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Manglano Castellary Jose Pedro - Orar Con Teresa de Lisieux

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Sinopsis ibro del sacerdote manglano

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José Pedro Manglano Castellary

ORAR CON TERESA DE LISIEUX

m Morgan Software

© 2006 Morgan Software para la Edición Electrónica formato PDF.

Este libro pertenece a una biblioteca circulante. No puede venderse, arrendarse ni ser impreso.

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5ª edición

Corregida y aumentada

DESCLÉE DE BROUWER

José Pedro Manglano Castellary

e-mail: [email protected]

www.manglano.org

© EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A. 2001

Henao, 6 - 48009 Bilbao

www.desclee.com

[email protected]

1ª edición: octubre 1997

2ª edición: marzo 1998

3ª edición: noviembre 1998

4ª edición: diciembre 1999

5ª edición: marzo 2001

ISBN: 84-330-1252-5

Depósito Legal: Bi-574/01

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A Dios sí se lo puede conocer. Dios vive. En la vida de muchas personas podemos encontrar la presencia y la acción de Dios.

Es una suerte poder entrar y pasearse en la interioridad de una persona santa. Y Teresita de Lisieux, ahora doctora de la Iglesia, nos mete con gran sencillez en su intimidad.

En las siguientes páginas recogemos textos, escritos por ella, en los que abre su corazón con la intención de llevar a cabo la “misión de hacer amar a Dios como yo le amo”, como ella misma escribe (Carta 17).

Los textos están tomados de sus obras completas. Teresa de Lisieux escribe tres manuscritos (A, B y C) autobiográficos, contando la historia de su alma. Además escribe poesías, Oraciones y más de 250 cartas. Las que convivieron con ella durante su enfermedad, recogieron por escríto las Últimas conversaciones. Los textos correspondientes a sus tres manuscritos y a las oraciones tienen la referencia concreta, con el fin de que se pueda contextualizar el texto si se quiere. Los demás provienen de sus cartas y de las últimas conversaciones. Ponemos entre corchetes las palabras o frases que hemos añadido con el fin de facilitar la comprensión de los textos.

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BREVE BIOGRAFÍA

Dos de Enero de 1873: Luis y Celia Martín, tienen el noveno de sus hijos, Teresa. Cua-tro de ellos han muerto siendo todavía muy pe-queños.

Nacen y viven en Alecon. Luis, su padre, es una persona buena y piadosa. Su profesión es la de relojero y joyero artesano. Su madre, Celia, hace trabajos de encaje. El agotamiento físico consume su vida prematuramente y muere tras grandes sufrimientos el 28 de agosto de 1877, a la edad de cuarenta y cinco años. Teresa tiene, entonces, tres años.

Sus cuatro hermanas mayores, María, Paulina, Leonia y Celina cuidan de la pequeña Teresa. Aunque la mayor, María, cuenta con diecisiete años, su padre decide trasladarse a Lisieux, con el fin de que sus hijas estén más cerca de su tía, la señora Guerin. En Lisieux pasará Teresa más de diez años.

Pequeña todavía, siente una clara vocación por entrar en el Carmelo, e ingresa en éste, a los quince años.

Teresa muere a los veinticuatro años, el 1 de octubre de 1897, tras varios años de padecer la dolorosa enfermedad de la tuberculosis. Los últimos años vive una oscuridad espiritual, unas pruebas de fe muy grandes, junto con unos sufrimientos físicos, provocados por su enfermedad, muy agudos. Pasa un verdadero martirio.

En esta última época de su vida lleva a cabo el encargo de exponer por escrito su “doctrina”: esas páginas recogen los recuerdos de su vida: las luchas, alegrías, gracias y pruebas... confidencias que nos llegan de su propia mano.

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¡Cómo ama Jesús!

Reconozco que, sin El, habría podido caer tan bajo como santa María Magda-lena, y las profundas palabras de Nuestro Señor a Simón resuenan con gran dulzura en mi alma... Lo sé muy bien: “Al que poco se perdona, poco se ama”. Pero sé también que mi Jesús me ha perdonado mucho más que a santa María Magdalena, pues me ha perdonado por adelantado, impidiéndome caer.

(Ms A Fol. 38v°)

Supongamos que el hijo de un doctor muy competente encuentra en su ca-mino una piedra que le hace caer, y que en la caída se rompe un miembro. Su padre acude enseguida, lo levanta con amor y cura sus heridas, valiéndose para ello de todos los recursos de su ciencia; y pronto su hijo, completamente curado, le demuestra su gratitud. ¡Qué duda cabe de que a ese hijo le sobran motivos para amar a su padre!

Pero voy a hacer otra suposición. El padre, sabiendo que en el camino de su hijo hay una piedra, se apresura a ir antes que él y la retira (sin que nadie lo vea). Ciertamente que el hijo, objeto de la ternura previsora de su padre, si desconoce la desgracia de que su padre lo ha librado, no le manifestará su gratitud y le amará menos que si lo hubiese curado... Pero si llega a saber el peligro del que acaba de librarse, ¿no lo amará todavía mucho más?

Pues bien, yo soy esa hija, objeto del amor previsor de un Padre que no ha enviado a su Verbo a rescatar a los justos sino a los pecadores. El quiere que yo le ame porque me ha perdonado, no mucho, sino todo. No ha esperado a que yo le ame mucho, como Santa María Magdalena, sino que ha querido que yo sepa hasta qué

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punto Él me ha amado a mi, con un amor de admirable prevención, para que ahora yo le ame a El ¡con locura!

(Ms A Fol. 38v°)

Nunca había oído decir que las faltas pudiesen no desagradar a Dios. Esta seguridad me colmó de alegría y me hizo soportar pacientemente el destierro de la vida...

En el fondo de mi corazón estaba convencida de que era así, pues Dios es más tierno que una madre.

De hecho, ¿no estáis vos, Madre mía querida, siempre dispuesta a perdonarme las pequeñas indelicadezas de que os hago objeto involuntariamente?... ¡Cuántas y qué dulces pruebas tengo de ello!... Ningún reproche me conmovería tanto como una sola de vuestras caricias. Soy de un carácter tal, que el temor me echa para atrás, mientras que el amor, no sólo me hace correr, sino volar...

(Ms A Fol. 81r°)

Jesús se complace en mostrarme el único camino que conduce a esa hoguera divina. Este camino es el abandono del niñito que se duerme sin miedo en brazos de su padre... “El que sea pequeñito, que venga a mí”, dijo el Espíritu Santo por boca de Salomón. Y ese mismo espíritu de amor dijo también que “a los pequeños se le compadece y perdona”. Y, en su nombre, el profeta Isaías nos revela que en el último día “el Señor apacentará como un pastor a su rebaño, reunirá a los corderitos y los estrechará contra su pecho”.

Y como si no bastaran todas estas promesas, el mismo profeta, hundiendo su inspirado mirar en las profundidades eternas, exclama en nombre del Señor: «A la manera que una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo a vosotros. Os llevaré en mi regazo y os acariciaré sobre mis rodillas».

¡Oh, madrina querida! Después de semejante lenguaje, no queda más que callar, que llorar de agradecimiento y de amor...

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¡Ah! Si todas las almas débiles e imperfectas sintieran lo que siente la más pequeña de todas las almas, el alma de vuestra Teresita, ni una sola perdería la esperanza de llegar a la cumbre de la montaña del amor, pues Jesús no pide grandes obras, sino solamente abandono y agradecimiento, puesto que dijo en el salmo XLIX: No necesito de los machos cabríos de vuestros rebaños, porque todas las bestias del bosque y los miles de animales que pastan en las colinas me pertenecen. Conozco todas las aves de las montañas... Si tuviese hambre, no os lo diría a vosotros, pues la tierra entera, con todo lo que contiene, es mía. ¿Es que tengo que comer la carne de los toros y beber la sangre de los machos cabríos?... INMOLAD a DIOS SACRIFICIOS de ALABANZA y de ACCION DE GRACIAS.»

He aquí todo lo que Jesús exige de nosotros. No tiene necesidad alguna de nuestras obras, sino solamente de nuestro amor. Porque ese mismo Dios que declara no tener necesidad de decirnos si tiene hambre, no valiera en mendigar un poco de agua de la samaritana. Tenía sed... Pero al decir: «dadme de beber», era el amor de su pobre criatura lo que el Creador del universo reclamaba. Tenía sed de amor...

(Ms A Fol. 1v°)

La primera vez que Jesús se sirvió de su pincelillo fue hacia el 8 de diciembre de 1892. Siempre recordaré aquella época como un tiempo lleno de gracias. Voy a confiaros, Madre mía querida, los dulces recuerdos que de él guardo.

Cundo tuve la dicha de entrar en el Carmelo, a los quince años, encontré en el noviciado a una compañera que había ingresado algunos meses antes.

Era ocho años mayor que yo; pero su carácter infantil borraba la diferencia de los años, y pronto pudisteis comprobar con agrado, Madre mía, que vuestras dos pequeñas postulantes se entendían a las mil maravillas y se hacían inseparables.

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Para favorecer este afecto naciente, que os parecía que había de dar buenos frutos, nos permitisteis tener juntas, de vez en cuando, algunas pláticas espirituales.

Mi queridita compañera me encantaba por su inocencia, por su carácter expansivo. Pero por otra parte, yo quedaba asombrada al ver cuán diferente era el afecto que ella os tenía del que os tenía yo. Había, además, en su conducta para con las hermanas muchas cosas que yo hubiera deseado ver corregidas...

Dios me hizo comprender por entonces que hay almas a las que su misericordia no se cansa de esperar, a las que no da su luz sino por grados. Por eso, me guardaba muy bien de adelantar la hora de Dios, y esperaba pacientemente a que Jesús tuviese a bien hacerla llegar.

(Ms C Fol. 20 v°)

¡Qué hermosa es nuestra religión! En vez de encoger nuestro corazones –como cree el mundo–, los eleva y los hace capaces de amar: de amar con un amor casi infinito, ya que está llamado a continuar después de esta vida mortal, que no se nos ha dado sino para alcanzar la patria del cielo, donde volveremos a encontrar a los seres queridos a los que hemos amado en la tierra. Pero también experimenté otra cosa, y es que muchas veces Dios se conforma con nuestra voluntad. El lo pide todo, y si le negamos la más mínima cosa, nos ama demasiado para forzarnos; pero cuando nuestra voluntad se ajusta a la suya, cuando ve que sólo le buscamos a él, entonces se comporta con nosotras como se comportó en otro tiempo con Abraham...

Sí, fue una verdadera locura venir a buscar a los pobres corazoncitos de los mortales para convertirlos en su trono. Él, el Rey de la gloria, que se sienta sobre los querubines. Él, cuya presencia no pueden contener los cielos... Nuestro Amado tenía que estar loco para venir a la tierra a buscar a los pecadores para hacer de ellos sus amigos, sus íntimos, sus semejantes. ¡Él, que era perfectamente feliz

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con las otras dos personas de la Trinidad, dignas de adoración...! Nosotras no podremos nunca hacer por él las locuras que él hizo por nosotras, y nuestras acciones no merecerán nunca ese nombre, porque no son sino hechos muy razonables y muy por debajo de lo que nuestro amor quisiera realizar. Es, pues, el mundo el insensato, pues ignora lo que Jesús hizo por salvarlo; es él el acaparador que seduce a las almas y las lleva a fuentes sin agua...

Te aseguro que Dios es mucho mejor de lo que piensas. El se conforma con una mirada, con un suspiro de amor... Y creo que la perfección es algo muy fácil de practicar, pues he comprendido que lo único que hay que hacer es ganar a Jesús por el corazón... Fíjate en un niñito que acaba de disgustar a su madre montando en cólera o desobedeciéndola. Si se mete en un rincón con aire enfurruñado y grita por miedo a ser castigado, lo más seguro es que su mamá no le perdonara su falta; pero si va a tenderle sus bracitos sonriendo y diciéndole: "Dame un beso, no lo volveré a hacer", ¿no lo estrechará su madre tiernamente contra su corazón, y olvidará sus travesuras infantiles...? Sin embargo, ella sabe muy bien que su pequeño volverá a las andadas en la primera ocasión; pero no importa: si vuelve a ganarla otra vez por el corazón, nunca será castigado...

[Poco antes de su muerte, dice a su hermana mayor:] Alguien podría creer que si tengo una confianza tan grande en Dios es porque no he pecado. Madre mía, di muy claramente que, aunque hubiera cometido todos los crímenes posibles, seguiría teniendo la misma confianza; sé que toda esa multitud de ofensas sería como una gota de agua arrojada en una hoguera encendida.

(Ultimas conversaciones 1I VII)

Quisiera tratar de hacerte comprender con una comparación muy sencilla cómo ama Jesús a las almas que confían en él, aun cuando sean imperfectas. Supongamos que un padre tiene dos hijos traviesos y desobedientes, y que, al ir a castigarlos, ve que uno de ellos se echa a temblar y se aleja de él aterrorizado, llevando en el corazón el sentimiento de que merece ser castigado; y que su hermano, por el

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contrario, se arroja en los brazos de su padre diciendo que lamenta haberlo disgustado, que lo quiere y que, para demostrár-selo, será bueno en adelante. Si, además, este hijo pide a su padre que lo castigue con un beso, yo no creo que el corazón de ese padre afortunado pueda resistirse a la confianza filial de su hijo, cuya sinceridad y amor conoce. Sin embargo, no ignora que su hijo volverá a caer más de una vez en las mismas faltas, pero está dispuesto a perdonarle siempre si su hijo le vuelve a ganar una y otra vez por el corazón... Sobre el primer hijo, no te digo nada, usted mismo comprenderá si su padre podrá amarle tanto y tratarle con la misma indulgencia que al otro...

La excusa que tengo es que soy una niña, y los niños no piensan en el alcance de sus palabras. Sin embargo, sus padres, cuando ocupan un trono y poseen inmensos tesoros, no dudan en satisfacer los deseos de esos pequeñajos a los que aman tanto como a sí mismos; por complacerles, hacen locuras y hasta se vuelven débiles...

(Ms B Fol. 4r°)

A mí me ha dado su misericordia infinita, ¡y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas!... Entonces todas las perfecciones de Dios se me presentan radiantes de amor. Hasta la justicia (y tal vez ella más que ninguna otra) me parece revestida de amor. . .

¡Qué alegría más dulce pensar que Dios es justo, es decir, que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza! ¿De qué, pues, tendría yo miedo?

¡Ah! El Dios infinitamente justo que se dignó perdonar con tanta bondad todos los pecados del hijo pródigo, ¿no se mostrará también justo para conmigo que estoy siempre a su lado»?...

(Ms A Fol. 83r°)

Sin embargo, lo que tal vez ella ignora es el amor que Jesús le tiene, un amor que le pide todo. Nada hay imposible para él, y no

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quiere poner límite alguno a la santidad de su lirio. ¡Su límite es no tenerlos...! [carta de Teresa de Lisieux a una hermana, en la que habla sobre lo que Dios está diciéndole dentro de su alma].

(Carta 83 Fol. v°)

Sí, estoy segura de que, aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría, con el corazón roto de arrepentimiento, a echarme en brazos de Jesús, pues sé cómo ama al hijo pródigo que vuelve a él.

(Ms C Fol. 36v°)

"Al Corazón de Dios le entristecen más las mil pequeñas indelicadezas de sus amigos que las faltas, incluso graves, que cometen las personas del mundo". Pero yo pienso que eso es sólo cuando los suyos, sin darse cuenta de sus continuas indelicadezas, hacen de ellas una costumbre y no le piden perdón. Sólo entonces Jesús puede decir aquellas palabras conmovedoras que la Iglesia pone en nuestra boca durante la semana santa: "Esas llagas que veis en mis manos son las que me hicieron en casa de mis amigos". Pero cuando sus amigos, después de cada indelicadeza, vienen a pedirle perdón echándose en sus brazos, Jesús se estremece de alegría y dice a los ángeles lo que el padre del hijo pródigo dijo a sus criados: "Sacad enseguida el mejor traje, y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y hagamos una fiesta".

Esto es lo que yo pienso acerca de la justicia de Dios. Mi camino es todo él de confianza y de amor, y no comprendo a las almas que tienen miedo de tan tierno amigo. A veces, cuando leo ciertos tratados espirituales en los que la perfección se presenta rodeada de mil estorbos y mil trabas y circundada de una multitud de ilusiones, mi pobre espíritu se fatiga muy pronto, cierro el docto libro que me quiebra la cabeza y me diseca el corazón y tomo en mis manos la Sagrada Escritura. Entonces todo me parece luminoso, una sola palabra abre a mi alma horizontes infinitos, la perfección me parece

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fácil: veo que basta con reconocer la propia nada y abandonarse como un niño en los brazos de Dios.

(Carta 226)

"Su rostro estaba como escondido"... Hoy también lo sigue estando, pues ¿quién comprende las lágrimas de Jesús...? Hagamos de nuestro corazón un pequeño sagrario donde Jesús pueda refugiarse. Así, él se verá consolado y olvidará lo que nosotros no podemos olvidar: "la ingratitud de las almas que lo abandonan en un sagrario desierto..."

Me siento muy contenta de irme pronto al cielo. Pero cuando pienso en aquellas palabras del Señor: «Traigo conmigo mi salario, para pagar a cada uno según sus obras», me digo a mí mismo que en mi caso Dios va a verse en un gran apuro: ¡Yo no tengo obras! Así que no podrá pagarme «según mis obras»... Pues bien, me pagará «según las suyas...»

¡Ah ! Me doy cuenta, más que nunca, de que Jesús está sediento. Entre los discípulos del mundo sólo halla ingratos e indiferentes, y entre los discípulos suyos encuentra, ¡ay!, pocos corazones que se entreguen a él sin reserva, que comprendan toda la ternura de su amor infinito.

Hermana querida, ¡dichosas nosotras que comprendemos los íntimos secretos de nuestro Esposo!

El Señor es tan bueno conmigo, que no puedo tenerle miedo. Siempre me ha dado lo que deseaba, o, mejor dicho, me ha hecho desear lo que quería darme”.

(Ms C Fol. 31r°)

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La vida, una historia de amor

Un día Leonia, creyéndose ya demasiado mayor para jugar a las muñecas, vino a nuestro encuentro con una cesta llena de vestiditos y de pequeños retazos para hacer más. Encima de todo venía acostada una muñeca. “Tomad hemanitas –nos dijo–, escoged, os lo doy todo para vosotras”. Celina largó la mano y cogió un mazo de orlas de colores que le gustaba. Tras un momento de reflexión, yo largué a mi vez la mano, diciendo: “Yo lo escojo todo”, y cogí la cesta sin más ceremonias. A los testigos de la escena la cosa les pareció muy justa, y ni a la misma Celina se le ocurrió quejarse.

Este insignificante episodio de mi infancia es el resultado de toda mi vida. Más tarde, cuando se ofreció ante mis ojos el horizonte de la perfección, comprendí que para ser santa había que sufrir mucho, buscar siempre lo más perfecto y olvidarse de sí misma. Comprendí que en la perfección hay muchos grados, y que cada alma era libre de responder a las invitaciones del Señor y de hacer poco o mucho por él, en una palabra, de escoger entre los sacrificios que él nos pide. Entonces, como en los días de mi niñez, exclamé: “Dios mío, yo lo escojo todo. No quiero ser santa a medias, no me asusta sufrir por ti, solo me asusta una cosa: conservar mi voluntad. Tómala, ¡pues yo escojo todo lo que tu quieres...!”.

(Ms A Fol. 10v°)

El amor de Jesús hacia ti sólo Jesús puede comprenderlo... Jesús ha hecho locuras por ti... Que tu hagas locuras por Jesús... El amor sólo con amor se paga y las heridas de amor sólo con amor se curan.

(Carta 85 Fol. v°)

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Aprovechémonos de esa predilección de Jesús que en tan pocos años nos ha enseñado tantas cosas, no descuidemos nada que pueda agradarle... Dejémonos dorar por el sol de su amor..., ese sol abrasador..., ¡consumámonos de amor...!

(Carta 89 Fol. 1v°)

Por entonces recibí una gracia que siempre he considerado como una de las más grandes de mi vida, pues en aquella edad no recibía las ilustraciones divinas de que ahora me veo inundada. Se me ocurrió pensar que había nacido para la gloria, y buscando el modo de alcanzarla, Dios me inspiró los sentimientos que acabo de escribir. Me hizo comprender también que mi gloria quedaría oculta a los ojos de los mortales, que consistiría ¡¡¡en llegar a ser una gran santa!!!...

Este deseo podría parecer temerario, si se tiene en cuenta lo débil e imperfecta que yo era, y lo soy todavía después de siete años pasados en religión. No obstante, sigo sintiendo la misma confianza audaz de llegar a ser una gran santa, pues no me apoyo en mis méritos, no tengo ninguno, sino en aquel que es la Virtud, la Santidad misma. Él solo, contentándose con mis débiles esfuerzos, me elevará hasta sí, y, cubriéndome con sus méritos infinitos, me hará santa.

(Ms A Fol. 32r°)

¡Qué dulce recuerdo el de mi primera confesión...! ¡Con cuanto esmero me preparaste, Madre querida, diciéndome que no iba a decir mis pecados a un hombre sino a Dios! Estaba profundamente convencida de ello, por lo que me confesé con gran espíritu de fe, y hasta te pregunté si no tendría que decir al Sr. Ducellier que lo amaba con todo el corazón, ya que era a Dios a quien le iba a hablar en su persona...

(Ms A Fol. 16v°)

La Sabiduría tiene mucha razón cuando dice: “El hechizo de las bagatelas del mundo seduce hasta a las mentes sin malicia”. A los

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diez años, el corazón se deja fácilmente deslumbrar. Por eso considero como una gracia muy grande el no haberme quedado en Alençon. Los amigos que teníamos allí eran demasiado mundanos y compaginaban demasiado las alegrías de la tierra con el servicio de Dios. No pensaban lo bastante en la muerte, y sin embargo la muerte ha venido a visitar a un gran número de personas a las que yo conocí, ¡¡¡jóvenes, ricas y felices!!! Me gusta volver con el pensamiento a los lugares encantadores donde vivieron, preguntarme dónde están, qué les queda hoy de los castillos y los parques donde las vi disfrutar de las comodidades de la vida... Y veo que todo es vanidad y aflicción de espíritu bajo el sol..., y que el único bien que vale la pena es amar a Dios con todo el corazón.

(Ms A Fol. 33r°)

¡Ah, qué dulce fue el primer beso de Jesús a mi alma!...

Fue un beso de amor, me sentía amada, y decía a mi vez: Os amo, me entrego a vos para siempre.»

No hubo ni peticiones, ni luchas, ni sacrificios. Desde hacía mucho tiempo Jesús y la pobre Teresita se habían mirado y se habían comprendido... Aquel día no era ya una mirada, sino una fusión. Ya no eran dos. Teresa había desaparecido, como la gota de agua que se pierde en el seno del océano. Sólo quedaba Jesús, él era el dueño, el Rey.

¿No le había pedido Teresa que le quitase su libertad, porque su libertad le daba miedo? ¡Tan débil, tan frágil se sentía, que deseaba unirse para siempre a la fuerza divina!...

Era demasiado grande su alegría, demasiado profunda para poder contenerla. Deliciosas lágrimas la inundaron pronto, con gran asombro de sus compañeras, que más tarde se decían unas a otras: «¿Por qué ha llorado? ¿Había algo que le disgustaba?... –¿No sería más bien, por no ver junto a sí a su madre, o a su hermana la carmelita, a quien tanto ama?» No comprendían que viniendo a mi corazón toda la alegría del cielo, este corazón desterrado no podía soportarla sin derramar lágrimas...

(Ms A Fol. 35r°)

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Un mes después, aproximadamente, de mi primera comunión, por la fiesta de la Ascensión, fui a confesarme, y me atreví a pedir permiso para comulgar. Contra toda esperanza, el señor abad me lo concedió, y tuve la dicha de arrodillarme a la Sagrada Mesa entre papá y María. ¡Qué dulce recuerdo he conservado de esta segunda visita de Jesús! De nuevo corrieron las lágrimas con inefable dulzura; me repetía a mí misma sin cesar estas palabras de san Pablo: «¡Ya no vivo yo, es Jesús el que vive en mí!...»

– A partir de esta comunión, mi deseo de recibir a Dios se hizo cada vez mayor. Obtuve permiso para comulgar en todas las fiestas principales.

(Ms A Fol. 36v°)

Poco después de mi primera comunión, entré de nuevo en retiro para mi confirmación. Me había preparado muy cuidadosamente para recibir la visita del Espíritu Santo. No comprendía cómo fuese posible dejar de poner gran cuidado en la recepción de este sacramento de amor.

Ordinariamente, para la confirmación sólo se hacía un día de retiro; pero no habiendo podido llegar Monseñor para el día seña-lado, tuve el consuelo de pasar dos días en soledad.

Para distraernos, nuestra profesora nos llevó a Monte Casino, y pude coger allí a manos llenas margaritas gigantes para la fiesta del Corpus.

¡Ah, qué gozo sentía mi alma! A imitación de los apóstoles, esperaba con alegría la visita del Espíritu Santo... Me hacía dichosa el pensar que muy en breve iba a ser una cristiana perfecta, y, sobre todo, que conservaría por toda la eternidad sobre mi frente la cruz misteriosa que el obispo marca al administrar el Sacramento...

Por fin, llegó el venturoso momento. No fue un viento impetuoso lo que sentí al descender el Espíritu Santo, sino más bien aquella brisa ligera cuyo murmullo escuchó el profeta Elías en el monte Horeb...

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Aquel día recibí fortaleza para sufrir, ya que bien pronto iba a comenzar el martirio de mi alma...

(Ms A Fol. 37r°)

Nadie se ocupaba de mí. Por eso, subía a la tribuna de la capilla, y allí permanecía delante del Santísimo Sacramento hasta que papá iba a buscarme. Este era mi único consuelo. ¿No era, acaso, Jesús mi único amigo?... No sabía hablar con nadie más que con él. Las conversaciones con las criaturas, aun las conversaciones piadosas, me ponían cansancio en el alma... Estaba segura de que era preferible hablar con Dios a hablar de Dios, ¡pues es mucho el amor propio que se mezcla en las conversaciones espirituales!...

¡Ah, sólo por la Santísima Virgen iba yo a la Abadía!...

A veces me sentía sola, muy sola. Como en los días de mi vida de pensionista, cuando me paseaba triste y enferma por el gran patio, yo repetía estas palabras, que hacían renacer siempre la paz y la fuerza en mi corazón: «¡La vida es tu navío y no tu morada!»

Cuando era pequeñita, estas palabras me devolvían el ánimo. Todavía ahora, a pesar de los años, que tantas impresiones de la piedad infantil borran, la imagen del navío tiene para mi alma un encanto especial, y la ayuda a soportar el destierro... ¿No dice también la Sabiduría que «la vida es como un bajel que hiende las olas agitadas, y no deja tras de sí huella alguna de su rápido paso»?...

(Ms A Fol. 41r°)

Todas las grandes verdades de la religión y los misterios de la eternidad sumergían mi alma en una felicidad que no era de esta tierra... Vislumbraba ya lo que Dios tenía reservado para los que le aman (pero no con los ojos del cuerpo sino con los del corazón). Y viendo que las recompensas eternas no guardan la menor proporción con los insignificantes sacrificios de la vida, quería amar, amar

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apasionadamente a Jesús y darle mil muestras de amor mientras pudiese...

(Ms A Fol. 48r°)

Ya lo dijo Jesús: “al que tiene se le dará, y tendrá de sobra”. Por una gracia acogida con fidelidad, me otorgaba cantidad de gracias nuevas.

(Ms A Fol. 48v°)

Pero Aquel cuyo corazón vela mientras él duerme me hizo comprender que él obra auténticos milagros y cambia las montañas de lugar en favor de quienes tienen una fe como un grano de mostaza, pero que con sus íntimos, con su Madre, él no hace milagros hasta haber probado su fe. ¿No dejó morir a Lázaro, a pesar de que Marta y María le habían hecho saber que estaba enfermo...? Y en las bodas de Caná, cuan-do la Virgen le pidió que ayudara a sus anfitriones, ¿no le contestó que todavía no había llegado su hora...? Pero después de la prueba, ¡qué recompensa! ¡El agua se convierte en vino...! ¡Lázaro resucita...!

(Ms A Fol. 68r°)

¡Qué delicadeza la de Jesús! En atención a los deseos de su prometida, el día de mi entrada en el Carmelo, Jesús me regalaba nieve. Tal y como yo le había pedido... ¡Nieve! ¿Qué mortal por poderoso que sea, puede hacer caer nieve del cielo para hechizar a su amada...?

(Ms A Fol. 73r°)

También me sentía muy dichosa de tocar los vasos sagrados, de preparar los corporales destinados a recibir a Jesús. Me daba cuenta de que tenía que ser muy fervorosa, y recordaba con frecuencia estas

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palabras dirigidas a un santo diácono: «sé santo, tú, que tocas los vasos del Señor. »

(Ms A Fol. 80r°)

No puedo decir que haya recibido con frecuencia consuelos durante mis acciones de gracias; tal vez haya sido éste el momento en que menos los he tenido... Esto me parece muy natural, puesto que me he ofrecido a Jesús, no como el que desea recibir su visita para consolación propia. sino, por el contrario, para complacer al que se entrega a mí.

(Ms A Fol. 80r°)

Me imagino a mi alma como un terreno libre, y pido a la Santísima Virgen que quite de él los escombros que pudieran impedirle ser libre. Luego le suplico que levante ella misma una amplia tienda digna del cielo, que la adorne con sus propios aderezos. Después invito a todos los santos y ángeles a que vengan a dar un magnífico concierto. Creo que cuando Jesús baja a mi corazón, está contento al verse tan bien recibido, y yo también estoy contenta...

Nada de esto impide, sin embargo, que las distracciones y el sueño vengan a visitarme. Pero cuando salgo de la acción de gracias, viendo lo mal que la he hecho, tomo la resolución de permanecer todo el día en una continua acción de gracias...

Ya veis, Madre mía querida, que estoy muy lejos de ser llevada por el camino del temor. Sé encontrar siempre el modo de estar alegre y de sacar provecho de mis miserias.

(Ms A Fol. 80r°)

Ya no puedo pedir nada con ardor, excepto el cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios sobre mi alma, sin que las criaturas puedan ponerle obstáculos. Puedo repetir estas palabras del cántico espiritual de nuestro Padre san Juan de la Cruz:

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«En la interior bodega

de mi Amado bebí, y cuando salía

por toda aquella vega

ya cosa no sabía,

y el ganado perdí que antes seguía...

Mi alma se ha empleado,

y todo mi caudal, en su servicio.

Ya no guardo ganado

ni ya tengo otro oficio,

que ¡sólo en AMAR es mi ejercicio!...

O bien, estas otras:

«Hace tal obra el AMOR,

después que le conocí,

que, si hay bien o mal en mí,

todo lo hace de un sabor,

y el alma transforma en SI».

¡Oh, Madre mía querida, qué dulce es el camino del amor! Ciertamente, se puede caer, se pueden cometer infidelidades, pero el amor, haciéndolo todo de un sabor, bien pronto consume todo lo que puede disgustar a Jesús, no dejando más que una humilde y profunda paz en el fondo del corazón...

(Ms A Fol. 83r°)

Hermanita querida, no seas una chiquilla triste pensando que no te comprenden, que te juzgan mal, que te olvidan, sino ríete de todo el mundo procurando actuar como las demás, es decir, olvidándote de todo lo que no es Jesús y olvidándote a ti misma por su amor...

Hermanita querida, no me digas que eso es difícil. Si te hablo así, la culpa es tuya: me has dicho que amas mucho a Jesús, y al alma que ama nada le parece imposible...

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(Carta 251 Fol. v°)

Usted, Madre, sabe bien que yo siempre he deseado ser santa. Pero, ¡ay!, cuando me comparo con los santos siempre constato que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cumbre se pierde en el cielo y el oscuro grano que los caminantes pisan al andar. Pero en vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no puede inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad”.

(Ms C Fol. 3r°)

No, no hay que apegarse a nada en la tierra, ni siquiera a las cosas más inocentes, pues nos faltan en el momento en que menos se piensa. Sólo lo que es eterno puede llenarnos.

(Cta 42 Fol. 2v°)

Pero creo que las tribulaciones ayudan mucho a despegarse de la tierra y nos hacen mirar mas allá de este mundo. Aquí abajo nada puede llenarnos, sólo podemos gustar un poco de reposo cuando estamos dispuestos a cumplir la voluntad de Dios.

(Carta 43 B Fol. 1v°)

Jesús te pide todo, todo, todo, como se lo puede pedir a los más grandes santos.

(Carta 57 Fol. 2v°)

¡Si supieras qué indiferente quiero ser con las cosas de la tierra! ¿Qué me importan todas las bellezas creadas? Sería desdichada poseyéndolas, ¡estaría tan vacío mi corazón...! Es increíble lo grande que me parece mi corazón cuando contemplo todos los tesoros de la tierra, pues veo claro que todos juntos no podrían llenarlo; ¡pero qué

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pequeño me parece cuando contemplo a Jesús...! ¡Quisiera amarle tanto...! ¡Amarlo como nunca lo ha amado nadie...! Mi único deseo es hacer siempre la voluntad de Jesús, enjugar las lágrimas que le hacen derramar los pecadores...!

(Carta 74 Fol. 2v°)

Dice San Francisco de Sales: “cuando el fuego del amor anida en un corazón, todos los muebles vuelan por las ventanas”. ¡No, no dejemos nada..., nada en nuestro corazón, más que a Jesús...!

(Carta 89 Fol. 1v°)

¡Si supieras...! La santidad no consiste en decir cosas hermosas, ni consiste siquiera en pensarlas o en sentirlas... Consiste en sufrir, y en sufrir toda clase de sufrimientos: “la santidad hay que conquistarla a punta de espada!

(Carta 89 Fol. 2v°)

Hagamos de nuestra vida un sacrificio continuado, un martirio de amor, para consolar a Jesús. El no quiere más que una mirada, un suspiro, ¡pero una mirada y un suspiro que sean sólo para él...! Que todos los instantes de nuestra vida sean sólo para él.

(Carta 96 Fol. 2v°)

¡Aprovechémonos, aprovechémonos sus más breves momentos, hagamos como los avaros, vivamos celosas de los más pequeños detalles por el amado...!

(Carta 101 Fol. 2r°)

¿Cuál de las dos Teresas será más fervorosa...? La que sea más humil-de, la que esté más unida a Jesús, la que sea más fiel en hacer

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todo por amor... Recemos la una por la otra para que seamos igual de fieles las dos... Robémosle a Jesús el corazón con una mirada de nuestros ojos, es decir, con la cosa más grande y con la más pequeña. No le neguemos el más pequeño sacrificio. Recoger un alfiler por amor puede convertir a un alma. ¡Qué gran misterio...! Sólo Jesús puede dar un valor tan grande a nuestras acciones. Amémosle, pues, con todas nuestras fuerzas...

(Carta 164 Fol. 2r°)

Dice una de sus hermanas: Un día me hizo prometer que sería santa. Me preguntó si hacía progresos, y yo le contesté: Te prometo ser santa cuando tú te hayas ido al cielo. Teresa me dijo lo siguiente:

No, no esperes hasta entonces –me contestó–. Comienza ahora mismo. El mes que precedió a mi entrada en el Carmelo se me ha quedado grabado como un dulce recuerdo. Al principio, me decía a mí misma, como tú ahora: “Seré santa cuando esté en el Carmelo; mientras tanto, no pienso molestarme”. Pero Dios me hizo ver el valor del tiempo, e hice todo lo contrario de lo que pensaba. Quise prepararme para entrar, siendo muy fiel. Y fue ése uno de los meses más hermosos de mi vida.

Créeme, nunca esperes a mañana para ser santa.

(Ult conversaciones VII)

En una ocasión tuve un sueño. Se me aparecía la Venerable Ana de Jesús, la fundadora del Carmelo en Francia. Se me acercó, y al verme tan tiernamente amada, me atrevía a pronunciar estas palabras: “madre, te lo ruego, dime si Dios me dejará todavía mucho tiempo en la tierra... ¿Vendrá pronto a buscarme...?” Sonriendo con ternura, la santa murmuró: “Sí, pronto, pronto... Te lo prome- to”. “Madre, añadí, dime si Dios no me pide tal vez algo más que mis pobres acciones y mis deseos. ¿Está contento de mí?” El rostro de la santa asumió una expresión incomparablemente más tierna que la primera vez que me habló. Su mirada y sus caricias eran ya la más dulce de

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las respuestas. Sin embargo, me dijo: “Dios no te pide ninguna otra cosa. Está contento, ¡muy contento...!

(Ms B Fol. 2v°)

¿Cómo puede aspirar un alma tan imperfecta como la mía a poseer la plenitud del Amor...?

¡Oh, Jesús, mi primer y único amigo, el único a quién yo amo!, dime qué misterio es éste. ¿Por qué no reservas estas aspiraciones tan inmensas para las almas grandes, para las águilas que se ciernen en las alturas...? Yo me considero un débil pajarito cubierto únicamente por un ligero plumón. Yo no soy un águila, sólo tengo de águila los ojos y el corazón, pues a pesar de mi extrema pequeñez, me atrevo a mirar fijamente al Sol divino, al Sol del Amor, y mi corazón siente en sí todas las aspiraciones del águila...

El pajarillo quisiera volar hacia ese Sol brillante que encandila sus ojos; quisiera imitar a sus hermanas las águilas, a las que ve elevarse hacia el foco divino de la Santísima Trinidad... Pero, ¡ay!, lo más que puede hacer es alzar sus alitas, ¡pero eso de volar no está en su modesto poder!

¿Qué será de él? ¿Morirá de pena al verse tan impotente...? No, no, el pajarillo ni siquiera se desconsolará. Con audaz abandono, quiere seguir con la mirada fija en su divino Sol. Nada podrá asustarlo, ni el viento ni la lluvia. Y si oscuras nubes llegaran a ocultarle el Astro del amor, el pajarito no cambiaría de lugar: sabe que más allá de las nubes su Sol sigue brillando y que su resplandor no puede eclipsarse ni un instante.

Es cierto que, a veces, el corazón del pajarito se ve embestido por la tormenta, y no le parece que pueda existir otra cosa que las nubes que lo rodean. Esa es la hora de la alegría perfecta para ese pobre y débil ser. ¡Qué dicha para él seguir allí, a pesar de todo, mirando fijamente a la luz invisible que se oculta a su fe...!

(Ms B Fol. 5r°)

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Jesús, hasta aquí puedo entender tu amor al pajarito, ya que éste no se aleja de ti... Pero yo sé, y tú también lo sabes, que muchas veces la imperfecta criaturita, aun siguiendo en su lugar (es decir, bajo los rayos del Sol), acaba distrayéndose un poco de su único quehacer: coge un granito acá y allá, corre tras un gusanito...; luego, encontrando un charquito de agua, moja en él sus plumas apenas formadas; ve una flor que le gusta, y su espíritu débil se entretiene con la flor... En una palabra, el pobre pajarito, al no poder cernerse como las águilas, se sigue entreteniendo con las bagatelas de la tierra.

Sin embargo, después de todas sus travesuras, el pajarito, en vez de ir a esconderse en un rincón para llorar su miseria y morirse de arrepentimiento, se vuelve hacía su amado Sol, expone a sus rayos bienhechores sus alitas mojadas, gime como la golondrina; y, en su dulce canto, confía y cuenta detalladamente sus infidelidades, pensando, en su temerario abandono, adquirir así un mayor dominio, atraer con mayor plenitud el amor de Aquél que no vino a buscar a los justos sino a los pecadores...

Y si el astro adorado sigue sordo a los gorjeos lastimeros de su criaturita, si sigue oculto..., pues bien, entonces la criaturita se-guirá allí mojada, aceptará estar aterida de frío, y seguirá alegrándose de ese sufrimiento que en realidad ha merecido...

¡Qué feliz, Jesús, es tu pajarito de ser débil y pequeño! Pues ¿qué sería de él si fuera grande...? Jamás tendría la audacia de comparecer en tu presencia, de dormitar delante de ti...

(Ms B Fol. 5v°)

Jesús, déjame que te diga, en el ex-ceso de mi gratitud, déjame, sí, que te diga que tu amor llega hasta la locura... ¿Cómo quieres que, ante esa locura, mi corazón no se lance hacia ti? ¿Cómo va a conocer límites mi confianza...?

(Ms B Fol. 5v°)

¡Oh, Madre mía, qué diferentes son los caminos por los que el Señor conduce a las almas! En la vida de los santos, vemos que

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muchos de ellos no quisieron dejar nada de sí después de su muerte, ni el menor recuerdo, ni el menor escrito. Hay otros, por el contrario, como nuestra Madre santa Teresa, que enriquecieron a la Iglesia con sus sublimes revelaciones, sin temor a manifestar los secretos del Rey, a fin de que éste fuera más conocido, más amado de las almas.

¿Cuál de estos dos tipos de santo agrada más a Dios? Me parece, Madre mía, que ambos le son igualmente agradables, pues todos obedecieron la moción del Espíritu Santo, y el Señor dijo: Decid al justo que TODO está bien ‘ . Sí, todo está bien cuando sólo se busca la voluntad de Jesús.

Por eso yo, pobre florecilla, obedezco a Jesús tratando de complacer a mi amadísima Madre.

Sí, Amado mío, así es como se consumirá mi vida... No tengo otra forma de demostrarte mi amor que arrojando flores, es decir, no dejando escapar ningún pequeño sacrificio, ni una sola mirada, ni una sola palabra, aprovechando hasta las más pequeñas cosas y haciéndolas por amor...

Quiero sufrir por amor, y hasta gozar por amor. Así arrojaré flores delante de tu trono. No encontraré ni una sola en mi camino que no deshoje para ti. Y además, al arrojar mis flores cantaré aún cuando tenga que coger las flores entre las espinas, y tanto más melodioso será mi canto, cuanto más largas y punzantes sean las espinas.

¿Y de qué te servirán, Jesús, mis flores y mis cantos...? Sí, lo sé muy bien: esa lluvia perfumada, esos pétalos frágiles y sin valor alguno, esos cánticos de amor del más pequeño de los corazones te fascinarán.

(Ms B Fol. 4r°)

¡Quisiéramos no caer nunca...! ¡Qué importa, Jesús mío, que yo caiga a cada instante! En ello veo mi debilidad, y eso constituye para mí una gran ganancia... Tú ves ahí lo que yo soy capaz de hacer, y

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por eso te vas a sentir más inclinado a llevarme en tus brazos... Si no lo haces, señal de que te gusta verme por el suelo..., y entonces no tengo por qué inquietarme sino que tenderé siempre hacia ti mis brazos suplicantes y llenos de amor... ¡No puedo creer que me abandones...!

(Cta 89)

Lo que ofende a Jesús, lo que hiere su corazón ¡es la falta de confianza con él...!

(Carta 92)

Yo pienso que el corazón de mi esposo Jesús es sólo para mí, como el mío es sólo para él, y por eso le hablo en la soledad de este delicioso corazón a corazón.

(Carta 122)

En efecto, los directores hacen progresar en la perfección a base de una gran número de actos de virtud, y tienen razón; pero mi director, que es Jesús, no me enseña a llevar la cuenta de mis actos, él me enseña a hacerlo todo por amor, a no negarle nada, a estar contenta cuando él me ofrece una ocasión de demostrarle que le amo; pero esto se hace en la paz, en el abandono, es Jesús quien lo hace todo y yo no hago nada.

(Carta 142)

Los que corremos por el camino del amor creo que no debemos pensar en lo que pueda ocurrirnos de doloroso en el futuro, porque eso es faltar a la confianza.

(Ultimas conversaciones 23 VII)

No creas que estoy nadando entre consuelos. No, mi consuelo es no tenerlo en la tierra. Sin mostrarse, sin hacerme oír su voz, Jesús me instruye en secreto; no lo hace sirviéndose de libros pues no

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entiendo lo que leo. Pero a veces viene a consolarme una frase como la que he encontrado al final de la oración después de haber aguantado en el silencio y en la sequedad: «Este es el maestro que te doy, él te enseñará todo lo que debes hacer. Quiero hacerte leer en el libro de la vida, donde está contenida la ciencia del Amor». ¡La ciencia del Amor! ¡Sí, estas palabras resuenan dulcemente en los oídos de mi alma! No deseo otra ciencia. Después de haber dado por ella todas mis riquezas, me parece, como a la esposa del Cantar de los Cantares, que no he dado nada todavía... Comprendo tan bien que, fuera del amor, no hay nada que pueda hacernos gratos a Dios, que ese amor es el único bien que ambiciono.

Rézale mucho al Sagrado Corazón. Tú bien sabes que yo no veo al Sagrado Corazón como todo el mundo. Yo pienso que el corazón de mi Esposo es sólo para mí, como el mío es sólo para él, y por eso le hablo en la soledad de este delicioso corazón a corazón, a la espera de llegar a contemplarlo un día cara a cara...

Jesús no quiere que encontremos en el reposo su presencia adorable; él se esconde, se rodea de tinieblas. No se comportaba así con la muchedumbre de los judíos, pues vemos en el Evangelio que "el pueblo estaba pendiente de sus labios". Jesús cautivaba a las almas débiles con sus divinas palabras y trataba de hacerlas fuertes para el día de la prueba... ¡Pero qué pequeño fue el número de los amigos de Nuestro Señor cuando se callaba delante de sus jueces...! ¡Y qué melodía es para mi corazón ese silencio de Jesús...! El se hace pobre para que nosotras podamos darle limosna, nos tiende la mano como un mendigo, para que cuando aparezca en su gloria el día del juicio, pueda hacernos oír aquellas dulces palabras: "Venid vosotros benditos de mi Padre porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve enfermo y en la cárcel y me socorristeis". El mismo Jesús que pronunció estas palabras es quien busca nuestro amor, quien lo mendiga... Se pone, por así decirlo, a nuestra merced. No quiere tomar nada sin que se lo demos, y hasta la cosa más insignificante es preciosa a sus ojos divinos...

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Alegrémonos de la porción que nos ha tocado, ¡es tan hermosa! ¡Demos, demos a Jesús! ¡seamos avaras con los otros, pero pródigas con él! Jesús es un tesoro escondido, un bien inestimable que pocas almas saben encontrar porque está escondido y el mundo ama lo que brilla. ¡Ah!, si Jesús hubiera querido mostrarse a todas las almas con sus dones inefables, ciertamente ni una sola lo hubiera desdeñado. Pero él no quiere que le amemos por sus dones: él mismo quiere ser nuestra recompensa.

Cuanto más se esconde Jesús, tanto más sienten ellas que Jesús está cerca. En su delicadeza él marcha por delante, apartando las piedras del camino y alejando a los reptiles. Pero no es nada todavía: él hace resonar en nuestros oídos voces amigas, y esas voces nos advierten que no caminemos demasiado seguras... ¿Y por qué? ¿No es acaso el mismo Jesús quien ha trazado nuestra ruta? ¿No es él quien nos alumbra y se revela a nuestras almas...? Todo nos lleva a él, las flores que crecen al borde del camino no cautivan nuestros corazones. Las miramos, las amamos, porque nos hablan de Jesús, de su poder, de su amor, pero nuestras almas permanecen libres. ¿Por qué turbar, pues, nuestra dulce paz? ¿Por qué temer la tormenta cuando el cielo está sereno...? No son los precipicios lo que hay que evitar. Estamos en brazos de Jesús; y si voces amigas nos aconsejan temer, es nuestro Amado en persona quien así lo quiere. ¿Y por qué...? Porque, en su amor, ha escogido para sus esposas el mismo camino que escogió para sí. Quiere que las alegrías más puras se cambien en sufrimientos, a fin de que nuestro corazón, no teniendo, por así decirlo, ni siquiera tiempo para respirar a gusto, se vuelva hacia él, que es nuestro único sol y nuestra única alegría... Las flores del camino son los placeres puros de la vida. No hay mal alguno en disfrutar de ellos. Pero Jesús está celoso de nuestras almas, y desea para nosotras que todos los placeres estén mezclados con amargura... Y aunque las flores del camino conducen al Amado, son, sin embargo, un camino indirecto; son la placa o el espejo que reflejan al sol, pero no son el sol...

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Guardar la palabra de Jesús. Esa es la única condición para nuestra felicidad, la prueba de nuestro amor a él. ¿Pero qué palabra es ésa...? Me parece que la palabra de Jesús es él mismo... Él, Jesús, el Verbo, ¡la Palabra de Dios! Nos lo dice más adelante en el mismo evangelio de san Juan cuando ora al Padre por sus discípulos. Se expresa así: "Santifícalos con tu palabra, tu palabra es la verdad". Y en otra parte Jesús nos enseña que él es el camino, la verdad y la vida. Sabemos, pues, cuál es la Palabra que tenemos que guardar. Nosotras no preguntaremos a Jesús, como Pilato: "¿Qué es la verdad?" Nosotras poseemos la Verdad, guardamos a Jesús en nuestros corazones...

Si, por un imposible, ni el mismo Dios viese mis buenas acciones, no me afligiría por ello lo más mínimo. Le amo tanto, que quisiera darle gusto sin que ni él mismo lo supiese. Al verlo y al saberlo, está como obligado a "pagármelo", y yo no quisiera causarle esa molestia...

Me he formado del cielo una idea tan elevada, que a veces me pregunto cómo se las arreglará Dios, después de mi muerte, para sorprenderme. Mi esperanza es tan grande y es para mí motivo de tanta alegría –no por el sentimiento, sino por la fe–, que necesitaré algo que supere todo pensamiento para saciarme plenamente. Preferiría vivir en eterna esperanza a sentirme decepcionada. En fin, pienso ya desde ahora que, si no me siento suficientemente sorprendida, aparentaré estarlo por darle gusto a Dios. No habrá peligro alguno de que le haga ver mi decepción; sabré ingeniármelas para que él no se dé cuenta. Por lo demás, me las arreglaré siempre para ser feliz. Para lograrlo tengo mis pequeños trucos, que tú ya conoces y que son infalibles... Además, con sólo ver feliz a Dios me bastará para sentirme yo plenamente feliz.

"La resignación es todavía distinta de la aceptación de la Voluntad de Dios; existe entre ellas la misma diferencia que entre la unión y la unidad. En la unión hay todavía dos, en la unidad no hay

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más que uno". ¡Sí, no seamos más que uno con Jesús! despreciemos todo lo que es pasajero. Nuestros pensamientos deben dirigirse al cielo, pues allí está la morada de Jesús. Pensaba hace unos días que no debemos apegarnos a lo que nos rodea, pues podríamos vivir en otro lugar distinto de éste en que vivimos, y entonces nuestros afectos y nuestros deseos ya no serían los mismos. No sé explicarte mi pensamiento, soy demasiado torpe para hacerlo, pero cuando te vea te lo diré de palabra.

¿Pero a quién podrá prodigarlo nuestro pobre corazón, hambriento de amor...? ¿Quién será lo suficientemente grande para eso...? ¿Podrá un ser humano comprenderlo..., y, sobre todo, saber corresponderle...? No hay más que un ser capaz de comprender toda la profundidad de esa palabra: ¡amar! No hay nadie fuera de Jesús, que pueda darnos infinitamente más de lo que nosotros le damos a él...

Hace ya tanto tiempo..., y ya entonces el alma del profeta Isaías se abismaba como la nuestra en las "bellezas escondidas" de Jesús... Cuando leo estas cosas, me pregunto ¿qué es el tiempo...? El tiempo no es más que un espejismo, un sueño...¡Dios nos ve ya en la gloria y se goza de nuestra bienaventuranza eterna...! ¡cuánto bien hace a mi alma este pensamiento! Comprendo entonces porqué Dios no regatea con nosotras... Sabe que nosotras le entendemos y nos trata como a sus amigas, como a sus esposas más queridas... Celina, ya que Jesús ha estado "solo pisando el vino que nos da a beber", no nos neguemos nosotras a llevar los vestidos teñidos de sangre. Pisemos para Jesús un vino nuevo, que apague su sed, que le devuelva amor por amor. No nos guardemos ni una sola gota del vino que podamos ofrecerle..., y entonces él, mirando a su alrededor verá que nosotras venimos a ayudarle...

El pecado nos vuelve horribles a los ojos de Dios. Pero Dios está deseando perdonarnos.

(Notas del retiro X 1885)

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Oración

Para mí, la oración es un impulso del corazón, una simple mirada dirigida al cielo, un grito de agradecimiento y de amor, tanto en medio de la tribulación como en medio de la alegría. En fin, es algo grande, algo sobrenatural que me dilata el alma y me une con Jesús.

(Ms C Fol 25v°)

Comprendo, y sé por experiencia, «que el reino de Dios está dentro de nosotros», Jesús no tiene necesidad de libros ni de doctores para instruir a las almas; él, el Doctor de los doctores, enseña sin ruido de palabras... Nunca le he oído hablar, pero sé que está dentro de mí. Me guía y me inspira a cada instante lo que debo decir o hacer. Descubro, justamente en el momento en que las necesito, luces que hasta entonces no había visto. Y las más de las veces estas ilustraciones no son más abundantes precisamente en la oración, sino más bien en medio de las ocupaciones del día...

¡Oh, Madre mía querida! Después de tantas gracias, ¿no puedo yo cantar con el salmista: EI Señor es BUENO, es eterna su MISERICORDIA»?

(Ms A Fol. 83v°)

Un sabio decía: «Dadme una palanca, un punto de apoyo y levantaré el mundo».

Lo que Arquímedes no pudo lograr, porque su petición no se dirigía a Dios y porque la hacía desde un punto de vista material, los santos lo lograron en toda su plenitud. El Todopoderoso les dio un punto de apoyo: El mismo, El solo. Y una palanca: la oración, que abrasa con fuego de amor. Y así levantaron el mundo. Y así lo siguen

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levantando los santos que militan en la tierra. Y así lo seguirán levantando hasta el fin del mundo los santos que vendrán.

(Ms C Fol 36r°)

El mismo día en que debía ir al locutorio, reflexionando yo, solita en mi cama (porque era allí donde hacía mis meditaciones más profundas y donde, contrariamente a la esposa de los Cantares, hallaba siempre a mi Amado), me pregunté qué nombre me pondría en el Carmelo. Sabía que en él había ya un sor Teresa de Jesús, sin embargo no podían quitarme mi bonito nombre de Teresa.

De pronto pensé en el pequeño Jesús, a quien tanto amaba, y me dije: “¡Oh, cuánto me gustaría llamarme Teresa del Niño Jesús!”.

Nada dije en el locutorio del sueño que había soñado completamente despierta. Pero al preguntar mi buena Madre María de Gonzaga a las hermanas qué nombre habrían de ponerme, se le ocurrió darme el nombre que yo había soñado... Grande fue mi alegría, y aquella feliz coincidencia de pensamientos me pareció una delicadeza de mi amadísimo pequeño Jesús.

(Ms A Fol 31v°)

En un principio se me hizo dificilísimo aceptar este gran sacrificio; pero pronto brotó la luz en mi alma.

Meditaba por entonces los «Fundamentos de la vida espiritual» del Padre Surin. Un día, durante la oración, comprendí que el deseo tan vivo que tenía de profesar iba mezclado con un gran amor propio. Puesto que me había entregado a Jesús para complacerle y consolarle, no debía obligarle a hacer mi voluntad en lugar de la suya.

Comprendí también que una prometida tenía que estar aderezada para el día de sus bodas, y yo nada había hecho aún a este respecto... Entonces le dije a Jesús: «¡Oh, Dios mío! No os pido pronunciar mis santos votos, esperaré todo el tiempo que queráis. Lo único que deseo es que mi unión con vos no se vea diferida por mi

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culpa. Voy a poner todo mi empeño en ir preparándome un hermoso vestido, recamado de perlas. Cuando lo juzguéis suficientemente hermoso y enriquecido, ¡estoy segura de que ni todas las criaturas del mundo juntas podrán impediros bajar hasta mí a fin de unirme para siempre a vos, Amado mío!...»

(Ms A Fol 73v°)

Antes de hablaros de esta aflicción, debería haberos hablado, Madre mía querida, del retiro que precedió a mi profesión. Lejos de aportarme consuelos, este retiro me ocasionó la aridez más absoluta, y casi el abandono. En mi navecilla, Jesús dormía, como de costumbre.

¡Ah! Bien veo que raras veces las almas le dejan dormir en ellas. ¡Jesús está tan fatigado de hacer siempre el gasto y de dar por adelantado, que no pierde nunca la ocasión de descansar que yo le ofrezco, y se aprovecha de ella! Tal vez no se despierte hasta mi gran retiro de la eternidad; pero esto, en lugar de entristecerme, me causa un contento grandísimo. . .

Verdaderamente, estoy lejos de ser una santa, y nada lo prueba mejor que lo que acabo de decir. En vez de alegrarme de mi sequedad, debiera atribuirla a mi falta de fervor y de fidelidad. Debiera causarme desolación el hecho de dormirme (después de siete años) durante la oración y la acción de gracias.

Pues bien, no siento desolación... Pienso que los niñitos agradan a sus padres lo mismo dormidos que despiertos. Pienso que para hacer sus operaciones, los médicos duermen a sus enfermos. Pienso, en fin, que «el Señor conoce nuestra fragilidad, que se acuerda de que no somos más que polvo»

(Ms A Fol. 76r°)

Mi retiro de profesión fue, pues, como todos los que le siguieron, un retiro de gran aridez. Sin embargo, Dios me manifestaba

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claramente, sin que yo me diera cuenta, el modo de agradarle y de practicar las más sublimes virtudes.

(Ms A Fol. 76r°)

En medio de tanta impotencia, la Sagrada Escritura y la Imitación vienen en mi ayuda; en ellas encuentro un alimento sólido y totalmente puro. Pero lo que me sostiene durante la oración es, por encima de todo, el Evangelio; hallo en él todo lo que necesita mi pobrecita alma. Siempre descubro en él luces nuevas, sentidos ocultos y misteriosos...

(Ms A Fol. 83v°)

La oración y el sacrificio constituyen toda mi fuerza, son las armas invencibles que Jesús me ha dado. Ellas pueden, mucho mejor que las palabras, conmover los corazones. Muchas veces lo he comprobado. Entre todas las experiencias que he tenido de esto, hay una que me causó dulce y profunda impresión.

Fue durante la cuaresma. Yo me ocupaba por entonces de la única novicia que había, pues era su ángel. Una mañana, vino a mí toda radiante:

– ¡Ah, si supierais, me dijo, lo que he soñado esta noche! Me encontraba al lado de mi hermana, intentando despegarla de todas las vanidades del mundo, a las que está tan asida. Para lograrlo, me puse a explicarle estos versos de vuestro cántico Vivir de amor:

– “¡Jesús, amarte es pérdida fecunda!

Tuyos son mis perfumes para siempre”.

Yo veía que mis palabras penetraban en su alma, y me sentía loca de alegría. Al despertarme esta mañana, se me ha ocurrido que tal vez Dios quiera que le conquiste esta alma. ¿Qué os parece, si la escribiese, después de la cuaresma, para contarle mi sueño y decirle que Jesús la quiere toda para sí?

Yo, sin pensarlo más, le dije que podía muy bien intentarlo, pero que antes tenía que pedir permiso a nuestra Madre. Como la

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cuaresma estaba aún lejos de tocar a su fin, vos, Madre amadísima, quedasteis muy sorprendida de semejante petición, que os pareció demasiado prematura. Y, ciertamente inspirada por Dios, respondisteis que las carmelitas deben salvar a las almas, no con cartas, sino con la oración.

Al conocer vuestra decisión, vi enseguida en ella la voluntad de Jesús, y dije a sor María de la Trinidad: «Pongamos manos a la obra, roguemos mucho. ¡Qué alegría, si al final de la cuaresma nuestras oraciones fuesen bien acogidas!...»

¡Oh, misericordia infinita del Señor, que tiene a bien escuchar las plegarias de sus hijos! ... Al final de la cuaresma, un alma más se consagraba a Jesús. ¡Era un verdadero milagro de la gracia, milagro obtenido por el fervor de una humilde novicia!

¡Qué grande es, pues, el poder de la oración! Se diría que es una reina que en todo momento tiene entrada libre al rey y puede conseguir todo lo que pide.

Para ser escuchadas, no tenemos que leer en un libro una bella fórmula compuesta para un caso particular. Si fuese así..., ay, qué digna de lástima sería yo!...

Fuera del oficio divino, que tan indigna soy de recitar, no tengo valor para sujetarme a buscar en los libros bellas oraciones, esto me causa dolor de cabeza. ¡Hay tantas... y a cuál más bellas!... No pudiendo recitarlas todas, y no sabiendo, por otra parte, cuál escoger, hago como los niños que no saben leer: digo a Dios con toda sencillez lo que quiero decirle, sin componer bellas frases, y siempre me entiende...

No quisiera, sin embargo, Madre mía amadísima, que creyeseis que recito sin devoción las oraciones hechas en común en el coro o en las ermitas. Al contrario, me gustan mucho las oraciones en común, porque Jesús prometió hallarse en medio de los que se reúnen en su nombre. Siento entonces que el fervor de mis hermanas suple al mío.

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Lo que me cuesta en gran manera, más que ponerme un instrumento de penitencia (me da vergüenza confesarlo), es el rezo del rosario... ¡Reconozco que lo rezo tan mal! En vano me esfuerzo por meditar los misterios del rosario, no consigo fijar la atención...

Durante mucho tiempo estuve desolada ante esta falta de devoción, que me sorprendía, pues amando tanto a la Santísima Virgen, debiera resultarme fácil rezar en su honor oraciones que tanto le agradan. Ahora, me desconsuelo menos, pues pienso que la Reina de los cielos, siendo mi MADRE, ha de ver mi buena voluntad y contentarse con ella.

(Ms C Fol 26v°)

Algunas veces, cuando mi espíritu se encuentra en una sequedad tan grande que me es imposible formar un solo pensamiento para unirme a Dios, rezo muy despacio un «padrenuestro», y luego la salutación angélica. Estas oraciones, así rezadas, me encantan, alimentan mi alma mucho más que si las recitara precipitadamente un centenar de veces...

(Ms C Fol 25v°)

Comprendo muy bien que san Pedro cayera. El pobre san Pedro confiaba en sí mismo, en vez de confiar únicamente en la fuerza de Dios. Y saco la conclusión de que si yo dijera: "Dios mío, tú sabes que te amo demasiado para detenerme en un solo pensamiento contra la fe", mis tentaciones se harían más violentas y ciertamente sucumbiría a ellas. Estoy convencida de que si san Pedro hubiese dicho humildemente a Jesús: "Por favor, concédeme fuerzas para seguirte hasta la muerte", las habría obtenido inmediatamente.

Estoy convencida de que Nuestro Señor no hablaba más a sus discípulos con sus enseñanzas y con su presencia sensible, de lo que hoy nos habla a nosotros con las inspiraciones de su gracia. El podía

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muy bien haber dicho a san Pedro: Pídeme fuerzas para cumplir lo que quieres. Pero no lo hizo así, porque quería hacerle ver su debilidad, y porque, antes de gobernar a toda la Iglesia, que está llena de pecadores, le convenía experimentar en su propia carne lo poco que puede el hombre sin la ayuda de Dios. Antes de su caída, Nuestro Señor le dijo: "Cuando te recobres, da firmeza a tus hermanos". Con lo cual quería decirle: Persuádeles con tu propia experiencia de la debilidad de las fuerzas humanas.

Una tarde, vino la enfermera a ponerme una botella de agua caliente a los pies y tintura de yodo en el pecho. Yo estaba consumida por la fiebre y una sed ardiente me devoraba. Mientras soportaba esos remedios, no pude por menos de quejarme a Nuestro Señor; «Jesús mío, le dije, tú eres testigo de que estoy ardiendo, ¿y encima me traen calor y fuego! ¡Si en vez de todo eso, me diesen medio vaso de agua...! ¡Jesús mío, tu hijita tiene mucha sed! Pero, no obstante, se siente feliz de encontrar la ocasión de que le falte lo necesario, a fin de parecerse más a ti y salvar almas». Al poco, me dejó la enfermera, y yo ya no contaba con volverla a ver hasta el día siguiente por la mañana, cuando, con gran sorpresa de mi parte, volvió pocos minutos después trayéndome una bebida refrescante... ¡Qué bueno es nuestro Jesús! ¡Y qué dulce confiar en él!

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La vida de infancia:

Los pequeños esfuerzos*

También la pobre Teresita, al no encontrar ninguna ayuda en la tierra, se había vuelto hacía su Madre del cielo, suplicándole con toda su alma que tuviese por fin piedad de ella.

(Ms A Fol. 30r°)

De repente, la Santísima Virgen me pareció hermosa, tan hermosa, que yo nunca había visto algo tan bello. Su rostro respiraba una bondad y una ternura inefables. Pero lo que me caló hasta el fondo del alma fue la encantadora sonrisa de la Santísima Virgen.

(Ms A Fol. 30r°)

Tenía mucho éxito en mis estudios, casi siempre era la primera. Mis mayores triunfos los alcanzaba en historia y redacción.

Todas mis profesoras me tenían por alumna muy inteligente. No sucedía lo mismo en casa de nuestro tío, donde pasaba por una pequeña ignorante, buena y dulce de carácter; discreta, pero incapaz e inhábil. . .

No me extraña que fuera ésta la opinión que nuestros tíos tenían, y aún siguen teniendo, ciertamente, de mí. No hablaba casi nada, porque era muy tímida; cuando escribía, mi letra de gato y mi ortografía nada natural no eran muy a propósito para entusiasmar a nadie...

Verdad es que las pequeñas labores de costura, de bordado, y otras por el estilo, me salían bien y a gusto de mis profesoras; pero el modo torpe y desmañado de tener en las manos mi labor justificaba el concepto poco favorable que se habían formado de mí.

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Considero todo esto como una gracia. Dios, queriendo sólo para sí mi corazón, escuchaba ya mi súplica “cambiando en amargura todos los consuelos de la tierra.” Tanta mayor necesidad tenía de ello, cuanto que, seguramente, no hubiera permanecido insensible a los elogios.

Con frecuencia oía alabar delante de mí la inteligencia de los demás, pero nunca la mía. Con esto, llegué a la conclusión de que no era inteligente, y me resigné a no serlo...

(Ms A Fol. 38r°)

En una carta escrita por su madre, dice lo siguiente de su hija Teresa: Es una niña que se emociona con gran facilidad. Cuando hace un pequeño desaguisado, todo el mundo tiene que saberlo. Ayer rasgó sin querer una esquinita del empapelado y se puso que daba lástima, había que decírselo enseguida a su padre. Cuando éste llegó, cuatro horas más tarde, ya nadie pensaba en lo sucedido, pero ella fue corriendo a decirle a María: “Dile enseguida a papá que he rasgado el papel”. Y estaba allí como un criminal que espera su condena; pero tiene su teoría de que, si se acusa, la perdonarán más fácilmente”.

Celina está entretenida con la pequeña Teresa jugando a los dados, y riñen de vez en cuando. Celina cede para añadir una perla a su corona. Yo me veo obligada a reprender a la pobre Teresa, que coge unas rabietas terribles cuando las cosas no salen a su gusto y se revuelca por el suelo como una desesperada pensando que todo está perdido. Hay momentos en que el enfado es más fuerte que ella, y se le corta la respiración.

(Ms A Fol. 5v° y 8r°)

...Durante el retiro de mi segunda comunión me vi asaltada por la terrible enfermedad de los escrúpulos...

Es necesario haber pasado por este martirio para comprenderlo bien. Es indecible lo que sufrí durante año y medio... Todos mis pensamientos y mis acciones más sencillas se me convertían en motivo de turbación. Sólo hallaba descanso

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contándoselo todo a María [su hermana mayor], lo cual me costaba mucho, pues me creía obligada a manifestarle los extravagantes pensamientos que se me ocurrían acerca de ella misma. Tan pronto como depositaba en ella mi carga, disfrutaba por un momento de paz, pero esta paz pasaba como un relámpago, y enseguida el martirio comenzaba de nuevo.

¡Qué paciencia hubo de tener mi que-rida María para escucharme sin dar nunca muestras de cansancio!...

Apenas llegaba yo de la Abadía, ella se ponía a rizarme el pelo para el día siguiente (pues, para dar gusto a papá, la reinecita llevaba todos los días sus cabellos rizados, con gran asombro de sus compañeras, y especialmente de las profesoras, que no estaban acostumbradas a ver niñas tan cuidadosamente atendidas por sus padres). Durante la sesión del rizado, yo no cesaba de llorar, contando todos mis escrúpulos.

Al terminar el año, Celina, habiendo acabado sus estudios, se quedó definitivamente en casa, y la pobre Teresa, obligada a volver sola al colegio, no tardó en caer enferma.

(Ms A Fol. 39v°)

Antes de abandonar el mundo, Dios me concedió el consuelo de contemplar de cerca almas de niños. (Siendo la más pequeña de la familia, nunca había tenido tal dicha. He aquí las tristes circunstancias que me la depararon.)

Una pobre mujer, pariente de nuestra sirvienta, murió en la flor de la edad, dejando a tres niños pequeñitos. Durante su enfermedad, recogimos en nuestra casa a las dos niñitas, de las cuáles la mayor no contaba aún seis años.

Todo el día estaba yo a su cuidado, y era para mí un verdadero gozo ver con qué candor creían todo cuanto les decía. (...)

Cuando quería ver a mis dos hijitas muy condescendientes la una con la otra, en lugar de prometer juguetes y bombones a la que

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cediese ante su hermana, les hablaba de las recompensas eternas que el pequeño Jesús dará en el cielo a los niñitos buenos.

La mayor, cuya razón empezaba ya a desarrollarse, me miraba con ojos resplandecientes de gozo.

Me hacía mil preguntas encantadoras acerca del pequeño Jesús y de su hermoso cielo, y me prometía, entusiasmada, ceder siempre ante su hermana. Hasta llegó a prometer no olvidar nunca en su vida lo que «la señorita mayor», así me llamaba, le había enseñado...

Una tarde, tuve una experiencia que me dejó maravillada –María (Guérin), a quien casi siempre le estaba doliendo algo, gimoteaba con frecuencia; entonces nuestra tía la acariciaba, prodigándole los nombres más tiernos, sin que por eso nuestra querida primita dejase de seguir quejándose, entre lloriqueos, de su dolor de cabeza.

Yo, que también tenía casi todos los días dolor de cabeza y no me quejaba, quise una tarde imitar a María. Me sentí, pues, en el deber de lloriquear, echada sobre una poltrona, en un rincón del salón.

Inmediatamente, Juana y nuestra tía se acercaron solícitas, preguntándome qué me pasaba y yo contesté como María: “me duele la cabeza”.

Parece que no me iba bien el quejarme, pues de manera alguna pude convencerlas de que el dolor de cabeza era la causa de mi llanto. En lugar de acariciarme, me hablaron como a una persona mayor, y Juana me reprochó mi falta de confianza en nuestra tía, pues pensaba ser alguna inquietud de conciencia lo que me traía apenada... En fin salí, sin más daño que el de haber trabajado en balde, muy decidida a no imitar nunca a los demás, y comprendí la fábula de «El asno y el perrito». Yo, era el asno, que, viendo las caricias que se le prodigaban al perrito, fue a poner su pesada pata sobre la mesa para recibir, también él, su ración de besos. Pero, ¡ay!, si no recibí palos como el pobre animal, recibí, verdaderamente, el pago que merecía, y la lección me curó para toda la vida del deseo de

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atraer sobre mí la atención de los demás. ¡El único intento que hice en ese sentido me costó demasiado caro!

(Ms A Fol. 42v°)

¡Realmente, en todo hallaba motivo de aflicción! Exactamente todo lo contrario de lo que me pasa ahora, pues Dios me concede la gracia de no apenarme por ninguna cosa pasajera. Cuando me acuerdo del tiempo pasado, la gratitud se desborda en mi alma al ver los favores que he recibido del cielo. Se ha obrado en mí tal cambio, que no se me conoce...

Verdad es que deseaba alcanzar la gracia «de tener un dominio absoluto sobre mis acciones, de ser su dueña y no su esclava». Estas palabras de la Imitación me impresionaban profundamente, pero tenía que comprar, por decirlo así, con mis deseos esta gracia inestimable. No era todavía más que una niña que no parecía tener otra voluntad que la de los demás, lo cual hacía decir a la gente de Alencon que era débil de carácter...

(Ms A Fol. 43r°)

Volvíamos de la misa de medianoche, en la que yo había tenido la dicha de recibir al Dios fuerte y poderoso. Al llegar a los Buissonnets, comencé a saborear la alegría de ir a la chimenea a recoger mis zapatos.(...)

Pero Jesús, queriendo demostrarme que era ya hora de dejar a un lado los defectos de la infancia, me retiró también las inocentes alegrías de la misma. Permitió que papá, fatigado de la misa de medianoche, no viese con gusto mis zapatos colocados en la chimenea y pronunciase estas palabras que me atravesaron el corazón: «¡En fin, afortunadamente ya es el último año!...» Yo subía en aquel mismo momento la escalera para dejar mi sombrero.

Celina, conociendo mi sensibilidad y viendo brillar las lágrimas en mis ojos, sintió también ganas de llorar, pues me amaba mucho y se hacía cargo de mi pena: «¡Oh, Teresa, me dijo, espera un

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poco, no bajes ahora a mirar tus zapatos, sufrirías demasiado!» ¡Pero Teresa ya no era la misma, Jesús había cambiado su corazón!

Ahogando mis lágrimas, bajé rápidamente la escalera, y sosegando los latidos de mi corazón, cogí los zapatos, los puse delante de papá, y fui sacando gozosamente todos los regalos con aire de reina complacida. Papá reía, recobrando ya su buen humor, ¡y Celia creía estar soñando!... Felizmente, no era un sueño, sino una dulce realidad: ¡Teresita había vuelto a encontrar la fortaleza de su alma, perdida a los cuatro años y medio, y habría de conservarla ya para siempre!...

Aquella noche de luz comenzó el tercer período de mi vida, el más hermoso de todos, el más lleno de gracias del cielo...

La obra que yo no había conseguido realizar en diez años, Jesús la consumó en un instante, contentándose con mi buena voluntad, que, por cierto, nunca me había faltado. Yo podía decirle como sus apóstoles: «Señor, he estado pescando toda la noche sin coger nada.»

(Ms A Fol. 45r° y v°)

[Haciendo referencia a algunos comportamientos discriminatorios de la época que sufría la mujer, escribe:]

Sin embargo, ellas aman a Dios en número mucho mayor que los hombres, y durante la pasión de nuestro Señor las mujeres tuvieron más valor que los apóstoles, pues desafiaron los insultos de los soldados y se atrevieron a enjugar la Faz adorable de Jesús...

Tal vez permite el Señor que el desprecio sea su patrimonio en la tierra, precisamente porque él lo escogió para sí mismo... En el cielo sabrá demostrar claramente que sus pensamientos no son como los de los hombres, porque entonces las últimas serán las primeras...

Más de una vez, durante el viaje, me faltó la paciencia de esperar al cielo para ser la primera... Un día que visitábamos un monasterio de Padres carmelitas, no contenta con seguir a los peregrinos por las galerías exteriores, me metí por los claustros

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interiores... De repente, vi a un buen anciano carmelita que desde lejos me hacía señas para que me alejase. Pero yo, en lugar de marcharme, me acerqué aún más a él, y mostrándole los cuadros del claustro, le di a entender que eran bonitos.

(Ms A Fol. 66v°)

Sabéis, Madre mía, que siempre he deseado ser santa. Pero ¡ay!, cuantas veces me he comparado con los santos siempre he comprobado que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cima se pierde en los cielos y el oscuro grano de arena que a su paso pisan los caminantes.

Pero en vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no podría inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad. Acrecerme es imposible; he de soportarme a mí misma tal y como soy, con todas mis imperfecciones. Pero quiero hallar el modo de ir al cielo por un caminito muy recto, muy corto; por un caminito del todo nuevo. Estamos en el siglo de los inventos. Ahora no hay que tomarse ya el trabajo de subir los peldaños de una escalera; en las casas de los ricos el ascensor la suple ventajósamente. Pues bien, yo quisiera encontrar también un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la ruda escalera de la perfección.

Entonces, busqué en los libros sagrados la indicación del ascensor, objeto de mi deseo, y hallé estas palabras salidas de la boca de la Sabiduría eterna: Si alguno es PEQUEÑITO, que venga a mí.

Me acerqué, por lo tanto, adivinando que había encontrado lo que buscaba. Y deseando saber lo que harías, ¡oh, Dios mío!, con el pequeñito que respondiese a vuestra llamada, continué mis pesquisas, y he aquí lo que hallé: -¡Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo, os llevaré en mi regazo y os meceré sobre mis rodillas!

(Ms C Fol. 2v°)

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¡Ah, nunca palabras más tiernas, más melodiosas, me alegraron el alma! ¡El ascensor que ha de elevarme al cielo son vuestros brazos, oh, Jesús! Por eso, no necesito crecer, al contrario, he de permanecer pequeña, empequeñecerme cada vez más.

(Ms C Fol. 2v°)

¡Jesús se complace en enseñarle la ciencia de gloriarse en sus debilidades! Es ésta una gracia muy grande, y pido a Jesús que te la enseñe, porque sólo ahí se encuentra la paz y el descanso del corazón. Cuando una se ve tan miserable, no quiere ya preocuparse de sí misma y sólo mira a su único amado.

(Carta 109)

Para ser de Jesús, es preciso ser pequeños, ¡pequeños como gotas de rocío…! Y qué pocas son las almas que aspiran a ser así de pequeñas…!

(Carta 141)

[Escribe a una de sus hermanas:] Querida hermanita, no dejes de rezar por mí durante el mes del Niño Jesús. Pídele que yo sea siempre pequeña, ¡muy pequeña…!

(Carta 154)

Dios quiere que me abandone como un niño que no se preocupa de lo que harán con él.

(Ultimas conversaciones 15 VI)

Durante mucho tiempo, en la oración de la tarde estuve colocada delante de una hermana que tenía una rara manía (...)

Apenas llegaba esta hermana, se ponía a hacer un ruidillo extraño, semejante al que se haría frotando las conchas una contra otra. Al

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parecer, nadie se apercibía de ello más que yo, pues tengo un oído extremadamente fino (demasiado, a veces).

Imposible me resulta Madre mía, decirnos cuánto me molestaba aquel ruidillo. Sentía grandes deseos de volver la cabeza y mirar a la culpable (...); ésta hubiera sido la única manera de hacérsela notar.

Pero en el fondo del corazón sentía que era mejor sufrir aquello por amor de Dios, y por no causar pena a la hermana. Así que permanecía tranquila, procurando unirme a Dios y olvidar el ruidillo... Pero todo era inútil; me sentía bañada en sudor, y me veía obligada a hacer sencillamente una oración de sufrimiento.

(Ms A Fol. 30V°)

Pero al mismo tiempo que sufría, trataba de hacerlo, no con irritación, sino con alegría y con paz, al menos en lo íntimo del alma. Me esforzaba por hallar gusto en aquel ruidillo tan desagradable; en lugar de procurar no oírlo (cosa que era imposible), ponía toda mi atención en escucharlo bien, como si se tratara de un concierto maravilloso, y toda mi oración (que no era precisamente oración de quietud) se me pasaba en ofrecer a Jesús aquel concierto.

(Ms C Fol. 30v°)

En otra ocasión, estaba en el lavadero enfrente de una hermana que me salpicaba de agua sucia la cara cada vez que golpeaba los pañuelos contra su banca.

Mi primer impulso fue echarme para atrás y enjugarme el rostro, a fin de hacer ver a la hermana que me asperjaba que me haría un gran favor obrando con más suavidad. Pero en seguida pensé que era bien tonta al rehusar unos tesoros que tan generosamente se me daban, y me guardé de manifestar mi lucha interior.

Me esforcé por sentir el deseo de recibir en la cara mucha agua sucia, de suerte que acabó por gustarme aquel nuevo género de

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aspersión, y me prometí a mí misma volver otra vez a aquel sitio afortunado en el que tantos tesoros se recibían.

(Ms C Fol. 31v°)

Ya veis, Madre amadísima, que soy un alma muy pequeña que sólo puede ofrecer a Dios cosas muy pequeñas. Y aún me sucede muchas veces dejar escapar algunos de estos pequeños sacrificios, que tanta paz llevan al alma. Pero no me desanimo por eso; me resigno a tener un poco menos de paz y procuro estar más alerta en otra ocasión.

(Ms C Fol. 31v°)

Ahora Dios me sigue conduciendo por el mismo camino, no tengo más que un deseo: el de hacer su voluntad. Tal vez te acuerdes de que antes me gustaba llamarme a mí misma «el juguetito de Jesús». Todavía ahora soy feliz de serlo, sólo que he pensado que el divino Niño tiene muchas otras almas llenas de virtudes sublimes que se dicen también "sus juguetes"; y entonces pensé que ellas eran sus juguetes lujosos y que mi pobre alma no era más que un juguetito sin valor... Y para consolarme, me dije a mí misma que muchas veces los niños se divierten más con los juguetitos que pueden tirar o coger, romper o besar a su antojo, que con otros de mayor valor que casi ni se atreven a tocar... Entonces me alegré de ser pobre y deseé serlo cada día más, para que a Jesús le gustase cada vez más jugar conmigo.

[Escribe a su directora espiritual:] Perdóname todos los disgustos que te he dado. ¡Si supieras cómo me arrepiento de haberte dicho que me llamabas demasiadas veces la atención!

(Carta 49 Fol. v°)

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Hoy aún más que ayer, si es que esto es posible, he estado privada de todo consuelo. Le doy gracias a Jesús, que piensa que eso es bueno para mi alma; además, si me consolase, quizás yo me detendría en esas dulzuras, y él quiere que todo sea para él… Pues bien, será todo para él, todo. Aun cuando sienta que no tengo nada para poder ofrecerle, le daría esa nada, como he hecho esta tarde…

(Carta 76 Fol. 2r°)

Esto es lo que nos dice al alma cuando se encuentra abandonado y olvidado. ¡El olvido! Creo que eso es lo que más pena le produce.

(Carta 108 Fol. 1v°)

Jesús está muy contento de ti, lo sé. Si aún te deja ver algunas infidelidades en tu corazón, estoy segura de que son todavía más numerosos los actos de amor que cosecha.

(Carta 164 Fol. 1v°)

[Carta de Teresa de Lisieux a su hermana mayor tras sufrir esta última una ruptura de tabique a causa de una caída:] Gracias querida Madrecita. Te has roto la nariz… Sí, pero ¡la tienes larga…! Siempre te quedará suficiente, mientras que a mí, si me rompo la mía, no me quedará nada…

¡Qué felices somos de saber reírnos de todo…! Sí, sí…, y en esto no hay peros…

(Carta 219 Fol. 1v°)

El recuerdo de mis faltas me humilla y me lleva a no apoyarme nunca en mis propias fuerzas, que no es más que debilidad; pero sobre todo, ese recuerdo me habla de misericordia y de amor. Cuando uno arroja sus faltas, con una confianza enteramente filial, en la hoguera devoradora del Amor, ¿cómo no van a ser consumidas para siempre?

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(Carta 247 Fol. 2r°)

¡Qué feliz me siento de verme imperfecta y con tanta necesidad de la misericordia de Dios! Cuanto más humilde seas, tanto más feliz serás.

(Ult. conversaciones 20 VIII)

¡Y pensar que toda la vida me ha costado tanto rezar el rosario!

(Ult. conversaciones 29 VII)

Comprende que para amar a Jesús, para ser su víctima de amor, cuanto más débil se es –sin deseos ni virtudes– más cerca se está de las operaciones de este Amor consumidor y transformante... Con el solo deseo de ser víctima ya basta; pero es necesario aceptar ser siempre pobres y sin fuerzas, y eso es precisamente lo difícil, pues "al verdadero pobre de espíritu ¿quién lo encontrará?"

Es cierto lo que dices: las frescas mañanas han pasado ya para nosotras, ya no quedan flores que cortar, Jesús las ha cogido para sí. Tal vez algún día haga brotar otras nuevas; pero mientras tanto, ¿qué debemos hacer? Celina, Dios no me pide ya nada... Al principio me pedía una infinidad de cosas. Durante algún tiempo pensé que ahora, como Jesús no me pedía nada, tendría que caminar dulcemente en la paz y en el amor, haciendo solamente lo que él me pedía... Pero tuve una inspiración. Dice santa Teresa que es necesario alimentar el amor. Cuando estamos en tinieblas, en sequedades, la leña no se encuentra a nuestro alcance; pero ¿no tendremos que echar en él al menos unas pajitas? Jesús es lo bastante poderoso para alimentar él solo el fuego; sin embargo, le gusta vernos echar en él algo que lo alimente. Es éste un detalle que le agrada, y entonces arroja él al fuego mucha leña. A él nosotras no le vemos, pero sentimos la fuerza del calor del amor.

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Yo lo he visto por experiencia: cuando no siento nada, cuando soy incapaz de orar y de practicar la virtud, entonces es el momento de buscar pequeñas ocasiones, naderías que agradan a Jesús más que el dominio del mundo e incluso que el martirio soportado con generosidad. Por ejemplo, una sonrisa, una palabra amable cuando tendría ganas de callarme o de mostrar un semblante enojado, etc. ¿Comprendes? No es para labrar mi corona, para ganar méritos, es por agradar a Jesús... Cuando tengo ocasiones, quiero al menos decirle muchas veces que le amo. Esto no resulta difícil, y alimenta el fuego; aun cuando me pareciese que está apagado ese fuego del amor, me gustaría echar en él alguna cosa, y Jesús podría entonces reavivarlo. Celina, temo no haberte dicho lo que debiera. Tal vez pienses que yo hago siempre esto que digo. Pues no, no siempre soy fiel. Pero no me desanimo nunca, me abandono en los brazos de Jesús. La gotita de rocío se hunde más adentro en el cáliz de la Flor de los campos y allí encuentra todo lo que ha perdido, y mucho más.

(Carta 143)

No me sorprende que no entiendas nada de lo que ocurre en tu alma. Un niño pequeño completamente solo en el mar, en una barca perdida en medio de las olas borrascosas ¿podrá saber si está cerca o lejos del puerto? Mientras sus ojos divisan todavía la orilla de donde zarpó, sabe cuánto camino lleva recorrido y, al ver alejarse la tierra, no puede contener su alegría infantil. ¡Pronto –se dice a sí mismo– llegaré al final del viaje! Pero cuanto más se aleja de la playa, más vasto parece también el océano. Entonces la ciencia del niñito se ve reducida a nada, y ya no sabe hacia dónde va su navecilla. Como no sabe manejar el timón, lo único que puede hacer es abandonarse, dejar flotar la vela a merced del viento...

Dale gracias a Jesús. El te colma de sus gracias de elección. Si eres siempre fiel en agradarle en las cosas pequeñas, él se verá obligado a ayudarte en las grandes... Los apóstoles, sin Nuestro Señor, trabajaron toda la noche y no cogieron ni un solo pez; pero su

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trabajo era grato a Jesús. El quería demostrarles que sólo él puede darnos algo. Quería que los apóstoles se humillasen... "Muchachos –les dice–, ¿tenéis algo que comer?" "Señor –respondió san Pedro– nos hemos pasado toda la noche bregando y no hemos cogido nada". Tal vez, si hubiese cogido algunos pececillos, Jesús no hubiese hecho el milagro; pero no tenía nada, por eso Jesús le llenó en seguida la red, de suerte que casi se rompía. Así es Jesús: da como Dios, pero exige la humildad del corazón...

Aunque yo hubiese realizado todas las obras de san Pablo, seguiría creyéndome un "siervo inútil"; y eso es precisamente lo que constituye mi alegría, pues, al no tener nada, lo recibiré todo de Dios. Cuando cometo una falta que me pone triste, sé muy bien que esa tristeza es la consecuencia de mi infidelidad. ¿Pero crees que me quedo en eso? ¡No, no soy tan tonta! Corro a decirle a Dios: Dios mío, sé que he merecido este sentimiento de tristeza, pero déjame que te lo ofrezca igualmente como una prueba que me envías con amor. Lamento mi pecado, pero me alegro de poder ofrecerte este sufrimiento.

También yo tengo debilidades, pero me alegro de ello. Tampoco yo estoy siempre por encima de las naderías de la tierra. Por ejemplo, si me da rabia por una tontería que he dicho o que he hecho, me recojo en mi interior y me digo a mí misma: ¡Vaya, sigo todavía en el mismo punto que antes! Pero me lo digo con gran suavidad y sin tristeza. ¡Es tan bueno sentirse uno débil y pequeño!

Es reconocer la propia nada y esperarlo todo de Dios, como un niño lo espera todo de su padre; es no preocuparse por nada, ni siquiera por ganarse la vida. Hasta en las casas de los pobres se da al niño todo lo que necesita; pero en cuanto se hace mayor, su padre se niega ya a alimentarlo y le dice: Ahora trabaja, ya puedes arreglártelas por tu cuenta. Precisamente por no oír eso, yo no he querido hacerme mayor, sintiéndome incapaz de ganarme la vida, la vida eterna del cielo. Así que seguí siendo pequeñita, sin otra

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ocupación que la de recoger flores, las flores del amor y del sacrificio, y ofrecérselas a Dios para su recreo.

Ser pequeño es también no atribuirse a uno mismo las virtudes que se practican, creyéndose capaz de algo, sino reconocer que Dios pone ese tesoro en la mano de su hijito para que se sirva de él cuando lo necesite; pero es siempre el tesoro de Dios. También es no desanimarse por las propias faltas, pues los niños caen a menudo, pero son demasiado pequeños para hacerse mucho daño.

No hay que alimentar voluntariamente pensamientos de orgullo. Si, por ejemplo, me dijese a mí misma: "He adquirido tal virtud y estoy segura de poder practicarla", eso sería apoyarse en las propias fuerzas, y cuando se hace eso, se corre el peligro de caer al abismo. Pero si soy humilde, si soy siempre pequeña, tendré el derecho de hacer pequeñas travesuras hasta el día de mi muerte sin ofender a Dios. Mira, los niños: están siempre rompiendo cosas, rasgándolas, cayéndose, a pesar de querer mucho a sus padres. Cuando yo caigo de esa manera, compruebo todavía más mi propia nada y me digo a mí misma: ¿Qué no haría yo, a qué extremos no llegaría, si me apoyase en mis propias fuerzas...?

¡Qué hermoso será conocer en el cielo todo lo que ocurrió en el seno de la Sagrada Familia! Cuando el Niño Jesús empezó a ser mayorcito, al ver ayunar a la Santísima Virgen, tal vez le diría: "A mí también me gustaría ayunar". Y la Santísima Virgen le contestaría: "No, Jesusito, tú eres todavía demasiado pequeño, no tienes fuerzas". O quizás no se atrevía a negárselo. ¿Y san José? ¡Ay, cuánto lo quiero! El no podía ayunar, debido a su trabajo. Lo veo acepillar, y después secarse la frente de vez en cuando. ¡Qué sencilla me parece que debió de ser la vida de los tres!

Lo que me hace mucho bien, cuando pienso en la Sagrada Familia, es imaginármela llevando una vida totalmente ordinaria. No

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todo eso que se nos cuenta y todo eso que se supone. Por ejemplo, que el Niño Jesús hacía pajaritos de barro y después, soplando sobre ellos, les daba la vida. No, el Niño Jesús no hacía milagros inútiles como ésos, ni siquiera por complacer a su Madre. Y si no, ¿por qué no fueron transportados a Egipto en virtud de un milagro, que, por lo demás, habría sido tan necesario y tan fácil para Dios? En un abrir y cerrar de ojos habrían llegado. Pero no, en su vida todo discurrió como en la nuestra.

Los pequeños serán juzgados con gran benignidad. Y se puede muy bien ser pequeño hasta en los cargos más temibles, aun viviendo muchos años. Si yo muriese a los 80 años, si hubiese estado en China, o en cualquier otra parte, estoy segura de que moriría tan pequeña como hoy. Y está escrito que al final "el Señor se pondrá en pie para salvar a los humildes de la tierra". No dice juzgar, sino salvar...

¡Y pensar que, si Dios nos diese el universo entero con todos sus tesoros, eso no sería comparable con el más ligero sufrimiento! ¡qué gracia tan grande cuando por la mañana nos sentimos sin ánimo y sin fuerzas para practicar la virtud! Ese es el momento de poner el hacha a la raíz del árbol. En vez de perder el tiempo en reunir unas pocas pepitas de oro, extraemos diamantes, ¡y qué ganancia al final de la jornada...! Es cierto que a veces nos despreocupamos durante algunos instantes de acumular nuestros tesoros. Ese es un momento peligroso, pues se ve una tentada de mandarlo todo a paseo; pero con un acto de amor, aun no gustado, todo queda reparado, y con creces: Jesús sonríe, nos ayuda, sin parecer que lo hace, y nuestro débil amor enjuga las lagrimas que los malos le hacen derramar. El amor todo lo puede: las cosas más imposibles no le parecen difíciles. Jesús no mira tanto la grandeza de las obras, ni siquiera su dificultad, cuanto el amor con que se hacen.

Te equivocas si crees que tu Teresita recorre siempre ilusionada el camino de la virtud. Ella es débil, muy débil y experimenta a diario

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esa triste realidad. Pero Jesús se complace en enseñarle, como a San Pablo, la ciencia de gloriarse en sus enfermedades. Es ésta una gracia muy grande, y pido a Jesús que te la enseñe, porque sólo ahí se encuentra la paz y el descanso del corazón. Cuando uno se ve tan miserable, no quiere ya preocuparse de si mismo y sólo mira a su único amado. Yo no conozco otro camino que "el amor" para llegar a la perfección. ¡Amar! ¡Qué bien hecho está para eso nuestro corazón...! A veces busco otra palabra para expresar el amor, pero en esta tierra de exilio las palabras son incapaces de emitir todas las vibraciones del alma, y tenemos que limitarnos a esa única palabra: "¡Amar!"...

[Pocos días antes de morir, mantiene esta conversación con su hermana:] Madre, es el camino de la infancia espiritual, el camino de la confianza y del total abandono. Quiero enseñarles esos medios tan sencillos que a mí me han dado tan buen resultado, decirles que aquí en la tierra sólo hay que hacer una cosa: arrojarle a Jesús las flores de los pequeños sacrificios, ganarle a base de caricias. Así le he ganado yo, y por eso seré tan bien recibida.

(Ultimas conversaciones, Julio)

¡Niño Jesús!, mi único tesoro, yo me abandono a tus divinos caprichos, y no quiero otra alegría que la de hacerte sonreír. Imprime en mí tu gracia y tus virtudes infantiles, para que en el día de mi nacimiento para el cielo los ángeles y los santos reconozcan en mí a tu pequeña esposa.

(Oraciones, 14)

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Humildad y abandono

Quiero abajarme con humildad y someter mi voluntad a la de mis hermanas, sin contradecirlas en nada y sin andar averiguando si tienen derecho o no a mandarme. Nadie, Amor mío, tenía ese derecho sobre ti, y sin embargo obedeciste, no sólo a la Virgen Santísima y a san José, sino hasta a tus mismos verdugos. Y ahora te veo colmar en la hostia la medida de tus anonadamientos. ¡Qué humildad la tuya, Rey de la gloria, al someterte a todos tus sacerdotes, sin hacer distinción alguna entre los que te aman y los que, por desgracia, son tibios o fríos en tu servicio...! A su llamada, tú bajas del cielo: pueden adelantar o retrasar la hora del santo sacrificio, que tú estás siempre pronto a su voz...

(Oraciones, 20)

¡Qué manso y humilde de corazón me pareces, Amor mío, bajo el velo de la blanca hostia! Ya no puedes abajarte más para enseñarme la humildad. Por eso, para responder a tu amor, yo también quiero desear que mis hermanas me pongan siempre en el último lugar y convencerme de que ése es precisamente mi sitio. Te ruego, divino Jesús, que me envíes una humillación cada vez que yo intente colocarme por encima de las demás. Yo sé bien, Dios mío, que al alma orgullosa tú la humillas y que a la que se humilla le concedes una eternidad gloriosa; por eso, quiero ponerme en el último lugar y compartir tus humillaciones, para «tener parte contigo» en el reino de los cielos.

(Oraciones, 20)

Pero tú, Señor, conoces mi debilidad. Cada mañana hago el propósito de practicar la humildad, y por la noche reconozco que he vuelto a cometer muchas faltas de orgullo. Al ver esto, me tienta el desaliento, pero sé que el desaliento es también una forma de orgullo. Por eso, quiero, Dios mío, fundar mi esperanza sólo en ti. Ya que tú lo puedes todo, haz nacer en mi alma la virtud que deseo. Para

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alcanzar esta gracia de tu infinita misericordia, te repetiré muchas veces: «¡Jesús manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo!».

(Oraciones, 20)

Al principio de mi vida espiritual, hacia los trece o catorce años, me preguntaba a mí misma qué progresos podría hacer más tarde, pues creía entonces imposible comprender mejor la perfección. No tardé en convencerme de que cuanto más adelanta uno en este camino, tanto más lejos se cree del término. Por eso, ahora me resigno a verme siempre imperfecta, y encuentro en ello mi alegría...

(Ms A Fol. 74v°)

Recuerdo que, durante el paseo que dimos por la playa, un señor y una señora me miraban correr feliz junto a papá y, acercándose, le preguntaron si era hija suya, y dijeron que era una niña muy guapa. Era la primera vez que yo oía decir que era guapa, y me gustó pues no creía serlo. Tú ponías gran cuidado, Madre querida, en alejar de mí todo lo que pudiese empañar mi inocencia, y sobre todo en no dejarme escuchar ninguna palabra por la que pudiese deslizarse la vanidad en mi corazón. Y como yo sólo hacía caso a tus palabras y a las de María, y vosotras nunca me habéis dirigido un sólo piropo, no di mayor importancia a las palabras y a las miradas de admiración de aquella señora.

(Ms A Fol. 21v°)

Con la nariz encima del libro, escuchaba todo lo que decían sobre mí. La vanidad se desliza muy fácilmente por el corazón… Una señora decía que yo tenía el pelo precioso; otra, al despedirse, creyendo que yo no la oía, preguntaba quien era aquella muchacha tan bonita. Y esas palabras, tanto más halagadoras cuanto que no se decían delante de mí, dejaban en mi alma una sensación de placer que me demostraba a las claras lo llena de amor propio que yo estaba.

¡Qué lástima me dan las almas que se pierden…! Es tan fácil extraviarse por los senderos floridos del mundo… Ciertamente, para

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un alma un tanto elevada, la dulzura que le ofrece va mezclada de amargura, y el vacío inmenso de los deseos nunca podrá llenarse con las alabanzas de un instante… Pero si mi corazón no se hubiese elevado hacia Dios desde su primer despertar, si el mundo me hubiese sonreído desde mi entrada en la vida, ¿qué habría sido de mí…?

(Ms A Fol. 40v°)

Hacía también grandes esfuerzos para no disculparme, lo que me resultaba muy difícil, especialmente con nuestra maestra, a quien no hubiera querido ocultar cosa alguna.

He aquí mi primera victoria, que no fue grande, pero me costó mucho.

– Se encontró roto un vasito colocado detrás de una ventana. Nuestra maestra, creyendo que había sido yo la que lo había dejado caer, me lo enseñó diciendo que otra vez pusiese más cuidado. Sin decir nada, besé el suelo, prometiendo luego ser más cuidadosa en adelante.

– A causa de mi poca virtud estas pequeñas prácticas me costaban mucho, y tenía que ayudarme pensando que en el juicio final todo llegaría a saberse. Me hacía esta reflexión: cuando se cumple con el propio deber, sin excusarse nunca, nadie lo sabe. Las imperfecciones, por el contrario se dejan ver enseguida...

(Ms A Fol. 75r°)

Me aplicaba, sobre todo, a la práctica de las pequeñas virtudes, por no tener facilidad en practicar las grandes. Así, por ejemplo, me gustaba doblar las capas que dejaban olvidadas las hermanas, y prestar a éstas los pequeños servicios que podía

(Ms A Fol. 75r°)

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Me fue dado también un gran amor a la mortificación; y este amor era tanto más grande, cuanto nada era lo que me permitían hacer para satisfacerlo... La única pequeña mortificación que yo hacía estando en el mundo, y que consistía en no apoyar la espalda cuando estaba sentada, me la prohibieron a causa de la propensión que tenía a encorvarme.

¡Ay! De haber obtenido permiso para hacer muchas penitencias, de seguro que mi ardor no hubiera durado mucho tiempo... Las solas penitencias que me concedían, sin yo pedirlas, consistían en mortificar mi amor propio, lo cual me aprovechaba mucho más que las penitencias corporales...

(Ms A Fol. 75r°)

Aquel día Jesús permitió que no fuese capaz de contener las lágrimas, y mis lágrimas no fueron comprendidas... De hecho, había ya soportado sin llorar pruebas mucho mayores, pero ayudada por una gracia poderosa. En cambio, el día 24, Jesús me dejó abandonada a mis propias fuerzas, y demostré cuán débiles eran éstas.

(Ms A Fol. 77r°)

[Después de que Celina, su hermana pequeña, entrase en su mismo convento...]

Ahora, no tengo ya ningún deseo, si no es el de amar a Jesús con locura... Mis deseos infantiles han desaparecido. Ciertamente, todavía hallo gusto en adornar con flores el altar del Niño Jesús. Pero desde que él mismo me dio la flor que yo deseaba, mi Celina querida, ya no deseo más: ella es el ramillete más encantador que yo le ofrezco...

No deseo tampoco ni el sufrimiento ni la muerte, aunque sigo amándolos a los dos; pero es el amor el único que me atrae... Durante mucho tiempo los deseé. Poseí el sufrimiento, y creí tocar la ribera del cielo, creí que la florecilla iba a ser cortada en su primavera... ¡Ahora, sólo el abandono me guía, no tengo otra brújula!...

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(Ms A Fol. 83r°)

¡Oh, no! No quisiera partir con la intención de gozar del fruto de mis trabajos. Si éste fuera mi propósito, no sentiría esta dulce paz que me inunda, y hasta sufriría, al no poder realizar mi vocación en las lejanas misiones.

Desde hace mucho tiempo no me pertenezco ya a mí misma, estoy entregada totalmente a Jesús; por lo tanto, él es libre de hacer conmigo lo que le plazca. Me dio la vocación del destierro completo, me hizo comprender todos los sufrimientos que en este destierro hallaría, preguntándome si estaba dispuesta a apurar este cáliz hasta las heces. Yo entonces me adelanté inmediatamente a coger la copa que Jesús me presentaba, pero él, retirando su mano, me dio a entender que se contentaba con la aceptación.

(Ms C Fol. 11r°)

...Él es, pues, muy dueño de servirse de mí para dar a un alma un buen pensamiento. Si creyese que este pensamiento me pertenece, sería como «el asno que llevaba las reliquias», el cual creía que los homenajes tributados a los santos iban dirigidos a él.

(Ms C Fol. 20r°)

No puedo decir que Jesús me lleve exteriormente por el camino de las humillaciones. Se contenta con humillarme en el fondo del alma. A los ojos de las criaturas todo me sale bien, sigo el camino de los honores, en cuanto es posible dentro de la religión.

Comprendo que conviene que yo ande por este camino, que parece tan peligroso, no por mi bien, sino por el bien de las demás. En efecto, si yo pasase a los ojos de la comunidad por una religiosa llena de defectos, incapaz, sin inteligencia ni discreción, os sería imposible, Madre mía, serviros de mi ayuda. Ved por qué Dios ha echado un velo sobre mis defectos interiores y exteriores.

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Este velo me vale a veces algunos cumplidos por parte de las novicias. Estoy segura de que no lo hacen por adulación, sino que es pura expresión de sus sentimientos ingenuos. Verdaderamente, esto no sería capaz de inspirarme vanidad, pues traigo de continuo presente en la memoria el recuerdo de lo que soy.

(Ms C Fol. 26v°)

Un día en que deseaba particularmente ser humillada, una novicia se encargó tan bien de satisfacerme, que enseguida pensé en Semeí, maldiciendo a David, y me dije a mí misma: Sí, es el Señor el que le ordena decirme todas estas cosas... Y mi alma saboreó deliciosamente el alimento amargo que tan abundantemente se le servía.

Así es como el Señor se digna cuidarme. No siempre puede darme el pan confortante de la humillación exterior, pero de vez en cuando permite que me alimente con las migajas que caen de la mesa DE LOS HIJOS. ¡Ah, qué grande es su misericordia! ¡Sólo en el cielo podré cantarla cumplidamente!

Jesús se complace en mostrarme el único camino que conduce a esa hoguera divina. Este camino es el abandono del niñito que se duerme sin miedo en brazos de su padre. "El que sea pequeñito, que venga a mí" dijo el Espíritu Santo por boca de Salomón. Y ese mismo Espíritu de amor dijo también que "a los pequeños se les compadece y perdona". Y, en su nombre, el profeta Isaías nos revela que en el último día "el Señor apacentará como un pastor a su rebaño, reunirá a los corderitos y los estrechará contra su pecho". Y como si todas esas promesas no bastaran, el mismo profeta, cuya mirada inspirada se hundía ya en las profundidades de la eternidad, exclama en nombre del Señor: "Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo, os llevaré en brazos y sobre mis rodillas os acariciaré".

Ante un lenguaje como éste, sólo cabe callar y llorar de agradecimiento y de amor... Si todas las almas débiles e imperfectas

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sintieran lo que siente la más pequeña de todas las almas, el alma de tu Teresita, ni una sola perdería la esperanza de llegar a la cima de la montaña del amor, pues Jesús no pide grandes hazañas, sino únicamente abandono y gratitud como dijo en el salmo XLIX: "No aceptaré un becerro de tu casa ni un cabrito de tus rebaños, pues la fieras de la selva son mías y hay miles de bestias en mis montes; conozco todos los pájaros del cielo... Si tuviera hambre, no te lo diría, pues el orbe y cuanto lo llena es mío. ¿Comeré yo carne de toros, beberé sangre de cabritos? Ofrece a Dios sacrificios de alabanza y de acción de gracias".

He aquí, pues, todo lo que Jesús exige de nosotros. No tiene necesidad de nuestras obras, sino sólo de nuestro amor. Porque ese mismo Dios que declara que no tiene necesidad de decirnos si tiene hambre, no vacila en mendigar un poco de agua a la Samaritana. Tenía sed... Pero al decir: "Dame de beber", lo que estaba pidiendo el Creador del universo era el amor de su pobre criatura. Tenía sed de amor.

Lo que nadie envidia es el último lugar. Y este último lugar es lo único que no es vanidad y aflicción de espíritu... Sin embargo, "el hombre no es dueño de su camino", y a veces comprobamos con sorpresa que estamos deseando lo que brilla. Entonces, coloquémonos humildemente entre los imperfectos, considerémonos almas pequeñas a las que Dios tiene que sostener a cada instante. Cuando él nos ve profundamente convencidas de nuestra nada, nos tiende la mano; pero si seguimos tratando de hacer algo grande –aunque sea bajo pretexto de celo– Jesús nos deja solas. "Cuando parece que voy a tropezar, tu misericordia, Señor, me sostiene" (Salmo XCIII). Sí, basta con humillarse, con soportar serenamente las propias imperfecciones. ¡He ahí la verdadera santidad!

Tu Teresa no se encuentra en este momento en las alturas, pero Jesús le enseña a sacar provecho de todo, del bien y del mal que halla en ella. Le enseña a jugar a la banca del amor, o, mejor no, él juega por ella sin decirle cómo se las arregla, pues eso es asunto suyo y no

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de Teresa. Lo único que ella tiene que hacer es abandonarse, entregarse sin reservarse nada para sí, ni siquiera la alegría de saber cuánto rinde su banca.

Para encontrar una cosa escondida, hay que esconderse también uno mismo. Nuestra vida ha de ser, pues, un misterio. Tenemos que parecernos a Jesús, al Jesús cuyo rostro estaba escondido... "¿Queréis aprender algo que os sea útil? –dice la Imitación–. Gustad de ser ignorados y tenidos en nada". Y en otra parte: "Después de haberlo dejado todo, es necesario dejarse, sobre todo, a sí mismo". "Que éste se gloríe de una cosa, aquel de otra. En cuanto a vosotros, no pongáis vuestro gozo sino en el desprecio de vosotros mismos".

"Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables"(san Pablo). Lo único, pues, que tenemos que hacer es rendir nuestra alma, abandonársela a nuestro gran Dios. ¿Qué importa, entonces, que carezca de los dones que brillan al exterior, si dentro de ella resplandece el Rey de reyes con toda su gloria?

Cuando no se nos comprende o se nos juzga desfavorablemente, ¿a qué defendernos o dar explicaciones? Dejémoslo pasar, no digamos nada, ¡es tan bueno no decir nada, dejarse juzgar, digan lo que digan...! En el Evangelio no vemos que santa María Magdalena haya dado explicaciones cuando su hermana la acusaba de estarse a los pies de Jesús sin hacer nada. No dijo: "¡Si supieras, Marta, lo feliz que soy, si escucharas las palabras que yo estoy escuchando! Además, es Jesús quien me ha dicho que me esté aquí". No. Prefirió callarse. ¡Venturoso silencio, que da al alma tanta paz!

¡Qué bien que entiendo las palabras de Nuestro Señor a santa Teresa! "¿Sabes, hija mía, quienes son los que me aman de verdad? Los que reconocen que todo lo que no se refiere a mí no es más que mentira» ¡Qué gran verdad me parece esto! Sí, fuera de Dios, todo es vanidad.

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Vanidad de vanidades y todo vanidad, vanidad de la vida que pasa. Cuanto más vivo, más verdad me parece que todo es vanidad sobre la tierra.

(Carta 58 Fol. 1v°)

Si mi alma no estuviese de antemano totalmente dominada por el abandono a la voluntad de Dios, si se dejase inundar por los sentimientos de alegría o de tristeza que se suceden tan rápidamente unos a otros en la tierra, sería una oleada de dolor muy amarga y no podría soportarla. Pero estas alternancias sólo llegan a rozar la superficie de mi alma... Siempre me ha gustado lo que Dios me daba. Hasta el punto de que, si me hubiese dado a escoger, yo habría escogido precisamente aquello, incluso las cosas que me parecían menos buenas y menos bonitas que las que tenían las demás. Mi corazón está lleno de la voluntad de Dios, y así, cuando se le echa algo encima, no penetra en el interior: es como una nadería que resbala fácilmente, como el aceite, que no puede mezclarse con el agua. Allá en lo hondo, vivo siempre en una paz profunda, que nada puede turbar. Los que corremos por el camino del amor creo que no debemos pensar en lo que pueda ocurrirnos de doloroso en el futuro, porque eso es faltar a la confianza y meternos a creadores.

¡Se siente una paz tan grande al saberse uno tan absolutamente pobre y al no contar más que con Dios!

(Ultimas conversaciones 6 VIII)

Yo nunca he obrado como Pilato, que se negó a escuchar la verdad. Yo siempre le he dicho a Dios: Dios mío, yo quiero escucharte; por favor, respóndeme cuando te digo humildemente: ¿Qué es la verdad? Haz que yo vea las cosas tal cual son y que nunca me deje engañar por las apariencias. Escucha una historia muy divertida: Un día después de mi toma de hábito, sor San Vicente de Paúl me encontró en la celda de nuestra Madre y exclamó: "¡Pero qué cara de bienestar! ¡Qué fuerte está esta chica! ¡Y qué gorda!" Yo

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me fui toda confusa por el cumplido, cuando hete aquí, que sor Magdalena me para delante de la cocina y me dice: «¡Pero en qué te estás convirtiendo, mi pobrecita sor Teresa del Niño Jesús! ¡Estás adelgazando a ojos vista! A ese paso, con ese semblante que hace temblar a cualquiera, no podrás guardar mucho tiempo la Regla." Yo no salía de mi asombro al escuchar, una tras otra, opiniones tan opuestas. Desde aquel momento, dejé de prestar la menor importancia a la opinión de las criaturas, y esta impresión se ha desarrollado en mí de tal manera, que actualmente tanto las censuras como los elogios resbalan sobre mí sin dejar la menor huella.

Hay sobre todo una frase luminosa para mí. Es esta: "callemos la palabra que pudiera enaltecernos". Es verdad, hay que guardarlo todo para Jesús con celoso cuidado... ¡Cuánto bien hace trabajar sólo por Jesús, absolutamente sólo por él! ¡Cómo se llena entonces el corazón y qué ligero se siente...!

[El 28 de julio sufre un clarísimo empeoramiento en su enfermedad: según propia confesión de la enferma, es el principio de los grandes sufrimientos. El médico estima que no pasará de la noche. En la celda próxima a la enfermería (donde se acuesta sor Genoveva, su enfermera) se prepara lo necesario para su amortajamiento, y el viernes 30 de julio, a las seis de la tarde, el Sr. Maupas le administra, por fin, la extremaunción y el viático.

Contra toda esperanza (empezando por la misma enferma: «No entiendo ya nada de mi enfermedad»), Teresa supera este trance. Estas alternativas la desorientan, pero ella se abandona totalmente:]

«Esta noche, cuando me dijisteis que el Sr. de Corniere creía que me quedaba todavía un mes o más de vida, no volvía de mi asombro; ¡hay una diferencia tan grande con lo de ayer, cuando decía que era necesario sacramentarme* ese mismo día! Pero esto me ha dejado sumida en una profunda calma.» «No deseo más morir que vivir. (...) Me gusta lo que él [Dios] hace.»

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[Teresa ha llegado a este abandono por pura gracia:] «Desde mi infancia me han encantado estas palabras de Job: “Aunque Dios me matara, seguiría esperando en él.” Pero he tardado mucho tiempo antes de llegar a este grado de abandono. Ahora ya estoy en él, Dios me ha hecho llegar a él. Me ha tomado en sus brazos y me ha puesto en él... »

[Reconoce con lucidez sus propias limitaciones y todas las humillaciones que se derivan de su estado de enferma grave: debilidad, llantos, impaciencia frente a una hermana inoportuna:] «¡Oh! ¡Cuán dichosa soy al verme imperfecta y con tanta necesidad de la misericordia de Dios en el momento de la muerte!»

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Sufrimiento y alegría

La víspera de estos días afortunados, [los días que comulgaba] María me tomaba sobre sus rodillas y me preparaba, como lo había hecho para mi primera comunión. Recuerdo que una vez me habló del sufrimiento, diciéndome que, probablemente, yo no andaría por este camino, sino que Dios me llevaría siempre en sus brazos como a una niña...

Al día siguiente, después de la comunión, me volvieron al pensamiento las palabras de María; sentí nacer en mi corazón un gran deseo de sufrir y, al mismo tiempo, la íntima convicción de que Jesús me tenía reservado un gran número de cruces. Me sentí inundada de tan grandes consuelos, que los considero como una de las mayores gracias que he recibido en mi vida.

El sufrimiento se convirtió para mí en sueño dorado. Adiviné los encantos que encerraba, y éstos, aun sin conocerlos todavía bien, me atraían fuertemente. Hasta entonces, había sufrido sin amar el sufrimiento; desde aquel día, sentí por él un verdadero amor.

¿Qué será, pues, cuando recibamos la Comunión en la eterna mansión del Rey de los cielos?... Allí no veremos ya acabarse nuestro gozo, ni sobrevendrá la tristeza de la partida, y para llevarnos un recuerdo, no nos será preciso raspar furtivamente las paredes santificadas con la presencia divina, puesto que su casa será la nuestra por toda la eternidad.

No quiere darnos su casa de la tierra; se contenta con enseñárnosla, para inducirnos a amar la pobreza y la vida escondida. La casa que nos reserva es su palacio de la gloria, donde ya no le veremos escondido bajo las apariencias de un niño o de una blanca hostia, sino tal cual es: ¡¡¡en el resplandor de su gloria infinita!...

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Ahora, sólo me falta hablar de Roma. Diré sólo las principales impresiones que sentí.

Una de las más dulces fue la que experimenté, y me hizo estremecer, a la vista del Coliseo.

Por fin, veía aquella arena donde tantos mártires habían derramado su sangre por Jesús.

Ya me disponía a besar la tierra que ellos habían santificado, pero ¡qué decepción! El interior no era más que un montón de escombros, que los peregrinos tenían que contentarse con mirar desde lejos, pues una barrera impedía la entrada. Por otra parte, nadie sintió la tentación de intentar penetrar por entre aquellas ruinas...

¿Valía la pena haber ido a Roma y quedarse sin bajar al Coliseo?... Aquello me parecía imposible. Ya no prestaba atención a las explicaciones del guía, un solo pensamiento me embargaba: bajar a la arena... (...)

Inmediatamente franqueamos la barrera, hasta la cual llegaban en aquel sitio los escombros y fuimos escalando las ruinas que se hundían bajo nuestros pies. (...)

Celina, más previsora que yo, había escuchado al guía, y se acordaba de que éste acababa de señalar un pequeño enlosado marcado con una cruz, diciendo que aquél era el lugar donde combatían los mártires. Se puso a buscarlo, y no tardó en encontrarlo. Arrodillándonos sobre aquella tierra sagrada, nuestras almas se fundieron en una misma oración...

Me palpitaba fuertemente el corazón al posar mis labios sobre el polvo purpurado con la sangre de los primeros cristianos. Pedí la gracia de ser también mártir por Jesús, ¡y sentí en el fondo del corazón que mi oración era escuchada!... (...)

También las catacumbas me dejaron una impresión muy dulce. Son tal y como me las había figurado al leer su descripción en la vida de los mártires.

(Ms A Fol. 60r°)

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Comprendí en qué consistía la verdadera gloria. Aquel cuyo reino no es de este mundo me reveló que la verdadera sabiduría consiste en «querer ser ignorada y tenida en nada» en «poner la propia alegría en el desprecio de sí mismas».

¡Ah! Como el de Jesús, deseaba que «mi rostro permaneciese verdaderamente escondido, que nadie me reconociese en la tierra: Tenía sed de sufrir y de ser olvidada...

¡Qué misericordioso ha sido el camino por donde Dios me ha llevado siempre! Nunca me ha hecho desear cosa que luego no me haya concedido. Por eso, su cáliz amargo me ha parecido delicioso...

(Ms A Fol. 71r°)

Así como los dolores de Jesús atravesaron como una espada el corazón de su divina Madre, así también sintieron nuestros corazones los sufrimientos de aquel a quien más tiernamente amábamos en la tierra...

Recuerdo que en el mes de junio de 1888, en el momento de sufrir nuestras primeras angustias, yo llegué a afirmar: «Sufro mucho, pero creo que puedo soportar todavía sufrimientos mayores.» No sospechaba entonces los que Dios me tenía reservados... No sabía que el 12 de febrero, un mes después de mi toma de hábito, nuestro padre querido bebería la más amarga, la más humillante de todas las copas...

¡Ah ! ¡¡¡Ese día ya no dije que podía sufrir todavía más!!!... Las palabras no pueden expresar nuestras angustias, por eso, no intentaré describirlas. Un día, en el cielo, nos gustará hablar de nuestras gloriosas tribulaciones. ¿No nos gozamos ya ahora de haberlas sufrido?... Sí, los tres años del martirio de papá me parecen los más amables, los más fructuosos años de toda nuestra vida. No los cambiaría por todos los éxtasis y revelaciones de los santos. Mi corazón rebosa de gratitud al pensar en este tesoro inestimable, capaz de despertar una santa envidia aun en los mismos ángeles de la corte celestial...

[carta de Teresa de Lisieux a su tío durante la enfermedad de su padre:] Pero sé muy bien por qué nos manda Dios esta prueba: para

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que ganemos el cielo. El sabe que nuestro padre es lo que más amamos en la tierra; pero sabe también que es necesario sufrir para alcanzar la vida eterna, y por eso nos prueba en aquellos que nos es más querido.

(Carta 68 Fol. 1v°)

¿ Y hay alguien a quien Dios ame en la tierra más que a mi querido papaíto…? La verdad es que yo no puedo creerlo… Hoy, además, él nos está dando la prueba de que no me equivoco, pues Dios prueba siempre a los que ama. Y estoy convencida de que Dios hace sufrir tanto en la tierra, a fin de que el cielo les parezca mejor a sus elegidos. El dice que, en el último día, enjugará todas las lágrimas de sus ojos. Y, sin duda alguna, cuántas más lágrimas haya que enjugar, tanto mayor será la alegría…

(Carta 68 Fol. 2r°)

Mi deseo de sufrir se vio colmado. No obstante, mi amor al sufrimiento no disminuyó. Por eso, bien pronto participó mi alma de los sufrimientos de mi corazón. La sequedad se hizo para mí, pan de cada día.

Y aún con estar privada de todo consuelo, me sentía la más feliz de las criaturas, pues veía cumplidos todos mis deseos.

(Ms A Fol. 73v°)

Querida hermanita, ya ves que también yo participo de tu alegría, que sé que es muy grande, pero sé también que los sacrificios no dejan de acompañarla. ¿Sería meritoria, sin ellos, la vida? No, ¿verdad que no? Por el contrario, las pequeñas cruces son las que constituyen toda nuestra alegría. Esas pequeñas cruces son más corrientes que las grandes, y preparan nuestro corazón para recibir éstas cuando así lo quiera nuestro Maestro. Sí, él y sólo él, escucha cuando nada nos responde... Sólo él dispone los acontecimientos de nuestra vida de destierro. Él es quien a veces nos ofrece el cáliz

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amargo. Pero nosotras no le vemos y él se esconde, oculta su mano divina, y no logramos ver más que a las criaturas. Entonces sufrimos, porque la voz de nuestro Amado no se deja oír y la de las criaturas parece despreciarnos.

Siempre miro el lado bueno de las cosas. Hay quienes se lo toman todo de la manera que más les hace sufrir. A mí me ocurre todo lo contrario. Cuando no tengo más que el sufrimiento puro, cuando el cielo se vuelve tan negro que no veo ni un solo claro entre las nubes, pues bien, hago de ello mi alegría... ¡Me pavoneo! Las humillaciones hacen que me sienta más gloriosa que una reina.

No esperaba sufrir así; sufro como un niño. No quisiera pedir nunca a Dios mayores sufrimientos. Si él hace que sean mayores, los soportaré gustosa y alegre, pues vendrán de su mano. Pero soy demasiado pequeña para tener fuerzas por mí misma. Si pidiese sufrimientos, serían sufrimientos míos, y tendría que soportarlos yo sola, y yo nunca he podido hacer nada sola.

¡Si supieras, Paulina, qué verdad tan grande es que en todos los cálices ha de mezclarse una gota de hiel! pero creo que las tribulaciones ayudan mucho a despegarse de la tierra y nos hacen mirar más allá de este mundo. Aquí abajo nada puede llenarnos, solo podemos gustar un poco de reposo cuando estamos dispuestos a cumplir la voluntad de Dios. Solo deseo una cosa: sufrir siempre por Jesús. La vida pasa tan deprisa que, realmente vale más lograr una corona muy bella con un poco de dolor, que una ordinaria sin dolor. ¡Cuando pienso que por un solo sufrimiento soportado con alegría se amará mejor a Dios durante toda la eternidad!... ¡además, con el sufrimiento podemos salvar almas!...

“En Ti, Señor, esperaré”. En los días de nuestras grandes pruebas, ¡cómo me gustaba recitar este versículo!

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(Ultimas conversaciones 23 VII)

La vida está llena de sacrificios, es cierto. Pero ¡qué dicha! ¿No es mejor que nuestra vida –que es una noche pasada en una mala posada– se pase en un hotel completamente malo que no en uno que lo sea solo a medias...?

La vida, a menudo, resulta pesada. ¡Cuánta amargura, pero cuánta dulzura también! Sí, la vida cuesta, es duro comenzar un día de trabajo. ¡Y si al menos se sintiese a Jesús...! ¡Por El todo se haría a gusto! pero no... Él parece estar a mil leguas, estamos solas con nosotras mismas. ¡Y qué enojosa resulta la compañía cuando no está Jesús! ¿Pero qué hace, entonces, este dulce Amigo? ¿No ve nuestra angustia y el peso que nos oprime? ¿dónde está? ¿Por qué no viene a consolarnos, puesto que no tenemos otro amigo? Pero no..., él no está lejos. Está muy cerca y nos mira y nos mendiga esta tristeza, esta agonía... La necesita para las almas, para nuestra alma: ¡quiere darnos tan hermosa recompensa, es tan grande lo que él anhela para nosotras...! pero ¿cómo podrá él decir un día: "Ahora me toca a mí" si aún no ha llegado nuestro turno, si todavía no le hemos dado nada?

A él le duele mucho abrevarnos de tristezas, pero sabe que esa es la única forma de prepararnos a "conocerle como él se conoce y a convertirnos nosotras mismas en dioses". ¡Oh, qué destino! ¡qué grande es nuestra alma...! Elevémonos por encima de lo que es pasajero, mantengámonos a distancia de la tierra. Allá arriba el aire es puro. Jesús se esconde, pero se le adivina... Derramando lágrimas, enjugamos las suyas, y la Santísima Virgen sonríe.

Esta mañana leí un pasaje del evangelio donde se dice: "No he venido a traer paz, sino espada". No nos queda, pues, más que luchar. Cuando no tenemos fuerzas para ello, Jesús combate por nosotras... Pongamos juntas el hacha a la raíz del arbol...

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¿Por qué buscar felicidad en la tierra? Te confieso que mi corazón tiene una sed ardiente de ella, pero ve muy claro este pobre corazón que ninguna criatura es capaz de apagar su sed. Al contrario, cuanto más bebe de esa fuente encantada, más ardiente se hace su sed... Yo conozco otra fuente, de la que, después de haber bebido, se tiene todavía sed, pero una sed que no es ansiosa, sino al contrario, muy sosegada, porque tiene donde satisfacerse. ¡Esta fuente es el sufrimiento conocido solo por Jesús...!

¿Cómo se las habrá arreglado Jesús para desligar así nuestras almas de todo lo creado? Sí, nos ha infligido un golpe muy duro, pero es un golpe de amor. Dios es digno de admiración, pero sobre todo es digno de amor. Amémosle, pues..., amémosle lo bastante como para sufrir por él todo lo que él quiera, incluso los dolores del alma, las arideces, las angustia, las frialdades aparentes... ¡Es gran amor amar a Jesús sin sentir la dulzura de este amor...! ¡Es un verdadero martirio...! Pues bien, ¡muramos mártires! (...) ¿entiendes? Es el martirio ignorado, sólo conocido por Dios, que el ojo de la criatura no puede descubrir, martirio sin honor, sin triunfos...

(Carta 94)

Confieso que esta palabra "paz" referida al sufrimiento me parecía un poco fuerte; pero el otro día, reflexionando sobre ello, encontré el secreto para sufrir en paz... Quien dice paz no dice alegría, o al menos alegría sensible... Para sufrir en paz, basta con querer todo lo que Jesús quiera. Para ser la esposa de Jesús es necesario parecerse a Jesús, ¡y Jesús está todo El sangrante, está coronado de espinas...!

El amor se alimenta de sacrificios. Cuantas más satisfacciones naturales se niega a sí misma el alma, tanto más fuerte y desinteresada se hace su ternura.

(Ms C Fol. 21r°)

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[Se mantiene como una enferma normal, igual que las demás, «que no piensa en muchas cosas»:] «Hermanitas mías, rogad por los pobres moribundos. ¡Si supieseis lo que se sufre! ¡Qué poco basta para perder la paciencia! (...) Tiempo atrás no lo hubiera creído» [Le preguntan: «¿Cómo lleváis ahora vuestra pequeña vida?:] ó ¡Mi pequeña vida es sufrir, y nada más!»

[Sin embargo, con una jovialidad no fingida («aborrece el fingimiento»), se esfuerza por atenuar lo que puede haber de dramático en su estado y que abruma a sus hermanas. No se respira una atmósfera triste en esta enfermería: «En cuanto a su moral, es siempre la misma, la jovialidad en persona, haciendo reír a todos los que se le acercan.» «Hay momentos en que se pagaría por estar cerca de ella» «Creo que morirá riendo, tan alegre está.» Estas, y parecidas cosas, escribe a sus padres sor María de la Eucaristía en sus boletines sanitarios.

Juegos de palabras, «bromas» diversas, imitaciones, humorismo acerca de sí misma y de la impotencia de los médicos. Teresa posee un repertorio variado que expresa el fondo de su naturaleza y de su caridad fraterna. La fuente de su alegría mana de su aceptación total de la voluntad de «papá Dios», a quien ella irá pronto a ver cara a cara]. «No os entristezcáis por verme enferma, Madrecita mía, pues ya veis lo dichosa que me hace Dios. Estoy siempre alegre y contenta.»

Cuando Jesús me deje en la ribera bendita del Carmelo, quiero entregarme a él por entero, no quiero vivir más que para él. No, no temeré sus golpes, porque hasta en los más amargos sufrimientos, siento siempre que es su dulce mano la que golpea.

(Carta 43 B Fol. 2r°)

[Escribe a su tía:] Yo quisiera, en este día de su santo, quitarle todas las tristezas y cargar sobre mí todas sus penas. Así se lo pedía hace un momento a Aquel cuyo corazón late al unísono con el mío; y

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comprendí que lo mejor que él podía darnos era el sufrimiento, que no lo da más que a sus amigos predilectos. Y esta respuesta me hacía ver que no estaba siendo escuchada, pues veía que Jesús amaba demasiado a mi querida tía para quitarle la cruz…

(Carta 67 Fol. 2r°)

¡Qué sed tengo del cielo, donde amaremos a Jesús sin reservas…! pero para llegar allá, hay que sufrir y llorar… Pues bien, yo quiero sufrir todo lo que le plazca a Jesús, quiero dejarle hacer lo que quiera con su pelotita.

(Carta 79 v°)

[Carta de Teresa de Lisieux a su hermana Celina en un momento en que su hermana pasaba por grandes pruebas interiores y exteriores:] Celina, Jesús tiene que amarte con un amor muy especial para probarte de esta manera ¿sabes que casi estoy celosa? A los que más aman, más les da, a los que aman menos les da menos…

(Carta 81)

¡Ay, cuánto cuesta darle a Jesús lo que pide…! ¡Y qué suerte que cueste…!

(Carta 82 v°)

¿Sabes una cosa? Esta pena que tengo hoy, yo la miro como algo dispuesto por Jesús. Porque él se complace en sembrar así de pequeñas penas de nuestra vida…

(Carta 98)

Las tribulaciones de Jesús. ¡Qué misterio! ¿O sea, que también él tiene tribulaciones? Sí, claro que las tiene, y a menudo se encuentra sólo pisando el vino en el lagar. Busca consoladores y no los

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encuentra… Muchos sirven a Jesús cuando los consuela, pero pocos le hacen compañía cuando Jesús duerme sobre las olas o cuando sufre en el huerto de la agonía…

(Carta 165 Fol. 2r°)

Sólo en querer que se haga la voluntad de Dios se encuentra el descanso, y fuera de esa amorosa voluntad no haríamos nada, ni para Jesús ni para las almas”.

(Carta 20)

Los grandes santos trabajaron por la gloria de Dios, pero yo, que no soy más que un alma muy pequeña, sólo trabajo por complacerle, y me sentiría feliz de soportar los mayores sufrimientos, aunque sólo fuese para hacerle sonreír una sola vez.

(Ultimas conversaciones 17 VII)

[Extracto de una conversación de Teresa de Liseux con su hermana, poco antes de morir:] ¡Ay, Madrecita, y qué tortillas, duras como suelas de zapatos, me han servido en mi vida! Creían que me gustaban así, totalmente resecas. Después de mi muerte habrá que poner mucho cuidado en no dar esa porquería a las pobres hermanas.

(Ultimas conversaciones 24 VII)

[A los pocos días le seguía comentando:]

Pues bien, Madrecita, esto es lo que han visto los ojos de las criaturas. Siempre les ha parecido que yo estaba bebiendo licores exquisitos, y era amargura. Digo amargura, pero no, porque mi vida no ha sido amarga, ya que he sabido convertir todas las amarguras en gozo y dulzura.

(Ultimas conversaciones 30 VII)

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[Y, al día siguiente, añadía:] He encontrado la felicidad y la alegría aquí en la tierra, pero únicamente en el sufrimiento, pues he sufrido mucho aquí abajo. Habrá que hacerlo saber a las almas.

(Ultimas conversaciones 31 VII)

Me contó que antes, para mortificarse, mientras comía pensaba en cosas repugnantes dice una hermana de Teresa de Lisieux …Pero después, me pareció más sencillo ofrecerle a Dios lo que me gustaba [respuesta de Teresa de Lisieux].

(Ultimas conversaciones 31 VIII)

Es muy fácil escribir cosas bonitas sobre el sufrimiento. Pero escribir no significa nada, ¡nada! ¡Hay que pasar por ello para saberlo…!

(Ultimas conversaciones 25 IX)

No, no es horroroso. A una víctima de amor no puede parecerle horroroso lo que su Esposo le envía por amor [Palabras de Teresa de Lisieux ante los inmensos dolores que sufría a causa de su enfermedad].

(Ultimas conversaciones 25 IX)

Jesús sufrió con tristeza… ¿Podría sufrir el alma sin tristeza…?

¡Los mártires sufrieron con alegría… y el rey de los mártires sufrió con tristeza…! Y la primera palabra de su agonía fue: “Me muero de tristeza” ¡Nuestro Señor tiene miedo a su cáliz amargo, tiene miedo de su santa vocación…! Esos miedos que me conturban puedo, pues, ofrecérselos… Nuestro Señor se conturba, tiene miedo… No conserva la sangre fría… ¡No permanece impasible…! Y yo me reprocho mis turbaciones…, mientras que Jesús me enseña que son meritorias… Jesús… siente rechazo… Siente rechazo y

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repugnancia ante su vocación sagrada… y su sangre fluirá de todos sus miembros como prueba de ese rechazo y de esas repugnancias… ¿Y me extraño yo de experimentar repugnancia ante las angustias de la naturaleza…? Nuestro Señor llega hasta el tedio, un sentimiento bien bajo en un alma generosa… Suprimamos los tedios y los sentimientos de abandono…, ¿y dónde quedarán nuestras pruebas? Y yo creía que no había que sufrir pobremente, miserablemente… “¡Dios nos libre, decía un santo, de sufrir noblemente, reciamente, generosamente!” Sin esa cruz íntima del desaliento, no lo olvidemos, todas las demás no serían nada… [Notas de un curso de retiro hecho por Teresa de Jesús].

(Notas del retiro, Primavera 1889)

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Locuras de amor

Sobre todo, crecía en el amor de Dios. Sentía en mi corazón impulsos hasta entonces desconocidos. A veces tenía verdaderos transportes de amor.

Una tarde, no sabiendo cómo manifestar a Jesús que le amaba y cuán grande era mi deseo de verle amado y glorificado por todas las partes, pensé con dolor que nunca podría él recibir del infierno un solo acto de amor. Entonces dije a Dios que, por complacerle, de buena gana me dejaría hundir en aquel antro, a fin de que también en ese lugar de blasfemia fuese eternamente amado... Estaba segura de que tal cosa no podía glorificarle, pues no desea más que nuestra felicidad, pero cuando se ama, se siente la necesidad de decir mil locuras.

Si hablaba así, no era porque el cielo no despertara mi deseo, sino porque en aquel momento mi cielo para mí era el amor, ¡y estaba convencida, como san Pablo, de que nada podría apartarme del objeto divino que me había hechizado!...

(Ms A Fol. 52v°)

¡Cuántas gracias pedí aquel día!... Me sentía verdaderamente REINA. Por eso, me aproveché de mi título para libertar a los cautivos y obtener el favor del Rey para sus súbditos ingratos. Deseaba, en una palabra, libertar a todas las almas del purgatorio y convertir a los pecadores...

Pedí mucho por mi Madre, por mis hermanas queridas..., por toda la familia, pero sobre todo por nuestro padrecito, tan probado y tan santo...

Me ofrecí a Jesús para que él cumpliese en mí perfectamente su voluntad sin que nunca las criaturas pusiesen en ello obstáculo,,,

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Este hermoso día pasó, al igual que pasan los más tristes, pues aun los más radiantes tienen una mañana. Pero deposité sin tristeza mi corona a los pies de la Santísima Virgen. Estaba segura de que el tiempo no sería capaz de arrebatarme mi felicidad.

(Ms A Fol. 77r°)

Ocho días después de mi toma de velo, se verificó el casamiento de Juana. Me sería imposible deciros, Madre mía querida, cuánto me instruyó su ejemplo acerca de las delicadezas que una esposa debe prodigar a su esposo. Escuchaba ávidamente todo lo que podía aprender a este respecto, pues no quería yo hacer menos por mi amado Jesús de lo que hacía Juana por Franeis, una criatura muy perfecta, sin duda, pero ¡criatura, al fin!...

Hasta me entretuve en componer una carta de invitación, para compararla con la suya. He aquí los términos en que estaba concebida:

CARTA DE INVITACIÓN PARA LAS BODAS DE SOR TERESA DEL NIÑO JESUS DE LA SANTA FAZ.

El Dios Todopoderoso Rey de Reyes y Señor de

Creador del Cielo y de señores, El Señor Luis

la tierra, Soberano Do- Martín, Propietario y

minador del Mundo, y Dueño de los Señoríos del

la Gloriosísima Virgen Sufrimiento y de la Humi-

María, Reina de la llación, y la Señora de

Corte celestial, tienen Martín, Princesa y Dama de

a bien participaros el Honor de la Corte Celestial,

Casamiento de su tienen a bien participaros el

Augusto Hijo, Jesús, Casamiento de su hija

con la Señorita Teresa Teresa, con Jesús, el

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Martín, ahora Señora y Verbo de Dios, segunda

Princesa de los reinos Persona de la Adorable

aportados en dote por Trinidad, que, por la

su Divino Esposo, a sa- operación del Espíritu

ber: la Infancia de Je- Santo, se hizo Hombre

sús y su Pasión, siendo e Hijo de María, la

sus títulos de nobleza: Reina de los Cielos

del Niño Jesús y de la

Santa Faz

No habiendo podido invitaros a la bendición Nupcial que les fue otorgada en la montaña del Carmelo, el 8 septiembre de 1890 (sólo fue admitida la corte celestial), se os suplica, no obstante, que acudáis a la Tornaboda, que se verificará Mañana, Día de la Eternidad, día en que Jesús, Hijo de Dios, vendrá sobre las Nubes del Cielo, con el resplandor de su Majestad, a juzgar a los Vivos y a los Muertos.

Siendo todavía incierta la hora, se os invita a que estéis preparados y a velar.

(Ms A Fol. 77r°)

¡Ah, perdóname, Jesús, si desvarío al exponer mis deseos, mis esperanzas, que rayan en lo infinito! Perdóname, ¡¡¡y cura a mi alma dándole todo lo que espera!!!...

Ser tu esposa, ¡oh, Jesús!, ser carmelita, ser por mi unión contigo madre de las almas, debiera bastarme... No es así... Ciertamente, estos tres privilegios constituyen mi vocación: Carmelita, Esposa y Madre.

Sin embargo, siento en mí otras vocaciones: Siento la vocación de GUERRERO, de SACERDOTE, de APOSTOL, de

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DOCTOR, de MARTIR. Siento, en una palabra, la necesidad, el deseo de realizar por ti, Jesús, las más heroicas acciones...

Siento en mi alma el valor de un cruzado, de un zuavo pontificio. Quisiera morir sobre un campo de batalla por la defensa de la Iglesia...

Siento en mí la vocación de SACERDOTE. ¡Con qué amor, oh, Jesús, te llevaría en mis manos cuando, al conjuro de mi voz, bajaras del cielo!... ¡Con qué amor te daría a las almas!... Pero, ¡ay! Aun deseando ser sacerdote, admiro y envidio la humildad de san Francisco de Asís, y siento la vocación de imitarle rehusando la sublime dignidad del sacerdocio.

(Ms B Fol. 2r°)

Un soldado no tiene miedo al combate, y yo soy un soldado.

(Ult conversaciones 8 VII)

¡Ah! A pesar de mi pequeñez, quisiera iluminar a las almas, como los profetas, los doctores.

Tengo la vocación de apóstol... Quisiera recorrer la tierra, predicar tu nombre, y plantar sobre el suelo infiel tu cruz gloriosa. Pero ¡oh, Amado mío!, una sola misión no me bastaría. Desearía anunciar al mismo tiempo el Evangelio en las cinco partes del mundo, y hasta en las islas más remotas...

Quisiera ser misionero, no sólo durante algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y seguir siéndolo hasta la consumación de los siglos...

Pero desearía, sobre todo, ¡oh, amadísimo Salvador mío!, derramar por ti hasta la última gota de mi sangre.../

¡El martirio! He aquí el sueño de mi juventud. Este sueño ha ido creciendo conmigo bajo los claustros del Carmelo... Pero siento que también ese sueño mío es una locura, pues no podría limitarme a

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desear un solo género de martirio... Para satisfacerme, necesitaría padecerlos todos...

Como tú, esposo mío adorado, quisiera ser flagelada y crucificada... Quisiera morir desollada como san Bartolomé... Quisiera ser sumergida en aceite hirviendo como san Juan. Desearía sufrir todos los suplicios infligidos a los mártires... Con santa Inés y santa Cecilia, quisiera presentar mi cuello a la espada, y con santa Juana de Arco, mi hermana querida, quisiera murmurar en la pira tu nombre, ¡OH!, JESÚS!...

Al pensar en los tormentos que padecerán los cristianos en tiempo del anticristo, mi corazón salta de gozo, y desearía que me fueran reservados tales tormentos...

¡oh!, Jesús mío!, ¿qué responderás a todas mis locuras?... ¿Hay acaso un alma más pequeña, más impotente que la mía?... Sin embargo, fue precisamente esta mi debilidad la que te movió, Señor, a colmar mis pequeños deseos infantiles, y la que te mueve hoy a colmar otros deseos míos más grandes que el universo.../

(Ms B Fol. 3r°)

Como estos deseos constituían para mí durante la oración un verdadero martirio, abrí un día las epístolas de san Pablo, a fin de buscar en ellas una respuesta. Mis ojos toparon con los capítulos XII y XIII de la primera epístola a los corintios...

Leí, en el primero, que no todos pueden ser apóstoles, profetas, doctores, etc...; que la Iglesia está compuesta de diferentes miembros, y que el ojo no podría ser, al mismo tiempo, mano.

La respuesta era clara, pero no colmaba mis deseos, no me daba la paz...

Sin desanimarme, seguí leyendo, y esta frase me reconfortó: «Buscad con ardor los DONES MAS PERFECTOS; pero voy a mostraros un camino más excelente». Y el apóstol explica cómo todos los dones, aun los más PERFECTOS, nada son sin el amor...

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Afirma que la caridad es el CAMINO EXCELENTE que conduce a Dios.

Había hallado, por fin, el descanso... Al considerar el cuerpo místico de la Iglesia, no me había reconocido en ninguno de los miembros descritos por san Pablo; o mejor dicho, quería reconocerme en todos...

La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia, tenía un cuerpo compuesto de diferentes miembros, no le faltaría el más necesario, el más noble de todos. Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que este corazón estaba ardiendo de AMOR.

Comprendí que sólo el amor era el que ponía en movimiento a los miembros de la Iglesia; que si el amor llegara a apagarse, los apóstoles no anunciarían ya el Evangelio, los mártires se negarían a derramar su sangre...

Comprendí que el AMOR encerraba todas las vocaciones, que el amor lo era todo, que el amor abarcaba todos los tiempos y todos los lugares... en una palabra, ¡Que el AMOR es eterno!...

Entonces, en el exceso de mi alegría delirante, exclamé: ¡oh, Jesús, amor mío!... Por fin, he hallado mi vocación, ¡Mi vocación es el AMOR!...

Sí, he hallado mi puesto en la Iglesia, y ese puesto, ¡oh!, Dios mío!, vos mismo me lo habéis dado...: en el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré todo... así mi sueño se verá realizado!!!...

(Ms B Fol. 3r°)

Acordándome de la súplica de Eliseo a su Padre Elías, cuando se atrevió a pedirle SU DOBLE ESPÍRITU, me presenté ante los ángeles y los santos, y les dije: «Soy la más pequeña de las criaturas. Conozco mi miseria y mi debilidad. Pero sé también cuánto gustan los corazones nobles y generosos de hacer el bien. Os suplico, pues, ¡oh, bienaventurados moradores del cielo!, os suplico que ME ADOPTEIS POR HIJA. Sólo vuestra será la gloria que me hagáis

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adquirir, pero dignaos escuchar mi súplica. Es temeraria, lo sé; sin embargo, me atrevo a pediros que me obtengáis: VUESTRO DOBLE AMOR»

Jesús, no puedo llevar más allá mi petición, temería verme agobiada bajo el peso de mis audaces deseos...

Lo que me disculpa es que soy una niña. Los niños no reflexionan sobre el alcance de sus palabras. Sin embargo, sus padres, por complacerles, hacen locuras, se tornan incluso débiles...

(Ms B Fol. 4r°)

¡Comprende a este juguetito de Jesús! Cuando es él, el dulce amigo, quien pincha a su pelota, el sufrimiento no es sino dulzura, ¡es tan dulce su mano...! Pero las criaturas... Las que me rodean son muy buenas, pero hay en ellas un "no sé qué" que me repele... No sé explicártelo, comprende a esta tu pobre alma. Sin embargo, me siento muy dichosa, dichosa de sufrir lo que Jesús quiere que sufra. Si no es él quien pincha directamente a su pelotita, sí que es él quien guía la mano que la pincha...

Si Jesús quiere dormir, ¿por qué se lo voy yo a impedir? Yo ya soy muy dichosa con que no se moleste por mí. Tratándome así, me demuestra que no soy para él una extraña, pues te aseguro que él no hace el menor gasto por darme conversación...

¡Si supieras qué indiferente quiero ser con las cosas de la tierra! ¿Qué me importan todas las bellezas creadas? Sería desdichada poseyéndolas. ¡Estaría tan vacío mi corazón...! Es increíble lo grande que me parece mi corazón cuando contemplo todos los tesoros de la tierra, pues veo claro que todos juntos no podrían llenarlos; ¡pero que pequeño me parece cuando contemplo a Jesús! ¡Quisiera amarle tanto...! ¡Amarle como nunca lo ha amado nadie...! Mi único deseo es hacer siempre la voluntad de Jesús, enjugar las lágrimas que le hacen derramar los pecadores.

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Reza por el pobre granito de arena. Que el grano de arena se mantenga siempre en su lugar, es decir, bajo los pies de todos; que nadie piense en él; que su existencia sea, por decirlo así, ignorada. El grano de arena no desea ser humillado, eso sería todavía demasiado glorioso, pues los demás se sentirían obligados a ocuparse de él. Tan solo desea una cosa: ser olvidado, ser tenido en nada. Pero desea ser visto por Jesús. Si las miradas de las criaturas no pueden abajarse hasta él, que al menos la Faz ensangrentada de Jesús se vuelva hacia él. No desea más que una mirada, ¡una sola mirada...! Si a un grano de arena le fuese posible consolar a Jesús, enjugar sus lágrimas, ¡aquí hay uno que quisiera hacerlo! ¡Que Jesús tome al pobre grano de arena y lo esconda en su Faz adorable...! Allí el pobre nada tendrá que temer, estará seguro de no volver a pecar.

No es, pues, el ingenio ni los talentos lo que Jesús vino a buscar a la tierra. Si se convirtió en la Flor de los campos, sólo fue para mostrarnos cómo le gusta la sencillez. El Lirio del valle no aspira más que a una gotita de rocío... Durante la noche de la vida deberás vivir oculta a toda mirada humana; pero cuando las sombras comiencen a declinar y la Flor de los campos se convierta en el gran Sol de la justicia, cuando venga a consumar su carrera de gigante, ¿podrá entonces olvidar a su gotita de rocío...? ¡De ninguna manera! Cuando él aparezca en su gloria, su compañera de destierro aparecerá también gloriosa. El Sol divino posará sobre ella uno de sus rayos de amor y, de pronto, la humilde gotita de rocío aparecerá ante los ojos maravillados de los ángeles y los santos, y brillará como un diamante precioso que, reflejando al Sol de la justicia, se tornará semejante a él. Pero esto no es todo. El Astro divino, al mirar a su gota de rocío, la atraerá hacia sí, y ella ascenderá como un ligero vapor e irá a clavarse por toda la eternidad en el seno del foco ardiente del amor increado, y vivirá para siempre unida a él. Así como en la tierra fue la fiel compañera de su destierro y de sus desprecios, así también en el cielo reinará eternamente con él...

¡Y qué asombrados quedarán entonces los que en este mundo tuvieron por inútil a la gotita de rocío...! Sin duda, tendrán una

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disculpa: no se les había revelado el don de Dios, no habían acercado su corazón al de la Flor de los campos y no habían escuchado estas palabras irresistibles: "Dame de beber". Jesús no llama a todas las almas a ser gotas de rocío. Quiere que haya licores preciosos que las criaturas puedan apreciar y que las alivien en sus necesidades. Pero para él se reserva una gota de rocío: ésa es su mayor ilusión...

"Es verdad –piensas tal vez–, pero en definitiva yo hago por Dios menos que las otras, tengo muchos menos consuelos, y por lo tanto menos méritos". "Mis planes no son vuestros planes", dice el Señor. El mérito no consiste en hacer mucho ni en dar mucho, sino más bien en recibir, en amar mucho... Se ha dicho que hay más felicidad en dar que en recibir, y es verdad; pero cuando Jesús quiere reservarse para sí la felicidad de dar, no sería educado negarse. Dejémosle tomar y dar todo lo que quiera. La perfección consiste en hacer su voluntad, y al alma que se entrega enteramente a él, el mismo Jesús la llama «su madre y su hermana» y toda su familia. Y en otra parte: "Si alguien me ama, guardará mi palabra –es decir, cumplirá mi voluntad–, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos en él nuestra morada". ¡Ay, Celina, qué fácil es agradar a Jesús, cautivar su corazón! Lo único que hay que hacer es amarle sin mirarse uno a sí mismo y sin examinar demasiado los propios defectos...

Me he formado del cielo una idea tan elevada, que a veces me pregunto cómo se las arreglará Dios, después de mi muerte, para sorprenderme. Mi esperanza es tan grande y es para mí motivo de tanta alegría –no por el sentimiento, sino por la fe, que necesitaré algo que supere todo pensamiento para saciarme plenamente. Preferiría vivir en eterna esperanza a sentirme decepcionada.

En fin, pienso ya desde ahora que, si no me siento suficientemente sorprendida, aparentaré estarlo por darle gusto a Dios. No habrá peligro alguno de que le haga ver mi decepción; sabré ingeniármelas para que él no se dé cuenta.

El 30 de agosto, colocada en un lecho rodante, Teresa es llevada por el claustro hasta la puerta del coro, que visita por última vez. Sor

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Genoveva se aprovecha para sacar la última fotografía de su hermana: muy enflaquecida, tratando de sonreír, Teresa deshoja rosas sobre el crucifijo que siempre lleva consigo.

Hermana querida, un día iremos al cielo para siempre. Y allí ya no habrá ni día ni noche como en la tierra… ¡Qué alegría! Caminemos en paz mirando al cielo, única meta de nuestros trabajos.

(Carta 90 Fol. 2r°)

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Gracias y pruebas

Recuerdo un sueño que debí tener por esta edad (6 años), y que se me grabó profundamente en la imaginación. Una noche soñé que salía a dar un paseo, yo sola, por el jardín. Al llegar al pie de la escalera que tenía que subir para llegar a él, me paré, sobrecogida de espanto. Delante de mí, cerca del emparrado, había un bidón de cal y sobre el bidón estaban bailando dos horribles diablillos con una agilidad asombrosa a pesar de las planchas que llevaban en los pies. De repente, fijaron en mí sus ojos encendidos y luego, en ese mismo momento, como si estuvieran todavía más asustados que yo, saltaron del bidón al suelo y fueron a esconderse en la ropería, que estaba allí enfrente. Al ver que eran tan poco valientes, quise saber lo que iban a hacer y me acerqué a la ventana. Allí estaban los pobres diablillos, corriendo por encima de las mesas y sin saber qué hacer para huir de mi mirada; a veces se acercaban a la ventana mirando nerviosos si yo seguía allí, y, al verme, volvían a echar a correr como desesperados.

Seguramente este sueño no tiene nada de extraordinario. Sin embargo, creo que Dios ha querido que lo recuerde siempre para hacerme ver que un alma en estado de gracia no tiene nada que temer de los demonios, que son unos cobardes, capaces de huir ante la mirada de un niño…

(Ms A Fol. 10v°)

El buen Padre me dijo también estas palabras, que se grabaron dulcemente en mi corazón: «Hija mía, que nuestro Señor sea vuestro superior y vuestro maestro de noviciado. »

Lo fue en efecto, y también mi director. No es que quiera decir con esto que mi alma se cerrase a mis superioras. ¡Ah, muy al contrario! Siempre procuré que fuese para ellas un libro abierto.

Pero nuestra Madre, por estar con frecuencia enferma, tenía poco tiempo para ocuparse de mí. Sé que me quería mucho y que

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hablaba lo mejor posible de mí. Sin embargo, Dios permitió que, sin darse cuenta, se mostrase MUY SEVERA para conmigo. No podía encontrarla a mi paso sin verme obligada a besar el suelo. Lo mismo sucedía en las raras conferencias espirituales que tenía con ella...

¡Qué gracia inestimable!... ¡Cómo obraba Dios visiblemente en la que estaba en su lugar!... ¿Qué hubiera sido de mí si, como creían las personas del mundo, yo hubiese sido «el juguete» de la comunidad?.. .

Tal vez, en lugar de ver a nuestro Señor en mis superioras, me habría fijado solamente en sus personas; y entonces mi corazón, tan bien guardado en el mundo, se habría aficionado humanamente.

(Ms A Fol. 80v°)

Había hecho con mucho fervor una novena preparatoria [al retiro espiritual de aquel año], a pesar del presentimiento íntimo que tenía, pues me parecía que el predicador, dedicado más a los grandes pecadores que a las almas religiosas, no iba a ser capaz de comprenderme. Dios, queriendo demostrarme que sólo él era el director de mi alma, se sirvió precisamente de este Padre, a quien solamente yo aprecié en la comunidad...

Sufría por entonces grandes inquietudes interiores de toda clase (hasta llegar a preguntarme a veces si existía un cielo). Estaba dispuesta a callar acerca de mi estado interior, por no saber cómo expresarme, pero apenas entré en el confesionario, sentí que mi alma se dilataba.

Después de haber pronunciado unas pocas palabras, fuí comprendida de un modo maravilloso, y hasta adivinada... Mi alma era como un libro abierto donde el Padre leía mejor que yo misma...

Me lanzó a velas desplegadas por los mares de la confianza y del amor, que me atraían tan fuertemente, pero por los que no me atrevía a navegar... Me dijo que mis faltas no desagradaban a Dios, que como representante suyo, y en su nombre, me aseguraba que Dios estaba muy contento de mí...

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¡Oh, qué dicha experimenté al escuchar estas consoladoras palabras!...

(Ms A Fol. 80v°)

Un día en que las dificultades parecían insuperables, le dije a Jesús durante mi acción de gracias: Sabéis, Dios mío, cuán vivo es mi deseo de conocer si papá ha ido derecho al cielo. No os pido que me habléis, dadme sólo una señal. Si sor A. de J. consiente en la entrada de Celina, o por lo menos no pone obstáculos, ésa será la respuesta de que papá ha ido derecho a unirse con vos.»

Esta hermana, como sabéis, Madre mía querida, juzgaba que tres éramos ya demasiadas, y por consiguiente se negaba a admitir a otra. Pero Dios, que tiene en su mano el corazón de las criaturas y lo maneja como quiere, cambió las disposiciones de esta hermana. La primera persona que encontré al salir de la acción de gracias fue ella precisamente. Me llamó con gesto amable, me dijo que subiese a estar con vos, y me habló de Celina con lágrimas en los ojos...

¡Ah, cuántos motivos tengo para dar gracias a Jesús, que supo colmar todos mis deseos!...

(Ms A Fol. 83r°)

Este año, el 9 de junio, fiesta de la Santísima Trinidad, recibí la gracia de comprender más que nunca cuánto desea Jesús ser amado.

Pensaba en las almas que se ofrecen como víctimas a la justicia de Dios a fin de desviar y atraer sobre sí los castigos reservados a los culpables. Esta ofrenda me parecía grande y generosa, pero estaba muy lejos de sentirme inclinada a hacerla.

«¡Oh, Dios mío!», exclamé desde el fondo de mi corazón, ¿sólo vuestra justicia recibirá almas que se inmolan como víctimas?... ¿No tiene también vuestro amor misericordioso necesidad de ellas?... En todas las partes es desconocido, rechazado. Los corazones a los que deseáis prodigárselo se vuelven hacia las

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criaturas, mendigando en su miserable afecto la felicidad, en lugar de arrojarse en vuestros brazos y aceptar vuestro amor infinito... (...)

¡Oh, Jesús mío, que sea yo esa víctima feliz, consumad vuestro holocausto con el fuego de vuestro divino amor!...

(Ms A Fol. 84v°)

¡Oh, Jesús! ¡Que no pueda yo revelar a todas las almas pequeñas cuán inefable es tu condescendencia!...

Siento que si, por un imposible, encontrases a un alma más débil, más pequeña que la mía, te complacerías en colmarla de favores mayores todavía, con tal que ella se abandonara con entera confianza a tu misericordia infinita.

(Ms B Fol. 5v°)

Permitió que mi alma se viese invadida por las más densas tinieblas, y que el pensamiento del cielo, tan dulce para mí, no fuese ya más que un motivo de combate y de tormento...

Esta prueba no debía durar sólo algunos días, algunas semanas, sino que había de prolongarse hasta la hora marcada por Dios, y... esa hora no ha sonado todavía...

Quisiera poder expresar lo que siento, pero, ¡ay de mí!, creo que es imposible. Es necesario haber caminado por este sombrío túnel para comprender su oscuridad. Sin embargo, voy a intentar explicarlo por medio de una comparación.

Me imagino haber nacido en un país cubierto de densa bruma. Nunca me ha sido dado contemplar el aspecto risueño de la naturaleza inundada de luz, transfigurada por el sol brillante. (...)

Me parece que las tinieblas, apropiándose la voz de los pecadores, me dicen, burlándose de mí: «Sueñas con la luz, con una patria aromada con los más suaves perfumes. Sueñas con la posesión eterna del Creador de todas estas maravillas. Crees poder salir un día de las brumas que te rodean. ¡Adelante! ¡Adelante! Gózate de la

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muerte, que te dará, no lo que tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada».

Madre amadísima, la imagen que he querido daros de las tinieblas que oscurecen mi alma es tan imperfecta como lo es un bosquejo comparado con el modelo. No obstante, no quiero extenderme más, temería blasfemar... Hasta tengo miedo de haber dicho demasiado...

(Ms C Fol. 5v°)

¡Ah, que Jesús me perdone, si le he disgustado! Pero él sabe muy bien que aun no gozando de la alegría de la fe, procuro al menos realizar sus obras. Creo haber hecho más actos de fe de un año a esta parte que en toda mi vida. Cada vez que se presenta el combate, cuando mi enemigo viene a provocarme, me porto valientemente. Sabiendo que batirse en duelo es una cobardía, vuelvo la espalda a mi adversario sin dignarme siquiera mirarle a la cara.

Pero corro a mi Jesús, le digo que estoy dispuesta a derramar hasta la última gota de mi sangre por confesar que existe un cielo. Le digo que me alegro de no gozar de ese hermoso cielo en la tierra a fin de que se lo abra él en la eternidad a los pobres incrédulos.

Así, a pesar de esta prueba, que me roba todo goce, aún puedo exclamar: «Señor, me colmáis de ALEGRIA con TODO lo que hacéis.» (Salmo XCI), Porque ¿hay, acaso, una alegría mayor que la de sufrir por vuestro amor?... Cuanto más íntimo es el sufrimiento, tanto menos aparece a los ojos de las criaturas, y tanto más os alegra a vos, ¡oh, Dios mío! Pero si, por un imposible, vos mismo tuvieseis que ignorar mi sufrimiento, yo me sentiría aún dichosa de padecerlo, si con él pudiese impedir o reparar un solo pecado cometido contra la fe...

(Ms C Fol. 7v°)

Madre mía amadísima, tal vez os parezca que exagero mi prueba. En efecto, si juzgáis por los sentimientos que expreso en las

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pequeñas poesías que he compuesto este año, debo de pareceros un alma llena de consuelos, para quien casi se ha rasgado el velo de la fe. Y sin embargo..., esto no es ya un velo para mí, es un muro que se alza hasta los cielos y cubre el firmamento estrellado.

Cuando canto la felicidad del cielo, la eterna posesión de Dios, no experimento alegría ninguna, porque canto simplemente lo que QUIERO CREER. Algunas veces, es verdad, un pequeño rayito de sol viene a esclarecer mis tinieblas; entonces la aprecia por un instante pero luego el recuerdo de este rayo de luz, en lugar de causarme gozo, hace más densas mis tinieblas.

Nunca he experimentado tan bien como ahora, ¡oh, Madre mía!, cuán dulce y misericordioso es el Señor. No me mandó esta prueba interior antes sino en el momento en que me encuentro con fuerzas para soportarla, pues de lo contrario, creo que me habría hundido en el desaliento... Ahora ella hace desaparecer todo lo que de satisfacción natural pudiera haber habido en el deseo que tenía del cielo... Madre amadísima, me parece que ahora ya nada me impide volar, pues no tengo ya grandes deseos, si no es el de amar hasta morir de amor... (9 de junio )

Madre mía querida, estoy asombradísima al ver lo que ayer os escribí. ¡Qué garabatos!... Mi mano temblaba de tal suerte, que me fue imposible continuar, y ahora lamento hasta haber intentado escribir.

(Ms C Fol. 7v°)

No desprecio los pensamientos profundos que alimentan al alma y la unen a Dios. Pero desde hace mucho tiempo he comprendido que no debe el alma apoyarse en ellos, ni hacer consistir la perfección en el hecho de recibir abundantes luces. Los más grandes pensamientos nada son sin las obras.

(Ms C Fol. 20r°)

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Debe pensar el alma que los demás pueden aprovecharse mucho de las luces que a ella se le conceden, si se humillan y testimonian a Dios su agradecimiento por permitirles tomar parte en el banquete de un alma a quien él se digna enriquecer con sus gracias. Pero si esta alma se complace en sus grandes pensamientos y hace la oración del fariseo, entonces viene a ser como una persona que se muere de hambre delante de una mesa bien provista, mientras que todos sus invitados disfrutan en ella de una abundante comida y hasta dirigen de vez en cuando una mirada de envidia al poseedor de tantos bienes.

¡Ah, qué verdad es que sólo Dios conoce el fondo de los corazones!... ¡Qué cortos son los pensamientos de las criaturas!... Cuando ven a un alma con más ilustraciones que las otras, enseguida deducen que Jesús las ama a ellas menos que a dicha alma, y que no pueden ser llamadas a la misma perfección.

(Ms C Fol. 20°)

[De cara a la muerte, torturada por los sufrimientos físicos, Teresa aspira al cielo con todas sus fuerzas: este cielo le parece «cerrado». Surgen, algunas breves confidencias a la Madre Inés:] «Es posible amar tanto a Dios y a la Santísima Virgen y tener estos pensamientos... Pero yo no me detengo en ellos.» Al ver por la ventana un «agujero negro» en el jardín: «En un agujero como ese me encuentro yo en cuanto al alma y en cuanto al cuerpo. ¡Ah, sí, qué tinieblas! Pero siento paz»

El 8 de septiembre, festeja, colmada de flores, el séptimo aniversario de su profesión. Llora de agradecimiento: Lloro por las delicadezas que Dios me dispensa. Exteriormente, me veo colmada de ellas y, sin embargo, interiormente sigo en la prueba..., pero también en la paz.»

Nuestro Señor quiere dejar «las ovejas fieles en el desierto». ¡Cuántas veces me dice esto...! El está seguro de ellas: no pueden descarriarse, porque están cautivas del amor. Por eso Jesús las priva de su presencia sensible para ofrecer sus consuelos a los pecadores.

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Y si las lleva al Tabor, es por breves instantes: los cuáles son, por lo regular, el lugar de su descanso. «Allí es donde él sestea a mediodía».

[Escribe a su hermana:] Mi alma sigue en el túnel, pero es muy feliz allí; sí, feliz de no tener ningún consuelo, porque pienso que así su amor no es como el amor de las prometidas de la tierra…

Pero la pobre prometida de Jesús sabe que ella ama a Jesús sólo por él, y sólo quiere mirar al rostro de su amado para sorprender en él las lágrimas que corren de los ojos que la han cautivado con sus secretos encantos…

(Cta 115 Fol. v°)

¡Pero qué dulce nos sonará un día, cuando salga de su boca, aquella palabra de Jesús: “Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas, y yo os transmito el reino como me lo transmitió mi Padre a mí”.

(Carta 165 Fol. 2r°)

La mañana de nuestra vida ya ha pasado, hemos gozado de las brisas perfumadas de la aurora, todo entonces nos sonreía, Jesús nos hacía sentir su dulce presencia. Pero cuando el sol cobró fuerza, el Amado "nos condujo a su jardín y nos hizo recoger la mirra" de la tribulación separándonos de todo y hasta de sí mismo. La mirra nos fortaleció con sus perfumes amargos, por eso Jesús nos hizo bajar de nuevo y ahora estamos en el valle y él nos conduce suavemente a lo largo de las aguas.

Muchas veces, sin que nosotros lo sepamos, las gracias y las luces que recibimos se las debemos a un alma escondida, porque Dios quiere que los santos se comuniquen la gracia unos a otros por medio de la oración, para que en el cielo se amen con un gran amor, con un

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amor todavía mucho mayor que el amor de la familia, hasta el de la familia más ideal de la tierra. ¡Cuántas veces he pensado si no deberé yo todas las gracias que he recibido a las oraciones de un alma que haya pedido por mí a Dios y a la que no conoceré más que en el cielo!

¿Y la Santísima Virgen? Escóndete a la sombra de su manto virginal para que Ella te virginice...¡Es tan blanca y tan hermosa la pureza...! ¡Dichosos los corazones puros, porque ellos verán a Dios...! Sí, le verán incluso en la tierra, donde nada es puro, pero donde todas las criaturas se vuelven limpias cuando se las mira a través de la Faz del más bello y más blanco de los lirios... Los corazones puros están a veces rodeados de espinas..., viven con frecuencia en tinieblas. Entonces esos lirios creen haber perdido su blancura, piensan que las espinas que los rodean han llegado a desgarrar su corola... ¿Entiendes...? Los lirios entre espinas son los predilectos de Jesús, ¡en medio de ellos encuentra El sus delicias...! ¡Dichoso el que ha sido hayado digno de sufrir la tentación!

[A un sacerdote que había pasado por un momento especial de pruebas y tentaciones interiores, le escribe:] Ahora que ha pasado la tormenta, doy gracias a Dios por haberle hecho pasar por ella, pues en los libros sagrados leemos estas hermosas palabras: “Dichoso el hombre que ha soportado la prueba”, y también: “Quien no ha sido probado, poco sabe…” En efecto, cuando Jesús llama a un alma a dirigir y a salvar a la multitud de otras almas, es muy necesario que le haga experimentar las tentaciones y las pruebas de la vida”.

(Carta 198 Fol. v°)

¡Y qué bien comprendo que yo me desalentaría si no tuviese fe! O mejor, si no amase a Dios.

(Ult. conversaciones 4 VIII)

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¡¡¡Sí!!! ¡Y qué gracia tener fe! Si no hubiese tenido fe, me habría quitado la vida sin dudarlo un instante. [Palabras de Teresa de Lisieux poco antes de morir después de pasar grandes sufrimientos físicos a causa de su enfermedad].

(Ult. conversaciones 22 IX)

¿Por qué se han de tener tales pensamientos cuando se ama tanto a Dios?

En fin… ofrezco estos tormentos tan grandes para alcanzar la luz de la fe a los pobres incrédulos y por todos los que viven alejados del credo de la Iglesia.

Lo sufro a la fuerza –dijo–, pero mientras los sufro no ceso de hacer actos de fe [palabras de Teresa de Lisieux a su hermana comentando las tentaciones contra el cielo que tuvo antes de morir].

(Ult. conversaciones VIII)

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Vocación

Luego, abriendo el Evangelio, mis ojos se encontraron con estas palabras: “Subió Jesús a una montaña y fue llamando a los que el quiso, y se fueron con él (Mc, 3, 13). He aquí el misterio de mi vocación, de mi vida entera, y, sobre todo, el misterio de los privilegios que Jesús ha querido dispensar a mi alma... El que no llama a los que son dignos, sino a los que él quiere, o, como dice san Pablo: Tendré misericordia de quien quiera y me apiadaré de quien me plazca. No es pues cosa del que quiere o del que se afana, sino de Dios que es misericordioso” (Romanos 9, 15-16).

(Ms A Fol. 2r°)

Mi entrada en mi Carmelo no era un sueño de niña que se deja entusiasmar fácilmente, sino la certeza de una llamada de Dios: quería ir al Carmelo sólo por Jesús.

(Ms A Fol. 25v°)

Un día fui a visitar a mi hermana al Carmelo y una monja, sor Teresa de San Agustín, no se cansaba de llamarme guapa. Yo no pensaba venir al Carmelo para recibir alabanzas; así que, después de la visita, no cesaba de repetirle a Dios que yo quería ser carmelita sólo por él.

(Ms A Fol. 26v°)

Pero la llamada divina era tan apremiante, que si hubiera tenido que pasar por entre llamas, lo habría hecho por ser fiel a Jesús… En fin, que si no hubiese tenido verdadera vocación, me hubiera vuelto atrás desde el primer momento, pues en cuanto empecé a responder a la llamada de Jesús me encontré ya con obstáculos.

(Ms A Fol. 49v°)

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Lo que no sabía era qué medio emplear para decírselo a papá… ¿Cómo hablarle de separarse de su reina, a él que acababa de sacrificar a sus tres hijas mayores…? ¡Cuántas luchas interiores no tuve que sufrir antes de sentirme con ánimos para hablar…! Sin embargo, tenía que decidirme. Iba a cumplir catorce años y medio, y sólo seis meses nos separaban de la hermosa noche de Navidad, en que había decidido ingresar a la misma hora en que el año anterior había recibido “mi gracia”.

Escogí el día de Pentecostés para hacerle a papá mi gran confidencia. Todo el día estuve suplicando a los santos apóstoles que intercedieran por mí y que me inspirarán ellos las palabras que habría de decir… ¿no eran ellos, en efecto, quienes tenían que ayudar a aquella niña tímida que Dios tenía destinada a ser apóstol de apóstoles por medio de la oración y el sacrificio…?

Hasta por la tarde, al volver de Vísperas, no encontré la ocasión de hablar a mi papaíto querido. Había ido a sentarse al borde del aljibe, y desde allí, con las manos juntas, contemplaba las maravillas de la naturaleza. El sol, cuyos rayos habían perdido ya su ardor, doraba las copas de los altos árboles, en los que los pajarillos cantaban alegres su oración de la tarde.

El hermoso rostro de papá tenía una expresión celestial. Comprendí que la paz inundaba su corazón. Sin decir una sola palabra, fui a sentarme a su lado, con los ojos bañados ya en lágrimas. Me miró con ternura, y cogiendo mi cabeza la apoyó en su pecho, diciéndome: “¿Qué te pasa, reinecita…? Cuéntamelo…” Luego, levantándose, como para disimular su propia emoción, echó a andar lentamente, manteniendo mi cabeza apoyada en su pecho.

A través de las lágrimas, le confié mi deseo de entrar en el Carmelo, y entonces sus lágrimas se mezclaron con las mías; pero no dijo ni una palabra para hacerme desistir de mi vocación. Simplemente se contentó con hacerme notar que yo era todavía muy joven para tomar una decisión tan grave.

Pero yo defendí tan bien mi causa, que papá, con su modo de ser sencillo y recto, quedó pronto convencido de que mi deseo era el

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de Dios; y con su fe profunda, me dijo que Dios le hacía un gran honor al pedirle así a sus hijas.

(Ms A Fol. 50r°)

Cuando fui a comunicar a mi tío la decisión que había tomado, lo hice temblando. Me prodigó las mayores muestras de ternura, pero no me dio permiso para irme; al contrario, me prohibió hablarle de mi vocación antes de cumplir los 17 años. Era un atentado a la prudencia humana, decía, dejar entrar en el Carmelo a una niña de 15 años. Siendo la vida de los carmelitas a los ojos del mundo una vida propia de filósofos, sería hacer un grave daño a la religión permitir que la abrazase una niña sin experiencia… Todo el mundo hablaría… etc, etc. Hasta llegó a decir que para decidirle a dejarme partir haría falta un milagro.

Vi claro que todos mis razonamientos serían inútiles, así que me fui con el corazón sumido en la más profunda amargura.

Mi único consuelo era la oración. Suplicaba a Jesús que hiciese el milagro que exigía mi tío, ya que sólo a ese precio podría yo responder a su llamada.

Antes de hacer brillar en mi alma un rayo de esperanza, Dios quiso enviarme un martirio sumamente doloroso, que duró tres días. Nunca como en aquella prueba comprendí de bien el dolor de la Santísima Virgen y de San José mientras buscaban al Niño Jesús. Me encontraba en un triste desierto, o mejor, mi alma parecía un frágil esquife, abandonado sin piloto a merced de las olas tempestuosas. Y como Jesús en el huerto de la agonía, me sentía sola, sin encontrar consuelo alguno ni en la tierra ni en el cielo. ¡¡¡Cómo si el mismo Dios me hubiese abandonado…!!!

(Ms A Fol. 51r°)

Paulina querida, hoy no puedo decirte todas las cosas que llenan mi corazón, no puedo coordinar mis ideas. A pesar de todo, me siento llena de ánimo, y estoy completamente segura de que Dios no

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me abandonará. Ahora, como me decía nuestro tío, va a empezar mi tiempo de prueba. Pide por mí, pide por tu Teresita. Tú sabes cuánto te quiere, tú eres su confidente. Necesitaría mucho verte, pero es un sacrificio más que ofreceré a Jesús. ¡No quiero negarle nada! Aun cuando me sienta triste y sola en la tierra, aún me queda él ¿Y no dijo Santa Teresa “sólo Dios basta”? [carta de Teresa de Lisieux a su hermana Paulina cuando tenía 14 años].

(Cta 27 Fol. 1v°)

Por fin, al cuarto día, que era sábado, día dedicado a la dulce Reina del cielo, fui a ver a mi tío. ¡Y cuál no sería mi sorpresa al ver que me miraba y que me hacía entrar en su despacho sin que yo le hubiese manifestado deseo alguno de hacerlo…! Empezó dirigiéndome tiernos reproches por portarme con él como si le tuviera miedo, y luego me dijo que no hacía falta pedir un milagro: que él solo había pedido a Dios que le diera una simple “inclinación del corazón”, y que había sido escuchado…

Ya no sentí la tentación de pedir un milagro, pues para mí el milagro ya estaba concedido: mi tío no era el mismo.

Sin hacer la menor alusión a la prudencia humana, me dijo que yo era una florecita que Dios quería cortar, y que él no seguiría oponiéndose a ello.

(Ms A Fol. 51v°)

[Para entrar en el Carmelo con 15 años, necesitaba un permiso. Viajó a Bayeux para pedírselo al Obispo].

Por primera vez en mi vida iba a hacer una visita sin ser acompañada por mis hermanas, y esta visita era ¡nada menos que a un Obispo! Yo, que no tenía nunca necesidad de hablar si no era para responder a las preguntas que se me hacían, iba a verme obligada a explicar por mí misma el motivo de mi visita, a exponer las razones que me impulsaban a solicitar la entrada en el Carmelo. En una palabra, iba a tener que demostrar la solidez de mi vocación.

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¡Ah, cuánto me costó hacer este viaje! Hubo de concederme Dios una gracia especialísima para poder vencer mi gran timidez... Es también mucha verdad que «el amor nunca halla imposibles, pues todo le parece posible. Sólo el amor de Jesús, ciertamente, podía hacerme vencer aquellas dificultades y las que siguieron, pues le pareció bien a Dios hacerme comprar el logro de mi vocación a costa de grandísimas tribulaciones...

¡Hoy, que gozo de la soledad del Carmelo (descansando a la sombra de aquel a quien tan ardientemente deseé), juzgo haber comprado mi dicha a muy bajo precio, y estaría dispuesta a soportar penas mucho mayores, si aún no la poseyera!

(Ms A Fol. 54r°)

[Ante la negativa del Obispo y dificultades que encuentra...].

¡Ah, qué pena tan grande sentía yo!... Me parecía que mi porvenir estaba roto para siempre. Cuanto más me acercaba al término, más veía embrollarse mis asuntos.

Mi alma estaba hundida en la amargura; pero también en la paz, pues no buscaba más que la voluntad de Dios.

(Ms A Fol. 55v°)

[Teresa viaja con su familia a Roma, y –como el Obispo no le dió el permiso– quiere aprovechar una audiencia con el Papa para pedírselo].

Sin embargo la confianza llenaba mi corazón. En el Evangelio de aquel día se leían estas palabras: «No temas, rebañito mío, porque ha sido del agrado de mi Padre darte su reino».

No, yo no temía. Esperaba que muy pronto sería mío el reino del Carmelo. No pensaba entonces en estas otras palabras de Jesús: «Os preparo mi reino como mi padre me lo preparó a mí». Es decir, te reservo cruces y tribulaciones; así te harás digna de poseer ese reino por el que suspiras. ¡Puesto que a Cristo le fue necesario sufrir,

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y por el sufrimiento entrar en su gloria, si deseas tener un sitio a su lado, bebe el cáliz que él mismo bebió!... Este cáliz me lo dío a beber el Santo Padre, y mis lágrimas fueron a mezclarse con la amarga bebida que se me ofrecía.

(Ms A Fol. 63r°)

¡El espectáculo de ver a mi padre anciano ofreciendo a su hija al Señor, cuando aún estaba en la primavera de la vida, tuvo que hacer sonreír a los ángeles…!

(Ms A Fol. 69r°)

[En la audiencia con el Papa...].

Yo me volví hacia mi amada Celina para conocer su opinión: ¡Habla!», me dijo ella. Un instante después me hallaba a los pies del Santo Padre. Tras de haber yo besado su sandalia, él me presentó su mano; pero en lugar de besarla, junté las mías, y levantando hasta los suyos mis ojos bañados en lágrimas, exclamé:

– «¡Santísimo Padre, tengo que pediros una gracia muy grande!...»

– Entonces, el Soberano Pontífice inclinó hacia mí su cabeza, de manera que su rostro casi pegaba con el mío, y vi sus ojos negros y profundos, que me miraban fijamente y parecían penetrarme hasta el fondo del alma.

– «¡Santísimo Padre, le dije, en honor de vuestro jubileo, permitidme entrar en el Carmelo a los quince años!...»

Sin duda, la emoción había hecho temblar mi voz; por eso, volviéndose al Sr. Révérony, que me miraba con asombro y descontento, el Santo Padre dijo:

– «No comprendo muy bien».

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Si Dios lo hubiese permitido, el Sr. Révérony me habría obtenido fácilmente lo que yo deseaba. Pero era la cruz, y no el consuelo, lo que Dios quería darme.

– «Santísimo Padre, respondió el vicario general, se trata de una niña que desea entrar en el Carmelo a los quince años; pero los superiores se están ocupando al presente del asunto»

– «Pues bien, hija mía, respondió el Santo Padre mirándome bondadosamente, haced lo que decidan vuestros superiores»

Apoyando entonces mis manos en sus rodillas, intenté hacer un último esfuerzo, y le dije con voz suplicante:

– «¡Oh, Santísimo Padre, si vos dijeseis que sí, todo el mundo estaría conforme!...»

Me miró fijamente y pronunció estas palabras, recalcando cada sílaba:

– «¡Vamos!... ¡Vamos!... ¡Entraréis si Dios lo quiere!...»

(Ms A Fol. 63v°)

A pesar de todos los obstáculos, se realizó lo que Dios quiso. No permitió a las criaturas hacer lo que ellas querían, sino por que quería él...

Desde hacía algún tiempo, yo me había ofrecido al Niño Jesús para ser su juguetito. Le había dicho que no me tratase como a un juguete caro que los niños se contentan con mirar sin atreverse a tocarlo, sino como a una pelotita sin ningún valor a la que él podía tirar al suelo, pegar con el pie, agujerear, abandonar en un rincón, o bien estrechar contra su corazón, si le venía en gana. En una palabra, yo quería divertir al pequeño Jesús, complacerle, entregarme a sus caprichos infantiles... Él había escuchado mi oración...

En Roma Jesús agujereó su juguetito. Quería ver lo que había dentro; y después de haberlo visto, satisfecho de su descubrimiento, dejó caer al suelo su pelotita, y se quedó dormido...

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¿Qué hizo él mientras dormía dulcemente, y qué fue de la pelotita abandonada?...

Jesús soñó que seguía divirtiéndose con su juguete, dejándolo y cogiéndolo alternativamente. Y luego soñó que después de haberlo echado a rodar muy lejos, lo estrechaba contra su corazón, sin permitir que ya nunca más se alejara de su manita...

En cuanto a la pelotita, ya comprenderéis, Madre mía querida, cuán triste se sentiría al verse tirada por el suelo...

Sin embargo, no cesé de esperar contra toda esperanza.

Por fin, llegó el hermoso día de mis bodas. Fue un día sin nubes. Pero la víspera, se levantó en mi alma la mayor tempestad que había conocido hasta entonces en mi vida...

Nunca me había venido al pensamiento ni una sola duda acerca de mi vocación. Era necesario que pasase por esta prueba. Por la noche, haciendo el Vía Crucis después de maitines, se me metió en la cabeza que mi vocación era un sueño, una quimera...

La vida del Carmelo me parecía muy bella; pero el demonio me inspiraba la seguridad de que no estaba hecha para mí, de que engañaría a las superioras empeñándome en seguir un camino al que no estaba llamada...

Mis tinieblas eran tan grandes, que no veía ni comprendía más que una cosa: ¡Yo no tenía vocación!...

¡Ah! ¿Cómo describir la angustia de mi alma?... Me parecía (pensamiento absurdo que demuestra hasta qué punto era la tentación del demonio) que si comunicaba mis temores a mi maestra, ésta me impediría pronunciar mis santos votos.

No obstante, prefería cumplir la voluntad de Dios y volver al mundo a quedarme en el Carmelo cumpliendo la mía. Hice, pues, salir [del coro] a mi maestra, y llena de confusión le manifesté el estado de mi alma...

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Afortunadamente, ella vio más claro que yo, y me tranquilizó por completo. Por lo demás, el acto de humildad que había hecho acababa de poner en fuga al demonio, el cual pensaba, tal vez, que no me atrevería a confesar mi tentación. Apenas terminé de hablar, mis dudas desaparecieron.

Sin embargo, para completar mi acto de humildad, quise comunicar mi extraña tentación a nuestra Madre, y ella se contentó con echarse a reír.

(Ms A Fol. 76r°)

Y fue precisamente en el Carmelo donde la florecilla vino a sonreírme, y a demostrarme que tanto en las cosas pequeñas como en las grandes, Dios da el ciento por uno ya en esta vida a las almas que por su amor lo han abandonado todo.

(Ms A Fol. 82r°)

Pero la alegría que experimentaba era tranquila. Ni el más ligero céfiro hacía ondular las aguas serenas sobre las que navegaba mi navecilla, ni una nube oscurecía mi cielo azul... ¡Ah, me sentía plenamente compensada de todas mis tribulaciones!... ¡Con qué profundo gozo repetía estas palabras: «Estoy aquí para siempre, para siempre»!

Aquella dicha no era efímera, no se desvanecería con «las ilusiones de los primeros días». ¡Las ilusiones! Dios me concedió la gracia de no llevar NINGUNA al entrar en el Carmelo. Hallé la vida religiosa tal y como me la había figurado. Ningún sacrificio me extrañó. ¡Y sin embargo, vos sabéis, Madre mía querida, que mis primeros pasos encontraron más espinas que rosas!...

Sí, el sufrimiento me tendió sus brazos, y Yo me arrojé en ellos con amor...

(Ms A Fol. 69v°)

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Lo sé. Jesús, el amor sólo con amor se paga. Por eso he buscado y hallado la forma de aliviar mi corazón devolviéndote amor por amor.

(Ms B Fol. 4r°)

Yo sé que es una gracia muy grande el haber sido llamada tan joven, pero no seré ingrata y Dios, así lo espero, me dará los medios para serle fiel, como lo deseo con toda mi alma. [Carta de Teresa de Lisieux al canónigo Delastroëtte cuando tenía 15 años].

(Carta 41 Fol. v°)

Tu corazón está hecho para amar a Jesús, para amarlo apasionadamente. Pídele que los años más hermosos de tu vida no transcurran entre miedos quiméricos inútiles.

(Carta 92 Fol. 2v°)

Y ya que nuestro corazón es solo uno, ¡démoselo todo entero a Jesús!

(Carta 102 Fol. v°)

Entrega todo tu corazón a Jesús. El tiene sed de él, está hambriento de él. Tu corazón, he ahí lo que él ambiciona.

(Carta 109 Fol. v°)

Pero el propio Jesús no tiene sino muy pobres instrumentos musicales para interpretar su melodía de amor, y, sin embargo, él sabe servirse de todos los que se le ofrecen. ¡Tú has de ser como Jesús!

(Carta 140 Fol. v°)

[Escribe Teresa a una de sus hermanas, que había decidido ingresar en el Carmelo:] Me alegro mucho de que no sientas ningún atractivo sensible al venir al Carmelo; eso es una delicadeza de Jesús,

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que quiere recibir de ti un obsequio. El sabe que hay más dicha en dar que en recibir. Sólo tenemos el breve instante de la vida para dar a Dios…, y él se apresta ya a decir: “Ahora me toca a mí” ¡Qué dicha sufrir por quien nos ama hasta la locura y pasar por locas a los ojos del mundo! Se juzga a los demás por uno mismo, y, como el mundo es insensato, ¡piensa naturalmente que las insensatas somos nosotras…!

(Carta 169 Fol. 1v°)

El único crimen que Herodes echó en cara a Jesús fue el de estar loco, ¡y yo pienso como él…! Sí, fue una verdadera locura venir a buscar a los pobres coranzoncitos de los mortales para convertirlos en sus tronos. Él, el Rey de la gloria, que se sienta sobre los querubines… Él, cuya presencia no pueden contener los cielos… Nuestro Amado tenía que estar loco para venir a la tierra a buscar a los pecadores para hacer de ellos sus amigos, sus íntimos, sus semejantes. ¡Él, que era perfectamente feliz con las otras dos personas de la Trinidad, dignas de adoración…! Nosotras no podremos nunca hacer por él las locuras que él hizo por nosotras, y nuestras acciones no merecerían nunca ese nombre, porque no son sino hechos muy razonables, y muy por debajo de lo que nuestro amor quisiera realizar. Es, pues, el mundo el insensato, pues ignora lo que hizo Jesús por salvarlo; es él el acaparador que seduce a las almas y las lleva a fuentes sin agua…

(Carta 169 Fol. 2r°)

El sabe muy bien que los corazones a los que se dirige comprenden que “el honor más grande que Dios puede hacer a un alma, no es darle mucho, sino pedirle mucho”.

(Carta 172 Fol. 1v°)

La dulce Reina les responderá: “Hoy es el día de las bodas de mi Hijo. Allá abajo, en la tierra del exilio, él ha escogido desde toda la

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eternidad a un alma que le fascina y le cautiva entre millones y millones de otras almas que él ha creado”. [Palabras que Teresa de Lisieux pone en boca de la Virgen momentos antes de entregar su vida a Dios en el Carmelo].

(Carta 182 Fol. 1v°)

[A un joven misionero cuyos padres ponen obstáculos a la partida de su hijo a tierra de misiones le escribe:] Trabajemos juntos por la salvación de las almas. No tenemos más que el único día de esta vida para salvarlas y dar así al Señor pruebas de nuestro amor. El mañana de este día será la eternidad, y entonces Jesús le devolverá centuplicadas las alegrías tan dulces y legítimas que usted hoy le sacrifica. Él conoce el alcance de su sacrificio, él sabe que el sufrimiento de sus seres queridos aumenta aún más que el suyo propio. Pero él también sufrió este martirio: por salvar nuestras almas, abandonó a su Madre, vio a la Virgen Inmaculada de pie junto a la Cruz con el corazón traspasado por una espada de dolor. Por eso, espero que nuestro divino Salvador consuele a su madre de usted, y así se lo pido encarecidamente. Si a quienes usted va a abandonar por su amor, el Divino Maestro les dejase entrever la gloria que le tiene reservada –la multitud de almas que formarán su cortejo en el cielo–, se verían ya recompensados del enorme sacrificio que su alejamiento les va a producir.

(Carta 213 Fol. 2r°)

…Y no me arrepiento de haberme entregado al Amor. No, no me arrepiento, ¡al contrario! [Palabra de Teresa de Lisieux el mismo día de su muerte].

(Ult conversaciones, 30 IX)

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Sed de almas

Intenté trabar amistad con algunas niñas de mi edad, sobre todo con dos de ellas. Yo las quería, y también ellas me querían a mí en la medida en que podían. Pero ¡¡¡ay, qué raquítico y voluble es el corazón de las criaturas…!!! Pronto comprobé que mi amor no era correspondido. Una de mis amigas tuvo que irse a su casa, y regresó pocos meses después. Durante su ausencia, yo la había recordado y había guardado cuidadosamente una pequeña sortija que me había regalado. Al ver de nuevo a mi compañera, me alegré mucho, pero, ¡ay!, sólo logré de ella una mirada indiferente… Mi amor no era correspondido. Lo sentí mucho, y no quise mendigar un cariño que me negaban. Pero Dios me ha dado un corazón tan fiel, que cuando ama a alguien limpiamente, lo ama para siempre; por eso, seguí rezando por mi compañera y aún la sigo queriendo…

(Ms A Fol. 38r°)

Yo podía decirle, igual que los apóstoles: “Señor, me he pasado la noche bregando, y no he cogido nada”. Y más misericordioso todavía conmigo que con los apóstoles, Jesús mismo cogió la red, la echó y la sacó repleta de peces… Hizo de mí un pescador de almas, y sentí un gran deseo de trabajar por la conversión de los pecadores, deseo que no había sentido antes con tanta intensidad… Sentí, en una palabra, que entraba en mi corazón la caridad, sentí la necesidad de olvidarme de mí misma para dar gusto a los demás, ¡y desde entonces fui feliz!

(Ms A Fol. 43v°)

Un domingo, contemplando una estampa de nuestro Señor en la cruz, quedé profundamente impresionada al ver la sangre que caía de una de sus manos divinas. Experimenté una pena inmensa al pensar que aquella sangre caía al suelo sin que nadie se apresurase a

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recogerla; y resolví mantenerme en espíritu al pie de la cruz para recibir el divino rocío que goteaba de ella, comprendiendo que luego tendría que derramarlo sobre las almas...

El grito de Jesús en la cruz resonaba también continuamente en mi corazón: «¡Tengo sed!» Estas palabras encendían en mí un ardor desconocido y vivísimo... Deseaba dar de beber a mi Amado, y yo misma me sentía devorada por la sed de almas... No eran todavía las almas de los sacerdotes las que me atraían, sino las de los grandes pecadores; ardía en deseos de arrancárselas al fuego eterno. . .

(Ms A Fol. 45v°)

A fin de avivar mi celo, Dios me demostró que mis deseos le eran agradables.

– Oí hablar de un gran criminal que acababa de ser condenado a muerte por sus horribles crímenes. Todo hacía creer que moriría impenitente. Me propuse impedir a toda costa que cayera en el infierno. Para conseguirlo empleé todos los medios imaginables.

Sabiendo que por mí misma nada podía, ofrecí a Dios todos los méritos infinitos de nuestro Señor, los tesoros de la santa Iglesia. Por último, supliqué a Celina que mandase decir una misa por mis intenciones, no atreviéndome a encargarla yo misma por temor de verme obligada a manifestar que era por Pranzini, el gran criminal.

Al día siguiente de su ejecución, cayó en mis manos el periódico “La Croix”. Lo abrí apresuradamente , ¿y qué fue lo que vi…? Las lágrimas traicionaron mi emoción y tuve que esconderme… Pranzini no se había confesado, había subido al cadalso, y se disponía a meter la cabeza en el lúgubre agujero, cuando de repente, tocado por una súbita inspiración, se volvió, cogió el crucifijo que le presentaba el sacerdote ¡y besó por tres veces sus llagas sagradas…! Después su alma voló a recibir la sentencia misericordiosa de Aquel que dijo que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por los noventa y nueve justos que no necesitan convertirse…

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Alimentaba en el fondo de mi corazón la certeza de que nuestros deseos se verían satisfechos. Le dije a Dios que estaba segurísima de que perdonaría al pobre y desgraciado Pranzini, y que así lo creería aunque no se confesase ni diese muestra alguna de arrepentimiento, ¡tanta era la confianza que tenía en la misericordia infinita de Jesús! Pero que para animarme a seguir rogando por los pecadores, y simplemente para mi consuelo, le pedía sólo una señal de arrepentimiento...

Mi oración fue escuchada al pie de la letra.

(Ms A Fol. 46r°)

A partir de esta gracia sin igual, mi deseo de salvar almas fue creciendo de día en día. Me parecía oír a Jesús decirme como a la Samaritana: “Dame de beber”.

(Ms A Fol. 46r°)

En el trayecto, el panorama era mag-nífico. A veces bordeábamos el mar, y el ferrocarril pasaba tan cerca de él, que parecía que las olas iban a llegar hasta nosotros (aquel espectáculo fue causado por una tempestad; era el atardecer, y esta circunstancia hacía la escena más imponente aún).

Otras veces eran llanuras cubiertas de naranjos con sus frutos maduros, de verdes olivos de fino follaje, de palmeras graciosas...

Al caer de la tarde, veíamos los numerosos y pequeños puertos de mar iluminados con multitud de luces, mientras en el cielo se encendían las primeras estrellas...

¡Ah, cuánta poesía llenaba mi alma a la vista de todas aquellas cosas que yo admiraba por primera y última vez en mi vida!... Pero las veía desaparecer sin pena. Mi corazón suspiraba por otras maravillas. Ya había contemplado bastante las bellezas de la tierra, las del cielo eran el objeto de mis deseos. ¡Y para hacérselas gozar a las almas, deseaba convertirme en prisionera!...

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A los pies de Jesús Hostia, en el examen que precedió a mi profesión, declaré lo que venía a hacer en el Carmelo: «He venido para salvar a las almas y, sobre todo, para rogar por los sacerdotes.» ¡Ah, no me costó creerlo! Sabía cuán débil e imperfecta era. Pero la gratitud henchía mi alma.

Veo que sólo el sufrimiento es capaz de engendrar almas, y más que nunca se me pone de manifiesto la profundidad de estas palabras de Jesús: «En verdad, en verdad os digo, que si el grano de trigo al caer en tierra no muere, permanece solo; pero si muere, produce mucho fruto.»

¡Qué abundante cosecha habéis recogido!... Sembrasteis en medio de las lágrimas, pero pronto veréis el fruto de vuestros trabajos, volveréis llena de alegría, trayendo en vuestras manos las gavillas.

(Ms A Fol. 81r°)

[Refiriéndose a su hermana pequeña, Celina...].

Lo único que no podía aceptar era que no fuese esposa de Jesús, pues amándola tanto como a mi misma, me era imposible verla entregar su corazón a un mortal.

Pero, Señor, vuestra hija ha comprendido la divina luz. Os pide perdón para sus hermanos. Se resigna a comer, por el tiempo que vos lo tengáis a bien, el pan del dolor, y no quiere levantarse de esta mesa llena de amargura, donde comen los pobres pecadores, hasta que llegue el día por vos señalado... Pero, ¿acaso no puede ella decir también en nombre propio, en nombre de sus hermanos: Tened piedad de nosotros, Señor, porque somos unos pobres pecadores? ... ¡Oh, Señor, despedidnos justificados! ... Que todos esos que no están iluminados por la antorcha de la fe la vean, por fin, brillar...

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(Ms C Fol. 6r°)

¿Desde cuándo no tiene ya derecho el Señor a servirse de una de sus criaturas para conceder a las almas que ama el alimento que necesitan? En tiempos del faraón el Señor aún tenía ese derecho, pues en la sagrada Escritura le dice a este monarca: “Te he constituido rey para mostrar en ti mi poder y para hacer famoso mi nombre en toda la tierra”. Desde que el Todopoderoso pronunció estas palabras han pasado siglos y siglos, y su forma de actuar sigue siendo la misma: siempre se ha servido de las criaturas como de instrumentos para realizar su obra en las almas.

(Ms C Fol. 20r°)

Sí, toda mi fuerza se encuentra en la oración y en el sacrificio; estas son las armas invencibles que Jesús me ha dado, y logran mover los corazones mucho más que las palabras. Muchas veces lo he comprobado por experiencia.

(Ms C Fol. 21v°)

Señor, tú sabes que yo no tengo más tesoros que las almas que tú has querido unir a la mía. Estos tesoros tú me los has confiado. Por eso, me atrevo a hacer mías las palabras que tú dirigiste al Padre celestial la última noche que te vio, peregrino y mortal, en nuestra tierra. Jesús, Amado mío, yo no sé cuándo acabará mi destierro… Más de una noche me verá todavía cantar en el destierro tus misericordias. Pero, finalmente, también para mí llegará la última noche, y entonces quisiera poder decirte, Dios mío: “Yo te he glorificado en la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. He dado a conocer tu nombre a los que me diste. Tuyos eran y tú me los diste. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido y han creído que tú me has enviado. Te ruego por éstos que tú me diste y que son tuyos.”

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“Yo no voy a estar ya en el mundo, pero ellos están en el mundo mientras yo voy a ti. Padre santo, guárdalos en tu nombre a los que me has dado. Ahora voy a ti, y digo esto mientras estoy en el mundo para que ellos puedan participar plenamente de mi alegría. No te ruego que los saques del mundo, sino que los preserves del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Pero no sólo por ellos ruego, sino también por los que creerán en ti gracias a su palabra”

“Padre, este es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo y que el mundo sepa que tú los has amado como me has amado a mí”.

(Ms C Fol. 31v°)

Ofrezcamos nuestros sufrimientos a Jesús para salvar almas. ¡Pobres almas…! Ellas tienen menos gracias que nosotras, y sin embargo toda la sangre de un Dios se derramó por salvarlas… Y Jesús quiere hacer depender su salvación de un suspiro de nuestro corazón… ¡Qué gran misterio…! Si un solo suspiro puede salvar un alma, ¿qué no podrán hacer sufrimientos como los nuestros? ¡No rehusemos nada a Jesús…!

(Carta 85)

Sí, tú debes ser la humilde sombra de Jesús... ¡Qué título tan humilde, y, sin embargo, tan glorioso...! Porque ¿qué es una sombra...? Pero ¡qué gloria la sombra de Jesús!

(Carta 86)

¡Ay, si supieras cuánto se ofende a Dios! ¡Tu alma está tan bien hecha para consolarle...! ¡Ámale hasta la locura por todos los que no le aman...!

(Carta 93)

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Durante los cortos instantes que nos quedan no perdamos el tiempo..., salvemos almas... Las almas se pierden como copos de nieve, y Jesús llora, y nosotros pensamos en nuestro dolor sin consolar a Jesús... Sí, vivamos para las almas, seamos apóstoles...

(Carta 94)

Nuestra misión es olvidarnos de nosotros mismos..., ¡somos tan poca cosa...! Y no obstante, Jesús quiere que la salvación de las almas dependa de nuestros sacrificios y de nuestro amor. El nos mendiga almas. ¡Comprendemos su mirada!, ¡son tan pocos los que saben comprenderla!

(Carta 96)

Sólo tenemos que hacer una cosa: amar, amar a Jesús con todas las fuerzas de nuestro corazón y salvarle almas para que sea amado. ¡Sí, hacer amar a Jesús!

(Carta 96)

Consolemos juntas a Jesús de todas las ingratitudes de las almas, hagamos con nuestro amor que se olvide de sus dolores.

(Carta 119)

Los más bellos discursos de los más grandes santos no lograrían hacer brotar un solo acto de amor de un corazón, si Jesús no estuviese adueñado de él. Sólo él sabe servirse de su lira, nadie más puede hacer vibrar sus notas armoniosas. Pero Jesús se sirve de todos los medios, todas las criaturas están a su servicio y a él le gusta utilizarlas durante la noche de la vida para ocultar su presencia adorable. Más no se oculta tanto que no se deje adivinar.

(Carta 147)

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De la misma manera, Jesús se complace en prodigar sus dones a algunas criaturas, pero muchas veces es para atraer hacía sí a otros corazones; y luego, cuando ha logrado su objetivo, hace desaparecer esos dones exteriores y despoja completamente a las almas que le son más queridas. Al verse en tan gran pobreza, esas pobres almas tienen miedo, les parece que no sirven para nada, puesto que lo reciben todo de los demás y ellas no pueden dar nada. Pero no es así: la esencia de su ser trabaja en secreto. Jesús va formando en ellas ese germen que ha de desarrollarse allá arriba en los jardines del cielo. Se complace en hacerles ver su nada y su propio poder. Para llegar a ellas, se sirve de los instrumentos más viles, demostrándoles así que es él solo quien trabaja.

(Carta 147)

Todo lo que puede suceder, todos los acontecimientos de la vida no serán más que ruidos lejanos que no harán vibrar a la pequeña lira, sólo Jesús tiene derecho a posar en ella sus dedos divinos. Las criaturas son peldaños, instrumentos, pero es la mano de Jesús la que lo dirige todo. En todo hay que verlo sólo a él…

(Carta 149)

¡Es tan hermoso ayudar a Jesús con nuestros pequeños sacrificios, ayudarle a salvar las almas que él rescató al precio de su sangre y que sólo esperan nuestra ayuda para no caer en el abismo...

(Carta 191)

Y en la soledad del Carmelo he comprendido que mi misión no era la de hacer coronar a un rey mortal, sino la de hacer amar al rey del cielo, la de someterle el reino de los corazones…

(Carta 224)

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Almas, Señor, necesitamos almas…, sobre todo almas de apóstoles y de mártires, para que gracias a ellas podamos iluminar con tu Amor a la multitud de los pobres corazones. [Oración compuesta por Teresa de Lisieux].

(Consagración a la santa Faz)

No hubiera querido ni recoger del suelo un alfiler por evitar el purgatorio. Todo lo que he hecho ha sido por agradar a Dios y para salvar almas.

(Ultimas conversaciones 30 VII)

No quiero dejar que se pierda esa sangre preciosa. Pasaré mi vida recogiéndola para las almas.

(Ultimas conversaciones 1 VIII)

Sí, me doy cuenta, más que nunca, de que Jesús está sediento. Entre los discípulos del mundo, sólo encuentra ingratos e indiferentes, y entre sus propios discípulos ¡qué pocos corazones encuentra que se entreguen a él sin reservas, que comprendan toda la ternura de su amor infinito!

(Ms B Fol. 1v°)

Un día, mientras pensaba qué podría hacer para salvar almas, unas palabras del Evangelio me llenaron de luz. Una vez, Jesús decía a sus discípulos, mostrándoles los campos de mieses maduras: «Levantad los ojos y contemplad los campos, que están ya blancos para la siega». Y un poco más tarde: "La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores". ¡Qué gran misterio...! ¿No es Jesús todopoderoso? ¿No son las criaturas de quien las ha hecho? Entonces, ¿por qué dice Jesús: "Rogad al Señor de la mies que envíe trabajadores"? ¿Por qué...? ¡Ah!, es que Jesús siente por nosotros un amor tan incomprensible que quiere que tengamos parte con él en la salvación

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de las almas. El no quiere hacer nada sin nosotros. El creador del Universo espera la oración de una pobre alma para salvar a las demás almas, rescatadas como ella al precio de toda su sangre.

He ahí el amor llevado hasta el heroísmo..., pero un día Dios, agradecido, exclamará: "Ahora me toca a mí". Y ¿qué veremos entonces?... ¿Qué será esa vida que nunca tendrá fin? Dios será el alma de nuestra alma..., ¡misterio insondable...! El ojo del hombre no ha visto la luz increada, su oído no ha escuchado las incomparables armonías y su corazón no puede soñar lo que Dios tiene reservado a los que ama. Y todo esto llegará pronto, sí, pronto. Démonos prisa en tejer nuestra corona. Y si amamos mucho, si amamos a Jesús con pasión, él no será lo bastante cruel como para dejarnos mucho tiempo en esta tierra de destierro. Durante los cortos instantes que nos quedan, no perdamos el tiempo... salvemos almas.

Hablando de sus manuscritos, añade: «Habrá en ellos para todos los gustos, menos para los que van por caminos extraordinarios»

Presiente que su acción póstuma se extenderá mucho más allá del alcance difusivo de un libro, y que actuará en el mundo entero. «¡Qué desdichada me sentiré en el cielo, si no puedo dar pequeños gustos en la tierra a los que amo!» Multiplica sus misteriosas promesas: Volveré..., bajaré...» Y luego, el 17 de julio, este dicho famoso: «Presiento, sobre todo, que mi misión va a empezar: mi misión de hacer amar a Dios como yo le amo, de dar a las almas mi caminito. Si Dios escucha mis deseos, pasaré mi cielo en la tierra hasta el fin del mundo. Sí, quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra»

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Dirigida y directora

Viendo de cerca a estas almas inocentes, comprendí cuán inmensa desgracia es no formar bien a las almas desde el primer despertar de su razón, cuando se asemejan a la cera blanda sobre la que se pueden imprimir tanto las huellas de la virtud como las del pecado... Comprendí lo que dijo Jesús en el evangelio: «Preferible sería ser arrojado al mar a escandalizar a uno solo de estos niñitos».

¡Ah! ¡Cuántas almas llegarían a la santidad, si fuesen bien dirigidas!...

(Ms A Fol. 53v°)

Sé muy bien que Dios no necesita de nadie para realizar su obra. Pero así como permite a un hábil jardinero cultivar plantas raras y delicadas y le dota para ello de la ciencia necesaria, reservándose para sí el cuidado de fecundarlas, del mismo modo desea Jesús ser ayudado en su divino cultivo de las almas.

¿Qué sucedería, si un jardinero inhábil no injertase bien sus árboles? ¿Si no supiese conocer la naturaleza de cada uno y se empeñase en sacar rosas de un melocotonero?... Haría morir al árbol, el cual, por otra parte, era bueno y capaz de producir frutos.

Así es necesario saber conocer lo que pide Dios a las almas desde la niñez, y secundar la acción de su gracia, sin precipitarla ni retrasarla nunca.

(Ms A Fol. 53v°)

¡Oh, Madre mía, de cuántas inquietudes se libra una haciendo el voto de obediencia! ¡Qué felices son las simples religiosas! Siendo su única brújula la voluntad de los superiores, están siempre seguras de seguir el camino recto. No tienen miedo a equivocarse, aunque les parezca con certeza que los superiores se equivocan.

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Pero cuando el alma deja de mirar a la brújula infalible, cuando se aparta del camino que ella señala bajo pretexto de cumplir la voluntad de Dios que, a su entender, no ilumina con claridad a los que, sin embargo, son sus representantes, entonces inmediatamente el alma se extravía por caminos áridos, en los que pronto llega a faltarle el agua de la gracia.

Madre amadísima, vos sois la brújula que Jesús me ha dado para conducirme con seguridad a la ribera eterna. ¡Qué dulce es para mí fiar en vos la mirada y cumplir luego prontamente la voluntad del Señor! Desde que permitió que sufriese las tentaciones contra la fe, ha aumentado grandemente en mi corazón el espíritu de fe, que me hace ver en vos, no sólo a una madre que me ama y a quien amo, sino sobre todo a Jesús mismo viviendo en vuestra alma y comunicándome por medio de vos su voluntad.

(Ms C Fol. 11r°)

Sé muy bien, Madre mía, que me tratáis como a un alma débil, como a una niña mimada; por eso, no se me hace pesado el yugo de la obediencia. Pero a juzgar por lo que siento en el fondo del corazón, creo que no cambiaría de conducta y que el amor que os tengo no sufriría merma alguna, si os placiera tratarme con severidad, pues seguiría viendo que era voluntad de Jesús que obraseis así para mayor bien de mi alma.

(Ms C Fol. 11v°)

Si el lienzo pintado por un artista pudiera pensar y hablar, ciertamente no se quejaría de ser tocado y retocado por un pincel; ni tampoco envidiaría la suerte de este instrumento, pues conocería que no al pincel sino al artista que lo maneja debe él la belleza de que está revestido.

El pincel, por su parte, no podría gloriarse de la obra maestra realizada por él. Sabe que los artistas no hallan obstáculos, que se ríen de las dificultades, y que se complacen a veces en escoger instrumentos débiles y defectuosos...

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Madre mía amadísima, yo soy un pincelillo que Jesús ha escogido para pintar su imagen en las almas que me habéis confiado.

(Ms C Fol. 20v°)

Cuando me fue dado penetrar en el santuario de las almas, comprendí en seguida que la tarea estaba por encima de mis fuerzas. Entonces, me eché en los brazos de Dios, como un niñito, y escondiendo mi rostro entre sus cabellos, le dije: Señor, soy demasiado pequeña para alimentar a vuestras hijas. Si por medio de mí queréis darles lo que le conviene a cada una, llenad mi manita, y sin dejar vuestros brazos, sin volver siquiera la cabeza, yo iré dando vuestros tesoros al alma que venga a pedirme su alimento.

Si lo halla de su gusto, entenderé que os lo debe a vos y no a mí. Por el contrario, si se queja y halla amargo lo que le ofrezco, no perderé por eso la paz, sino que trataré de persuadirla de que tal alimento viene de vos, y me guardaré muy bien de buscarle otro.

(Ms C Fol. 22v°)

Madre, desde que comprendí que no podía hacer nada por mí misma, la tarea que usted me encomendó dejó de parecerme difícil. Vi que la única cosa necesaria era unirme cada día más a Jesús y que todo lo demás se me daría por añadidura. Y mi esperanza nunca ha sido defraudada. Dios ha tenido a bien llenar mi manita cuantas veces ha sido necesario para que yo pudiese alimentar el alma de mis hermanas.

Le confieso, Madre querida, que si me hubiese apoyado lo más mínimo en mis propias fuerzas, pronto le hubiera entregado las armas…

(Ms C Fol. 22v°)

Algunas veces, no he podido dejar de sonreír interiormente al ver el cam-bio que se obra de un día para otro. ¡Parece cosa de magia!...

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Vienen a decirme: «Ayer tuvisteis razón en mostraros severa. Al principio, vuestra actitud me indignó, pero luego me acordé de todo, y vi que habíais obrado con toda justicia... Mirad: al separarme de vos, iba pensando para mis adentros: “¡Se acabó! Iré a hablar con nuestra Madre y le diré que no pienso volver a tratar con sor Teresa del Niño Jesús.” Pero me di cuenta en seguida de que era el demonio el que me inspiraba tales pensamientos. Y además, me pareció que en aquel momento estabais rogando por mí. Entonces me tranquilicé, y la luz comenzó a brillar. Pero ahora necesito que me iluminéis del todo, y para eso vengo.»

Inmediatamente comienza el diálogo. Me alegra mucho poder seguir la tendencia de mi corazón, no tener que servir ningún plato amargo. Sí, pero... me doy cuenta al momento de que no debo precipitarme, pues una sola palabra podría echar abajo el bello edificio levantado con lágrimas. Si tengo la desgracia de pronunciar una frase que parezca atenuar lo dicho el día anterior, veo que mi hermanita trata de asirse a las ramas. Entonces hago interiormente una breve oración, y la verdad triunfa siempre.

Ahora vas a poder penetrar en el santuario de las almas, vas a poder derramar sobre ellas los tesoros de gracias de que te ha colmado Jesús. Ciertamente sufrirás... Los vasos serán demasiado pequeños para contener el perfume precioso que querrás verter en ellos; pero el propio Jesús no tiene sino muy pobres instrumentos musicales para interpretar su melodía de amor; y, sin embargo, él sabe servirse de todos los que se le presentan. ¡Tú has de ser como Jesús...!

¡Seamos siempre la gota de rocío de Jesús! Ahí está la dicha, la perfección... Afortunadamente es a ti a quien estoy hablando, pues otras personas no sabrían comprender mi lenguaje, y confieso que a muy pocas almas les suena a verdadero. En efecto, los directores hacen progresar en la perfección a base de un gran número de actos de virtud, y tienen razón; pero mi director, que es Jesús, no me enseña a llevar la cuenta de mis actos, él me enseña a hacerlo todo

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por amor, a no negarle nada, a estar contenta cuando él me ofrece una ocasión de demostrarle que le amo. Pero esto se hace en la paz, en el abandono: es Jesús quién hace todo y yo no hago nada.

[Escribe esta carta a una de sus hermanas:] Bueno, ¿estás ya tranquila…? Me parece que yo, en tu lugar, si me hubiesen dicho eso, me habría curado del todo y me habría dejado conducir a ciegas, pues ese es el único camino para tener paz y sobre todo para agradar a Jesús.

(Cta 93 Fol. v°)

Si no quieres más que cumplir la voluntad de Jesús, si no buscas más que su amor, nada temas.

(Carta 167 Fol. 1v°)

[Con estas letras, anima a una de sus hermanas que estaba pasando un momento de prueba en su vocación:] Yo tengo una gran confianza en que mi querida salesita va a salir victoriosa de todas esas grandes pruebas y en que un día será una religiosa ejemplar. ¡Dios ya le ha concedido tantas gracias!, ¿podrá abandonarla ahora que parece haber llegado a puerto…? No, Jesús duerme, mientras su pobre esposa lucha contra las olas de la tentación. Pero nosotras lo llamaremos tan tiernamente que se despertará enseguida, increpará al viento y a la tempestad, y se restablecerá la calma…

Hermanita querida, ya verá como a la prueba le sucederá la calma, y cómo más tarde te alegrarás de haber sufrido. Además, Dios te sostiene visiblemente en la persona de esas santas Madres que no cesan de prodigarte sus cuidados y sus consejos, tiernos y maternales…

(Carta 171 Fol. v°)

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Era yo todavía muy pequeña cuando nuestra tía me dió a leer un cuento que me extrañó mucho. Pues en él se alababa a una directora de un colegio porque sabía salir airosamente de cualquier apuro, sin herir a nadie. Me fijé sobre todo en esta frase: "A ésta le decía: tú no tienes la culpa, a aquélla: tienes razón". Y yo pensaba para mí: eso no está bien. Aquella directora no debería haber tenido miedo de nada y tendría que haber dicho a las niñas que habían actuado mal, cuando era así. Hoy no he cambiado de opinión. Me cuesta mucho actuar así, lo confieso, pues lo más fácil es echar siempre la culpa a los ausentes, y eso aplaca enseguida a la que se lamenta. Sí, pero... yo hago todo lo contrario. Si no me quieren, ¡peor para ellas! Yo digo siempre toda la verdad; si no quieren saberla, que no vengan a buscarme.

No hay que dejar que la bondad degenere en debilidad. Cuando se ha reprendido a alguien justamente, hay que mantenerse firmes, sin dejarse ablandar hasta el punto de acongojarse por haber causado dolor, por ver sufrir y llorar. Correr tras la afligida para consolarla es hacerle más daño que provecho. Dejarla a solas consigo misma es obligarla a recurrir a Dios para reconocer sus faltas y humillarse. De otra manera, se acostumbraría a recibir consuelo después de una reprimenda merecida y, en las mismas circunstancias, actuaría siempre como una niña mimada que grita y patalea hasta que su madre viene a enjugarle las lágrimas.

De lejos, parece de color de rosa eso de hacer bien a las almas, hacerlas amar más a Dios, en una palabra modelarlas según los propios puntos de vista y los criterios personales. De cerca ocurre todo lo contrario: el color rosa desaparece…, y una ve por experiencia que hacer el bien es algo tan imposible sin la ayuda de Dios como hacer brillar el sol en plena noche… Se comprueba que hay que olvidarse por completo de los propios gustos y de las ideas personales, y guiar a las almas por los caminos que Jesús ha trazado para ellas, sin pretender hacerlas ir por el nuestro.

Pero esto no es todavía lo más difícil. Lo que más me cuesta de todo es tener que estar pendiente de las faltas y de las más ligeras imperfecciones y declararles una guerra a muerte. Iba a decir: por

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desgracia para mí; pero no, eso sería cobardía. Así que digo: por suerte para mis hermanas.

(Ms C Fol. 23r°)

Sé muy bien que a sus corderitos les parezco severa. Si leyeran estas líneas, dirían que no parece costarme lo más mínimo correr detrás de ellos, hablarles en tono severo mostrándoles su hermoso vellón manchado, o bien traerles algún ligero mechón de lana que han dejado prendido en los espinos del camino.

Los corderitos pueden decir lo que quieran. En el fondo, saben que les amo con verdadero amor y que yo nunca imitaré al mercenario, que al ver venir al lobo, abandona el rebaño y huye. Yo estoy dispuesta a dar mi vida por ellos.

(Ms C Fol. 23r°)

Les he dicho, Madre querida, que yo misma había aprendido mucho instruyendo a las demás. Lo primero que descubrí es que más o menos todas las almas sufren las mismas luchas, pero que, por otra parte, son tan diferentes las unas de las otras, que no me resulta difícil comprender lo que decía el Padre Pichón: “Hay muchas más diferencia entre las almas que entre los rostros”.

Por tanto, no se las puede tratar a todas de la misma manera. Con ciertas almas, veo que tengo que hacerme pequeña, no tener reparo en humillarme confesando mis luchas y mis derrotas. Al ver que yo tengo las mismas debilidades que ellas, mis hermanitas me confiesan a su vez las faltas que se reprochan a sí mismas y se alegran de que las comprenda por experiencia. Con otras, por el contrario, he comprobado que, para ayudarlas, hay que tener una gran firmeza y no dar nunca marcha atrás de lo que se ha dicho. Abajarse no sería humildad, sino debilidad.

(Ms C Fol. 23v°)

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Echo a las almas que dirijo, a derecha y a izquierda, los granos buenos que Dios pone en mi manita. Y luego, ¡que sea lo que Dios quiera!. No vuelvo a ocuparme más de ello. Unas veces, es como si no hubiera echado nada; otras, ayuda. Pero Dios me dice: “Da, da siempre, sin preocuparte del resultado.

(Ultimas conversaciones 15 V)

Una madre priora siempre debería hacer pensar que ella está libre de toda pena. ¡Hace tanto bien y proporciona tanta fortaleza no hablar en absoluto de las propias penas! Por ejemplo, hay que evitar expresarse así: Tú tienes, sí, problemas y dificultades, pero yo tengo los mismos que tú y muchos más, etc.

Una cosa que nos atrae las luces y la ayuda de Dios para guiar y consolar a las almas es el no contar nuestras propias penas en busca de consuelo. Y es que, además, eso no es un verdadero consuelo: en vez de calmar, excita.

(Ultimas conversaciones 16 IX)

Siempre que se razona un poquito sobre lo que dice la madre priora, se le da a Dios un poquito de pena; y se le da mucha pena cuando se razona mucho, aunque sea interiormente.

(Ultimas conversaciones, Julio)

En medio de la luz gritó, orgulloso, el ángel:

«¡Nunca obedeceré...!»

En medio de la noche de la tierra

yo grito:

«¡Siempre obedeceré!»

Siento nacer en mí

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una divina audacia,

al furor del infierno desafío.

Y es mi fuerte coraza

y de mi corazón escudo fuerte,

la Obediencia.

¡Oh mi Dios vencedor!,

no ambiciono otra gloria

que la de someter

mi voluntad en todo,

pues será el obediente

quien cantará victoria

en el descanso de la eternidad.

(Poesías 48,4)

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Caridad

Durante los paseos que daba con papá, le gustaba mandarme a llevar la limosna a los pobres con que nos encontrábamos. Un día vimos a uno que se arrastraba penosamente sobre sus muletas. Me acerqué a él para darle una moneda; pero no sintiéndose tan pobre como para recibir una limosna, me miró sonriendo tristemente y rehusó tomar lo que le ofrecía. No puedo decir lo que sentí en mi corazón. Yo quería consolarle, aliviarle, y en vez de eso, pensé, le había hecho sufrir. El pobre enfermo adivinó, sin duda, mi pensamiento, pues lo vi volverse y sonreírme. Papá acababa de comprarme un pastel y me entraron muchas ganas de dárselo, pero no me atreví. Sin embargo, quería darle algo que no me pudiera rechazar, pues sentía por él un afecto muy grande. Entonces recordé haber oído decir que el día de la primera comunión se alcanzaba todo lo que se pedía. Aquel pensamiento me consoló, y aunque todavía no tenía más que seis años, me dije para mí: “El día de mi primera comunión rezaré por mi pobre”. Cinco años más tarde cumplí mi promesa, y espero que Dios habrá escuchado la oración que él mismo me había inspirado que le dijera por uno de sus miembros dolientes”.

(Ms A Fol. 14v°)

Este año, Madre querida, Dios me ha concedido la gracia de comprender lo que es la caridad. Es cierto que también antes la comprendía, pero de manera imperfecta. No había profundizado en estas palabras de Jesús: “El segundo mandamiento es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

Yo me dedicaba sobre todo a amar a Dios. Y amándolo, comprendí que mi amor no tenía que traducirse tan solo en palabras, porque: “No todo el que me dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de Dios”. Y esta voluntad, Jesús la dio a conocer muchas veces, debería decir que en casi cada palabra de su Evangelio. Pero en la última cena, cuando sabía que el

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corazón de sus discípulos ardía con un amor más vivo hacia él, que acababa de entregarse a ellos en el inefable misterio de la Eucaristía, nuestro dulce Salvador quiso darles un mandamiento nuevo. Y les dijo, con inefable ternura: os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros, que os améis unos a otros igual que yo os he amado. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros.

¿Y cómo amó Jesús a sus discípulos, y por qué los amó? No, no eran sus cualidades naturales las que podían atraerle. Entre ellos y él había una distancia infinita. El era la Ciencia, la Sabiduría eterna; ellos eran unos pobres pescadores, ignorantes y llenos de pensamientos terrenos. Sin embargo, Jesús los llama amigos y sus hermanos. Quiere verles reinar con él en el reino de su Padre, y, para abrirles las puertas de ese reino, quiere morir en una cruz, pues dijo: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.

Madre querida, meditando estas palabras de Jesús, comprendí lo imperfecto que era mi amor a mis hermanas y vi que no las amaba como las ama Dios. Sí, ahora comprendo que la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no extrañarse de sus debilidades, en edificarse de los más pequeños actos de virtud que les veamos practicar. Pero, sobre todo, comprendí que la caridad no debe quedarse encerrada en el fondo del corazón. Nadie, dijo Jesús, enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa.

(Ms C Fol. 11v°)

Sí, lo sé: cuando soy caritativa, es únicamente Jesús quien actúa en mí. Cuanto más unida estoy a él, más amo a todas mis hermanas. Cuando quiero hacer que crezca en mí ese amor, y sobre todo cuando el demonio intenta poner ante los ojos de mi alma los defectos de tal o cual hermana que me cae menos simpática, me apresuro a buscar sus virtudes y sus buenos deseos, pienso que si la he visto caer una vez, puede haber conseguido una gran número de victorias que oculta por humildad, y que incluso lo que a mí me parece una falta puede muy bien ser, debido a la recta intención, un acto de virtud.

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(Ms C Fol. 12v°)

Hay en la comunidad una hermana que tiene el don de desagradarme en todo. Sus modales, sus palabras, su carácter me resultan sumamente desagradables. Sin embargo, es una santa religiosa, que debe de ser sumamente agradable a Dios.

Entonces, para no ceder a la antipatía natural que experimentaba, me dije a mí misma que la caridad no debía consistir en simples sentimientos, sino en obras, y me dediqué a portarme con esa hermana como lo hubiera hecho con la persona a la que más quiero. Cada vez que la encontraba, pedía a Dios por ella, ofreciéndole todas sus virtudes y sus méritos.

No me conformaba con rezar mucho por esa hermana que era para mí motivo de tanta lucha. Trataba de prestarle todos los servicios que podía; y cuando sentía la tentación de contestarle de manera desagradable, me limitaba a dirigirle la más encantadora de mis sonrisas y procuraba cambiar de conversación.

Con frecuencia también, fuera de la recreación (quiero decir durante las horas de trabajo), como tenía que mantener relaciones con esa hermana a causa del oficio, cuando mis combates interiores eran demasiado fuertes, huía como un desertor.

Como ella ignoraba por completo lo que yo sentía hacía su persona, nunca sospechó los motivos de mi conducta, y vive convencida de que su carácter me resultaba agradable.

Un día, en la recreación, me dijo con aire muy satisfecho más o menos estas palabras: “¿Querría decirme hermana Teresa del Niño Jesús, qué es lo que le atrae tanto de mí? Siempre que me mira, la veo sonreír”. ¡Ay!, lo que me atraía era Jesús, escondido en el fondo de su alma… Jesús, que hace dulce hasta lo más amargo… Le respondí que sonreía porque me alegraba verla (por supuesto que no añadí que era bajo un punto de vista espiritual).

(Ms C Fol. 13v°)

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El Señor explica en el Evangelio en qué consiste su mandamiento nuevo. Dice en san Mateo: «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu amigo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, rogad por los que os persiguen»

Ciertamente, en el Carmelo no hay enemigos, pero, al fin, hay simpatías. Una hermana os atrae, mientras que otra os hace dar un largo rodeo para evitar su encuentro, convirtiéndose así, sin ella saberlo, en tema de persecución. Pues bien, Jesús me dice que a esta hermana hay que amarla, que hay que rogar por ella, aun cuando su conducta me indujese a creer que ella no me ama: «Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis? Porque también los pecadores aman a los que les aman.» (San Lucas, VI.)

(Ms C Fol. 15v°)

Ved lo que Jesús me enseña también: «Da a TODO EL QUE te pida; y si TOMAN lo que te pertenece, no lo reclames»

Dar a todas las que piden es menos agradable que ofrecer una misma espontáneamente. Todavía cuando se nos pide con afabilidad, no cuesta dar; pero si, por desgracia, no se usan palabras bastante delicadas, al punto el alma se rebela si no está asentada en la caridad. Hallamos mil razones para negar lo que se nos pide; y sólo después de haber convencido de su indelicadeza a la que nos pide, nos decidimos finalmente a conceder, por favor, lo que la hermana reclama, o a prestar a ésta un ligero servicio que nos habría exigido veinte veces menos tiempo del que nos ha sido necesario para hacer valer nuestros derechos imaginarios.

(Ms C Fol. 15v°)

Como dijo Jesús: “Al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa…” Darle también la capa, creo yo, es renunciar una a sus últimos derechos, considerarse como la sierva y la esclava de las demás.

Cuando se ha entregado la capa, es más fácil caminar, correr. Por eso Jesús añade: “Y al que te exija caminar con él mil pasos, acompáñale dos mil”. Así que no basta con dar a quien me pida;

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debo adelantarme a sus deseos, mostrarme muy agradecida y honrada de poder prestarle un servicio.

(Ms C Fol. 16v°)

¡Cuánto me alegro ahora de todas las renuncias que me impuse desde el comienzo de mi vida religiosa! Ahora gozo ya del premio prometido a los que luchan valientemente. Siento que ya no necesito negarme todos los consuelos del corazón, pues mi alma está afianzada en el Único a quien quería amar. Veo feliz que, amándolo a él, el corazón se ensancha y que puede dar un cariño incomparablemente mayor a lo que ama que si se encerrase en un amor egoísta e infructuoso.

(Ms C Fol. 22r°)

Reflexionando un día sobre el permiso que nos habíais dado para conversar juntas Teresa con otra carmelita del convento y así «inflamarnos más en el amor de nuestro Esposos», como se dice en nuestras santas constituciones, advertí con tristeza que nuestras conversaciones no alcanzaban el fin deseado. Entonces Dios me dio a entender que era llegado el momento, y que, o había de hablar claramente y ya sin temor alguno, o había de poner fin a unas conversaciones que tanto se parecían a las de las amigas del mundo.

Aquel día era sábado. Al día siguiente, durante mi acción de gracias, supliqué a Dios que pusiese en mis labios palabras dulces y convincentes, o mejor, que él mismo hablase por mí. Jesús escuchó mi oración, y permitió que el resultado colmase sobradamente mi esperanza porque: Los que vuelven su mirada hacia él serán iluminados (Salmo XXXIII 5), y: La luz brilla en las tinieblas para los que tienen el corazón recto. Las primeras palabras se aplican a mí, y las segundas a mi compañera, que, verdaderamente, tenía el corazón recto...

Llegada la hora por nosotras convenida para estar juntas, al poner la pobrecita hermana sus ojos en mí, se dió cuenta enseguida de que yo no era ya la misma. Se sentó a mi lado, enrojecida; y yo,

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apoyando su cabeza en mi corazón, con lágrimas en la voz, le dije todo lo que pensaba de ella, pero con tan tiernas frases y manifestándole al mismo tiempo un cariño tan grande, que pronto sus lágrimas se mezclaron con las mías.

Admitió con gran humildad que todo lo [que] le decía era verdad. Me prometió comenzar una nueva vida, y me pidió, como una gracia, que le advirtiese siempre sus faltas. En fin, en el momento totalmente espiritual, no había quedado ya en él nada de humano. Se realizaba en nosotras el siguiente pasaje de la Escritura: «El hermano que es ayudado por su hermano es como una ciudad fortificada.»

(Ms C Fol. 21r°)

Madre amadísima, puesto que trato de empezar a cantar con vos en la tierra esta misericordia infinita, debo manifestaros todavía otro gran provecho que he sacado de la misión que me confiásteis.

En otro tiempo, cuando veía que una hermana hacía algo que me disgustaba y que me parecía contrario a la ley, pensaba para mí: ¡Ah, qué tranquila me quedaría, si pudiese decirle lo que pienso y mostrarle su falta! Pero desde que ejerzo un poco el cargo, os aseguro, Madre mía, que he cambiado totalmente mi modo de pensar.

Cuando me acontece ahora ver que una hermana comete una acción que yo juzgo imperfecta, lanzo un suspiro de alivio, y me digo: ¡Qué felicidad, afortunadamente no es una novicia, no estoy obligada a reprenderla! Y luego, enseguida, trato de disculpar a dicha hermana, suponiendo en ella las buenas intenciones que sin duda tiene.

Una palabra, una sonrisa amable bastan muchas veces para alegrar a un alma triste.

(Ms C Fol. 28r°)

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Por eso, para no perder el tiempo, quiero ser amable con todas (y especialmente con las personas menos amables) por agradar a Jesús y seguir el consejo que él da en el Evangelio, poco más o menos en estos términos: Cuando des un banquete, no invites a tus parientes ni a tus amigos, porque corresponderán invitándote y así quedarás pagado. Invita a pobres, cojos, paralíticos; dichoso tú, porque no pueden pagarte: tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará”.

(Ms C Fol. 28v°)

De la misma manera, cuando hablo con una novicia, procuro hacerlo mortificándome y evito hacerle preguntas que puedan satisfacer mi curiosidad. Si ella empieza a hablar de una cosa interesante y luego, sin terminar la primera, pasa a otra que me aburre, me guardo muy bien de recordarle el tema que ha dejado a un lado, pues creo que no se puede hacer bien alguno cuando uno se busca a sí mismo.

(Ms C Fol. 32v°)

[Escribe a una de sus hermanas:]

¡Si supieras cómo te quiero y cuánto pienso en todos vosotros…! ¡Cuánto bien hace, cuando se sufre, el tener corazones amigos en las que encuentre eco nuestro dolor…!

(Cta 88 2r°)

Cuando no siento nada, cuando soy incapaz de orar y de practicar la virtud, entonces es el momento de buscar pequeñas ocasiones, naderías que agradan a Jesús más que el dominio del mundo e incluso que el martirio soportado con generosidad. Por ejemplo, una sonrisa, una palabra amable cuando tendría ganas de callarme o de mostrar un semblante enojado, etc, etc.

(Carta 143 v°)

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No hay pecado sin perdón, y Dios es poderoso para dar conciencia aun a las personas que no la tienen. Voy a rezar mucho por ella. Tal vez, en su lugar, yo fuese todavía peor que ella, y tal vez también ella sería una gran santa si hubiese recibido la mitad de las gracias que Dios me ha colmado a mí. [Carta de Teresa de Lisieux a su hermana hablando de una sirvienta a la que le habían pillado robando].

(Carta 147 v°)

Sí, el sufrimiento más amargo es el de no ser comprendida.

(Carta 149 Fol. 1 v°)

No espero ninguna recompensa aquí en la tierra; lo hago todo por Dios, y de esta manera, nada puedo perder y siempre me doy por bien pagada del trabajo que me tomo por servir al prójimo.

(Ultimas conversaciones 9 V)

Cuando sufro mucho, me alegro de ser yo quien sufre; me alegro de que no seáis una de vosotras. [Extracto de una conversación de Teresa de Lisieux a varias carmelitas, mientras padecía de grandes sufrimientos poco antes de morir].

(Ultimas conversaciones 20 VIII)

Se practica mucho mejor la caridad sirviendo a quien te cae menos simpático.

(Ultimas conversaciones 28 VII)

"Que la espada del espíritu, que es la palabra de Dios, esté siempre en nuestra boca y en nuestros corazones". Cuando nos encontremos con un alma poco agraciada, no nos desanimemos, no la abandonemos nunca. Tengamos siempre en la boca "la espada del espíritu" para reprenderle sus faltas, no dejemos pasar las cosas por

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conservar nuestra paz, luchemos siempre, aun sin esperanzas de ganar la batalla. ¿Qué importa el triunfo? Lo que Dios nos pide es que no nos detengamos por las fatigas de la lucha, que no nos desanimemos diciendo:"¡Peor para ella! No se puede conseguir nada, hay que dejarla por imposible". No, eso es cobardía, hay que cumplir con el deber hasta el final.

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Verdadera pobreza

¡Ah! Comprendí muy bien que la dicha no se halla en los objetos que nos rodéan, sino en lo más íntimo del alma; se la puede poseer lo mismo en una prisión que en un palacio. La prueba es que yo soy mucho más dichosa hoy en el Carmelo, aun en medio de mis sufrimientos interiores y exteriores, que entonces en el mundo, cuando me veía rodeada de todas las comodidades de la vida y, sobre todo, de las dulzuras del hogar paterno!...

(Ms A Fol. 65r°)

Desde mi toma de hábito había yo recibido abundantes luces sobre la perfección religiosa, principalmente sobre el voto de pobreza.

Durante mi postulantado me gustaba tener a mi servicio cosas bonitas y encontrar a mano cuanto necesitaba.

«Mi Director» soportaba aquello pacientemente, pues no le gusta dirigir a las almas enseñándoles todo a la vez. Suele ir concediendo poco a poco sus luces.

(Ms A Fol. 73v°)

Vuelvo a las lecciones que me dió «mi Director». Una noche, después de completas, busqué en vano nuestra pequeña lámpara en los anaqueles destinados a este uso. Estábamos en el silencio riguroso; era, pues, imposible reclamarla...

Comprendí que alguna hermana, creyendo coger su lámpara, había cogido la nuestra. A pesar de la gran falta que me hacía, en vez de pasar pena por verme privada de ella, me alegré mucho, pensando que la pobreza consiste, no sólo en verse una privada de las cosas agradables, sino también de las indispensables. Así fue cómo en medio de las tinieblas exteriores fui iluminada interiormente...

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Me entró, por entonces, una verdadera afición a los objetos más feos y menos cómodos. Por eso, fue grande la alegría que experimenté cuando me quitaron de la celda el gracioso cantarillo que yo usaba, y en su lugar me dieron un cántaro grande, todo desportillado...

(Ms A Fol. 74v°)

Decía que Jesús no quiere que reclame lo que me pertenece. Esto debe-ría parecerme fácil y natural, puesto que nada tengo mío. He renunciado a los bienes de la tierra por el voto de pobreza. No tengo, pues, el derecho de quejarme, si me quitan una cosa que no me pertenece; antes al contrario, debería alegrarme cuando se me presenta la ocasión de practicar la pobreza.

En otro tiempo creía no estar apegada a nada; pero desde que comprendí las palabras de Jesús, veo que cuando llega la ocasión, soy muy imperfecta.

Por ejemplo, en el estudio de pintura no hay nada mío, lo sé muy bien. Pero si al ponerme a trabajar, hallo los pinceles y las pinturas en desorden, si ha desaparecido una regla o un cortaplumas, ya me pongo a punto de perder la paciencia, y tengo que hacer de tripas corazón para no reclamar con aspereza los objetos que me faltan.

(Ms C Fol. 16r°)

A veces es necesario pedir las cosas indispensables; pero haciéndolo con humildad, no se falta al mandamiento de Jesús, al contrario, se obra como los pobres, que tienden la mano para recibir lo que necesitan, y si son desechados, no se sorprenden, pues nadie les debe nada.

¡Ah, qué paz inunda al alma cuando se eleva por encima de los sentimientos de la naturaleza!... No hay gozo comparable al que prueba el verdadero pobre de espíritu. Si pide con desprendimiento algo necesario, y no sólo se le niega lo que pide sino que todavía tratan de quitarle lo que tiene, entonces sigue el consejo de Jesús:

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Entrégale también el manto al que quiera ponerte pleito y quitarte la túnica...

Entregar el manto es, me parece, renunciar una a sus últimos derechos, considerarse como la sierva, la esclava de las demás.

(Ms C Fol. 16r°)

Cuando se ha hecho entrega del manto, es más fácil caminar, correr. Por eso añade Jesús: Si alguno te forzare a caminar una milla, anda con él dos.

Así que no basta con dar a todo el que me pida; debo adelantarme a sus deseos, mostrarme muy agradecida y muy honrada de prestarle un servicio. Y si me toman alguna cosa que está a mi uso, no he de manifestar que lo siento, sino, al contrario, mostrarme contenta de que se me haya desembarazado de ella.

Madre mía querida, estoy muy lejos de poner en práctica las luces que recibo, y sin embargo, el solo deseo que tengo de hacerlo, obra en mi alma la paz.

(Ms C Fol. 17r°)

"Hay que buscarle muy lejos", dijo el salmista... No dijo que hay que buscarlo entre las almas grandes, sino "muy lejos", es decir, en la bajeza, en la nada... Mantengámonos, pues, muy lejos de todo lo que brilla, amemos nuestra pequeñez, deseemos no sentir nada. Entonces seremos pobres de espíritu y Jesús irá a buscarnos, por lejos que nos encontremos, y nos transformará en llamas de amor... ¡Ay, cómo quisiera hacerte comprender lo que yo siento...! La confianza, y nada más que la confianza, puede conducirnos al amor... Si no me comprendes, es que eres un alma demasiado grande..., o, mejor, es que yo me explico mal, pues estoy segura de que Dios no te daría el deseo de ser poseída por él –por su Amor misericordioso– si no te tuviera reservada esa gracia... O mejor dicho, ya te la ha concedido, puesto que te has entregado a él, puesto que deseas ser consumida por él, y Dios nunca da deseos que no pueda convertir en realidad...

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Si aceptas soportar en paz la prueba de no agradarte a ti misma, le darás un dulce asilo. Es verdad que sufrirás, pues estarás a la puerta de tu propia casa; pero no temas, cuanto más pobre seas, más te amará Jesús. E irá lejos, muy lejos, para buscarte si a veces te extravías un poco. Le gusta más verte tropezar en la noche con las piedras del camino que caminar en pleno día por una ruta esmaltada de flores que podrían retrasar tu marcha.

Lo he comprendido todo... Pido a Jesús que haga lucir sobre tu alma el sol de su gracia. No temas decirle que le amas, aun cuando no lo sientas. Ese es el modo de obligar a Jesús a socorrerte y a que te lleve como a un niñito que es demasiado débil para caminar.

Es una prueba muy grande verlo todo negro. Pero eso no depende en absoluto de ti. Tú haz lo que puedas, despega tu corazón de las preocupaciones de la tierra, y sobre todo de las criaturas: y luego ten la seguridad de que Jesús hará lo demás.

¡Qué gran misterio es nuestra grandeza en Jesús! Escuchemos lo que él nos dice: "Bajad enseguida, porque hoy tengo que alojarme en vuestra casa". ¿Pero cómo...? Jesús nos dice que bajemos... ¿A dónde tenemos que bajar? Una vez, los judíos le preguntaron a nuestro divino Salvador: «Maestro, ¿dónde vives?», y él les respondió: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos, yo no tengo donde reclinar la cabeza». He ahí hasta dónde tenemos que bajar nosotras. Para poder servir de morada a Jesús tenemos que hacernos tan pobres, que no tengamos donde reposar la cabeza.

Lo que Jesús desea es que le recibamos en nuestros corazones. Estos, qué duda cabe, están ya vacíos de criaturas, pero yo siento que lamentablemente el mío no está totalmente vacío de mí misma, y por eso Jesús me manda bajar... él, el Rey de reyes, se humilló de tal suerte, que su rostro estaba escondido y nadie lo reconocía... Pues yo también quiero esconder mi rostro, quiero que sólo mi amado pueda verlo, que sólo él pueda contar mis lágrimas..., que al menos en mi corazón sí que pueda reposar su cabeza querida y sentir que allí sí es conocido y comprendido...

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No puedo apoyarme en nada, en ninguna de mis obras, para tener confianza. Pero esta pobreza fue para mí una verdadera luz, una verdadera gracia. Pensé que en toda mi vida nunca había podido pagar una sola de mis deudas para con Dios, pero que, si quería, esto podía ser para mí una verdadera riqueza y una fuerza. Por ejemplo al darme cuenta de que no había rezado bien mis oraciones por los difuntos, hice esta oración: "Dios mío, te suplico que pagues tú la deuda que tengo contraída con las almas del purgatorio; pero hazlo a lo Dios, para que de ese modo sea infinitamente mejor que si yo hubiese rezado mis oficios de difuntos." Y me acordé enternecida de estas palabras del Cántico de san Juan de la Cruz: "Y toda deuda paga". Yo siempre las había aplicado al amor... Sé que esta gracia no se puede expresar con palabras... ¡Es demasiado exquisita para ello! ¡Se siente una paz tan grande al saberse una tan absolutamente pobre y al no contar más que con Dios!

En la tierra de Egipto, me parece, ¡oh María!, que, a pesar de vivir en la suma pobreza,

lleno de gozo y paz vive tu corazón.

¿Qué te importa el destierro? ¿No es, acaso, Jesús la patria de las patrias, la más bella?

Poseyéndole a él, tú posees el cielo.

Más en Jerusalén, una amarga tristeza

te envuelve y, como un mar, tu corazón inunda.

Por tres días Jesús se esconde a tu ternura,

y entonces, sí, sobre tu vida cae

un oscuro, implacable, riguroso destierro.

(Poesías 54,13)

Eres tú, ¡oh Pobreza!, mi primer sacrificio,

te llevaré conmigo hasta la muerte.

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Sé que el atleta, puesto en el estadio,

para correr de todo se despoja.

Gustad, mundanos, vuestra angustia y pena,

de vuestra vanidad amargos frutos;

yo, jubilosa, alcanzaré en la arena

de la pobreza las triunfales palmas.

Jesús dijo que «por la violencia

el reino de los cielos se conquista».

Me servirá de lanza la pobreza,

y de glorioso casco.

(Poesías 68,2)

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María

La Santísima Virgen me dio a entender claramente que había sido ella, en verdad, quien me había sonreído y curado. Comprendí que velaba por mí, que yo era su hija, y que, siendo así, no podía darle otro nombre que el de «Mamá», pues me parecía aún más tierno que el de Madre...

(Ms A Fol. 57r°)

¡Qué bella fiesta la natividad de María para convertirme en esposa de Jesús! Era la pequeña Virgen, niña de un día, la que presentaba su pequeña flor a su pequeño... Jesús... Aquel día todo fue pequeño, excepto las gracias y la paz que recibí, excepto la alegría serena que experimenté por la noche al ver titilar las estrellas en el firmamento, al pensar que pronto el cielo se abriría a mis ojos maravillados y podría unirme a mi Esposo en la intimidad de un gozo eterno...

(Ms A Fol. 77r°)

La Santísima Virgen me demuestra que no está enfadada conmigo, nunca deja de protegerme en seguida que la invoco. Si me sobreviene una inquietud cualquiera, un apuro, inmediatamente recurro a ella, y siempre se hace cargo de mis intereses como la más tierna de las madres. ¡Cuántas veces, hablando a las novicias, me ha acontecido invocarla y sentir los beneficios de su maternal protección!...

Jesús nos ha atraído a las dos juntas, aunque por caminos diferentes. Juntas nos ha elevado sobre todas las cosas quebradizas de este mundo, cuya apariencia pasa. El ha puesto, por así decirlo, todas las cosas bajo nuestros pies. Como Zaqueo, nos hemos subido a un árbol para ver a Jesús... Por eso, podemos decir con san Juan de

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la Cruz: "Todo es mío, todo es para mí; la tierra es mía, los cielos son míos, Dios es mío y la Madre de mi Dios es mía".

A propósito de la Santísima Virgen, quiero confiarte una de las simplezas que tengo con ella. A veces me sorprendo diciéndole: "Querida Virgen Santísima, me parece que yo soy más dichosa que tú, porque yo te tengo a ti por Madre, mientras que tú no tienes una Virgen Santísima a quien amar... Es cierto que tú eres la Madre de Jesús, pero ese Jesús nos lo has dado por entero a nosotros..., y él, desde la cruz, te nos ha dado a nosotros por Madre. Por eso, nosotros somos más ricos que tú, pues poseemos a Jesús y tú eres nuestra también. Tú, en otro tiempo, en tu humildad, deseabas ser un día la humilde esclava de la Virgen feliz que tuviera el honor de ser Madre de Dios; y ahora yo, pobre criaturita, soy no ya tu esclava sino tu hija. Tú eres la Madre de Jesús y eres mi Madre". Seguro que la Santísima Virgen se ríe de mi ingenuidad, y, sin embargo, lo que le digo es una gran verdad...

Las mujeres de la aldea irían a charlar familiarmente con la Santísima Virgen. A veces le pedirían que dejase que el Niño Jesús fuese a jugar con sus hijos. Y el Niño Jesús miraría a la Virgen para saber si debía ir o no. Otras veces, aquellas buenas mujeres irían directamente al Niño Jesús y le dirían sin ninguna clase de ceremonias: "Ven a jugar con mi hijo", etc.

¡Cuánto me hubiera gustado ser sacerdote para predicar sobre la Santísima Virgen! Una sola vez me habría bastado para decir todo lo que pienso sobre ella. Ante todo, hubiera hecho ver qué poco se conoce su vida. No habría que decir cosas inverosímiles o que no sabemos; por ejemplo que de muy pequeñita, a los tres años, la Santísima Virgen fue al templo para ofrecerse a Dios con ardientes sentimientos de amor, totalmente extraordinarios, cuando tal vez fue allá simplemente por obedecer a sus padres. ¿Y por qué decir también, al hablar de las palabras proféticas del anciano Simeón, que la Santísima Virgen, a partir de ese momento, tuvo constantemente ante los ojos la pasión del Señor? "Una espada te atravesará el alma",

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le dijo el anciano. Por lo tanto, no se trataba del presente, ¿te das cuenta?; era una predicción genérica para el futuro.

Para que un sermón sobre la Virgen me guste y me aproveche, tiene que hacerme ver su vida real, no su vida imaginaria; y estoy segura de que su vida real fue extremadamente sencilla. Nos la presentan inaccesible, habría que presentarla imitable, hacer resaltar sus virtudes, decir que ella vivía de fe igual que nosotros, probarlo por el Evangelio, donde leemos: "No comprendieron lo que quería decir". Y esta otra frase, no menos misteriosa: "Sus padres estaban admirados por lo que se decía del niño". Esta admiración supone una cierta extrañeza, ¿no te parece?

Sabemos muy bien que la Santísima Virgen es la Reina del cielo y de la tierra, pero es más madre que reina. Y no se debe decir que a causa de sus prerrogativas eclipsa la gloria de todos los santos, como el sol al amanecer hace que desaparezcan las estrellas. ¡Dios mío, qué cosa más extraña! ¡Una madre que hace desaparecer la gloria de sus hijos...! Yo pienso todo lo contrario, yo creo que ella aumentará aún más el esplendor de los elegidos.

Está bien hablar de sus privilegios, pero no hay que decir más que eso; y si en un sermón nos vemos obligados a exclamar desde el principio hasta el final "¡oh! ¡oh!", acaba uno harto. ¡Y quién sabe si en ese caso algún alma no llegará incluso a sentir cierto distanciamiento de una criatura tan superior y a decir: "Si eso es así, mejor irse a brillar como se pueda en un rincón".

No temas amar demasiado a la Santísima Virgen, nunca la amarás lo suficiente, y Jesús estará muy contento, pues la Virgen es su Madre.

(Cta 92 Fol. 2v°)

Lo que la Santísima Virgen tiene sobre nosotros es que ella no podía pecar y que estaba exenta del pecado original. Pero por otra

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parte, tuvo menos suerte que nosotros, porque ella no tuvo una Santísima Virgen a quien amar, y eso es una dulzura más para nosotros y una dulzura menos para ella.

María, tú lo sabes: como tú,

no obstante ser pequeña,

poseo y tengo en mí al Todopoderoso.

Mas no me asusta mi gran debilidad,

pues todos los tesoros de la madre

son también de la hija,

y yo soy hija tuya, Madre mía querida.

¿Acaso no son mías tus virtudes

y tu amor también mío?

Así, cuando la pura y blanca Hostia

baja a mi corazón,

tu Cordero, Jesús, sueña estar reposando

en ti misma, María.

(Poesías 54,5)

Tú me haces comprender, ¡oh Reina de los santos!, que no me es imposible caminar tras tus huellas.

Nos hiciste visible

el estrecho camino que va al cielo

con la constante práctica de virtudes humildes.

Imitándote a ti,

permanecer pequeña es mi deseo,

veo cúan vanas son las riquezas terrenas.

Al verte ir presurosa a tu prima Isabel,

de ti aprendo, María,

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a practicar la caridad ardiente.

En casa de Isabel escucho, de rodillas,

el cántico sagrado, ¡oh Reina de los ángeles!,

que de tu corazón brota exaltado.

(Poesías 54,6-7)

Cantar, Madre, quisiera por qué te amo.

Por qué tu dulce nombre

me hace saltar de gozo el corazón,

y por qué el pensamiento de tu suma grandeza

a mi alma no puede inspirarle temor.

Si yo te contemplase en tu sublime gloria,

muy más brillante sola

que la gloria de todos los elegidos juntos,

no podría creer que soy tu hija,

María, en tu presencia bajaría los ojos...

Para que una hija pueda a su madre querer,

es necesario que ésta sepa llorar con ella,

que con ella comparta sus penas y dolores (...)

Meditando tu vida

tal como la describe el Evangelio,

yo me atrevo a mirarte y hasta a acercarme a ti.

No me cuesta creer que soy tu hija,

cuando veo que mueres,

cuando veo que sufres

como yo.

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(Poesías 54,1-2)

[Trenza dos coronas para adornar la estatua de la Virgen de la sonrisa].

Cuando vuelve, el Dr. de Corniere se muestra consternado ante el estado de su enferma. Un nuevo y último empeoramiento se declara después de diecinueve días de relativa calma: el pulmón izquierdo está enteramente invadido por la tuberculosis. Teresa se ahoga, ya no puede hablar si no es cortando las frases:]

«¡Mamá!... Me falta el aire de la tierra, ¿cuándo me dará Dios el aire del cielo?... ¡Ah, nunca ha sido esto tan escaso! (El aire para respirar.)»

¡María, si yo fuese la Reina del cielo y tú fueras Teresa, quisiera ser Teresa para que tu fueses la reina del Cielo! [Oración de Teresa para dirigirse a la Virgen].

(Oración 21)

Al mirar esta tarde a la Santísima Virgen, comprendí que no es verdad que Ella no haya sufrido también físicamente. Comprendí que no sólo sufrió en el alma, sino también en el cuerpo. Sufrió mucho en los viajes, de frío, de calor, de cansancio. Ayunó muchas veces.

… Sí, Ella sabe bien lo que es sufrir.

(Ultimas conversaciones 20 VIII)

Cuando pedimos algo a la Santísima Virgen y no nos escucha, es señal de que no quiere. Entonces hay que dejarla a su aire y no preocuparse.

(Ultimas conversaciones 23 VIII)

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¡Mucho, he sufrido mucho! Pero sólo me he quejado a la Santísima Virgen.

(Ultimas conversaciones 5 IX)

La Santísima Virgen es nuestra madre y no nos abandonará jamás, en cualquier situación que nos encontremos. Desanimarse sería hacerle un agravio, pues, si no la olvidamos, podemos estar seguros de nuestra salvación. [Estas palabras anotó mientras hacía un retiro].

(Notas del retiro 17-20 V 1885)

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Colección

Hablar con Jesús

por

José Pedro Manglano Castellary

www.manglano.org

La Misa: Antes y después

La Llamada: 12 ideas sueltas 9 vocaciones contadas

Espíritu Santo. Decenario Pentecostés Confirmación

Corpus Christi

Cuaresma

Mayo

Orar con la Eucaristía

Noviembre. La vida aquí. El cambio. La vida allá

Convivencias. Guía personal para los ratos de silencio

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Orar con Teresa de Lisieux

Diciembre. Adviento y Navidad

Evangelio día a día

Orar con Teresa de Jesús (Pedro Luis Narvaez)

Momentos eucarísticos (Jose María Casanovas)

Camino de Santiago (Pablo Lacorte)

Orar con poetas