínica de la noción neurocientífica de “inconsciente” es enorme, puesto
que implica, como también veremos más adelante, el entronizamiento, en el lugar del
psicoanálisis, de las terapias cognitivo conductuales o cognitivo comportamentales (las así
llamadas, por su sigla, TCC). Estas devienen servidoras de primera línea de la ilusión
totalizante del discurso de la ciencia y pretenden abolir el psicoanálisis como instrumento
perimido en la batalla terapéutica.
Es que, en efecto, Freud, según dijimos ya y desarrollaremos más adelante, permite deslizar
en ocasiones la idea de que el inconsciente podría no ser sino un reservorio de huellas
“neuronales” situadas en el sistema nervioso central –una idea fundamental para los
partidarios de las TCC–.
Lacan, en cambio, no permite ese margen de ambigüedad. Para él, el inconsciente es una
hiancia, una hendija real cernida por la letra, cuya función esencial es hacer del sujeto un
potencial “borrador” de huellas que ha dejado impreso el paso del Otro. Si bien ese Otro es
lógicamente anterior, y, por ende, condición de aparición del sujeto, este último halla su
propia existencia lógica en la sustracción de sí mismo que puede llevar a cabo, habiendo
incorporado el significante, del campo del Otro. Para ello el significante, incorporado por
identificación, tiene por función borrar la huella de ese Otro.
Para un lector de Lacan, entonces, no hay posibilidad alguna de creer que las neurociencias
confirman el descubrimiento freudiano. Lo que no debiera implicar, como sucede con
frecuencia, que los lacanianos demos la espalda a un debate crucial con estas. Si así lo
hiciéramos, las TCC seguirán su avanzada imperial (ya han triunfado ampliamente en el
mundo anglosajón) hasta hacer desaparecer de la escena cultural a escala planetaria un
discurso, el analítico, que no solo inaugura un lazo social inédito, sino que tiene el poder de
llevar adelante una cura hasta su fin dando la palabra a quien sufre.
Freud al inicio de su carrera. De investigador a clínico
Seguramente el lector conoce los avatares del descubrimiento freudiano del psicoanálisis.
Valdrá la pena en esta ocasión, así lo creemos, volver a comentar en qué circunstancias fue
llevado a cabo.
El joven Freud estudiaba medicina con cierta lentitud. Distraía gran parte de su tiempo en la
investigación de laboratorio en neurología, que lo apasionaba. Es en su época cuando
Ramón y Cajal junto con Golgi descubren la neurona, y comienzan a sospechar la conexión
sináptica que comunica una neurona con otra.
Pero Martha Bernays[1], su novia desde hacía años, comienza a exigirle que ponga fin a sus
estudios y se decida a casarse y establecerse. Freud entenderá las razones de Martha y
apresurará la finalización de sus estudios, recibiéndose de médico. Para solventar los gastos
de la familia, que se agranda con rapidez, abrirá un consultorio de neurología. Excelente
semiólogo, el maestro vienés descubre que el noventa por ciento de su clientela no padece
enfermedad neurológica orgánica alguna. Se encontrará frente a la situación de tener que
prescribir los baños termales o los viajes por mar usuales en la época (lo que repugnaba a
su honestidad clínica, puesto que jamás pensó que esas indicaciones otorgaran al paciente
otra cosa que la ocasión de huir de su escena conflictiva y quizás, por ello, mejorar) o
reconocer con franqueza que no contaba con elementos para enfrentar esos
abrumadoramente mayoritarios casos de histeria.
Buscando una verdadera herramienta curativa, se conecta con Joseph Breuer, quien había
forjado una teoría sobre la histeria, la de la histeria de retención. Esta sobrevendría luego de
un acontecimiento traumático que no hubiera podido ser pasible de abreacción por parte de
la enferma. Había encontrado también una terapéutica: recurriendo a la hipnosis, conseguía
llevar a la conciencia el recuerdo perturbador y lograba dar curso a la descarga
correspondiente, que había sido sofocada en ocasión del evento traumático. Con elegancia
matemática, los síntomas histéricos desaparecían, en medio de este trabajo, uno a uno.
Freud comienza a participar de los tratamientos en calidad de discípulo de Breuer. Pero la
ambición de Freud era grande, y lo llevó a buscar a la máxima autoridad en materia de
histeria e hipnosis.
Siempre concienzudo y curioso, resuelve estudiar con el mejor exponente de la
investigación sobre histeria, Jean-Martin Charcot. Este, neurólogo de sólido prestigio, había
decidido por primera vez en la historia arrancar a la histeria del rincón de la mala fama y de
la simulación en la que estaba confinada, dedicando una cátedra en la Salpêtrière a su
estudio “científico”. A pesar de su reciente matrimonio y de sus dificultades económicas, el
emprendedor Freud decide pasar una temporada en París para concurrir a las clases del
famoso maestro. Asiste maravillado a las sesiones públicas en que la histérica, hipnotizada,
relata una historia que relaciona su vida actual y pasada con su síntoma; luego, al escuchar
la voz de su médico, quien le ordena despertar del sueño hipnótico curada de su síntoma,
vuelve en sí curada.
El entusiasmo de Freud ante las hazañas de Charcot no es menor que su perplejidad. ¿Por qué, se pregunta, el prestigioso médico se limita a dar órdenes y consignas durante el trance
hipnótico? ¿Por qué desoye el relato de la historia que, en medio de ese sueño tan particular, la histérica desgrana? ¿Por qué en los pasillos del célebre nosocomio el
neurólogo consagrado admite frente a sus discípulos que en la etiología de la histeria está presente “toujours la chose génitale”, pero se niega tozudamente a darle a esta afirmación
un estatuto académico?
Un poco más adelante examinaremos uno de los artículos que Freud escribió, a modo de
reseña de investigación, a pedido de su entonces maestro. Por ahora seguiremos el hilo de
nuestras reflexiones sobre el inconsciente.
Freud vuelve a Viena persuadido de que la hipnosis le ha hecho saber, en especial, no sobre
un estado de conciencia distinto, que permite al paciente la suficiente docilidad como para
aceptar una orden de sanar, sino que durante la hipnosis se le ha revelado que el paciente
sabe más de lo que dice en vigilia. Vuelve convencido de que hay un saber no sabido,
activo en la formación de síntomas, actuante como corazón decisivo del sujeto que sufre.
Freud comienza a vislumbrar lo que va ser su noción de inconsciente. A la vez, a su regreso
se entera del modo peculiar en que ha culminado el tratamiento de una de las pacientes por
la que Breuer sentía mayor apego, Anna O. Sufriente de una gran histeria, Anna iba
realizando, bajo hipnosis, lo que ella dio en llamar chimney sweeping, la limpieza de
chimenea. A cada recuerdo no vaciado de afecto que ella recordaba durante la hipnosis,
bajo el influjo de Herr Doktor, lo descargaba hasta eliminarle el carácter histerógeno. La
esposa del médico comenzó a inquietarse bastante. Breuer, demasiado entusiasmado con la
joven, bella, inteligente y perturbada paciente, recibe un ultimátum: deberá dar por
finalizado el tratamiento. El médico, a quien no debió escapársele la penetrante intuición de
su mujer, anuncia a su paciente que se va de viaje y da por finalizada la cura. La hoy
conocida Bertha Pappenheim no se aviene dócilmente a esta interrupción. Arrecia con los
síntomas: esta vez será un embarazo histérico seguido de pseudociesis. Freud, el futuro
psicoanalista, deberá entrar en escena a continuar la cura, sacando las papas del fuego, allí
donde su maestro, el hipnotizador Breuer, deserta. Este episodio convencerá al maestro en
ciernes de la verdad de la aseveración désavouée de Charcot sobre la etiología sexual de la
problemática histérica y le ofrecerá la primera idea de la importancia de la “persona del
médico”, que más adelante se desarrollará como concepto de transferencia.
Freud rompe con Breuer y da nacimiento, al cortar amarras con la hipnosis, al psicoanálisis.
El proyecto de una psicología para neurólogos
Mientras todo esto ocurre, Freud se encuentra en medio de una relación epistolar con su
amigo Wilhelm Fliess, a quien considera un talento preclaro y al que va comunicando sus
descubrimientos. Tan importante y lleno de consecuencias resultó para Freud este
intercambio, que se le ha llegado a dar el estatuto de psicoanálisis personal llevado a cabo
de forma “originaria”.
Wilhelm Fliess
Una de estas comunicaciones, estos pedidos de lectura crítica, es su hoy célebre
Entwurf[2].
Consideremos el apartado crucial sobre la experiencia de satisfacción poniéndolo en
relación con el capítulo que le dedica al complejo del semejante. En esos apartados Freud
describe un circuito de memoria que se establecería en el bebé humano, nacido en profunda
indefensión, por la acción de socorro de su madre, sin cuyos cuidados su mera sobrevida
orgánica resultaría imposible. Esta Hilflösigheit del cachorro humano es señalada como la
fuente de la incidencia indeleble que ha de tener el Nebensmench sobre su retoño. Sin este
nacimiento prematuro no tendría lugar el larguísimo periodo de tiempo en que el auxiliador
“moldea” según su deseo el psiquismo de su hijo. Este psiquismo es inconsciente, término
que intentamos cernir.
Este deseo del Otro, vehiculizado en su palabra de amor, moldea también el mismísimo
córtex de quien tiene a cargo de crianza, es decir, terminando de armar y enriqueciendo el
complejo circuito de la plasticidad neuronal, incidiendo en la base material neurológica del
bebé. Pero esa red de circuitos químicos, que importa, y mucho, no es un inconsciente. Las
neurociencias tienden a confundir este sustrato material, sustancia extensa cartesiana, con la
base del inconsciente. Ambas cosas son verdaderas: por un lado, el hecho de que la
complejísima trama de terminales sinápticas depende de la intervención hablante de la
madre, quien a impulso de su palabra termina de formar la base material neurológica del
niño, es indubitable. Por otro, la palabra de la madre hace posible que pueda surgir y tomar
forma el inconsciente del bebé por otros mecanismos no registrables desde la neurología.
Como sea, el solo hecho de la influencia de la palabra materna da por tierra con la teoría
reduccionista genética, según la cual todo está escrito en el genoma. Lo epigenético, es
decir, el modo en que el Otro hace que se expresen o dejen de expresarse ciertos genes que
pueden permanecer silentes toda una vida, resulta de importancia crucial. A diferencia de
los biologistas puros, los psicoanalistas señalamos el deseo del Otro como efector
epigenético de importancia capital. Desde luego, esta constatación cancela la división sin
intersección entre sustancia pensante y sustancia extensa afirmada por Descartes[3]. La
sustancia pensante (palabra de amor de la madre) incide de manera determinante en la
extensa (córtex de su retoño).
Habiendo admitido esta función sobre el soma de la palabra del Otro, deberemos
preguntarnos si lo que llamamos inconsciente, el “nuestro”, reside en esas indudables
huellas somáticas que bajo el influjo de ese Otro edifican la complejidad del sustrato
neurológico. No lo creemos así, aun dando la debida importancia a la existencia de ese
sustrato y a su relación con el deseo y el amor del Otro. Luego ampliaremos este tema.
Volvamos entonces al Proyecto. Esta Entwurf es reclamada como pieza de demostración
tanto por los analistas, quienes todavía nos dejamos enseñar por ese escrito inaugural, como
por los neurocientíficos, que lo reivindican como anticipación genial de Freud de sus
descubrimientos.
Veamos qué hipótesis sobre el inconsciente nos permiten despejar estos apartados.
En el vaivén de cuidados entre el bebé y su auxiliador se establecerán tres tipos de
conjuntos de “neuronas” que guardarán para el bebé la “memoria” de su mítica primera
satisfacción. Hay que subrayar que el maestro había señalado que el auxiliador acude a
socorrer al niño porque interpreta su grito, su llanto, como llamado a su presencia, esto es,
como demanda.
Un grupo de memoria corresponde al estado de necesidad. Ya no se trata del estado de
necesidad en sí mismo, sino de la inscripción de ese estado. Otro, a la inscripción de la
acción específica, mereciendo esta inscripción la misma advertencia: no se trata de la
acción sino de su huella. Y por último, otro, a la inscripción del objeto que daría curso al
apagamiento de la necesidad. Esa primera vez, mítica, inicia una serie de repeticiones en las
que se da una secuencia que ha de merecer la reflexión de Freud.
Ante el próximo estado somático de necesidad se ha de activar la huella del primitivo
estado, por ejemplo, “hambre”. Como los tres grupos de “neuronas” fueron activados
conjuntamente la vez primera, pasando cantidad endógena por el circuito, estos quedan
“facilitados”. Entonces, ante la activación del recuerdo del estado de necesidad, se ha de
lanzar un pasaje de carga que recorra los tres puntos del circuito, que concluye en una
sobrecarga del grupo correspondiente al objeto, lanzándose la acción específica (por
ejemplo el chupeteo) sin que haya allí objeto alguno real. El bebé alucinaría así el objeto,
incluso en ausencia del pecho, y alucinando y satisfecho, moriría de hambre. La facilitación
entre estos tres grupos es llamada, por vez primera, Trieb, iniciándose una tendencia de
repetición del circuito que concluiría en la mencionada alucinación.
Este hallazgo alucinatorio del objeto es llamado por Freud “identidad de percepción”.
Es claro que para el mantenimiento de la vida no basta con alucinar un objeto. Es necesario
encontrar un objeto en la realidad que pueda saciar la necesidad. Freud se ve llevado a
interponer algo que frene la tendencia automática a la descarga y la alucinación. Propone
interponer, antes de la llegada a la huella del objeto, a un grupo de “neuronas”
permanentemente cargadas, complejo llamado Ich. Desviando la carga del circuito hacia
Ich se intentará un rodeo que intente buscar en la realidad un objeto cuyas características
coincidan lo suficiente con el objeto inscripto. Una vez encontrado un objeto, que solo
puede en parte coincidir con el ya anotado, se dará curso a la descarga y a una satisfacción
que ya conoce un importante quite, puesto que entretanto se ha resignado la identidad con
el objeto que se considera perdido. A este circuito intermediado por Ich lo llama Freud
“identidad de pensamiento”.
Ha de observarse que el pensamiento se lanza con la pérdida de objeto. Pensar implica
entonces haber dado por perdido al objeto. Y todo “encuentro” de objeto es solo un
reencuentro (wiedergefunden) que otorgará una satisfacción siempre necesariamente menor
que la esperada. Así, todo objeto que se invista en la realidad estará sobreestimado, por
atribuírsele las cualidades del objeto radicalmente perdido.
Por ello Freud divide la primera inscripción del objeto en una zona “a” que nunca va a ser
reencontrada, y una zona “b” pasible de ser reencontrada a través del examen de realidad,
explorada en medio de los molinos del pensamiento. A esa zona “a” la llamará das Ding, la
cosa perdida y jamás vuelta a hallar.
Nos permitimos repetir el pequeño esquema, visto en el capítulo 2, que pueda quizá ayudar
a aprehender este complejo circuito.
¿A qué debemos considerar aquí lo propiamente inconsciente?
Para las neurociencias, he aquí un acabado ejemplo de una sucesión de huellas químicas
enlazadas entre sí por sinapsis reforzadas por repetición de la experiencia. Para estas
ciencias, la crianza no sería más que una experiencia de condicionamiento simple al mismo
título que cualquier otro condicionamiento efectuado en un organismo provisto de sistema
nervioso. Contribuye a ello el hecho de que Freud hubiese usado explícitamente el
novísimo término “neurona” para indicar la unidad de inscripción. En efecto, la neurona, tal
como recordamos más arriba, acababa de descubrirse. En su obra escrita para ser editada, el
maestro jamás volvió a usar ese término. Se refirió de ahí en más a “representaciones”.
Un freudiano que no hubiera pasado por la lectura atenta de la lectura de Freud que llevó a
cabo durante más de treinta años Jacques Lacan vería reflejado allí un circuito inconsciente
donde lo esencial consistiría en el cúmulo de huellas mnésicas que constituirían lo
fundamental del inconsciente. Para este freudiano prelacaniano, el inconsciente sería en
esencia un depósito de huellas que nos condicionan.
Para Lacan[4], en cambio, lo que hace de este circuito un ejemplo cristalino de inconsciente
es la presencia, en el nudo del funcionamiento del sistema psíquico, de la ausencia de la
cosa. Esa falta, esa “extimia ausente”, ese carozo real, es la raíz que hace que, a su
alrededor, se teja el enjambre[5] de representantes del sujeto. Ese nódulo es aquel alrededor
del cual se escribe la instancia de la letra en el inconsciente. Letra hacia cuyas fronteras el
conjunto del tejido de “recuerdos” puede girar para decir algo y, sobre todo, para decir algo
nuevo, algo diferente de lo calculable y previsible por el Otro auxiliante. Ese nuevo decir
constituirá el significante nuevo, “menos tonto”, una l’une-bévue parida por el torbellino
que gira alrededor de esa hiancia. Es esa hiancia que torbellinea, pues, lo propiamente
inconsciente. De allí partirán las creaciones poiéticas del sujeto.
Como se puede observar, solo Lacan, o bien solo quien lea a Freud desde el corte que el
primero impusiera al segundo con su lectura, podría zanjar la cuestión de a quién da razón
Freud, si a las neurociencias o al psicoanálisis. Lacan no es sin Freud. Pero la lectura del
primero reordena la obra del segundo.
Podríamos citar aquí enorme cantidad de lugares, tanto de la primera como de la segunda
tópica, que permitirían la misma vacilación. Si así no lo hacemos, además de atenernos a la
economía de espacio, es porque básicamente nos toparíamos con las mismas conclusiones.
Permitámonos ahora algunos apuntes sobre una posible interlocución crítica del
psicoanálisis con las neurociencias.
La peculiar noción de “inconsciente” de las neurociencias
No está aquí el inconsciente. Sólo la memoria química.
El psicoanálisis obtiene gran provecho del frecuente diálogo entre el ambiente lacaniano y
los matemáticos, lógicos y filósofos que puedan aportar a sentar las bases de la
metamatemática. Sin embargo, este mutuo nutrirse al intercambiar ideas no es tan habitual
con las figuras más reconocidas y emblemáticas de las ciencias biológicas. Y esto, a pesar
de que en la actualidad, cuando despierta el siglo XXI, estas ciencias gravitan
inconfundiblemente sobre la subjetividad de la época constituyendo una amenaza inédita en
su magnitud: borrar al discurso analítico de todo el panorama cultural, al pretender reducir
todo lo determinado por el hombre a su genoma. Sin duda esta sería una gravosa pérdida,
ya que como hemos sostenido anteriormente, este discurso ha dado lugar a un nuevo
ligamen social y es el que promueve la cura analítica, de incomparable eficacia, basada en
primer lugar en dar al sujeto la palabra.
Ante este innegable peligro en ciernes, es de destacar cierta actitud más o menos indiferente
o despectiva de los psicoanalistas ante los grandes adelantos recientes de las neurociencias,
del estudio del genoma, su expresión y regulación, y del diagnóstico por imágenes del
sistema nervioso central y periférico.
Por otra parte, es un hecho que las afirmaciones tremebundas de algunos hombres de
ciencia ponen a los psicoanalistas a la defensiva y los apartan de una interlocución donde su
contribución sería muy valiosa.
Sidney Brenner[6] ha declarado, por ejemplo, que de poder disponer de la totalidad de la
secuencia del genoma del hombre y de una computadora con suficiente potencia…
alcanzaría a “calcular por entero al organismo humano”. Como sabemos, la secuencia ya ha
sido completada y estaría a su disposición… sin que se haya podido llevar a cabo ese
cálculo, y el público lector promedio acepta sin mayores cuestionamientos afirmaciones
como las de este autor.
El psicoanálisis está capacitado para afirmar que las declaraciones de Brenner no son
científicas. No crean sujeto en modo alguno –y en los términos del estatuto que Lacan diera
al sujeto que la ciencia crea para luego desentenderse de él: ni siquiera crean sujeto como
correlato antinómico–. Simultáneamente, desestiman toda otra posibilidad de determinación
para el organismo humano, sea celular, hormonal, química, metabólica o cultural.
Pero ignorar los indiscutibles progresos de la ciencia y alejarse del debate y el intercambio
con esta disminuye el crédito social, base imprescindible para que el psicoanálisis sea
tenido en cuenta y escuchado en la polis moderna; todo lo contrario de robustecer la
sustentación del discurso psicoanalítico por el consenso social.
Volviendo a Brenner, su afirmación, amén de no crear sujeto alguno, no tiene en cuenta que
ninguna computadora, por grande que sea su potencia, tendrá jamás la potencia subjetivante
del conjunto vacío, la poiesis del más uno-menos uno. El instrumento inerte computadora
carece de la posibilidad creadora dada por el error en la cuenta, la equivocidad; carece de
poiesis.
Eric Kandel, premio Nobel de Medicina 2000, otro gran nombre de las neurociencias,
podría refutar a Brenner además del analista. A nuestros fines presenta la ventaja tanto de
haberse psicoanalizado como formado en psicoanálisis –y como se verá más adelante, las
desventajas y problemas que esto acarrea–.
Eric Kandel
Kandel[7] se educó casi totalmente en los Estados Unidos. Allí se recibió de médico y
luego se especializó en psiquiatría y psicoanálisis. La familia había huido de su Austria
natal ante los crímenes nazis cuando él tenía ocho años. En sus comienzos como científico
buscaba determinar la localización en áreas cerebrales del ello, el yo y el superyó, y tenía
una cercana relación con el psicoanálisis –en su versión norteamericana, claro está–. En
esta etapa es que fue novio de Anna, la hija de Ernst Kriss.
Su interés viró entonces a su principal eje temático de investigación: el estudio de las bases
neuroquímicas de la memoria. Vale decir, se preguntaba qué cambios químicos eran
inducidos en la sinapsis al inscribirse la experiencia. Con valentía, en lo que hoy es un
clásico de la investigación pura, adoptó un modelo extremadamente sencillo, basado en un
molusco del género Aplysia, que posee un rudimentario sistema nervioso ganglionar.
Comprobó que se lograba una facilitación del reflejo de retracción de la branquia del
invertebrado al estimular en forma repetida su cola con electricidad, lo que se conoce como
condicionamiento simple. Las aplisias[8] condicionadas evidenciaban claramente una
especie de memoria. Al investigador le bastaba luego con rozar apenas la cola del caracol
con el dedo para que se contrajera su branquia; este estímulo no hubiera dado lugar a
ningún reflejo en un animal no condicionado previamente. Se había logrado establecer en la
aplisia una memoria por condicionamiento simple. La memoria desaparecía si se
discontinuaba la estimulación de condicionamiento.
En los años posteriores, llega a descubrir que la memoria se asocia inequívocamente a
cambios en la producción de neurotransmisores en la sinapsis neuronal al inscribirse la
experiencia. En un claro éxito de su modelo experimental, realizado sobre un invertebrado,
en las neuronas humanas se observa un proceso similar. El detalle de estos cambios supera
con amplitud las posibilidades de este texto. Al respecto recomendamos el libro más
conocido de este autor, En busca de la memoria, de cautivante lectura.
Establecida la base química de la memoria de corto plazo en la sinapsis neuronal, Kandel se
dedicará a investigar la diferencia entre la memoria de corto y largo plazo.
Y es precisamente en el estudio de la memoria de largo plazo cuando Kandel logra el
descubrimiento que le vale el premio Nobel. Comprueba que, para que este tipo de
memoria se establezca, es necesaria una estimulación más repetida y prolongada que en sus
experiencias anteriores, y que ante esta se libera desde la sinapsis una proteína que
llamamos reguladora, que viaja desde la terminal sináptica al núcleo de la neurona, donde
interactúa con el ADN. La reguladora acciona sobre determinados genes receptores y da
lugar a que otros genes, reguladores, hasta ese momento dormidos, mudos, “no
expresados”, se expresen, informando a los ribosomas de la terminal sináptica para que se
generen nuevas proteínas utilizadas en el crecimiento de múltiples terminales nuevas, que
permanecen de manera estable. Las nuevas proteínas se autorreproducen, de modo que se
obtienen siempre réplicas en la terminal sináptica en que se hallan. Esta autorreproducción
es característica de las proteínas llamadas priones, a las que se asemejan en forma
estructural. Las réplicas permiten multiplicar localmente las conexiones sinápticas, con lo
que se perpetúa la memoria.
En un esquema perfectamente establecido, el estímulo externo induce entonces un cambio
en la expresión de ciertos genes, a través de un “diálogo” entre la sinapsis y estos,
vehiculizado por una proteína originada en la terminal. Esta estimulación da lugar a
verdaderos y perdurables cambios anatómicos, ya que aumenta de manera estable el
número de terminales de conexión de esta terminal –la denominada plasticidad cerebral–.
De este proceso depende en principio la memoria de largo plazo.
Pero la cuestión es que el inconsciente del psicoanálisis no es un reservorio de huellas.
Y un interrogante central sería poder definir la naturaleza de este estímulo externo.
Tanto Pavlov como luego Kandel aceptan sin cuestionamientos la respuesta refleja creada
ante la estimulación repetida según el deseo del experimentador de los famosos perros de
aquel –Kandel se basó sin reservas en las experiencias del investigador ruso sobre el reflejo
condicionado– y el menos conocido molusco marino de este.
El científico experimentador a cargo es quien realiza aquí, según su opaco deseo, un
montaje significante: no es otra cosa en estos experimentos el “estímulo” que desencadena
el diálogo de la sinapsis con el núcleo de la célula, el que a su vez impondrá en la neurona
cambios perdurables.
Pues en la naturaleza no encontraremos jamás perros ulcerados por ninguna experiencia
parecida a este diseño experimental ni aplisias que espontáneamente desarrollen una
retracción rápida de su branquia ante un estímulo sutil. El experimentador introduce en lo
real una inducción significante, que es la causa material de los cambios neuronales, sustrato
de estos fenómenos. Podrá objetarse aquí que de ningún modo conforman una inducción
significante las descargas eléctricas sobre la cola del caracol. Pero por poco que se analice
la cuestión se llegará a la conclusión contraria: sin duda, la configuran. Un determinado
número de descargas de cierto voltaje aplicado con ritmo regular a un animalito no es algo
que se dé en la vida silvestre. Cálculos y especulaciones tales solo pueden haberse
originado en un ser pensante y deseante: el experimentador.
Lacan forjó al respecto un neologismo que sale precisamente al cruce de esta controversia:
moterialisme. Mot, la palabra, es la base material responsable de estas modificaciones
neurológicas, asiento de la memoria. El significante, la cosa pensante, es el que determina
la sustancia extensa neurológica. Así, se intrican y hacen nudo la res extensa y la pensante.
Destaquemos debidamente que otra causa material, el significante, debe añadirse con toda
relevancia en el terreno mismo de las ciencias biológicas a otros elementos y mecanismos
caracterizados como causas materiales del sistema nervioso central y periférico y sus
manifestaciones de todo tipo: la anatomía, fisiología, neuroquímica y genética, aunque bajo
la influencia del discurso totalizante de la ciencia, por lo general las ciencias biológicas
solo aceptarán como causa material a lo biológico-orgánico.
Es totalmente ajeno al psicoanálisis incurrir en un idealismo que aliente una corriente
oscurantista de oposición al avance de la ciencia. Recordarle a la ciencia que el significante
es también causa material no es enfrentarla sino enriquecerla, y eso perfectamente sucede
dentro de un rigor científico. En la palabra de amor de la madre a su retoño se vehiculiza el
significante que da forma al córtex del nuevo ser. El intrincado circuito de la plasticidad
cerebral no podría terminarse de armar sin esta palabra.
Sin embargo, cabe preguntarse en este momento si la complicada red introducida por la
palabra de amor en el sistema nervioso, evidenciada por la incontable multiplicación de
terminaciones nerviosas a que da lugar, correlato de grandes cambios neuroquímicos, nos
ofrecería una base para pensar el inconsciente.
Personalmente no creemos que sea así, además de destacar cuán importante es el hecho de
que el sistema nervioso sea completado en su construcción, en términos de una materialidad
innegable y mensurable, por el artífice deseo del Otro y su amor al criar. A este grado lo
referido solo acontece en el vástago humano. Un grado comparable de plasticidad neuronal
no se encuentra ni aun en sus parientes cercanos, los mamíferos superiores, aunque lo
descrito por Kandel sea prácticamente universal en la biología animal.
Terapias cognitivo conductuales: una nueva resistencia al psicoanálisis
Llegado este momento de nuestras reflexiones, los lectores tienen todo el derecho de
preguntarse y preguntarle a la ciencia por qué no recurrir, para remediar el sufrimiento
humano, a nuevos condicionamientos neuronales “más saludables”, “terapéuticos”
podríamos decir, que “modifiquen” nuestras huellas mnemo-químicas patológicas, aquellas
que nos hacen sufrir algún síntoma –como sea que entendamos el término–.
Y en efecto, se busca precisamente crear en el humano nuevos circuitos de conducta
condicionada, además de correcta y adaptada, por ejemplo en la terapia cognitivo-
conductual, reiteramos, fiel compañía y obediente servidora del discurso de ilusión
totalizante de las neurociencias.
Al respecto, dos incontrastables reparos, nada arbitrarios. En primer lugar, nuestro humano
aquejado de síntomas, como ser hablante, parlêtre, no es una mera aplisia más complicada,
o un perro algo más evolucionado que los de Pavlov. Ni pueden asimilarse los reflejos de
estos animales obtenidos en experimentos al síntoma que somos capaces de crear en
respuesta a la inducción significante de quien nos cría.
Aquellos organismos experimentales de Pavlov y Kandel no pueden responder mediante un
síntoma, con poesía y lógica, al avance del Otro sobre ellos. Y no poseen inconsciente,
claro está.
Un condicionamiento experimental induce una serie de cambios neuronales. ¿Puede
considerarse el conjunto de las huellas neuroquímicas producidas como un inconsciente? Si
así fuera, nuestras sufridas víctimas, la aplisia y el perro pavloviano, se habrían dotado de
un inconsciente con todo derecho.
Pero esto tal vez sea muy esquemático. Cabe preguntar de nuevo, con amplitud, si la aplisia
y el perro experimentales “educados” o “condicionados” poseen un inconsciente, por
rudimentario que sea.
François Ansermet
A la par del difundido libro de Kandel, figura como pieza clave para la comprensión del
complejo sustrato orgánico de la “memoria” neuronal A cada cual su cerebro…, de
François Ansermet (médico psiquiatra y psicoanalista suizo) y Pierre Magistretti[9] (doctor
en biología de la misma nacionalidad), obra que recomendamos. Aunque disentimos con
los autores cuando sugieren el concepto de inconsciente como reservorio neuronal de
huellas de experiencias. De atenernos a él, concluiríamos que la aplisia o el perro entrenado
tendrían un inconsciente de la misma denominación que el humano.
Pierre Magistretti
En los hechos, la situación para el humano, el parlêtre, es totalmente otra, dado que puede
hablar, a diferencia de cualquier otro animal.
Debemos imaginar a un perro de Pavlov parlante con novedosas respuestas a la
experimentación. Habiendo padecido el condicionamiento, al escuchar la campanilla
llamándolo a la entrega de alimento, tal vez se le ocurriría interrogar al científico sobre el
número de toques y otros detalles. ¿Por qué diez toques de campanilla y no cinco? ¿Por qué
no se ha recurrido a otro tipo de estimulación, por ejemplo, una viva luz? Claro, se
requeriría que este animalito hubiera “padecido” pasivamente el lenguaje y además deseara
y pudiera hablar. Podría sencillamente preguntarle al experimentador qué se espera de él
como sujeto de experimentación. Imaginemos al gran Kandel siendo interrogado por una
humilde aplisia. ¿Por qué la somete a descargas eléctricas reiteradas? En la realidad, estos
imaginarios aplisia y perro parlantes deberían apartar el condicionamiento de la huella y al
borrarla, encontrar un espacio subjetivo para poder ellos mismos poner el significante en
juego al interrogar al experimentador. Sólo así podrían indagar sobre el deseo del científico
adiestrador.
Pero si de realidad se trata, por más que se los adiestre, no pueden y jamás van a hablar.
Solo puede realizar la interrogación del Otro un ser pensante y hablante al que el
pensamiento le ha dado un cuerpo, no una mera extensión. Insistiremos en que el acto de
interrogar conlleva hacerse independiente de la huella –aunque se la tenga en cuenta– que
ha marcado el Otro, el científico experimentador. O bien la madre, el Nebensmench por
excelencia, si transpolamos íntegramente este cuadro a la situación de advenimiento
subjetivo.
Para poder interrogar el deseo de quien pretende condicionar, se crea entonces un hiato, un
desasimiento posible de las huellas –paradójicamente posible solo si el Otro se ha dedicado
a inscribirlas–. Esta operación inconsciente con toda propiedad es la que en adelante hará
que sea el borramiento de la huella practicado por el significante incorporado a cargo del
propio parlante, el que represente al sujeto que necesariamente se aparta del
condicionamiento del Otro.
Un sujeto aparece en lo real en virtud del significante, al borrar las huellas[10] dejadas a su
paso por el Otro. A tal fin el significante debe incorporarse por identificación, tomándolo
del lugar donde, como es lógico, se encuentra primero el Otro. Al ser identificado desde el
lugar del Otro, la identificación tornará al significante en el representante del sujeto que
emerge del borramiento mismo.
El sujeto paradójicamente tanto comandado por esta instancia literal en el inconsciente
como comandándola se asienta en el lugar de la pérdida de la cosa, tal como se ha señalado
en el esquema al inicio de este capítulo, y ante los enigmas de la existencia puede
hipotéticamente producir una respuesta propia, novedosa –que es muchas veces al mismo
tiempo un síntoma–.
El ser parlante se encuentra entonces sometido a las huellas de su historia, pero en su
condición paradojal deviene sujeto al hacérsele posible borrar las huellas del Otro.
Del borramiento de la huella y la nueva inscripción que realiza el sujeto que surge de este
mismo borramiento depende entonces el nacimiento de un sujeto en lo real. No podemos
por lo tanto estar de acuerdo con la idea de que el inconsciente está dado por el conjunto de
huellas impresas en las terminales sinápticas del sistema nervioso.
En el ejercicio del lenguaje, el parlêtre opera un giro en más que solo puede caracterizar
debidamente el psicoanálisis: utilizará o borrará según la posición que adopte como sujeto
las huellas marcadas por el otro al “condicionar” la palabra, hábitat emblemático de lo
humano.
El nódulo mismo del inconsciente es creado al poderse borrar la huella y no ser ya una
marioneta del oscuro deseo del Otro condicionante. La raíz real del inconsciente estará dada
por ese lugar vacío tras el borramiento. Si esta raíz faltara, no existiría inconsciente, sino un
mero reservorio de los productos de cambios químicos.
El inconsciente tal como lo plantea Freud permite cierta amplitud, un libre juego que puede
haber hecho pensar a Kandel, Ansermet o Magistretti, en total buena fe, que habían hallado
por fin el Santo Grial de su asiento neuroquímico.
Lacan traza en cambio un corte neto con toda posibilidad de confusión entre ciencias
biológicas y psicoanálisis cuando subraya al inconsciente como hiancia. A pesar de que
apostamos al hecho de que, de estar hoy con vida, no dejaría de llevar adelante una lectura
de estos autores y una crítica interlocución. Si se nos permite insistir en el tema, este corte
neto no debiera implicar que el psicoanálisis ignore deliberadamente los sensacionales
progresos de aquellas ni las variadas controversias que se agitan en el imaginario del
público culto-informado promedio de nuestro tiempo.
El inconsciente es un cero creador, un vacío de huella, de representación, capaz de
complicadas invenciones que no están al alcance de nuestra aplisia ni del sufrido perro
pavloviano. No estamos colonizados en un cien por ciento por aquel que nos piensa, a
diferencia de estos seres.
Y son los síntomas las más notorias creaciones que brotan de este agujero central, “como el
hongo de su micelio”[11]. Imposible pretender borrarlos, hacerlos desaparecer, situándolos
como anomalías del sistema nervioso. El inicio de la subjetividad está dado en el punto de
borramiento de la huella del paso del Otro, incestuoso si se quiere.
El Otro no nos piensa por entero, si bien nos determina y deja huellas. Si hemos realizado
las identificaciones al campo del Otro, contamos respecto de sus huellas con un estrecho
pero eficaz margen de libertad poiética.
Es precisamente en el sustraerse a la huella del “pisoteo de elefante del capricho del
Otro”[12], aun del más amable y tierno, que se basa el núcleo del humano.
Traeremos a colación aquí la formidable intervención que llevó a cabo Lacan sobre la
conjunción de ser y pensamiento en su cogito. Allí donde Descartes afirma la cópula de ser
y pensamiento, Lacan propone la interpretación analítica que a esa cópula la niega como
posible y la prohíbe en Nombre-del-Padre. Por ende, o no pienso, o no soy. De donde:
Allí donde pienso (borrando la huella), ya no soy un autómata del Otro.
Allí donde no pienso, soy el objeto, autómata, del Otro.
Freud y Charcot: la cuestión de la causa
Volvamos ahora a la experiencia del intercambio entre Freud y Charcot.
Freud, a pedido de Charcot, quien había sido su maestro, deberá describir las diferencias
entre las parálisis orgánicas y las parálisis histéricas. Así lo hace, publicando en 1893 su
Estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas[13].
Cuando elabore su tesis sobre las etiologías de ambas, va a contradecir las hipótesis que
sobre ellas había vertido el propio maestro francés. Como se puede constatar, Freud no
retrocedía ante los personajes de prestigio cuando una convicción lo animaba.
En principio divide las parálisis orgánicas en:
1- Parálisis espinales o periféricas, dependientes del daño de la neurona motora de la
médula espinal. Estas son detalladas, bien localizadas, y alteran el trofismo y la reactividad
eléctrica de los músculos afectados.
2- Parálisis cerebrales o centrales. Dependen estas del daño (por causas diversas) de las
neuronas motoras corticales. Estas parálisis son masivas, afectan grandes zonas musculares
y no producen alteraciones tróficas o eléctricas de los músculos afectados (por ejemplo, la
hemiplejía por accidente cerebro vascular o las parálisis cerebrales por accidentes de parto).
Se trata de parálisis de representación de un área cerebral.
Solo un gran neurólogo podría llevar a cabo una descripción inteligente y lúcida como la
que lleva adelante Freud.
Las parálisis orgánicas muestran cómo no puede moverse un músculo o grupo muscular por
destrucción de uno de los grupos de las neuronas en que descansaba la “memoria” química
del circuito nervioso que comandaba esa motricidad.
"Une leçon clinique à la Salpêtrière"
de Pierre Aristide André Brouillet
Para las parálisis histéricas Charcot proponía, como causa material, también un daño
cerebral (las colocaba entonces como parálisis cerebrales o de representación), tratándose
en esos casos de un daño funcional o dinámico. Es decir, no comprobable como lesión
visible por la autopsia.
Freud contradice a su maestro (como antes mencionamos, en esa época, dado el inmenso
prestigio de Charcot, esto revela una valentía sin igual) al afirmar que esas parálisis no
dependían de una lesión cerebral funcional, sino que descansaban en una causa
sorprendente: el uso del lenguaje vulgar para nombrar los órganos.
Por ejemplo, una parálisis histérica de un miembro superior afecta a un “antebrazo” o a una
“mano”. Si se tratara de parálisis orgánicas periféricas, debería estar afectada la metámera
medular que comanda las zonas radial o cubital de ese miembro, y no el conjunto habitual
al que llamamos corrientemente “mano” o “brazo”. En el caso de una parálisis cortical una
amplia zona, que debería incluir la cintura escapular, representada en el hemisferio cortical
correspondiente, tendría que estar masivamente afectada. Lo mismo vale para una parálisis
histérica de los miembros inferiores, o los dolores en las piernas. Recuérdese aquí la
perplejidad de Freud ante el examen neurológico de las piernas dolorosas e inestables de
Isabel de R. Estos síntomas eran rebeldes a dejarse clasificar bajo cualquier cuadro
neurológico orgánico, dependiendo de los sintagmas cristalizados “las cosas no se
sostienen” o “mis asuntos no andan” y no de trayectos nerviosos periféricos o de lesiones
corticales anatómicas o funcionales[14].
Para estos síntomas tan extraños no entran en juego entonces trayectos nerviosos periféricos
ni neuronas corticales que comanden el uso de los miembros, sino el uso vulgar, el manejo
discursivo corriente y su correspondiente reflejo imaginario, de la zona afectada.
Ahora bien, esto implica que, si estas zonas corticales están intactas, la “memoria” química,
neuronal, permanece intacta. ¿Cómo es que esa misma memoria en que descansa la acción
deje de comandar, y no de manera decidida por la voluntad del paciente, la motricidad de la
zona en cuestión?
Lejos de ser un sujeto, entonces, aquello determinado por la huella química, la cosa resulta
radicalmente distinta. Es el sujeto (ese que Lacan, como hemos mencionado, llama
“correlato antinómico” de la ciencia) quien logra operar de modo tal que la huella química
deje momentáneamente de tener el comando motor, tal como afirmamos más arriba.
Lacan lo dice en términos efectivos y bellamente poéticos: para que aparezca un sujeto en
lo real, lejos de ser la huella del Otro la pieza maestra del juego, debe haberse producido el
borramiento de la huella que comandaba una acción. El sujeto inhibe la acción de la huella
que comanda el movimiento.
El psicoanálisis no se limita a afirmar que no solo no hay daño alguno neuronal alguno,
sino que propone algo verdaderamente revolucionario para el estado de la ciencia de la
época de Freud, y cuya atenta lectura puede ejercer hoy, ante el estado actual del avance de
las ciencias de la vida, una verdadera ocasión de reflexión.
Es claro que estamos parasitados por el Otro, quien vehiculiza en forma singular y jamás
anónima (de ahí la importancia del trabajo analítico sobre la historia infantil) el lenguaje. Y
estamos dispuestos a aceptar que ese Otro nos deja huellas. Y aun a admitir cuánto esas
huellas determinan nuestra conducta, nuestro estado tímico, nuestros sueños diurnos y
nocturnos.
Pero si hemos logrado ser sujetos neuróticos, si no estamos reducidos a ser una aplisia o un
perro de Pavlov, es que hemos logrado, incorporando el significante, ese que produce la
pérdida de la cosa en el centro del aparato psíquico, “desmarcarnos” de toda orden neuronal
para dirigir nosotros mismos una respuesta novedosa.
Solo que, hélas, esa respuesta asume por lo general la forma de un molesto síntoma. Es por
la vía de la creación de síntomas que devenimos sujetos del inconsciente y ya no meros
autómatas a control remoto de quien nos condicionó.
Volvamos ahora al estudio comparativo de Freud.
Reconsideremos las parálisis histéricas, o los dolores, la astasia-abasia, de Isabel de R.
Estas formaciones de síntomas estaban, descubre Freud maravillado, destinadas a dar una
resolución a un conflicto que la paciente no podía, de otra forma, resolver. En principio no
es exagerado afirmar que esas parálisis, esos dolores, esa astasia-abasia constituyen un
decir del sujeto, un decir que no al comando de una huella.
Resulta que el miembro afectado por la parálisis histérica estaba asociado, las más de las
veces, a un uso sexual incestuoso. Recordemos a Isabel de R. una vez más: usar sus piernas
para sostener amorosamente (y, secretamente, de forma sensual) la pierna edematizada del
padre, o para correr al encuentro de su cuñado de pronto accesible dada su viudez, “¡¡eso
no!!”. El sujeto, ese del que la ciencia nada quiere saber porque arruina la “elegancia
matemática” de, por ejemplo, la neurología, y sobre el que opera el psicoanálisis, hace
barrera o Nombre del Padre munido del significante, que borra la huella que hubiera
comandado una acción sexual teñida de incesto. Ese decir que no al comando de la huella
es articulado de modo princeps por la formación de síntomas.
La noción de inconsciente determina qué noción de cura manejemos
Para encarar el tratamiento de esos síntomas, creaciones del sujeto que paradojalmente lo
hacen a la vez existir como tal y al mismo tiempo le ocasionan un padecimiento, y que lo
llevan a consulta, resultará determinante cuál noción de inconsciente manejemos. Si
consideráramos al inconsciente un mero conjunto de memoria química de los sucesos
acaecidos durante la infancia y el resto de nuestra vida, tendría sentido proponer, tal como
lo hace Eric Kandel, al tomar partido explícito por las terapias cognitivo conductuales, la
creación de un nuevo circuito de huellas (también químicas) obtenidas mediante un
condicionamiento particular, llevado a cabo por un terapeuta especialmente entrenado para
crear nuevos circuitos neuronales donde se deposite, como se dijo, información más
“adaptada”, más “sana”, cambiando por condicionamiento las huellas que producían la
anomalía sintomática por otras mejores, más performantes. Como este investigador (tal
como otros de su misma corriente) es muy sagaz, no se le escapa que el medio para obtener
estas nuevas “inscripciones” es básicamente la palabra. Entonces, a estas terapias se las
suele llamar terapias cognitivo conductuales, y también condicionamientos
neurolingüísticos. He aquí la base de sustentación en que se apoyan estos científicos para
proponer el recambio de un instrumento “gastado” y demodé, el psicoanálisis, por esta
novísima herramienta terapéutica. Curiosamente piensan que estos nuevos
condicionamientos llevarían un corto lapso de adquisición, con lo cual estos tratamientos
serían, además de performantes, cortos. A esta corta duración contribuiría el uso
concomitante de los psicofármacos de última generación, que actúan acumulando
neurorreceptores en las terminales sinápticas o inhibiendo su depositación en esa hendija
crucial entre una neurona y otra.
¿Qué opinión le merecería este estado de cosas, dominante ya en gran parte del planeta, a
un psicoanalista freudiano que no hubiera recibido la luz rasante de la lectura de Lacan?
Para un freudiano de este estilo, la prioridad de un psicoanálisis pasaría por “cegar las
lagunas mnésicas”, esto es, llevar a cabo el recorrido del total de las huellas de las
experiencias infantiles y adolescentes que hubieran sido reprimidas a causa de ser
desagradables a la censura por su carácter sexual. Como se ve, al menos para este
psicoanálisis no se habría perdido la noción central de sexualidad. Solo que esta noción,
aunque no limitara su extensión a la genitalidad, no sabría tender el puente crucial entre la
hendija del sexo y la falta radical de la cosa producida por la incorporación del
significante.
El síntoma, en esta perspectiva, es teorizado como formación de compromiso entre una
moción incestuosa y un límite a su satisfacción. Es decir que, para un freudiano, queda
claro que en el síntoma se halla una barrera al incesto, o sea, una entrada en la civilización.
Aun así, y contando con la enorme ventaja que otorga esta formalización, la marcha del
análisis iría en el sentido de disolver el síntoma.
Cobijado en estos parámetros, el psicoanálisis permanecería muy en peligro de parecer una
herramienta menos efectiva que la que proponen los neurocientíficos. De hecho, el diálogo
de la IPA con las neurociencias se ha establecido ya de forma explícita, borrándose
progresivamente, en esta asociación internacional, la frontera entre psicoanálisis y TCC.
La lectura que lleva a cabo Lacan, corriendo el fiel de la frágil balanza que apuntáramos,
solo para dar un ejemplo, al comentar la Entwurf, desde una noción acumulativa de
inconsciente como depósito de información hacia una noción radicalmente anclada en lo
real de la falta de la cosa como nódulo, va a concluir con otra orientación para la clínica.
La traducción del aforismo freudiano Wo es war, soll Ich werden por “donde ello era, debo
yo advenir” da la medida del salto y el corte que propone la lectura de Lacan. Donde ello
era, es decir, donde me pensaba el Otro, debo yo advenir, borrando, a la vez, la huella de mi
paso por el Otro y la de las profundas marcas que el pesado capricho del Otro ha impreso
en mí. Desde ese hiato creado por la borradura de la huella puede el sujeto parir l’une
bévue. Es esta lectura la que permite pensar al inconsciente no solo como saber, sino
esencialmente como producción. Esa continua producción es parida por el agujero que hace
torbellino a su alrededor con el enjambre de saber que lo rodea[15].
Pero esto no significa, como se escucha afirmar a menudo en medios lacanianos, que deje
de tener importancia la reconstrucción de la historia y, por ende, de la neurosis infantil.
Sigue esta reconstrucción siendo crucial, dado que el agujero en que asienta el sujeto del
inconsciente va a producir su creación sintomática utilizando el material de enjambre
provisto por esa historia.
Decíamos más arriba que la creación por antonomasia de la hiancia en que asienta el sujeto
del inconsciente es el síntoma. En consecuencia, un psicoanálisis no puede siquiera pensar
en borrarlo de un plumazo, dado que esa formación guarda en su trama las letras del
Nombre-del-Padre.
En el curso de la cura, transferencia mediante, el analista ocupará el lugar de la hiancia
misma del inconsciente, formando parte de su concepto. Desde ese lugar, la escucha y
construcción de la historia permitirán desgranar, del interior de la nutrida trama del
síntoma, las hebras del Nombre-del-Padre. Una vez extraídas, el sujeto estará en
condiciones de identificarse a su síntoma.
El fin de un análisis que conduzca un analista que maneje la noción de inconsciente como
hiancia no podría entonces pasar por la abolición del síntoma ni por identificación alguna a
cualquiera de las instancias psíquicas del analista. Por el contrario, este fin va al encuentro
del sinthome como traza mínima del Nombre-del-Padre. Estabilizado el sinthome, del nudo
real del inconsciente caerá, será eyectado el propio analista “como representante de la
representación del objeto a”[16].
¿Por qué tener en cuenta y, en la medida de lo posible, estar al tanto de los fabulosos
adelantos que se operan en el territorio de las ciencias de la vida? En principio porque, de
seguir el ejemplo de nuestros maestros, quienes se mantenían al tanto de cada paso dado
por la ciencia de su época, seguir los pasos de avance de estas ciencias resulta un must.
Además los hallazgos son revolucionarios, aun cuando las conclusiones sobre el fin del
psicoanálisis formen parte de un proyecto forclusivo que atenta contra la emergencia del
sujeto y su radical singularidad. Este proyecto no podría ser imputado a los científicos, sino
al discurso de ilusión totalizante de las ciencias, que no es lo mismo.
Además son estas ciencias las que disputan con el psicoanálisis el mismo objeto: el sujeto,
al que el psicoanálisis lacaniano sigue demostrando dependiente de la división que le
produce la extracción del objeto a. A ese mismo sujeto el discurso de ilusión totalizante de
la ciencia pretende condicionarlo para que, indiviso y partícipe de una suerte de “mundo
feliz”, a la Huxley[17], sea dócil instrumento de una global “felicidad” acrítica.
Llevar adelante esta interlocución nos parece imprescindible en este momento crucial de la
cultura.
Dado que el psicoanálisis opera sobre el mismo sujeto que el que la ciencia crea para luego
desestimarlo, los psicoanalistas haremos del psicoanálisis el tratamiento de lo que resulta
intratable por las ciencias, el sujeto mismo[18].
Esta noción de sujeto fue introducida por Jacques Lacan, en ese inconsciente que su editor
denomina “el nuestro” y cuya puesta en acto en análisis lleva al sujeto, hacia el fin del
análisis, a lograr identificarse a su sinthome, su singularidad radical, desde donde deseará y
podrá hacer lazo social, pero desde donde se restará necesariamente de cualquier designio
de masas.
Notas
[1] Puede seguirse el interesantísimo curso de estos acontecimientos en Vida y obra de Sigmund Freud, de Ernest Jones, Hormé, Buenos Aires, 1981, sobre todo el primer
volumen.
[2] Freud, Sigmund. Proyecto de una psicología para neurólogos. Obras Completas. Biblioteca Nueva, Madrid, 1972. Parte 1.
[3] Véase en relación con esta posición de Descartes, que Lacan consideró forclusiva en su seminario L’étique de la Psychanalyse, el interesantísimo libro de Antonio Damasio,
L’erreur de Descartes: la raison des émotions, Odile Jacob, París, 2001.
[4] Lacan, Jacques. Seminario N° 7, L’etique de la Psychanalyse. Seuil, París, 1986. Es sobre todo en este seminario donde Lacan examina la Entwurf y ofrece su lectura de la falta
de la cosa como hiancia fundante del sujeto del inconsciente. Más tarde retomará esta
noción de hiancia como solidaria a la noción de inconsciente en, por ejemplo, su seminario N° 11, Les quatre concepts fondamentaux de la Psychanalyse, Seuil, París, 1973, cuyo
primer capítulo es llamado por su editor, Jacques Alain Miller, “El inconsciente freudiano y el nuestro”.
[5] Jacques Lacan denomina essaim, enjambre, a la red significante de significantes unarios (es un en francés, homófono a essaim) que rodeando a ese hiato real producen como
secreción otro unario, novedoso.
[6] Sydney Brenner, en Genes and developement: Molecular and logical themes, según E. Fox Keller en Le siècle du gène, Gallimard, París, 2003.
[7] Kandel, Eric. En busca de la memoria. Katz, Buenos Aires, 2007. Es uno de esos libros que deben leerse por completo, pero estrictamente en cuanto al tema de la interacción
sinapsis-genes en la memoria de largo plazo, ver apartado tres, en particular capítulos 15 al 19.
[8] Aplysia, nombre científico del género con unas 40 especies; aplisia, nombre vulgar de este caracol o babosa marino, también: liebre de mar.
[9] Ansermet, François, y Magistretti, Pierre. A cada cual su cerebro. Plasticidad neuronal e inconsciente. Katz, Buenos Aires, 2006.
[10] En cuanto a la trascendencia del borramiento de la huella, recomendamos la lectura de la teorización clave de Lacan en el seminario N° 9, La identificación. Al final de su obra,
en el seminario N° 24, L’insu que sait de l’une-bévue s’aile à mourre, vuelve a insistir en la importancia decisiva de este borramiento.
[11] Freud, Sigmund. La interpretación de los sueños. Biblioteca Nueva, Madrid, 1996.
[12] Lacan, Jacques. Subvertion du sujet et dialectique du désir dans l’inconscient freudien. Écrits. Seuil. París, 1966.
[13] Freud, Sigmund. Estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas. Tomo N° 1. Amorrortu, Buenos Aires, 1993.
[14] Freud, Sigmund. Estudios sobre la histeria. Ibíd. nota Nº 2.
[15] Lacan, Jacques. Seminario N° 22, R.S.I., Inédito. En sus últimas clases, el autor propone esta idea de que el torbellino generado en el lugar del agujero “escupe” una nueva
nominación, que está a cargo del sujeto.
[16] Lacan, Jacques, L’étourdit. Scilicet N° 4, Seuil, París, 1973.
[17] Huxley, Aldous: Un mundo feliz. Hyspamerica, Buenos Aires, 1968.
[18] Así lo afirma, y coincidimos con ello, Héctor Yankelevich en el libro de próxima aparición de la editorial de la EFBA, Lacan y los científicos.