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GIACOMO CASANOVA HISTORIA DE MI VIDA Prólogo de Félix de Azúa Traducción y notas de Mauro Armiño TOMO I

Casanova Giacomo Historia de Mi Vida Libro IV

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G I A C O M O C A S A N O V AH I S T O R I A DE MI V I DA

P r ó l o g o de F é l i x de A z ú a T r a d u c c i ó n y n o t a s d e M a u r o A r m i ñ o

T O M O I

ROBERTOKLES ROSANAE FECIT

GI ACO M O C A S A N O V A

H I S T O R I A DE MI V I D A

P R Ó L O G O

F É L I X D E A Z Ú A

T R A D U C C I Ó N Y N O T A S

M A U R O A R M I Ñ O

A T A L A N T A2 0 0 9

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VOLUMEN 4

C A P Í T U L O I 1

C RO C E EXPULSADO DE VENECIA. SGOMBRO. SU INFAMIA

Y SU MUERTE. DESGRACIA ACAECIDA A MI QUERIDA C . C.

RECIBO UNA CARTA ANÓNIMA DE UNA MONJA

Y LE RESPONDO. INTRIGA AMOROSA

N o fue el juego lo que provocó la orden a mi compadre de salir de la República, pues los Inquisidores de Estado habrían tenido mucho trabajo si hubieran querido purgar el Estado de jugadores con ventaja. La causa de su exilio fue de otra índole, y muy extraordinaria.

Un noble veneciano de la familia Gritti,* apodado Sgombro,1 sintió por Croce un amor contra natura, y éste, bien por burla, bien por gusto, le correspondía. El gran daño consistía en que ese amor monstruoso era público. El escándalo llegó a tales ex­tremos que el sabio gobierno se vio obligado a ordenar al joven que se fuera a vivir a otra parte.

Pero lo que poco tiempo después le ocurrió a Sgombro fue de la mayor consecuencia. Enamorado de sus dos hijos, puso al más guapo en la necesidad de recurrir al cirujano. El pobre mu­chacho confesó que no había tenido valor para desobedecer al autor de sus días. La naturaleza debía detestar una sumisión de ese tipo al amor paterno, y los Inquisidores de Estado enviaron .1 ese padre tirano a la ciudadela de Cattaro, donde murió al cabo del año* envenenado por el aire que allí se respira. Los efectos

1. En el manuscrito, la página anterior está totalmente tachada por ( lasanova y es ilegible.

2. Zuan Antonio Gritti (1702-1768), marido de la poeta Cornelia Barbara (véase nota 7, pág. 844), tuvo tres hijos: Domenico, nacido en 1736; Francesco, conocido como escritor (1740), y Cam illo Bernardo ( ' 7 4 5 )-

3. En italiano el término significa «chulo».4. Gritti murió en Cattaro en 1768.

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venenosos de ese aire son tan conocidos por el tribunal que sólo condena a respirarlo a los ciudadanos que han merecido la muerte cometiendo crímenes cuyo proceso no permiten que sea público razones políticas.

Fue a Cattaro adonde el Consejo de los Diez envió, hace quince años, al célebre abogado Contarini,' noble veneciano que con su elocuencia se había adueñado del Gran Consejo6 y pre­tendía cambiar la constitución. Murió allí al cabo del año. En cuanto a sus cómplices, se pensó con mucha sensatez que bas­taba con castigar a los cuatro o cinco principales.

El noble Sgombro que he citado tenía una mujer encantadora que, según creo, aún vive. Se trata de la señora Cornelia G ritti,7 más célebre aún por su inteligencia que por su belleza, que ha re­sistido a las injurias de la edad. A la muerte de su marido, vién­dose dueña de sí misma, se burló de cuantos se presentaron para inducirla a sacrificarles su libertad; pero como nunca había sido enemiga declarada del amor, agradeció siempre su homenaje.

Un lunes de finales del mes de julio, mi ayuda de cámara me despertó al amanecer diciéndome que la mujer que venía todos los miércoles deseaba hablarme. La carta que me entregó con aire muy afligido es la siguiente:

«Domingo noche. Una desgracia que me ha ocurrido esta mañana me acongoja, porque debo ocultarla a todo el convento. Pierdo sangre, no sé qué hacer para detenerla, y no cuento con mucha tela blanca. Laura me ha dicho que necesitaré gran can­tidad en caso de que la hemorragia dure, y no puedo confiárselo a nadie. Envíame, pues, tela, único amigo mío. Ya ves que he te­nido que confiarme a Laura, que por el día puede venir a mi celda a cualquier hora. Si esta hemorragia me causa la muerte, todo el convento sabrá de qué he muerto; pero pienso en ti, y

{. Cario Contarini (1723-178 2) fue uno de los muchos que inten­taron en el último cuarto del siglo XVIII imprimir un sentido democrá­tico a la República de Venecia. Detenido y encerrado en Cattaro en 1780, murió dos años más tarde, o, según otros, a poco de llegar al fuerte.

6. Véase nota 34, pág. 332.7. Cornelia Barbaro (ca. 17 19 -180 8), casada con Zuan Antonio

G ritti, fue poeta, muy famosa por su belleza y sus aventuras. Entre otras, con el poeta libertino G iorgio Baffo (véase nota 34, pág. 26).

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tiemblo. ¿Qué harás en tu dolor? ¡Ay, mi querido amigo! ¡Quédesgracia!».

Me visto deprisa y, mientras, reflexiono sobre el hecho. Pre­gunto a Laura qué clase de hemorragia era, y me responde que ,1 todas luces es consecuencia de un aborto, y que había que ac­tuar con el mayor secreto posible para salvar la reputación de la señorita. Me dice que sólo necesitaba mucha tela blanca, y que 110 pasaría nada. Lo que suele decirse en estos casos. Una vez uieglado, mando añadir un remo más a mi góndola y voy con I aura al ghetto,8 donde compro a un judío todas las sábanas que tenía y más de doscientas toallas. Tras meter todo en un saco, voy a Murano con ella. De camino escribo a lápiz a mi querida .»miga que tengo plena confianza en Laura, asegurándole que no me iría de Murano hasta que su hemorragia hubiera cesado. Al bajar de la góndola, Laura me convence de que, si no quería de- i.iitne ver, haría bien en ocultarme en su casa. Me dejó en un 1 uarto de una planta baja llena de harapos, en la que vi dos i amas. Después de meter debajo de sus faldas toda la tela blanca que pudo, se fue a visitar a la enferma, a la que no había visto desde la víspera por la noche. Yo esperaba que la encontrase luera de peligro, y no veía la hora de recibir noticias.

Vino una hora después para decirme que, como había per­dido mucha sangre durante toda la noche, mi amiga estaba en tama, muy débil, y que había que encomendarla a Dios, pues, como la hemorragia no cesaba, debía sucumbir en veinticuatro horas. Cuando vi la ropa que sacó de debajo de sus faldas, creí morirme. Era una carnicería. Me asegura que no había nada que temer por el secreto, pero mucho por la vida de la pobre niña. Kara forma de consuelo, pero en ese momento la estupidez ajena 110 tenía fuerza suficiente para hacerme reír. Me dijo que, al leer mi carta, había esbozado una sonrisa y que, después de haberla besado, le había dicho que, como me tenía tan cerca de ella, es­taba segura de no morir.

8. En 15 16 los judíos vivían en el ghetto Vecchio y en el ghetto miovo, en San Gerem ia y en San G irolam o (sestiere di Cannaregio). En el siglo XVtt, a éstos se añadió el ghetto nuovissimo en los SS. ErmarcoroV Fortunato. Las puertas del gueto se cerraban todas las noches y eran severamente vigiladas.

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Me estremecí cuando aquella buena mujer me mostró, cu

medio de la sangre, una pequeña masa informe. Me dijo que clU misma lavaría todo aquello, y que volvería para regresar al con vento con lienzos para la enferma cuando todo el convento es

tuviera a la mesa.-¿H a tenido visitas?-Todo el convento; pero nadie se imagina la causa de la en

fermedad.-P ero con el calor de esta estación, sólo puede tener uiu

manta ligera, y es imposible que no se note el enorme volumen de las toallas.

-N o se le nota, porque está recostada.-¿Q ué come?-N ada. N o puede comer.Y se marchó; yo también. Fui a casa del médico Payton, don

de perdí el tiempo y el dinero que le di por una larga receta que no pude usar, pues hubiera puesto a todo el convento en el se creto de la enfermedad de mi ángel, y el propio médico del con­vento se hubiera encargado de divulgarlo quizá por espíritu de venganza. Tras volver a casa para recoger lo poco que necesi­taba, retorné a mi refugio, donde media hora después vi a Laura, que, muy triste, me dio una nota en la que C . C . me escribía:

«Mi querido amigo, no tengo fuerzas para escribirte. Sigo sangrando, y no hay remedio. Es la voluntad de Dios; pero mi honor está a salvo. Mi único consuelo es saber que estás aquí».

Laura me hizo temblar cuando me enseñó diez o doce tallas empapadas de sangre. Creyó consolarme diciéndome, que con una libra se empapaban cien; pero yo no tenía consuelo. Estaba realmente desesperado; y, considerándome el verdugo de aque­lla inocente, no me sentía con fuerzas para sobreviviría. Me eché aturdido en la cama, sin decir palabra seis horas seguidas, hasta el momento en que Laura regresó del convento con veinte toa­llas empapadas. N o se le permitía volver de noche, debía espe rar al día siguiente. También yo lo esperé sin haber podido pegar ojo, sin comer ni permitir desvestirme a las hijas de Laura, que, aunque guapas, me causaban horror. Las miraba como los ins­trumentos de mi horrible incontinencia, que me había conver­tido en el asesino de un ángel encarnado.

> 1

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I I sol despuntaba por el horizonte cuando entró Laura anun- 1 i.mdomc, con un aire tristísimo, que la pobre niña había dejado■ l> •..uigrar. C reyó que me disponía a oír ese mismo día la noti- 1 i ,i de su muerte.

Está agotada -m e d ijo -; sólo tiene fuerzas para mantener ibiertos los ojos; parece de cera, su pulso apenas se deja sentir.

Pero, mi querida Laura, esa noticia no es mala. Ahora hay• 111 <-* darle algo de comer.

I lan mandado a buscar al médico, que recetará lo que haya i|iie darle; a deciros verdad, no tengo esperanzas. Sabéis que no Ir dirá la verdad al doctor, y por eso sólo Dios sabe lo que le re- 1 ti.irá. Le he dicho al oído que no tome nada, y me ha com­prendido.

Si no muere de agotamiento de aquí a mañana, estoy seguro ile que vivirá, y su médico habrá sido la naturaleza.

¡Dios lo quiera! Volveré a verla a mediodía.-¿Por qué no antes?

Porque su celda estará llena de gente.Com o necesitaba esperar, pensé en restaurar mis fuerzas y

pedí que me dieran de comer; mientras tanto, me puse a escribir .1 <). C . para el momento en que estuviera en condiciones de leer. Los instantes del arrepentimiento son muy tristes, y yo era digno de lástima. Tenía una necesidad absoluta de ver de nuevo .1 l aura para conocer el oráculo del médico. Tenía motivos su- licientes para reírme de todos los oráculos; mas, a pesar de ellos, necesitaba, y mucho, el de aquel médico, y sobre todo oír un oráculo propicio.

Las hijas de Laura me trajeron de cenar, pero no pude tragar nada. Me entretuvieron comiéndose todo ellas mismas con un apetito voraz. La hija mayor, dando muestras de resistencia, no me miró ni una sola vez. Las dos pequeñas me parecían más de­senvueltas, pero sólo las miré para alimentar mi cruel arrepenti­miento.

Por fin volvió Laura diciéndome que la enferma se hallaba en el mismo estado de agotamiento, que su extrema debilidad había sorprendido mucho al médico, que no sabía a qué atri­buirla. Le había recetado cordiales y caldos ligeros, pronosti­cándole que recuperaría la salud si conseguía dormir. Com o

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había recetado que alguien la cuidara por la noche, la enferma ha­bía tendido la mano a Laura, y, gracias a esto, me prometió que ya no la dejaría. Había ido a verla su madre, y la noticia me agradó. Estaba seguro de que si lograba dormir se curaría, y tenía puestas mis esperanzas en el día siguiente. Di seis cequíes a Laura, y uno a cada una de sus hijas, y cené algo de pescado. También yo me acosté, desnudo, a pesar de la incomodidad de la cama. Cuando las hijas de Laura me vieron, se desnudaron sin reparo alguno y se acostaron juntas en otra cama que estaba al lado de la mía. Me agradó aquella confianza. La mayor, que debía estar al corriente de la vida, se fue a dormir a otro cuarto porque tenía un pretendiente que iba casarse con ella en otoño.

Al día siguiente temprano llegó Laura muy contenta para de­cirme que la enferma había dormido bien, y que ella se volvía al convento para llevarle algo de sopa. Pero aún no era el momento de cantar victoria, porque necesitaba recuperar sus fuerzas y re­poner la sangre que había perdido. Tuve entonces la certeza de que recobraría la salud; y así fue. Pero me quedé allí ocho días más, decidido a irme sólo cuando C . C . me lo ordenara, por así decir, en una carta de cuatro páginas. Cuando me marché, Laura lloró de placer por verse recompensada con casi toda la magní fica ropa blanca que yo había comprado para la enferma, y sus dos hijas pequeñas lloraron aparentemente porque, en los diez días que había pasado en su casa, no supieron incitarme a darles por lo menos un beso.

Volví a Vcnecia y a mis antiguas costumbres; pero sin un amor real y feliz no podía estar contento. N o tenía otro placer que el de recibir todos los miércoles una carta de mi mujercita animándome a esperar en vez de pedirme que la raptase. Laura me aseguraba que se había vuelto más hermosa. Me moría de ganas por verla.

Fue a finales de agosto cuando, tras haberme hablado Laura de una toma de hábito que agitaba a todo el convento, decidí procurarme el placer de ver a mi hermoso ángel. Los locutorios debían de estar llenos de gente, y, dado que las monjas recibían a las visitas en la puerta del convento, era verosímil que las pen­sionistas se dejaran ver, y que C . C . también estuviera allí. No corría ningún riesgo de que reparasen en mí más que en cual­

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quier otro un día en el que habría muchas personas desconoci- il.is. Así pues, fui sin haberle dicho nada a Laura y sin habérselo comunicado a C . C . en mi última carta.

C reí morir de placer cuando la vi, a cuatro pasos de mí, lienta y sorprendida de verme en aquel locutorio. La encontré nocida, más formada, e incluso más bella de fisonomía, cosa que no creía posible. Sólo tuve ojos para ella, y cuando cerraron la puerta regresé a Vcnecia.

I’ero la carta que me escribió tres días después me pintó con « olores demasiado vivos el placer que había sentido al verme |ura no pensar en la manera de procurárselo lo más a menudo posible. Le respondí de inmediato que me vería en misa en su iglesia’ todos los días festivos; y empecé enseguida. De hecho, no me costaba nada. Yo no la veía, pero, sabiendo que ella me veía, su placer bastaba para hacer perfecto el mío. N o tenía nada que temer, porque era casi imposible que pudieran reconocerme en una iglesia donde no había más que burgueses y burguesas de Murano. Después de haber oído una o dos misas, tomaba una góndola de alquiler cuyo barquero no podía sentir ninguna cu­riosidad por conocerme. De cualquier modo, me mantenía en guardia. Sabía que la intención del padre de C . C . era conseguir (|ue ella me olvidase, y estaba convencido de que, si hubiera te­nido la menor sospecha de que continuaba viéndola, la habría metido en otro convento, y entonces yo no habría podido tener la menor correspondencia con ella.

Éstos eran mis razonamientos, pero no conocía bien ni el ca­rácter de las monjas ni su singular curiosidad. Además, no su­ponía que mi persona tuviera nada de notable ni que, viéndome frecuentar su iglesia, llegasen de forma unánime a la conclusión de que no podía ser sin un motivo, ni que harían todo lo que es­tuviera en su mano para descubrir el misterio.

Al cabo de cinco o seis festividades, C . C . me escribió una carta muy divertida para decirme que me había convertido en el enigma de todo el convento, tanto de las religiosas como de las pensionistas. Todo el coro me esperaba puntualmente; cuando

9. La capilla del convento de San G iacom o di G alizzia, de Mu- rano.

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me veían entrar y tomar el agua bendita, se avisaban unas a otras; y se habían dado cuenta de que nunca miraba la reja tras la que debían de estar todas las reclusas, ni a ninguna mujer o joven que entraba o salía de la iglesia. Las monjas viejas decían que debía de tener alguna gran pena, de la que sólo esperaba librarme gracias a la protección de su Virgen, en la que debía de haber puesto toda mi confianza; y las jóvenes sostenían que debía de ser un enfermo de melancolía, un misántropo que huía del gran mundo. Me divertían estas cosas que mi querida mujer me es­cribía. Le respondí que, si temía que pudieran reconocerme, de­jaría de ir; y ella me contestó que se pondría muy triste si se veía privada del placer de verme, que era su única alegría. Pero, una vez al tanto de esa general curiosidad, no me atrevía a ir a casa de Laura. Estaba adelgazando, me iba destruyendo poco a poco; no podía resistir mucho más tiempo llevando aquella clase de vida. Yo había nacido para tener una amante y vivir feliz con ella. Com o no sabía qué hacer, jugaba y ganaba casi todos los días, pero me aburría. Después de los cinco mil cequíes que ha­bía ganado en Padua gracias a la habilidad de mi compadre, había seguido el consejo del señor de Bragadin. Había alquilado un casino10 donde llevaba una banca de faraón a medias con un matasiete que me protegía de las supercherías de ciertos aristó­cratas tiranos, frente a los que un simple particular nunca tiene razón en mi encantadora patria.

¡753El día de Todos los Santos, en el momento en que, después de

haber oído misa, iba a subirme a una góndola para volver a Ve- necia, me encontré con una mujer de aspecto parecido a Laura

10. Dim inutivo de casa, como en Francia la petite maison. Eran ca­sas de placer indispensables para cualquier hombre elegante y, en espe­cial, para los patricios; empezaron siendo lugares donde los patricios recibían familiarmente, pero no tardaron en especializarse, como en Francia, y convertirse en templos de amor y de libertad de costumbres. También lo adoptaron los aficionados al juego clandestino. La Inquisi­ción los vigiló muy de cerca, pero sólo desaparecieron con la caída de la república. Algunas mujeres también fueron propietarias de casinos para recibir a sus amigos.

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>|ti<, después de dejar caer a mis pies una carta, siguió su camino. I 1.11 ta era blanca, y estaba sellada con cera de España del color de I.i venturina." El sello representaba un nudo corredizo. Nada •n i > entrar en la góndola, la abrí y leí esto:

I ina monja que, desde hace dos meses y medio, os ve todos lo» días festivos en su iglesia, desea que la conozcáis. Un folleto )|iir habéis perdido, y que ha llegado a sus manos, la hace estar «1'Kiira de que sabéis francés. Aunque podéis responderle en ita­liano, pues desea claridad y precisión. N o os invita a que hagáis11.1111.11 la al locutorio, porque, antes de que os veáis en la necesi­dad de hablarle, quiere que la veáis. Por eso os dará el nombre d< una señora a la que podréis acompañar al locutorio; esa se­fli na no os conoce y, por lo tanto, no se verá en la necesidad de l<i escotaros si no queréis que se sepa quién sois.

• Si os parece que esta forma de actuar no es apropiada, la misma monja que os escribe esta carta os indicará un casino de ,ic|iii, de Murano, donde la encontraréis sola a primera hora di l.i noche el día que le digáis; podréis quedaros a cenar con «'lia, ti marcharos un cuarto de hora después en caso de que ten- i.íis asuntos que resolver en otra parte.

»¿Preferiríais invitarla a cenar en Venecia? Decidle el día, la lima de la noche y el lugar al que debe dirigirse, y la veréis salir enmascarada de una góndola; basta con que la esperéis en la ori- ll.i, solo, sin criados, con máscara y una vela en la mano.

■ Segura de que me responderéis, e impaciente como bien po­drís liguraros por leer vuestra respuesta, os ruego que mañana

la entreguéis a la misma mujer que os ha hecho llegar ésta. La encontraréis una hora antes de mediodía en la iglesia de San 1 anziano,'1 en el primer altar a mano derecha.

•Tened presente que si no os hubiera supuesto de corazón noble y honesto, nunca me habría decidido a dar un paso que podría permitiros formar un juicio desfavorable sobre mi per- tona».

I I tono de la carta, que traslado palabra por palabra, me sor-

1 1 . Del italiano venturina o aventurina: variedad parda o rojiza de111.11 /o, con pequeñas láminas de mica dorada en las que se refleja la lll/.

12. Iglesia junto al ponte di Rialto.

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prendió más todavía que el contenido mismo. Tenía asuntos pendientes, pero lo dejé todo para ir a encerrarme y contestar. La propuesta sólo podía provenir de una loca, pero había en l.i carta una dignidad que me la volvía respetable. Al principio es tuve tentado de creer que la monja podía ser la misma que en señaba francés a C . C ., que era bella, rica y galante, que mi querida mujer podía haber sido indiscreta e incluso haber alen tado oscuramente el inaudito paso de su amiga, y que por esta razón no había podido advertirme. Pero rechacé esta sospecha precisamente porque me agradaba. C . C . también me había es­crito que la monja que le enseñaba francés no era la única que dominaba muy bien esa lengua. N o podía dudar de la discreción de C . C . ni de la sinceridad con que me habría informado inme diatamente si hubiera hecho la menor confidencia a su monja. N o obstante, la que me escribía podía ser la amiga de C . C ., pero, como también podía ser cualquier otra, respondí lo siguiente, intentando jugar a dos barajas mientras las conveniencias me lo permitiesen:

«Espero, señora, que mi respuesta en francés no perjudique para nada la claridad y la precisión que exigís, y de las que me dais ejemplo.

»El asunto no puede ser más interesante; me parece de la mayor importancia dadas las circunstancias, pero, como debo responder sin saber a quién, ¿comprenderíais que, a menos de ser un fatuo, temiese una trampa? El honor me obliga a estar alerta. Por lo tanto, si es cierto que la pluma que me escribe per­tenece a una respetable dama que me hace justicia atribuyén­dome un alma tan noble y una inteligencia tan buena como las suyas, comprenderá, así lo espero, que sólo puedo contestarle en los términos siguientes:

»Si me habéis creído digno, señora, de llegar a conoceros per­sonalmente juzgándome sólo por la apariencia, me creo en la obligación de obedecer, aunque sólo sea para desengañaros en caso de que involuntariamente os hubiera inducido a error.

»De los tres medios que habéis tenido la generosidad de ofre­cerme, sólo me atrevo a escoger el primero, con las restricciones que vuestra clarividente inteligencia me ha señalado. Acompa­ñaré a vuestro locutorio a una dama, cuyo nombre me diréis y

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«Ini* no me conocerá. Por consiguiente, no será necesaria nin- i ' m i i .i presentación. Sed indulgente, señora, con las graves razo- 111a que me obligan a no decir mi nombre. En cambio os pro­meto por mi honor que sólo utilizaré vuestro nombre, cuando10 conozca, para rendiros homenaje. Si os parece oportuno di- 1 luirme la palabra, sólo os responderé dando muestras del más profundo respeto. Permitidme esperar que estaréis sola en la teja, y que os diga, para terminar, que soy veneciano y libre en1 1 pleno sentido de esa palabra. La única razón que me impide detenerme en los otros dos medios que me ofrecéis, y que me honran infinitamente, es, permitidme repetirlo, el temor a un engaño. Estas felices citas podrán tener lugar en cuanto me ha- i m i s conocido mejor y ninguna duda turbe mi alma, enemiga de1.1 mentira. También muy impaciente, mañana iré a la misma llora a San Canziano para recibir vuestra respuesta».

Encontré a la mujer en el lugar indicado, le entregué mi cartaV le di un cequí. Volví al día siguiente, y ella se me acercó. Des­pués de haberme devuelto el cequí, me entregó la siguiente res­puesta, rogándome que me alejara para leerla y volviese después para decirle si debía esperar respuesta. Tras haberla leído, fui a decirle que no tenía ninguna respuesta que darle. Y esto es lo que decía la carta de aquella monja:

«Creo, caballero, no haberme equivocado en nada. Abo- 1 rezco, como vos, la mentira cuando tiene consecuencias; pero solo la considero un juego sin importancia cuando no hace daño .1 nadie. Entre mis tres propuestas habéis elegido la que más honra a vuestra inteligencia. Respetando la razones que podáis tener para ocultar vuestro nombre, escribo a la condesa de S.'> lo que os ruego que leáis en la nota adjunta. Selladla antes de ha- eérsela llegar; yo la avisaré con otra nota. Iréis a su casa cuando mejor os parezca; ella os dará una cita y vos la acompañaréis hasta aquí en su propia góndola. N o os hará ninguna pregunta, v no estaréis obligado a rendirle cuentas de nada. N o habrá pre­sentaciones, pero, como vos sabréis mi nombre, sólo de vos de­penderá acudir enmascarado a verme en el locutorio cuando os

13. Condesa Seguro, apellido que se ve, pese a que ha sido tachado eil el manuscrito.

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plazca, haciéndome llamar de parte de la misma condesa. De esta forma nos conoceremos sin que sea preciso que os molestéis per­diendo de noche un tiempo que quizá sea precioso para vos. He ordenado a la criada esperar vuestra respuesta en caso de que, conocido quizá de la condesa, no aceptéis su mediación. Si os agrada la elección, decid a la criada que no tenéis nada que res­ponder, y ella irá entonces a llevar mi nota a esa misma condesa. Vos le llevaréis la otra a vuestra comodidad».

Dije a la criada que no tenía nada que responder cuando es­tuve seguro de no ser conocido por aquella condesa, cuyo nom­bre no había oído nunca. Éste es el tenor de la nota que debía entregarle:

«Te ruego, mi querida amiga, que vengas a hablar conmigo cuando tengas tiempo y des a la máscara portadora de esta nota una cita para que te acompañe. Será puntual. Harás un gran favor a tu amiga».

Dirigida a la señora condesa de S., a la orilla del Rio M arin,'4 la nota me pareció sublime por el espíritu de intriga. Había algo elevado en aquella forma de actuar. Se me hacía encarnar un per­sonaje al que parecía que se le prestaba un favor. Me daba per­fecta cuenta de la maniobra.

En su última carta, la monja, sin preocuparse por saber quién era yo, aplaudía mi elección y quería parecer indiferente en el asunto de las citas nocturnas; pero contaba, parecía estar segura incluso, con que yo iría a preguntar por ella al locutorio una vez que la hubiera visto. Su certidumbre aumentaba mi curiosidad. Tenía motivos para esperarlo si era joven y guapa. Sólo de mí dependía retrasar tres o cuatro días el encuentro y saber por C. C . quién podía ser aquella monja; pero, dejando a un lado que eso era una bajeza, tenía miedo a echar a perder la aventura y verme obligado a arrepentirme. Me decía que fuera a casa de la condesa a mi comodidad: su dignidad exigía no dar muestras de tener prisa; pero ella sabía que yo debía tenerla. Me parecía una

14. Uno de los dos fondamenta del rio Marin, en San Simcone Pro­feta, en el sestiere dclla Croce. Los fondamenta, muelles que son calles a lo largo de los canales, se llaman así porque sirven de fundamento o cimiento a los edificios. Los que bordean el Gran Canal o la laguna re­ciben el nombre de riva.

mujer demasiado hábil en galantería para creerla novicia e inex­perta; tenía miedo de arrepentirme por haber perdido el tiempo;V me preparaba para reírme con ganas en caso de encontrarme con algún vejestorio. Cierto, no habría ido de no ser por la cu­riosidad que sentía por ver la cara que pondría frente a mí una mujer de aquel carácter, que se había ofrecido para venir a cenar conmigo a Venecia. Me sorprendía mucho, además, la gran li­bertad de aquellas santas vírgenes que tan fácilmente podían vio­lar su clausura.

A las tres de la tarde hice entregar a la condesa de S. la nota. Salió un minuto más tarde de la sala donde estaba acompañada y me dijo que le agradaría mucho encontrarme al día siguiente al.i misma hora en su casa; y después de hacerme una bella reve­rencia, se retiró. Era una mujer algo entrada en años, pero her­mosa.

La mañana del día siguiente, que era domingo, fui a mi hora habitual a misa, vestido y arreglado con toda elegancia e infiel en imaginación a mi querida C . C ., pues pensaba más en mostrarme ante la monja, joven o vieja, que ante ella.

Después de comer me pongo la máscara y a la hora concer­tada voy a casa de la condesa, que estaba esperándome. Salimos, embarcamos en una amplia góndola de dos remos, llegamos al convento de las X X X ,11 sin haber hablado de otra cosa que no• iiera del hermoso otoño que teníamos. Ella manda llamar a M. M. de su parte. El apellido me extraña, porque quien lo llevaba era célebre.'6 Pasamos a un pequeño locutorio, y cinco minutos después veo aparecer a M. M. que va derecha a la reja, abre cua­tro cuadrados empujando un resorte, abraza a su amiga y cierra de nuevo la ingeniosa ventana. Esos cuatro cuadrados formaban

t j . El convento de Santa Maria degli Angeli.t6. Sobre la identificación de M. M., sigla de Maria Maddalena, ha

corrido mucha tinta. Ése fue el nombre conventual (en San Giacom o di < ¡alizzia) de Maria Lorenza Pasini, de extracción burguesa; se ha pen­sado también en Maria Eleonora Michiel, «camarlenga» del convento de Santa Maria degli Angeli (1752); las últimas investigaciones se orien­tan sobre todo hacia Marina Maria M orosini (sor Maria Contarina), hija de Domenico M orosini, nacida en 17 3 1 , que entró en ese convento de Murano en 1739 y murió en 1801 ó 1802.

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una abertura de dieciocho pulgadas cuadradas.'7 Un hombre de mi estatura habría podido pasar por allí. La condesa se sentó frente por frente a la monja, y yo en el otro lado en una posición que me permitía examinar totalmente a mis anchas aquella rara belleza de veintidós a veintitrés años.'8 Decido inmediatamen te que debía de ser la misma que me había elogiado C . C ., la misma monja que la amaba tiernamente y le daba lecciones de francés.

La admiración me tenía tan fuera de mí que no entendí nada de cuanto se dijeron. Por lo demás, la monja no sólo no me di rigió nunca la palabra, sino que no se dignó mirarme una sola vez. Era de una belleza perfecta, alta, blanca tirando a pálida, con aire noble y decidido, y al mismo tiempo reservada y tímida, de grandes ojos azules: fisonomía dulce y risueña, hermosos la bios húmedos de rocío que dejaban ver dos magníficas hileras de dientes; la toca de la monja no me permitía ver sus cabellos, pero, los tuviera o no los tuviese, debían de ser de color castaño claro, a juzgar por las cejas; pero lo que me parecía admirable y sorprendente era su mano, junto con el antebrazo que yo podía ver hasta el codo; era imposible tenerlos más perfectos. N o se apreciaban las venas, y en lugar de músculos sólo se veían ho yudos. Pese a todo esto, no me arrepentía de haber rechazado las dos citas animadas por una cena que aquella beldad divina me había propuesto. Seguro de poseerla en pocos días, gozaba el placer de rendirle el homenaje de mi deseo. N o veía el momento de encontrarme a solas en la reja con ella, y pensaba que come tería la mayor de las indelicadezas si hubiera esperado un solo día para hacerle saber que rendía a sus méritos toda la justicia merecida. N o me miró durante todo ese tiempo, pero aquella reserva terminó por agradarme.

De repente las dos damas bajaron la voz acercando sus cabe zas, indicando de este modo que yo estaba de más, me alejé des pació de la reja para ir a mirar un cuadro. Un cuarto de hora más tarde se despidieron después de haberse abrazado a través de la ventana movediza. La monja me volvió la espalda sin darme tiempo siquiera de hacerle al menos una inclinación de cabeza.

17. Un cuadrado de dieciocho pulgadas de lado (48,6 x 48,6).18. Tenía esa edad Maria Lorenza Pasini, nacida en 1731.

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'i l.i condesa, de vuelta conmigo a Venecia, cansada quizá de mi «ilencio, me dijo esbozando una sonrisa:

M. M. es hermosa, pero su inteligencia es aún menos fre-< líente.

I le visto lo uno, y creo lo otro.No os ha dirigido la palabra.

•Como no he querido serle presentado, ha pretendido casti- l. iime ignorando que yo estaba allí.

No añadió nada la condesa, y llegamos a su casa sin que vol- vu i amos a abrir la boca. La dejé en su puerta, y fue allí donde mu hizo esa bella y profunda reverencia que significa: muchas |(iacias. Adiós. Me fui a pensar en aquella singular aventura, 1 iivo inevitable desenlace sentía curiosidad por ver.

C A P Í T U L O II

LA CONDESA CO R O N IN I. DESPECHO AMOROSO.

K ECONCILIACIÓN. PRIMERA CITA. DIVAGACIÓN FILOSÓFICA

Lila no me había dirigido la palabra, y yo estaba muy con- Icnto por ello. Me hallaba tan emocionado que no le habría con­testado nada que mereciese la pena. Veía que no era mujer capaz ■Ir temer la humillación de un rechazo; pero, de todos modos, una mujer así necesita un gran valor para correr el riesgo de ser desdeñada. A su edad, tanta audacia me sorprendía, y no conse­guía concebir tanta libertad. ¡U n casino en Murano! ¡Libertad de ir a Venecia! Llegué a la conclusión de que debía de tener un .imante oficial que se complacía en hacerla feliz. Esta idea ponía límites a mi orgullo. Me veía en camino de ser infiel a C . C ., pero110 me sentía frenado por ningún escrúpulo. Pensaba que una infidelidad como aquélla, en caso de que pudiera llegar a descu­brirla, no habría podido desagradarle, porque sólo servía para mantenerme con vida y conservarme, por lo tanto, para ella.

A la mañana siguiente fui a visitar a la condesa de Coronini,'

1. La condesa Maria Theresia Coronini-Conberg murió en Mo­naco en 1761, a edad muy avanzada.

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que residía, por voluntad propia, en el convento de Santa Gius tina.2 Era una anciana señora que conocía todas las intrigas de las cortes europeas y que, interviniendo en ellas, había conseguido labrarse una fama. El deseo de paz que termina por acompañar a la repugnancia la había impulsado a elegir aquel retiro. Yo le había sido presentado por una monja emparentada con el señor Dándolo. Esta mujer, que había sido bella y era muy inteligente, no quería emplear su inteligencia en especulaciones sobre los in­tereses de los príncipes, y la divertía con las noticias frívolas de la ciudad en que vivía. Estaba al tanto de todo, y, como es lógico, siempre quería saber más. Veía en su reja a todos los embajado res, y eso le presentaban a todos los extranjeros, y varios graves senadores le hacían de tiempo en tiempo largas visitas, cuya razón siempre era, tanto de un lado como de otro, la curiosidad; pero la justificaba con el pretexto del interés que la noble socie dad parece obligada a tener en todos los asuntos corrientes. En fin, que la señora de Coronini lo sabía todo y se entretenía dán dome lecciones de moral muy agradables siempre que iba a verla. Com o después de comer tenía que presentarme al señor M., pensé que me vendría bien saber de labios de aquella dama tan informada algo interesante sobre aquella monja.

Tras algunas frases de carácter general, no me fue difícil abor­dar el tema de los conventos de Venecia, y hablamos de la inte­ligencia y de la reputación de cierta monja llamada Celsi, que, aunque fea, tenía sobre todo lo que le interesaba gran influencia. Luego hablamos de la joven y encantadora religiosa Micheli,' que había tomado el velo para demostrar a su madre que era más inteligente que ella. Pasamos luego a otras muy hermosas a las que se tachaba de galantes, y entonces nombré a M. M., dicien­do que debía serlo también, pero que era un enigma. La señora me respondió con una sonrisa que M. M. no lo era con todos, pero que, en líneas generales, debía de serlo.

2. Iglesia muy antigua que, a partir de 1448, perteneció a la Orden Agustina; al lado se construyó en 18 10 un convento secularizado.

3. Probablemente una hija de Chiara Bragadin, casada con A nto­nio K. Michiel, nieta del procurador Bragadin; en 1752 fue nombrada «camarlenga» del convento Santa Maria degli Angeli de Murano una Maria Eleonora Michiel.

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-Pero lo que es un verdadero enigma -añadió- es el capri-> lio que tuvo de tomar el velo siendo bella, rica, muy inteligente v culta, y, por lo que sé, descreída. Se hizo monja sin ninguna razón física ni moral. Un verdadero capricho.

-¿L a creéis feliz, señora?-Sí, si no se ha arrepentido, y si no se arrepiente en el futuro;

rumo es lista, si se arrepiente se lo guardará para sí.Convencido por el tono misterioso de la condesa de que M.

M. debía de tener un amante, decidí no preocuparme: por eso, después de comer sin apetito me pongo la máscara, voy a Mu- rano, llamo al torno y con el corazón palpitante pregunto por M. M. de parte de la condesa de S. Com o el locutorio pequeño estaba cerrado, me indican el locutorio en el que debo entrar. Me quito la máscara, la pongo sobre mi sombrero y me siento esperando a la diosa. Mi corazón latía con fuerza. Tardaba en venir, pero aquel retraso, en lugar de impacientarme, me agra­daba; temía el momento de la entrevista, e incluso sus conse­mencias. Aunque una hora pasó rápidamente, semejante retraso no me pareció de recibo. Seguro de que no la han avisado, me le­vanto, me pongo otra vez la máscara, vuelvo al torno y pregunto m tnc han anunciado a la madre M. M. Una voz me dice que sí, y que lo único que tenía que hacer era esperarla. Vuelvo a mi *itio algo pensativo, y pocos minutos después veo a una horri­ble vieja conversa que me dice:

-L a madre M. M. tiene todo el día ocupado.Nada más decir estas palabras, se va.¡Terribles momentos a los que está sujeto un hombre que se

dedica a las aventuras amorosas! Son los más crueles, y humillan, alligen, matan.

Indignado y envilecido, mi primera sensación fue sentir des­precio por mí mismo, un desprecio tenebroso que lindaba con Im confines del horror. La segunda fue una indignación desde- nosa hacia la monja sobre la que hice el juicio que parecía me- lecer. Loca, desgraciada, desvergonzada. Mi único consuelo era imaginármela así. Sólo podía haberse portado de aquella forma si era la más impúdica de todas las mujeres, la más desprovista de sentido común, porque las dos cartas que yo tenía de ella bas- l.iban para deshonrarla si hubiera querido vengarme, y lo que

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había hecho exigía venganza. Sólo podía desafiarla estando loca:lo que había hecho únicamente era propio de una enloquecida.Y la habría creído demente si no la hubiera oído razonar con la condesa.

En el tumulto que la vergüenza y la cólera excitaban en mi alma affixa humo* había sin embargo intervalos de lucidez en los que me daba valor. Con toda claridad, y burlándome de mí mismo, me daba cuenta de que, si la belleza y los encantos no me hubieran deslumbrado y enamorado, y si no se hubieran mez­clado algunos prejuicios, todo aquello habría carecido de im­portancia. Veía que podía fingir que me reía de la aventura, y que nadie adivinaría que sólo hacía eso, fingir.

Pese a todo, dándome por insultado, comprendí que debía vengarme; pero en mi venganza no debía haber ninguna bajeza; y, como no debía conceder a la bromista de mal gusto el menor triunfo, llegue a la conclusión de que no debía mostrarme ofen­dido. Ella me había mandado recado de que estaba ocupada, así de sencillo. Yo debía mostrar indiferencia. Otra vez no estaría ocupada; pero la desafiaba a hacerme tragar el anzuelo de nuevo. Pensaba que debía convencerla de que, con su proceder, no había hecho otra cosa que causarme risa. Debía, no hace falta decirlo, devolverle los originales de sus cartas; pero acompañadas por una mía, breve y amable. Lo que más me desagradaba era verme obligado a dejar de ir a misa a la iglesia del convento, pues, al no saber que iba por C . C ., la otra hubiera podido imaginar que sólo iba con la esperanza de que pudiera presentarme disculpas y darme de nuevo las citas que yo había rechazado. Quería que es­tuviese segura de que la despreciaba. Por un momento pensé que esas citas sólo eran imaginarias y maquinadas para engañarme.

Me dormí hacia medianoche con ese plan en la cabeza, y por la mañana, al despertarme, lo encontré maduro. Escribí una carta, y después de haberla escrito la dejé reposar todavía vein­ticuatro horas para ver si, al releerla, no se resentía, aunque sólo fuera por una sombra del despecho amoroso que me roía.

Hice bien, porque al día siguiente, al releerla, me pareció in­

4. «Clavada al suelo.» H oracio (Sátiras, II, 2, 77-79): *atque ad figit humo divina particulam aurx».

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digna, y la hice pedazos. Había en ella frases que me revelaban débil, vil, enamorado, y que, por lo tanto, habrían provocado su 1 isa. Había otras que olían a cólera, otras que me mostraban irri- lado por haber perdido toda esperanza de poseerla.

Al día siguiente le escribí otra, después de mandar a C . C . un mensaje para decirle que fuertes razones me obligaban a dejar ile ir a oír misa a su iglesia. Pero veinticuatro horas más tarde volví a encontrar ridicula la carta, y la rompí. Tenía la impresión de que ya no sabía escribir, y sólo diez días después del insulto ine di cuenta de la causa de la dificultad. Estaba enamorado.

Sincerum est nisi vas, quodeumque in fundís acescit. '1.a figura de M. M. me había dejado una impresión que sólo

podía ser borrada por el m ayor y más poderoso de todos los seres abstractos. Por el tiempo.

En mi estúpida situación, veinte veces me vi tentado de ir a quejarme a la condesa de S.; pero, a Dios gracias, nunca fui más allá de su puerta. Pensando, por último, que aquella atolondrada debía de vivir en continuo sobresalto debido a sus cartas, con las que yo podía echar a perder su reputación y causar un grave daño al convento, decidí enviárselas acompañadas por una carta que le hablaba en estos términos. Aunque no lo hice hasta pasa­dos diez o doce días.

«Os ruego, señora, que me creáis: sólo por puro descuido no os he enviado antes vuestras dos cartas, que os adjunto. Nunca se me ha pasado por la cabeza apartarme de mi forma de ser por una vil venganza. Debo perdonaros dos torpezas insignes: o las habéis cometido de forma espontánea y sin pensarlo, o para bur­laros de mí; os aconsejo que no actuéis de esta forma en el futuro con cualquier otro, porque no todo el mundo es como yo. Sé quién sois, pero os aseguro que es como si no lo supiese. Os lo digo a pesar de que a vos no os importe mucho mi discreción; si es así, os compadezco.

»No volveréis a verme en vuestra iglesia, señora, y a mí eso no me costará nada porque iré a otra; pero me creo obligado a ex­plicaros los motivos. Me parece probable que hayáis cometido la

5. «Si el recipiente no está lim pio, todo lo que en él se echa se agria.»

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tercera torpeza: jactaros de vuestra pequeña hazaña con algunas amigas, y por eso tengo vergüenza de dejarme ver. Disculpadme si, a pesar de los cinco o seis años que creo tener más que vos, aún no he pisoteado todos los prejuicios; creed, señora, que hay algunos que no deben olvidarse. N o despreciéis esta pequeña lección después de la otra, también demasiado grande, que al pa­recer sólo me habéis dado con el único fin de divertiros. Podéis estar segura de que la aprovecharé el resto de mis días.»

Con esta carta creí tratar a aquella loca con la mayor dulzura. Salí de casa y, llamando aparte a un friulano que, bajo la más­cara, no podía reconocerme, le di la carta que contenía las otras dos, y cuarenta sous para que la llevase enseguida a Murano, a la dirección anotada, prometiéndole cuarenta más cuando volviese para darme cuenta de si había cumplido puntualmente el recado. Le ordené que debía entregar el sobre a la tornera e irse sin es­perar respuesta, aunque la tornera le dijera que esperase. En mi opinión, habría cometido un error si la hubiera esperado. Entre nosotros, los friulanos son tan seguros y fieles como los sabo- yanos lo eran en París hace diez años.

Cinco o seis días después, al salir de la ópera veo al mismo friulano linterna en mano. Lo llamo y, sin quitarme la máscara, le pregunto si me conoce; tras mirarme bien responde que no. Le pregunto si había cumplido bien en Murano el recado que le había encargado.

- ¡A y , señor, alabado sea Dios! Dado que sois vos, tengo que deciros algo importante. Llevé vuestra carta como me habíais ordenado y, después de habérsela entregado a la tornera, me marché pese a que ella me decía que esperase. A mi vuelta no os encontré, pero no importa. A la mañana siguiente, un friulano amigo mío que estaba en el torno cuando entregué vuestra carta vino a despertarme y me dijo que fuese a Murano porque la tor­nera tenía que hablar conmigo a toda costa. Fui, y tras haberme hecho esperar un poco, me dijo que fuese al locutorio, donde una monja quería hablarme. Aquella monja, bella como la es­trella de la mañana, me tuvo más de una hora haciéndome pre­guntas, todas ellas destinadas a saber, si no quién erais, si al menos la manera de descubrir el lugar donde podía encontraros; mas todo fue inútil, porque yo no sabía nada.

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»Se marchó después de ordenarme que esperase, y dos horas mas tarde reapareció con una carta, que me entregó diciéndome que si conseguía entregárosla y llevarle la respuesta me daría dos1 equíes. Si no os encontraba, debía ir todos los días a Murano para enseñarle la carta, prometiéndome cuarenta sous por cada viaje que hiciera. Hasta hoy he ganado veinte libras, pero temo que se canse. Sólo de vos depende hacerme ganar los dos cequíes i ontestando a su carta.

-¿Dónde está?-Bajo llave en mi casa, porque siempre tengo miedo a per­

derla.-¿C óm o quieres entonces que responda?-Esperadme aquí. Dentro de un cuarto de hora volveréis a

verme con la carta.-N o te esperaré, porque esa respuesta me interesa más bien

poco; pero dime cómo has podido decirle a la monja que me en­contrarías. Eres un granuja. N o es versosímil que te haya con- fiado la carta si no le hubieras dado esperanzas de encontrarme.

-E s cierto: le describí el traje que llevabais, vuestros rizos y vuestra estatura. O s aseguro que, desde hace diez días, miro atentamente a todas las máscaras de vuestra estatura, pero ha sido inútil. ¿Veis?, reconozco vuestros rizos, pero no os habría reconocido por el traje. ¡Ay, caballero! N o os cuesta nada res­ponder aunque sólo sea una línea. Esperadme en ese café.

Com o no podía resistir la curiosidad, me decido, no a espe­rarlo, sino a ir con él hasta su casa. N o me sentía obligado a res­ponder, bastaba con un: «He recibido vuestra carta. Adiós». Al día siguiente cambiaría de peinado y vendería el traje. Voy, pues, con el friulano hasta su puerta, él entra para recoger la carta, me la entrega y le hago acompañarme a una posada donde, para leer la carta a mis anchas, tomo una habitación, mando encender luego y le digo que me espere fuera. Abro el sobre, y lo primero que me sorprenden son las dos cartas que me había enviado y que yo me creía obligado a devolverle para tranquilizarla. Al verlas, los latidos de mi corazón me anunciaron ya mi derrota. Además de aquellas dos cartas veo una breve nota firmada S. Iba dirigida a M. M. La leo y encuentro lo siguiente:

«La máscara que me ha acompañado al ir y al volver no ha­

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bría abierto nunca la boca para decirme una sola palabra si no si­me hubiera ocurrido decirle que los encantos de tu inteligencia son más seductores aún que los de tu cuerpo. Me ha respondido que deseaba conocer a los unos, y que estaba seguro de los otros. He añadido que no comprendía por qué no le habías ha blado; y, sonriendo, me ha contestado que has querido casti­garlo y que, como no había querido que lo presentase, a tu vez quisiste ignorar que estaba allí. Eso fue todo lo que hablamos. Quería enviarte esta nota por la mañana, pero no he podido. Adiós. S. F.».

Tras haber leído esta nota de la condesa, que no añadía ni quitaba nada a la verdad y que bien podía servir de justificación, mi corazón palpitó menos. Encantado de ver llegar el momento en que me convencieran de mi error, recupero el valor y esto eslo que encuentro en la carta de M. M.:

«Por una debilidad que considero muy excusable, furiosa por saber lo que habríais podido decir de mí a la condesa al venir a verme y al acompañarla a su casa, aproveché el momento en que paseabais por el locutorio para rogarle que me informase de vuestras palabras. Le dije que me lo hiciera saber cuanto antes,o a la mañana siguiente a más tardar, pues preveía que por la tarde vendríais a hacerme una visita de cortesía. Su nota, que os envío y os ruego que leáis, me llegó media hora después de que os hubieran dicho que estaba ocupada. Primera fatalidad. Como aún no había recibido esa nota cuando preguntasteis por mí, no tuve fuerza suficiente para recibiros. Segunda debilidad fatal, que también puede perdonarse fácilmente. Ordené a la hermana lega deciros que me encontraba enferma durante todo el día. Ex cusa muy legítima, sea cierta o falsa, porque se trata de una men­tira oficiosa en la que las palabras durante todo el día lo explican todo. Vos ya os habíais marchado y yo no podía enviar a nadie en vuestra busca cuando la vieja imbécil vino a decirme que os había dicho, no que estaba enferma, sino que estaba ocupada. Tercera fatalidad. N o podríais imaginar lo que, en medio de mi justa cólera, tuve ganas de decir y hacer a aquella lega, pero aquí no se puede ni decir ni hacer. Hay que tener paciencia, disimu lar y dar gracias a Dios cuando las faltas derivan de la ignoran­cia más que de la malicia. Enseguida me di cuenta en parte de lo

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i|iie había ocurrido, pues la razón humana nunca puede prever indo por completo. Adivinando que, creyéndoos burlado, os re- 1« laríais, sentí una pena atroz por no saber qué hacer para acla-1,1 ros la verdad antes del primer domingo. Estaba segura de que ' > luiríais a la iglesia. ¿Quién hubiera podido adivinar que os to­maríais la cosa con la inaudita violencia que vuestra carta ha |uiesto ante mis ojos? Cuando no os vi aparecer en la iglesia, mi dolor empezó a volverse insoportable, porque era mortal, me llevó a la desesperación y me traspasó el corazón cuando leí, once días más tarde del hecho, la carta cruel, bárbara, injusta que me escribisteis. Me hizo desgraciada, y moriré por ello a menos ipie vengáis cuanto antes a justificaros. Os habéis creído bur- l.ulo, es lo único que podéis decir, y ahora estáis convencido de li.iberos equivocado. Pero incluso si os creíais burlado, admitid que para tomar la decisión que tomasteis, y para escribirme la horrible carta que me enviasteis, necesitasteis atribuirme senti­mientos monstruosos, imposibles de encontrar entre mujeres que, como yo, tienen un noble nacimiento y educación. Os de­vuelvo las dos cartas que me remitisteis creyendo que tranqui­lizabais mis temores. Sabed que soy mejor fisonomista que vos, v que, lo que hice, no lo hice por aturdimiento. Nunca os creí capaz de una perfidia, ni siquiera estando seguro de que se os hubiera engañado descaradamente; pero en mi cara no habéis visto otra cosa que el alma de una impúdica. Tal vez seáis la causa de mi muerte, o cuando menos me haréis desgraciada para el resto de mis días si no os preocupáis por justificaros; pues, por lo que a mí respecta, creo haberme justificado plenamente.

»Pensad que, en caso de que mi vida no os interese, vuestro honor exige que vengáis enseguida a hablar conmigo. Debéis venir en persona para retractaros de cuanto me habéis escrito. Si no conocéis el funesto efecto que vuestra infernal carta debe causar en el alma de una mujer inocente y que no es una insen­sata, permitid que os tenga lástima, porque en tal caso no ten­dríais el menor conocimiento del corazón humano. Pero estoy segura de que vendréis siempre que el hombre al que enco­miendo esta carta os encuentre. M. M.».

No tuve necesidad de releer la carta para desesperarme. M. M. tenía razón. Me enmascaré enseguida para salir de la habita­

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ción y hablar con el friulano. Le pregunté si había hablado con ella por la mañana, y si parecía enferma. Me respondió que cada día la encontraba más abatida. Volví a entrar ordenándole espe­rarme.

N o terminé la carta hasta el alba. Y ésta es, palabra por pala­bra, la carta que escribí a la más noble de todas las mujeres y a la que, equivocándome, había insultado cruelmente:

«Soy culpable, señora, y me encuentro en la imposibilidad de justificarme por más convencido que esté de vuestra inocen­cia. Sólo puedo vivir esperando vuestro perdón, y me lo conce­deréis en cuanto sepáis por qué he cometido la falta. Os vi, al principio me deslumbrasteis, y, pensando en mi honor, me pa­reció quimérico; creí que estaba soñando. Bastaba esperar vein ticuatro horas para salir de dudas, y Dios sabe lo largas que se me hicieron. Por fin pasaron, y mi corazón palpitaba cuando es­taba en el locutorio contando los minutos. Al cabo de sesenta, que, sin embargo, por efecto de una impaciencia totalmente nueva para mí, pasaron muy rápidamente, veo una figura si­niestra que, con laconismo odioso, me dice que estáis ocupada por todo el día; luego se marchó. Imaginaos el resto. ¡A y!, fue un verdadero rayo que ni me mató ni me dejó con vida. ¿Me atre veré a deciros, señora, que si me hubierais enviado, incluso a tra vés de la misma hermana lega, dos líneas trazadas por vuestra pluma, me habría ido, si no satisfecho, al menos sin turbación al­guna? Ésa es la cuarta fatalidad que habéis olvidado alegarme en vuestra encantadora y muy convincente justificación. El efecto del rayo fue fatal para sentirme burlado y escarnecido. Aquello me indignó, protestó mi amor propio y una vergüenza teñe brosa me abrumó. Lleno de horror por mí mismo, me veo obli­gado a creer que bajo la fisonomía de un ángel ocultabais un alma espantosa. Me fui consternado, y once horas después pierdo el sentido común. Os escribí la carta de la que tenéis mil veces razón en quejaros, pero, ¿podréis creerlo?, me pareció la carta de un hombre honrado. Ahora todo ha acabado. Me ve réis a vuestros pies una hora antes de mediodía. N o me iré a dor mir. Vos me perdonaréis, señora, o en caso contrario os vengaré. Sí, yo mismo seré vuestro vengador. Lo único que os pido a tí tulo de gracia es que queméis mi carta, o que nunca se vuelva a

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hablar de ella. Sólo os la envié después de haberos escrito cua-lio que rompí tras releerlas, porque encontraba frases en las que it nía miedo que percibierais la pasión que me habéis inspirado.11 na dama que me hubiera burlado no sería digna de mi cariño, aunque se tratara de un ángel. N o me había equivocado, pero... ¡desdichado! ¿Podía creeros capaz después de haberos visto? Voy a echarme en la cama para pasar tres o cuatro horas. Mis lá-IV unas inundarán la almohada. Ordeno al friulano que vaya en­seguida a vuestro convento para asegurarme de que recibís esta i arta cuando despertéis. Nunca me habría encontrado si yo no ln hubiera abordado al salir de la ópera. Ya no lo necesitaré. N o me respondáis».

Después de haber sellado mi carta se la entregué al friulano, ordenándole ir inmediatamente a la puerta del convento y en- lregarla sólo en las manos de la monja. Me lo promete, le doy un icquí y se va. Tras seis horas de impaciencia, me pongo la más- i ara y voy a Murano, donde M. M. bajó en cuanto la mandé lla­mar. Me habían hecho pasar al pequeño locutorio en que la había visto con la condesa. Me echo a sus plantas, pero me dice que me levante deprisa, deprisa, porque podrían verme. Su rostro se en-< elidió en un instante. Se sentó, yo me senté frente a ella, y pa­samos así, mirándonos, un buen cuarto de hora. Por fin rompí el silencio para preguntarle si podía contar con mi perdón, y ella sacó su bonita mano por la reja; la bañé con mis lágrimas, be- s.índola cien veces. Me dijo que la terrible tormenta con que había empezado nuestra relación debía hacernos esperar una calma eterna.

-E s la primera vez que nos hablamos -añadió-, pero lo que nos ha ocurrido basta para que nos jactemos de conocernos per- íectamente. Espero que nuestra amistad sea tan tierna como sin­cera, y que sabremos tener una indulgencia recíproca hacia nuestras faltas.

-¿Cuándo podré convenceros, señora, de mis sentimientos fuera de estos muros, y con toda la alegría de mi alma?

-Podem os comer en mi casino cuando queráis, sólo tengo que saberlo con dos días de antelación; o con vos en Venecia, si no os importa.

-N o haría más que aumentar mi dicha; debo informaros de

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que poseo fortuna, y de que, lejos de temer los gastos, me gus tan, y que cuanto tengo pertenece a la persona que adoro.

-M e agrada esa confidencia, mi querido amigo. También puedo deciros que soy bastante rica, y que estoy segura de que no podría negar nada a mi amante.

-Pero debéis de tener uno.-S í, lo tengo; es quien me hace rica y me convierte en mi

dueño absoluto. Por esa razón nunca le oculto nada. Pasado ma­ñana en mi casino sabréis más.

-M as espero que vuestro amante...-¿ N o esté? Podéis estar seguro. ¿Tenéis vos también una

amante?- ¡A y !, la tenía y la arrancaron de mi lado. ¡Desde hace seis

meses vivo en perfecto celibato!-Pero todavía la amáis.-N o puedo recordarla sin amarla; pero estoy seguro de que

vuestros seductores encantos me la harán olvidar.-Si erais feliz, os compadezco. Os la han arrebatado; y de­

voráis vuestro dolor huyendo del gran mundo, lo he adivinado. Pero si llego a ocupar su sitio, nadie, amigo mío, me arrancará de vuestro corazón.

-M as ¿qué dirá vuestro amante?-Estará encantado de verme cariñosa y feliz con un amante

como vos. Es su forma de ser.- ¡U n carácter adorable! Heroísmo superior a mis fuerzas.-¿Q ué vida lleváis en Venecia?-Teatro, sociedad, casinos donde lucho con la fortuna, que

unas veces es buena y otras mala.-¿También frecuentáis a los embajadores extranjeros?-N o , porque estoy demasiado ligado a ciertos patricios; pero

los conozco a todos.-¿C óm o los conocéis si no los veis?-L o s conocí en el extranjero. En Parma conocí al duque de

Montealegre,6 embajador de España; en Viena, al conde de Ro-

6. José Joaquín, duque de Montealegre, llegó a Venecia en abril de 1749, por lo que Casanova no pudo verlo en Parma, salvo que Mon­tealegre haya visitado esa ciudad cuando residía en Venecia. Lo más probable es que Casanova lo haya conocido en Nápoles, donde fue en

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nnberg;7 en París, al embajador de Francia8 hace poco más o menos dos años.

Querido amigo, os aconsejo que os vayáis porque van a darI,is doce. Venid pasado mañana a esta misma hora, y os daré las instrucciones necesarias para que podáis comer conmigo.

-¿A solas?Por supuesto.¿Puedo atreverme a pediros algo en prenda? ¡Es tan grande

1 ti.» felicidad!¿Qué prenda queréis?Veros de pie en la ventanita; y yo me pondré en el sitio que

o« upaba la condesa S.Se levantó y, con la más graciosa de las sonrisas, presionó el

tesorte, y después de un beso, cuya acidez debió de agradarle tanto como su dulzura, me marché. Me acompañó con ojos en­amorados hasta la puerta.

La alegría y la impaciencia me impidieron comer y dormir nada dos días enteros: creía no haber sido nunca feliz en amor,V que iba a serlo por primera vez. Además de su condición no­ble, de la belleza y de la inteligencia de M. M., que eran sus rea­les virtudes, sentía inclinación por el escándalo para volver incomprensible la grandeza de mi felicidad. Se trataba de una vestal. Iba a saborear un fruto prohibido, iba a pisotear los de-

( argado de negocios de 1740 a 1746.7. El conde Orsini-Rosenberg (1692-1765), diplomático y hombre

ile listado austriaco, jefe del gobierno de Baja Austria (1750-1754) y embajador imperial en Venecia en julio de 1754.

8. François Joachim de Pierre de Bernis (17 15 -17 9 4 ), embajador île I’rancia en Venecia desde el 26 de octubre de 1752; había salido de París en agosto y pasado algún tiempo en Lyon, Turin, Módena, Fe-II.ira y Padua. Bernis, que reconocía su falta de vocación religiosa, se mezcló desde su juventud con una sociedad elegante y de costumbres libres. Sus libros de poemas -exquisitos, graciosos, ingeniosos- le ga­naron la amistad de Mme. Pompadour. Después de su embajada en Ve- necia, ocupó la secretaría de Estado en Asuntos Extranjeros en 1757; al ,111o siguiente obtenía el capelo cardenalicio. Cuando sus relaciones con m i protectora se enturbiaron, volvió a la vida eclesiástica («759); fue ar­zobispo de Albi (1764) y terminó instalándose en Roma, donde vivió 1 orno gran señor. Dejó unas Mémoires que se detienen en 1758 y ofre­cen documentación histórica preciosa.

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rechos de un esposo omnipotente, apoderándome en su divino serrallo de la más bella de todas sus sultanas.

Si en ese momento mi razón hubiera sido libre, me habría dado cuenta de que aquella religiosa no podía dejar de ser igual a todas las mujeres guapas que había amado durante los trece años que guerreaba en los campos del amor; pero ¿qué hombre enamorado se detiene ante semejante idea? Si le viene a la mente, la rechaza con desdén. M. M. debía ser absolutamente distinta, y más bella que todas las mujeres del universo.

La naturaleza animal, que los científicos llaman reino animal, se procura por instinto los tres medios que precisa para perpe tuarse. Son tres verdaderas necesidades. Debe alimentarse, y, para que no parezca una tarea dura, tiene la sensación que se llama apetito y encuentra placer cuando lo satisface. En segundo lugar, debe conservar su propia especie mediante la generación, y desde luego no cumpliría este deber si, diga lo que diga san Agustín,’ no sintiese placer al satisfacerlo. En tercer lugar, siente una inclinación invencible a destruir a su enemigo; y no hay nada mejor razonado, porque, como debe conservarse, ha de odiar todo lo que realiza o desea su destrucción. Sin embargo, en esta ley general cada especie se comporta de forma distinta. Estas tres sensaciones, hambre, apetencia del coito, odio que tiende a destruir al enemigo, son en el mundo animal satisfacciones ha­bituales que nos dispensaremos de llamar placeres, porque sólo pueden serlo en relación con los individuos; los animales no ra­zonan sobre este punto. Sólo el hombre está capacitado para el verdadero placer, porque, dotado de la facultad de razonar, lo prevé, lo busca, lo organiza y razona sobre él después de haberlo gozado. Querido lector, os ruego que me sigáis: si abandonáis la lectura seréis descortés. Veamos lo que ocurre: el hombre se en­cuentra en la misma condición que los animales cuando se entre­ga a esas tres inclinaciones sin que intervenga la razón. Cuando nuestra inteligencia interviene, esas tres satisfacciones se con­vierten en placer, placer y placer: sensación inexplicable que nos permite saborear eso que se llama felicidad, y que tampoco po­demos explicarnos aunque la sintamos.

9. Casanova se refiere sin duda al vigésimo segundo libro, capí­tulo X X IV , del De civitate Dei.

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I I hombre voluptuoso que razona desprecia la glotonería, la |,is« ivia y la venganza brutal que depende de un primer impulso ib 1 olera; es glotón; se enamora, pero sólo quiere gozar de la p< 11011a que ama si está seguro de ser amado; y si resulta ofen­dido, sólo se venga después de haber combinado con sangre fría luí medios más adecuados para su venganza. Se da cuenta de que 1* más cruel, pero se consuela con la idea de que al menos actúa di 11 n cid o con la razón. Estas tres operaciones son obra del idliu, que para alcanzar el placer se convierte en ministro de las |i i iones (¡Uiv nisiparent imperant.'0 Soportamos el hambre para 1 (burear mejor las salsas; aplazamos el goce del amor para ha-• itrio más vivo; y aplazamos una venganza para que resulte más mi mdera. Sin embargo, es cierto que muchas veces se muere de indigestión, que nos engañamos o nos dejamos engañar en amor jh 11 sofismas, y que la persona a la que pretendemos exterminar• .1 ipa con frecuencia a nuestra venganza; pero corremos con (•usio esos riesgos.

C A P Í T U L O III

1 ( IN I INUACIÓN DEL CAPÍTULO AN TE RIO R. PRIMERA CITA CON

M. M. CARTA DE C. C. MI SEGUNDA CITA CON I.A MONJA EN MI

ESPLÉNDIDO CASINO EN VENECIA. SOY FELIZ

Nada puede ser más apreciado por el hombre racional que la villa, y, pese a ello, el más aficionado al placer es el que mejor i |crce el arduo arte de hacerla pasar deprisa. N o quieren vol- vei l.i más breve, sino que la diversión vuelva insensible su curso.V tienen razón, siempre que no hayan faltado a sus deberes. Quienes creen que sólo tienen por deberes los que halagan sus temidos se engañan, y es posible que también Horacio se haya equivocado cuando dijo a Ju lio Floro:' Nec metuam quid de me

10. «Que, si no obedecen, mandan»; H oracio (Epístolas, I, 2, 62):• Animum rege, qui, nisiparet, imperat».

1. Literato latino (siglos l-ll d .C .) que acompañó a quien luego >111.1 el emperador Tiberio en sus campañas de Maccdonia, Asia y A r­menia.

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judicet heres. Q uod non plura datis inveniet.1

El más dichoso de los hombres es el que conoce mejor el arte- de ser feliz sin eludir sus deberes; y el más desdichado, el que ha escogido un modo de vivir en el que todos los días, de la ma­ñana a la noche, se encuentra en la triste obligación de pensar en el porvenir.

Seguro de que M. M. no faltaría a su palabra, fui al locutorio dos horas antes de mediodía. Mi cara la obligó a preguntarme enseguida si estaba enfermo.

-N o -le respondí-, pero puedo parecerlo en la inquieta es­pera de una felicidad demasiado intensa. He perdido el apetito y el sueño; si la felicidad tarda en llegar, no os respondo de mi vida.

-N o tardará, querido amigo, pero ¡qué impaciencia! Senté­monos. Aquí tenéis la llave del casino1 al que debéis ir. Habrá gente, porque necesitamos servicio, pero nadie os dirigirá la pa­labra y vos no tendréis necesidad de hablar a nadie. Llevaréis máscara. Iréis a la una y media de la noche,4 no antes. Subiréis la escalera que está frente a la puerta de la calle, y en lo alto ve­réis, a la luz de una linterna, una puerta verde que abriréis para entrar en el piso, que estará iluminado. Me encontraréis en la se­gunda habitación, y, si no estoy, me esperaréis. Sólo me retrasaré unos minutos. Podréis quitaros la máscara, sentaros ante la chi­menea y leer. Encontraréis libros. La puerta del casino está en tal y tal lugar.

La descripción no podía ser más precisa, y me alegré porque era imposible equivocarme. Beso la mano que me ofrece la llave, y la llave antes de guardarla en el bolsillo. Le pregunto si la veré vestida de seglar, o de santa, como la veía.

2. «N o temo el juicio que de mí tengan mis herederos al encon­trar insuficiente mi legado», Horacio, Epístolas, II, 2, 19 1, donde se lee inverit en lugar de inveniet.

3. N o se sabe dónde estaba en Murano el casino de Bernis, que po­seía uno en térra ferma, entre D olo y Stra, en Fiesco d ’Artico, según un informe policial. Varios casanovianos, empezando por Gugitz, ponen en duda y tratan de calumnias las afirmaciones de Casanova contra Ber­nis, que habría llevado una vida ejemplar; otros documentos aluden a sus muchas aventuras femeninas en Venecia.

4. «Según el reloj italiano, dos horas después de la puesta del sol»(nota en el margen de Casanova).

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-Salgo vestida de monja, pero en el casino me visto de seglar, lis ahí donde tengo todo lo que necesito para enmascararme también.

-Espero que esta noche no vayáis vestida de seglar.-¿Puedo saber por qué?-O s amo tanto vestida como estáis...

- ¡A h , ah!, comprendo. Cuando imaginabais mi cabeza sin pelo, os daba miedo; pero habéis de saber que tengo una peluca perfecta.

-¡D io s! ¿Qué decís? El solo nombre de peluca ya me mata. No, no, no temáis, me pareceréis deliciosa de cualquier modo. Pero procurad no ponérosla en mi presencia. Os veo ofendida. Perdón. Me aflige haberos hablado de esto. ¿Estáis segura de que nadie os verá salir del convento?

-Vos mismo os convenceréis cuando deis la vuelta a la isla en góndola y veáis el lugar donde está el pequeño embarcadero,5 que da a una habitación cuya llave poseo; además, tengo plena confianza en la hermana lega que me sirve.

- ¿ Y la góndola?-M i amante me responde de la fidelidad de los gondoleros.- ¡Q u é hombre vuestro amante! Imagino que es viejo.-O s equivocáis, no lo es. Me daría vergüenza. Estoy segura

de que no ha cumplido los cuarenta. Lo tiene todo, amigo mío, para ser amado. Belleza, inteligencia, dulzura de carácter y no­bleza.

- Y os perdona vuestros caprichos.-¿A qué llamáis caprichos? Hace un año que soy suya. Antes

de él no he conocido a ningún hombre, como no he conocido a nadie antes de vos que me haya inspirado un capricho. Cuando se lo conté, se quedó algo desconcertado, luego se echó a reír, adviniéndome brevemente sobre el riesgo que corría por entre­garme a alguien que podía ser indiscreto. Le habría gustado que supiese, antes de seguir adelante, quién erais; pero ya era dema­siado tarde. Respondí por vos, y volvió a reírse al ver que res­pondía por alguien al que no conocía.

5. Muelle del Gran Canal de la Laguna, lugar de cita de las gón­dolas.

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-¿Cuándo se lo contasteis todo?-Anteayer, pero diciéndole toda la verdad. Le enseñé la copia

de mis cartas, y las vuestras, cuya lectura hizo que os creyese francés, a pesar de que declaréis ser veneciano. Siente curiosi­dad por saber quién sois, nada más; pero como yo no soy cu­riosa, no temáis nada. Os doy mi palabra de honor de que nunca daré el menor paso para tratar de saberlo.

-N i yo para saber quién es ese hombre tan raro como vos. Me desespero cuando pienso en la amargura que os he causado.

-N o hablemos más del asunto; pero consolaos, pues cuando pienso en ello creo que sólo siendo un presuntuoso habríais po­dido actuar de otro modo.

Cuando me iba, volvió a darme desde la ventanita la prenda de su amor, y se quedó allí hasta que salí del locutorio.

Por la noche, a la hora fijada, encontré el casino sin la menor dificultad; abrí la puerta y, siguiendo sus instrucciones, me reuní con ella, que apareció vestida de seglar y con la mayor elegancia. Velas colocadas sobre candelabros delante de placas de espejo iluminaban la estancia, además de otros cuatro candelabros puestos sobre una mesa en la que había libros. M. M. me pare ció una belleza totalmente distinta de la que había visto en el lo­cutorio. Llevaba en la cabeza un moño que exhibía su abundan cia, pero mis ojos se limitaron a deslizarse por él, pues en ese momento nada habría sido más estúpido que un cumplido sobre su bella peluca. Ponerme de rodillas a sus plantas y darle mil veces testimonio de la magnitud de mi agradecimiento besando en todo instante sus bellas manos fueron precursores de unos transportes cuyo resultado debía ser una lucha amorosa en toda regla. Pero M. M. creyó que su primer deber era oponer resis tencia. ¡Ah, qué deliciosos rechazos! La fuerza de dos manos que rechazan los avances de un amante respetuoso y tierno, y al mismo tiempo osado y emprendedor, apenas intervenía; las armas que empleaba para frenar mi pasión y moderar mi fuego eran razones dichas con palabras tan enamoradas como enérgi cas, fortalecidas en todo instante por unos besos de amor que derretían mi alma. En esa lucha, tan dulce como penosa para ambos, pasamos dos horas. Al terminar ese combate, nos felici tamos atribuyéndonos ambos la victoria: ella, la de haber sabido

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defenderse de todos mis ataques; yo, la de haber sabido mode­lar mis sentimientos de impaciencia.

A las cuatro (siempre según la hora italiana) me dijo que tenía mucho apetito y que deseaba que también yo lo tuviese. Llamó, y una mujer bien vestida, ni joven ni vieja, y cuya fisonomía re­velaba honestidad, entró, dispuso una mesa para dos personas y, tras colocar en otra todo lo que podíamos necesitar, nos sir­vió. La vajilla era de porcelana de Sèvres.6 Ocho platos cocina­dos formaban la comida; venían en recipientes de plata llenos de agua caliente que mantenían los platos calientes. Era una comida delicada y exquisita. Observé que el cocinero debía de ser fran­cés,7 y me lo confirmó. Sólo bebimos borgoña, y vaciamos una botella de champán ojo de perdiz," y otro espumoso para reír­nos. Fue ella quien preparó la ensalada; su apetito podía com­pararse con el mío. Sólo llamó para ordenar servir el postre y todo lo necesario para hacer ponche. N o pude sino admirar en todo lo que hizo sus conocimientos, su habilidad y su gracia, lira evidente que tenía un amante que la había instruido. Sentí tanta curiosidad por saber quién era que me declaré dispuesto a decirle mi nombre si ella me confiaba el del afortunado caba­llero cuyo corazón y cuya alma poseía. Me respondió que de­bíamos dejar al tiempo el cuidado de satisfacer nuestra curio­sidad.

Entre los colgantes de su reloj llevaba un frasquito de cristal de roca exactamente igual al que yo tenía en la cadena del mío. Se lo hice observar alabando la esencia de rosas que el mío con­tenía, y en la que había empapado un trocito de algodón. Me mostró el suyo, que estaba lleno de la misma esencia en licor.

-M e sorprende -le dije- porque es muy raro, y cuesta mucho.-Adem ás no se vende.-E s verdad. El autor de esta esencia es el rey de Francia. Se

gastó diez mil escudos para hacer una libra.-H ace dos años, Madame de Pompadour envió un frasquito

6. Casanova utiliza la ortografía antigua (Sève) de esta ciudad, cuya famosa manufactura de porcelana fue fundada en 1753.

7. El cocinero se llamaba Durosier.8. Champán de segunda clase, procedente de Villers-Allerand; era

de un color rosado que se asemejaba al de los ojos de perdiz.

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al señor de Mocenigo, embajador de Veneeia en París, a través del A. de B.,’ en la actualidad embajador de Francia aquí.

-¿ L o conocéis?- L o conocí entonces, y tuve el honor de cenar con él. A

punto de partir para Veneeia, vino a despedirse. Es un hombre favorecido por la fortuna, pero hombre de mérito y mucha in­teligencia, y noble por su cuna, pues es conde de Lyon.10 Su buena figura le ganó el sobrenombre de Belle-Babet;" de él te­nemos una pequeña antología'2 de poemas que le honran.

Flabía sonado la medianoche y, como el tiempo empezaba a ser precioso, levantamos la mesa y delante de la chimenea me vuelvo apremiante. Com o ella no quería rendirse al amor, le dije que no podía negarse a la naturaleza, que debía inducirla a irse a la cama tras una cena tan espléndida.

-¿Tenéis sueño acaso?-N o , claro que no, pero a la hora que es la gente se va a la

cama. Dejad que os acueste y que esté a vuestra cabecera mien­tras queráis que me quede, o permitidme que me retire.

-S i me dejáis, me causaríais mucha pena.-N o tan grande, desde luego, como la que yo sentiría si os

dejo; pero ¿qué podemos hacer aquí, delante de la chimenea, hasta que amanezca?

-Podem os dormir los dos vestidos en ese sofá.-Vestidos, de acuerdo. A sí podré dejaros dormir; pero si yo

no duermo, ¿me perdonaréis? A vuestro lado, y además emba­razado por estas ropas, ¿cómo podría dormir?

-Perfecto. Además, este sofá es una verdadera cama. Ahora

veréis.

9. El abate de Bernis, que había recibido la tonsura a los doce años, terminó siendo cardenal y académico de Francia.

10. Título tradicional de los miembros del capítulo de la catedral de Lyon. Bernis lo era desde 1748.

11 . Apodo que deriva del nombre de una tendera cuya belleza pro vocaba la admiración de los jóvenes de París. Voltaire también dio .1 Bernis el apodo de Bouquetière du Parnasse («Florista del Parnaso»).

i í . Poésies de M. L. D. B., París, 1744. Bernis, miembro de la Aca­demia Francesa a los veintinueve años (1744), era un poeta galante de segunda fila, pero sus libros gozaron de múltiples reediciones en los si glos x v m y XIX.

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Se levanta, tira del sofá hacia un lado, despliega los cojines, las sabanas y una manta, y veo una auténtica cama. Recoge bajo un gran pañuelo mi pelo y me da otro para que le haga el mismo servicio diciéndome que no tenía gorro de dormir. Me pongo al,i larca disimulando mi repugnancia por su peluca cuando un lenómeno inesperado me causa la más agradable de las sorpre­sas. En vez de la peluca encuentro la más hermosa de todas las t .ibelleras. Me dice, después de haberse reído con ganas, que una monja no tiene otra obligación que no dejar ver sus cabellos a los profanos, y, después de decírmelo, se lanza sobre el sofá cuan larga es. Me quito deprisa mis ropas, empujo fuera de los pies mis zapatos y caigo más encima de ella que a su lado. Me estre-1 lia entre sus brazos y, ejerciendo sobre sí misma una tiranía que insultaba a la naturaleza, cree que debo perdonarle todos los su- Irimientos que su resistencia debía hacerme sentir.

Con mano temblorosa y tímida, mirándola con ojos que le pedían limosna, aflojo las seis anchas cintas que ceñían su ves- tido por delante y, feliz de que no me lo impidiese, pronto me encuentro dueño del más hermoso de todos los pechos. Ahora ya era tarde: se ve obligada a permitir que, tras haberlos con- tcmplado, los devore. Alzo los ojos a su cara, y veo la dulzura del amor que me dice: conténtate con eso, y aprende de m í a so­portar la abstinencia. Forzado por el amor y por la todopoderosa naturaleza, desesperado porque no permite a mis manos seguir avanzando, hago lo imposible para guiar una de las suyas hasta el punto en que habría podido convencerse de que merecía su gracia: pero, con una fuerza superior a la mía, no quiere separar las manos de mi pecho, donde no podía encontrar nada intere­sante. Pese a ello, allí era donde su boca caía cuando se despe­gaba de la mía.

Bien por necesidad, bien por fatiga, después de haber pasado tantas horas sin poder hacer otra cosa que tragar continuamente su saliva mezclada con la mía, me dormí entre sus brazos te­niéndola estrechada entre los míos. Lo que me despertó sobre­saltado fue un enérgico carillón.

-¿Q ué ocurre?-Vistám onos deprisa, tierno amigo, querido amigo; debo

volver al convento.

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-Vestios vos entonces. Yo voy a gozar del espectáculo de veros con la máscara de santa.

-Encantada. Si no tienes nada que hacer, puedes dormir aquí.Llamó entonces, y apareció la misma mujer, que debía de sel

la gran confidente de todos sus misterios amorosos. Después de hacerse peinar, se quitó el vestido, guardó sus relojes, sus alh.i jas y todos sus demás ornamentos profanos en un secreter que cerró con llave, se puso los zapatos de la Orden, luego un coi piño, donde encerró como en una estrecha prisión aquellos luí dos niños, los únicos que me habían nutrido con su néctar, y poi fin se revistió el santo hábito. Com o la confidente había salido para avisar al gondolero, se arrojó a mi cuello y me dijo que me esperaba dos días más tarde para decirme la noche que iría .1 pasar conmigo a Venecia, donde seríamos, según me dijo, total mente felices; y se marchó. Muy contento con mi destino, aun que lleno de deseos insatisfechos, apagué las velas y me dormí profundamente hasta mediodía.

Salí del casino sin ver a nadie, y bien enmascarado fui a casa de Laura, que me dio una carta de C . C . cuyo tenor era éste:

«Te ofrezco, querido marido, un buen ejemplo de mi forma de pensar. Estoy segura de que cada vez me encontrarás mas digna de ser tu esposa. A pesar de mi edad, debes creerme capa/ de guardar un secreto, y lo bastante discreta para que tu reserva no me haga pensar mal. Segura de tu amor, sólo tengo celos delo que puede agradar a tu inteligencia y ayudarte a soportar con paciencia nuestra separación.

»Debo decirte que ayer, cuando atravesaba un corredor que hay encima del locutorio pequeño para recoger un mondadien tes que se me había caído de la mano, tuve que retirar de la pared un taburete. Al recogerlo, por una rendija impercetible en la unión del suelo con la pared te vi a ti en persona muy interesado en hablar con mi querida amiga la madre M. M. N o podrías ima ginarte mi sorpresa ni mi alegría. Sin embargo, esos dos senti mientos dejaron paso en ese mismo instante al miedo que tuve de ser vista y de atraer la curiosidad de alguna indiscreta. ¡Ay!, querido amigo, te ruego que me cuentes todo. ¿C óm o podría amarte y no sentir curiosidad ante toda la historia de ese singu lar fenómeno? Dime si ella te conoce y cómo la has conocido

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111. Se trata de mi querida amiga, de la que te he hablado y cuyo nombre no creí necesario decirte. Es ella quien me ha enseñado trances y la que en su cuarto me ha dado para leer libros que me lian permitido conocer una materia importantísima que muy pocas mujeres conocen. Has de saber que, sin ella, no habría descubierto la tremenda enfermedad que a punto estuvo de cos- larme la vida. Ella me proporcionó ropa y sábanas; le debo mi honor; así se enteró de que he tenido un amante, como yo sé que lambién ella tiene otro, pero nunca hemos sentido curiosidad por nuestros recíprocos secretos. La madre M. M. es una mujer única. Estoy segura, querido mío, de que la amas y de que te ama, y, como no soy celosa, merezco que me lo cuentes todo. I’ero os compadezco a los dos, pues cuanto podáis hacer no ha de servir, creo yo, más que para excitar vuestra pasión. Todo el convento te cree enfermo; me muero de ganas de verte. Ven porlo menos una vez. Adiós».

Esta carta me dio que pensar: aunque estaba muy seguro de ( C. , aquella rendija podía descubrirnos a otras monjas. Ade­más, me veía obligado a contar una fábula a mi querida amiga, porque el honor y el amor me prohibían decirle la verdad. En la respuesta que le envié inmediatamente, le informaba que debía comunicar sin tardanza a su amiga ese hecho: que se la había visto hablar con una máscara por la rendija. En cuanto al trato i|ue había tenido yo con la monja, le dije que, habiendo oído ha­blar de su extraordinario mérito, la había hecho llamar a la verja anunciándome bajo un nombre falso, y que, por lo tanto, debía abstenerse de hablar de mí, pues me había identificado con el mismo que iba a oír misa a su iglesia. En cuanto al amor, aunque de acuerdo con ella en que era una mujer encantadora, le ase­guré que no estaba enamorado.

El día de Santa Catalina,'1 onomástica de C . C ., fui a misa al convento. Cuando me dirijo al embarcadero para tomar una góndola, me doy cuenta de que me siguen. Necesito asegurarme: veo que el mismo individuo toma también una góndola y me sigue; podía ser algo normal, pero, para convencerme, desem-

13 . El 25 de noviembre es la festividad de Santa Catalina de A le­jandría.

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barco en Vcnecia en el palacio Morosini del Jard ín ,'4 y veo que el hombre también se apea. Entonces ya no dudo: salgo del p.i lacio, me paro en una calle estrecha en la parte que da a la posi.i de Flandes," veo al espía y con un puñal en la mano lo acorralo en un rincón de la calle y, poniéndole la punta en la garganta, exijo que me diga quién le ha dado la orden de seguirme. Quiza me hubiera dicho todo si alguien no hubiera entrado en la calle. Escapó entonces y no logré enterarme de nada. Pero me di cuenta de que a cualquier curioso le resultaría muy fácil saber quién era yo si se empeñaba en querer saberlo; por eso decidí llevar máscara cuando fuese a Murano, o ir de noche.

Al día siguiente, día en que M. M. debía comunicarme cómo iría a cenar conmigo, me dirigí al locutorio muy temprano. La vi delante de mí llevando en su rostro las señales del contento que le inundaba el alma. El primer cumplido que me hizo fue por mi aparición en su iglesia después de tres semanas de no dejarme ver. Me dijo que a la abadesa también la había alegrado mucho, y se declaraba segura de saber quién era yo. Le conté entonces toda la historia del espía, y mi decisión de no volver a ir a su iglesia a misa. Me respondió que haría bien dejándome ver en Murano lo menos posible. Me contó entonces con todo detalle la historia de la rendija en el viejo suelo, y me dijo que ya estaba tapada, que la había avisado una pensionista muy unida a ella, pero no me dijo su nombre.

Después de este coloquio le pregunté si mi dicha se aplazaba, y me respondió que sólo por veinticuatro horas, pues la nueva profesa la había invitado a cenar en su celda.

-Estas invitaciones -m e d ijo - se presentan en raras ocasio­nes, pero cuando se presentan es imposible librarse, a menos que se quiera tener por enemiga a la persona que invita.

-¿N o se puede decir que está una enferma?-S í, pero entonces hay que aguantar las visitas.

14. El palazzo M orosini del Giardino, antiguo palacio Erizzo, qui­se halla en el sestiere di Cannaregio, en los SS. Apostoli, contaba con un jardín que Francesco Morosini transformó en una espaciosa corte.

15 . N om bre de la posta imperial dirigida por los Thurn und Ta­xis, cuya oficina estaba en la Ca vicin ’ ca Barón Taxis, en los SS. Apos toli.

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I ntiendo, porque si te niegas podría sospecharse una eva-ilón.

¡N o!, no es por eso. La evasión no figura entre las cosas po- nbles.

I monees, ¿aquí eres la única capaz de hacer ese milagro?Ten por seguro que soy la única, y que el oro es el pode-

i o s o d i o s que obra ese milagro. Pero dime dónde quieres espe-1.11 me mañana a las dos de la noche en punto.

¿N o podría esperarte aquí, en tu casino?No, porque el que me lleva a Vcnecia es mi amante.¿Tu amante?-El mismo.¡Vaya idea tan original! Te espero entonces en la plaza de

los santos Giovanni e Paolo, detrás del pedestal de la estatua11 uestre de Bartolomeo de Bérgamo.'6

Nunca he visto esa estatua,'7 y la plaza sólo la he visto en una estampa; pero allí estaré. Basta con eso. Sólo un tiempo ho- iriblc podría impedirme acudir, mas esperemos que haga bueno. Adiós, pues. Mañana por la noche hablaremos mucho, y, si nos dormimos, dormiremos más contentos.

Había que moverse deprisa porque yo no disponía de un t,turto. Así pues, alquilé un segundo remero para estar en menos ile un cuarto de hora en el barrio de San Marcos. Tras pasar cinco o seis horas viendo un buen número de ellos, elegí el más elegante, y por consiguiente el más caro. Había pertenecido al lord Holderness,'* embajador de Inglaterra que, cuando se fue, se lo había vendido muy barato a un cocinero. Me lo alquiló hasta Pascua por cien cequíes, que le pagué por adelantado, a condición de que se encargase personalmente de prepararme las cenas y comidas que yo diera.

El casino estaba formado por cinco estancias amuebladas con

16. La estatua ecuestre de Colleoni (1400-1475) en la piazza dei SS.( liovanni e Paolo, obra del Verrocchio (1436-1488).

17. Sin embargo, el campo SS. Giovanni e Paolo con la estatua de< olleoni está junto al palacio de los M orosini.

18. Según Gugitz, el casino situado junto al puente de C a ’ Barozzi pertenecía al patricio Zuannc Mocenigo, y estaba en alquiler, porque lord Holderness lo abandonó cuando se marchó de Venecia en 1746.

un gusto exquisito. N o había nada que no estuviera hecho .1 mayor gloria del amor, de la buena mesa y de cualquier clase de voluptuosidad. Se servía la comida por un torno encastrado en la pared, ocupado por un portaviandas giratorio que lo tapah.i por completo. Amos y criados no podían verse. Aquella sala es taba adornada con espejos, arañas de cristal de roca y un mag nífico entrepaño sobre una chimenea de mármol blanco, con incrustaciones de porcelana de China pintadas, muy interesan tes, que representaban a varias parejas amorosas en estado de naturaleza que inflamaban con sus voluptuosas poses la imagi nación. A derecha e izquierda había pequeños sillones a juego con los canapés; y, al lado, un salón octogonal totalmente tapi zado con espejos, tanto en el suelo como en el techo; y todos esos espejos, enfrentados, reflejaban los mismos objetos bajo mil puntos de vista diferentes. Esa estancia era contigua a una al­coba con dos salidas secretas, un gabinete de aseo a un lado y al otro un boudoir con una bañera y escusados a la inglesa. Todos los artesonados estaban cincelados en oro molido o pintados de flores, y en arabescos. Después de advertirle que no se le olvi dara poner sábanas en la cama y velas en todas las arañas y can delabros de cada habitación, le encargué cena para dos personas para esa misma noche, advirtiéndole que no quería más vino que borgoña y champán, y no más de ocho platos de cocina, deján­dolo elegir sin reparar en el gasto. Los postres también eran obra suya. Recogí la llave de la puerta de la calle advirtiéndole que no quería ver a nadie al entrar. La cena debía estar lista a las dos de la noche, y se serviría cuando yo llamase. Observé compla­cido que el reloj de pared de la alcoba tenía despertador, pues, a pesar del amor, empezaba a sentirme sometido a la tiranía del sueño.

Después de dar estas órdenes salí a comprar un par de chi nelas y un gorro de dormir en una vendedora de modas, todo guarnecido de dobles puntillas de punto de Alen^on.1’ Me los guardé en el bolsillo. Com o se trataba de una cena para la más

19. El punto de Alen^on (ciudad francesa famosa por sus encajes) empezó a fabricarse a partir del punto de Venecia durante el reinad») de Luis XIV; era el más valorado de todos junto con los encajes de Valen ciennes.

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bella de todas las sultanas del dueño del universo, quise asegu­rarme la víspera de que todo estaba preparado. Le había dicho que tenía un casino, y no debía parecerle novato en nada.

l úe el cocinero quien se quedó sorprendido cuando me vio .1 las dos de la noche completamente solo. Me enfadé por no en­contrar todo iluminado: le había indicado claramente la hora y no podía tener ninguna duda.

-N o fallaré la próxima vez.-Iluminad todo y servid la mesa.-M e habíais dicho que para dos.-Servid para dos. Por esta vez, quedaos ahí mientras ceno,

para que pueda advertiros de lo que me parece bien o mal.La cena llegó en el torno, en buen orden y de dos en dos pía­

los; hice comentarios sobre todo, pero todo me pareció exqui­sito en porcelana de Sajorna.10 Caza, esturión, trufas, ostras y vinos, todo estaba perfecto. Sólo tuve que reprocharle haberse olvidado de poner en un plato huevos duros, anchoas y vinagres aromatizados para preparar la ensalada. Miró al cielo con aire contrito acusándose de haber cometido una falta grave. También le dije que, para la próxima vez, quería naranjas amargas para dar sabor al ponche, y que quería ron, y del bueno. Después de pasar dos horas a la mesa le dije que me trajera la cuenta de todos los gastos. Me la trajo un cuarto de hora después, y quedé satis- lecho. Tras haberle pagado y ordenar que me trajese café cuando llamase, me acosté en la excelente cama que había en la alcoba. Esa cama y la buena cena me conciliaron el más feliz de los sue­ños. De no ser por eso, no habría podido dormir pensando que la noche siguiente tendría entre mis brazos en la misma cama a mi diosa. Por la mañana, al salir, advertí a mi cocinero que que­ría de postre todas las frutas frescas que pudiera encontrar, y sobre todo helados. Para evitar que la jornada me pareciese larga, jugué hasta el anochecer, y no me pareció la fortuna diferente de mi amor. Todo iba según mis deseos, y en el fondo de mi alma daba las gracias por ello al poderoso genio de mi bella monja.

A la una de la noche fue cuando me aposté en la estatua del héroe Colleoni. Ella me había dicho que fuera a las dos, pero

20. De la manufactura de Meissen, fundada en 1710 .

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quería tener el dulce placer de esperarla. La noche era fría, pero esplendida, y sin el menor viento.

A las dos en punto vi llegar una góndola de dos remos y salii de ella una máscara que, tras hablar con el barquero de proa, se dirigió hacia la estatua. Al ver que se trataba de un hombre en mascarado, me alarmo y lo esquivo reprochándome no haber He vado pistolas. La máscara da la vuelta, se me acerca y me tiende tranquilamente una mano que no me permite seguir dudando Reconozco a mi ángel vestida de hombre. Se ríe de mi sorpresa, se agarra a mi brazo y, sin decirnos la menor palabra, nos enea minamos a la plaza de San Marcos, la cruzamos y nos vamos al casino, que sólo estaba a cien pasos del teatro de San Moisé.

Todo estaba dispuesto de acuerdo con mis órdenes. Subimos y enseguida me quito la máscara, pero M. M. se entretiene pa seando lentamente por todos los rincones del delicioso lugai donde se veía acogida, encantada también de que yo contení piara todos los perfiles y, a menudo de frente, todas las prendas de su persona, y de que yo admirase por sus galas a quien debía de ser su amante y dueño. Estaba fascinada por el prodigio que le mostraba, en todas partes y al mismo tiempo, su persona desde cien puntos de vista, a pesar de permanecer inmóvil. Sus multiplicados retratos que los espejos le ofrecían a la claridad de todas las velas expresamente colocadas, le presentaban un es pectáculo nuevo que la hacía enamorarse de sí misma. Sentado en un escabel, yo examinaba atentamente toda la elegancia de su atuendo. Un vestido de terciopelo raso de color rosa, con lente­juelas bordadas en las orlas, una casaca a juego, bordada a mano y de excepcional riqueza, calzones de raso negro, encajes hechos a la aguja, pendientes de brillantes, un solitario de mucho valor en el dedo meñique y en la otra mano una sortija que sólo dejaba ver una superficie de tafetán blanco cubierto por un cristal con vexo. Su bauta de blonda negra era maravillosa tanto por su fi­nura como por el diseño, que no lo había más hermoso. Para que todavía pudiera verla mejor, vino a situarse frente a mí. Bus qué en sus bolsillos y encontré una tabaquera, una bombonera, un frasquito, un estuche de mondadientes, unos anteojos y pa ñuelos que despedían aromas que embalsamaban el aire. Exa mino atentamente la riqueza de sus dos relojes finamente labra

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di is y los hermosos colgantes que llevaba unidos a unas cadenas nn i nstadas de pequeños diamantes. Miro los bolsillos laterales v encuentro dos pequeñas pistolas de eslabón liso con resorte, iin.i labor inglesa de las más finas.

-Cuanto veo -le dije- está por debajo de ti, pero permite que mi alma fascinada rinda homenaje al adorable ser que quiere convencerte de que eres realmente su amada.

Ls lo que él me ha dicho cuando le pedí que me trajese a Venecia y me dejase aquí; y me deseó, además, que me divirtiese v que pudiera convencerme cada vez más de que la persona a la que iba a hacer feliz lo merecía.

Es increíble, querida amiga. Un amante de ese temple es muco, y nunca podré merecer una felicidad que ya me tiene des­lumbrado.

Deja que vaya a quitarme la máscara yo sola.Un cuarto de hora después reapareció delante de mí peinada

de hombre con sus hermosos cabellos desempolvados y unos largos rizos que le llegaban por debajo de las mejillas. Una cinta negra los anudaba por detrás y en cola flotante descendían hasta Lis corvas. De mujer, M. M. se parecía a Henriette, y de hombre .1 un oficial de la guardia llamado L’Étoriére, al que yo había co­nocido en París; o, más bien, si la vestimenta a la francesa me hubiera permitido la ilusión, a aquel Antínoo11 de quien todavía pueden verse estatuas.

Fascinado por tantos encantos, creí que me mareaba; tuve que recostarme en un sofá porque la cabeza me daba vueltas.

-H e perdido toda confianza -le dije-, nunca serás mía; esta misma noche algún contratiempo fatal te arrancará a mis deseos; tal vez un milagro de tu divino esposo que tiene celos de un mortal. Me siento anonadado, quizá dentro de un cuarto de hora haya muerto.

-¿Estás loco? Soy tuya ahora mismo, si quieres. Aunque en ayunas, no me preocupa la cena. Vamos a la cama.

Ella tenía frío. N os sentamos delante del fuego. Me dice que

2 1. Joven bitinio de gran belleza, favorito del emperador Adriano (76-138). Se ahogó en el N ilo el año 130. Adriano fundó en su memo­ria la ciudad de Adrianópolis a orillas del río y erigió templos en su honor.

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no lleva corpiño. Le desabrocho un corazón de brillantes que hacía las veces de chorrera de su camisa, y mis manos sienten, antes de que mis ojos lo vean, que sólo la camisa protegía las dos fuentes de vida que adornaban su pecho. Me inflamo, pero, para calmarme, bastó un solo beso suyo y tres palabras: «Después de cenar».

Llamo entonces y, al ver que se alarmaba, le muestro el por taviandas y le digo:

-N adie te verá; díselo a tu amante, que quizá ignore este se crcto.

-N o lo ignora; pero admirará tu discreción, y adivinará qui­no eres nuevo en el arte de agradar, y que evidentemente no soy la única que disfruta contigo las delicias de esta morada.

- Y se equivocará, porque aquí he cenado y he dormido siem­pre solo; y odio la mentira. Tú no eres, mi divina amiga, mi pri mera pasión; pero serás la última.

-Seré feliz, amor mío, si eres fiel. Mi amante lo es; es bonda doso y dulce, pero siempre me ha dejado el corazón vacío.

-E l suyo también debe de estarlo, porque si su amor fuera del temple del mío, no te permitiría una infidelidad como ésta. N o podría soportarla.

-É l me ama igual que yo te amo a ti. ¿Crees que te amo?-D ebo creerlo; pero tú no soportarías...-C alla , porque estoy segura de que, siempre que no me dejes

ignorar nada, te perdonaría todo. La alegría que en este instante siento en mi alma depende más de la certeza que tengo de no de­jarte nada que desear que de la certeza de pasar contigo una noche deliciosa. Será la primera de mi vida.

-¿N o las has pasado con tu indigno amante?-S í, pero esas noches sólo las animó la amistad, la gratitud y

la complacencia. Lo esencial es el amor. Pese a todo, mi amante se te parece. Tiene un temperamento jovial, siempre vivaz como el tuyo, y también muy digno de ser amado por su figura y su persona, aunque en esto apenas se te parece. También le creo más rico que tú, a pesar de que por este casino podría pensarselo contrario. Pero no imagines que te atribuyo menos mérito que a él por reconocer que no tendrías valor para permitirme una infidelidad: al contrario, sé que no me amarías como me en-

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i tilia que me ames si me dijeras que tendrías la misma indul- l'i iu ia que él con uno de mis caprichos.

¿Querrá saber detalles de esta noche?I’cnsará que me complace preguntándome por ellos, y yo le

tomaré todo, salvo algunas circunstancias que podrían humi-11.11 lo.

I )espués de la cena, que le pareció delicada y exquisita, como lns helados y las ostras, preparó un ponche, y en mi impacien- i i.i amorosa, tras haber bebido algunas copas, le rogué tener en i ucnta que sólo nos quedaban siete horas por delante y que ha- i unios muy mal si no las pasábamos en la cama. Fuimos enton- i es a la alcoba, que iluminaban doce velas resplandecientes, y de .iln al gabinete de aseo, donde, ofreciéndole el bonito gorroili puntillas, le pedí que se peinara de mujer. El regalo le parece npléndido; luego me dice que vaya a desnudarme al cuarto pro­metiendo llamarme en cuanto estuviera acostada.

Sólo tardó dos minutos. Me lancé entre sus brazos ardientes inflamado de amor y dándole sus más vivas pruebas durante líete horas seguidas que sólo interrumpieron otros tantos cuar- ins de hora animados por las palabras más conmovedoras. N o me enseñó nada nuevo en materia de amor físico, pero sí nove- tlades infinitas en suspiros, éxtasis, arrebatos y sentimientos ins­tintivos que sólo se manifiestan en esos momentos. Cada hallaz- (;i> que hacía elevaba mi alma al amor, que me proporcionaba nuevas fuerzas para darle testimonio de mi gratitud. Por su parte, se quedó asombrada de reconocerse capaz de sentir tanto placer después de haberle mostrado muchas cosas que ella creía pura fábula. Le hice lo que ella no creía permitido pedir que le hiciese, y le enseñé que el más mínimo pudor echa a perder el mayor de los placeres. Cuando sonó el carillón del despertador, levantó los ojos al tercer cielo como una idólatra para agradecer .i la madre y al hijo por haberle recompensado tan bien el es­fuerzo que le había costado declararme su pasión.

Nos vestimos deprisa y, al ver que yo metía en su bolsillo el bonito gorro de dormir, me aseguró que siempre sería para ella ,ilgo muy querido. Después de tomar una taza de café, fuimos ton paso presuroso a la plaza de los santos Giovanni y Paolo, donde la dejé prometiéndole que me vería dos días más tarde.

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Tras haberla visto entrar en la góndola, me fui a casa, donde dio/ horas de sueño repusieron mis fuerzas.

C A P Í T U L O IV

CONTINUACIÓN DEL CAPÍTULO A N TE RIO R . VISITA

AL LOCUTORIO Y CO N VERSA CIÓ N CON M. M. CARTA QUE ELLA

ME ESCRIBE Y MI RESPUESTA. NUEVA ENTREVISTA EN

EL CASINO DE M URANO EN PRESENCIA DE SU AMANTE

Dos días más tarde fui al locutorio después de comer y la hice llamar. Llegó enseguida para decirme que me fuera porque es taba esperando a su amigo, pero que no dejase de acudir al día siguiente. Me marcho. Al pie del puente' veo una máscara mal enmascarada salir de una góndola, a cuyo barquero, que enton ces debía de estar al servicio del embajador de Francia, reco­nozco. Iba sin librea, y la góndola era una embarcación sencilla como todas las que pertenecen a los venecianos. Me vuelvo y veo que la máscara se dirige al convento. N o tengo ninguna duda y regreso a Venecia feliz por aquel descubrimiento y encantado de que mi rival fuera el embajador. Tomo la decisión de no decir nada de mi descubrimiento a M. M.

Voy a verla al día siguiente y me dice que su amigo había ido a despedirse de ella hasta las fiestas de Navidad.

-V a a Padua* -m e dice-, pero está todo arreglado para que nosotros podamos cenar en su casino si queremos.

-¿P o r qué no en Venecia?-E n Venecia no, hasta que vuelva. Me lo ha rogado. Es un

hombre muy prudente.-D e acuerdo. ¿Cuándo cenamos en el casino}-E l domingo, si quieres.-E l domingo entonces. Iré al casino al atardecer y te esperaré

i. Parece tratarse de un puente hoy desaparecido que pasaba sobre un antiguo rio que desembocaba en el canale degli Angelí.

i . A l parecer, Bernis pasó en Padua los veinticuatro primeros días de diciembre de 1753. El 1 de diciembre mantuvo una conferencia con el secretario de la legación austríaca.

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leyendo. ¿Le has dicho a tu amante que te sentiste a gusto en mi1,1 lino?

Querido, le he contado todo; pero hay una cosa que le |>k ocupa mucho: quiere que te pida que no me expongas al fatal 1 mbarazo.

Que me muera si lo he pensado. ¿Pero no corres con él ese misino riesgo?

Nunca.Kntonces tendremos que ser prudentes en lo sucesivo. Creo

que nueve días antes de Navidad, como ya no hay máscaras,* ten­dí« que ir a tu casino en góndola, porque, si voy por tierra, fácil­mente podría ser reconocido como la persona que iba a tu iglesia.

hstá bien pensado. Te enseñaré reconocer el atracadero sin que te quede duda alguna. Creo que también podrás venir enI u.iresma, época en la que Dios quiere que mortifiquemos nues-II os sentidos. ¿N o es divertido que haya un periodo de tiempo 1 n el que a Dios le parezca bien que nos divirtamos, y otro en el que sólo podemos complacerle con la abstinencia? ¿Qué puede haber en común entre un aniversario y la divinidad? N o sé cómo puede influir la acción de la criatura sobre el creador, al que mi tazón únicamente puede concebir como un ser independiente. Me parece que si Dios hubiera creado al hombre con capacidad para ofenderlo, el hombre haría bien haciendo todo lo que le hu­biera prohibido, aunque sólo sea para enseñarlo a crear. ¿Es po­sible imaginar a Dios afligido en cuaresma?

-D ivina amiga mía, qué bien razonas; pero ¿puedo saber dónde has aprendido a razonar y cómo te las has arreglado para conseguir esa libertad de juicio?

-M i amigo me ha dado buenos libros, y la luz de la verdad no ha tardado en disipar las nubes de la superstición que oprimían mi entendimiento. Te aseguro que, cuando pienso en mí misma, me siento más afortunada por haber encontrado a alguien que me ha aclarado mi mente que desdichada por haber tomado el velo, pues la mayor dicha es vivir y morir tranquila, cosa que no puede esperarse si se presta fe a lo que nos dicen los curas.

3. Del 16 al 24 de diciembre, durante la novena de Navidad, no se podía llevar máscaras.

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-E s muy justo; pero deja que te admire, porque esclarecer una mente con tantos prejuicios como debía de tener la tuya no puede ser tarea de unos pocos meses.

-N o habría visto la luz con tanta rapidez si hubiera estado menos imbuida de errores. Lo que separaba en mi mente lo falso de lo verdadero no era más que una cortina: sólo la razón podía descorrerla; pero me habían enseñado a despreciar a esa razón.Y cuando me demostraron que debía tenerla en mucho aprecio, me dediqué a hacerla trabajar: y ella misma descorrió la cortina. Lo verdadero se manifestó con clamorosa evidencia, las tonterías desaparecieron, y no hay motivo para temer que reaparezcan, pues cada día me fortalezco más. Puedo decir que no empecé .1 amar a Dios hasta después de haberme desecho de la idea que la religión me había dado.

-M i enhorabuena. Has sido más afortunada que yo, reco­rriendo en un año el camino que yo recorrí en diez.

-Entonces, ¿no empezaste por leer lo que escribió milord Bolingbroke?4 Hace cinco meses leía yo La Sagesse de Charron,’ y no sé cómo se enteró nuestro confesor. Cuando me confesaba con él, se atrevió a decirme que abandonara esa lectura. Le res pondí que, como no alarmaba mi conciencia, no podía obede­cerlo. Me dijo que no me daría la absolución, y le contesté que no por eso dejaría de ir a comulgar. El cura fue a ver al obispo Diedo6 para saber qué hacer, y el obispo vino a hablar conmigo para decirme que debía depender de mi confesor. Le replique que mi confesor estaba hecho para absolverme, y que sólo tcní.i derecho a darme consejos cuando yo se los pidiese. Añadí con

4. Lord H enry Bolingbroke (16 7 8 -17 5 1) , político inglés e intelec tual ilustrado, autor de obras filosóficas de notable interés.

5. Pierre Charron, jurista y moralista francés (154 1-16 0 3 ), amigo de Montaigne; su principal obra, el tratado De la Sagesse (t6 o i), afirm.i un escepticismo audazmente negador, basado en una crítica del juicio, de los testimonios y de los sentidos. Sensualista antes de tiempo, dudo de la inmortalidad del alma y de la diferencia esencial entre el hombre y el animal; ejerció una profunda influencia sobre los libertinos del sigln XVII. Casanova lo tratará con gran severidad en la Histoire de ma fuilr,

6. Vincenzo Maria Diedo, obispo de Aitino-Torcello. M urió el 11 de julio de 1753 en Murano; tenía a las religiosas del convento bajo m i

jurisdicción.

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1 oila claridad que, como él estaba obligado a no escandalizar a indo el convento, yo iría a comulgar aunque me negase la abso­lución. El obispo le ordenó entonces que me dejara a criterio de mi conciencia. Pero no me quedé satisfecha. Mi amante me con­siguió un breve del papa que me autoriza a confesarme con quien yo quiera. Todas las monjas tienen envidia de ese privile­gio; pero sólo me he servido de él una vez, porque no merece la I»« na. Me confieso siempre con el mismo cura, que, tras escu- . liarme, no tiene ninguna dificultad en absolverme, porque de hecho 110 le digo nada importante.

Así fue como empecé a conocer a aquella mujer, adorable in- 1 icdula; pero no podía ser de otro modo, pues tenía mayor ne- u sidad de tranquilizar su conciencia que de satisfacer sus kentidos.

Tras haberle asegurado que me encontraría en el casino, volví .1 Vcnccia. El domingo, después de comer, di la vuelta a la isla >1« Murano en una góndola de dos remos, tanto para ver dónde podía estar la entrada del casino como el portillo por donde salía del convento; pero no logré ver nada. Sólo conocí la entrada del muño nueve días después; y el pequeño portillo del convento seis meses más tarde, con riesgo de mi vida. Ya hablaremos de esto cuando llegue el momento.

Hacia la una de la noche me dirigí al templo de mi amor y, mientras esperaba la llegada del ídolo, me entretuve examinando los libros que formaban su pequeña biblioteca, que estaba en el boudoir. N o eran muchos, pero sí selectos. A llí estaba todo lo que habían escrito contra la religión los filósofos más sabios, iodo lo que las plumas más libertinas habían escrito sobre la ma­teria que es el objeto único del amor. Libros seductores, cuyo es­tilo incendiario obliga al lector a ir en busca de la realidad, lo ■mico capaz de apagar el fuego que siente circular por sus venas.

Además de los libros, había algunos in-folio que sólo conte­nían estampas lascivas. Su gran mérito consistía mucho más en la belleza del dibujo que en la lubricidad de las posturas. Vi las estampas del Portero de los Cartujos7 hechas en Inglaterra, como

7. Histoire de Dom Bougre, portier des Chartreux, écrite par lui- meme (1750), de Gervaise de Latouche (ca. 17 15 -17 8 2 ), quizá la novela

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las de Meursius8 o A loysia Sigca Tolctana: nunca había visto nada más hermoso. Además, los cuadritos que adornaban el ga bincte estaban tan bien pintados que las figuras parecían vivas. Una hora se me pasó en un instante.

La aparición de M. M. vestida de monja me hizo lanzar una exclamación. Saltando a su cuello le dije que no habría podido llegar más a propósito para impedir una masturbación de esco­lar a la que me habría obligado cuanto había visto desde hacía

una hora.-Pero vestida así, de santa, me sorprendes. Deja, ángel mío,

que te adore ahora mismo.-Só lo tardaré un instante en vestirme de seglar. N o necesito

más que un cuarto de hora. N o me gusto vestida con estas lanas.-N o , nada de eso, has de recibir el homenaje del amor vestida

como estabas cuando lo provocaste.Sólo me respondió con un fíat voluntas tua,9 que pronuncio

en el tono más devoto mientras se dejaba caer en el gran sofá, donde me empleé a fondo a pesar de su resistencia. Después del acto, la ayudé a desnudarse y a ponerse una pequeña falda de muselina de pequín10 de espléndida elegancia. Luego le serví de doncella para peinarse y ponerse el gorro de noche.

Después de cenar, antes de ir a acostarnos acordamos no vol­vernos a ver hasta el primer día de la novena, pues, por estar ce rrados los teatros durante diez días, no hay máscaras. Me dio entonces las llaves de la puerta del embarcadero. Una cinta azul en la ventana que había encima debía ser la señal que me indicase durante el día que podía ir por la noche. Pero lo que la colmó de alegría fue que acepté quedarme a vivir en el casino sin salir nunca hasta la vuelta de su amigo. En los diez días que pasé allí

licenciosa más leída del siglo.8. Vcase nota 14, pág. 40.9. «Hágase tu voluntad»; es la frase que los Evangelios atribuyen

a la Virgen María en respuesta a la Anunciación de su embarazo «di­vino» de labios del ángel Gabriel. Este término, lo mismo que «Anun ciación», reaparece en el capítulo certificando la burla de la escena religiosa.

10. Tela de seda pintada, oriunda de China y luego fabricada en Eu ropa.

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lii tuve cuatro veces, y de ese modo la convencí de que sólo vivía p.ira ella. Me entretenía leyendo, escribiendo a C . C ., pero mi ¿mor por ésta se había tranquilizado. El principal punto que me interesaba en las cartas que me escribía era lo que me decía de su querida amiga la madre M. M. Me reprochaba que yo no hu­biera cultivado su amistad, y le respondí que no lo había hecho por temor a ser conocido. A sí la obligaba cada vez más a guar- d.iimc inviolablemente el secreto.

No se puede amar a dos personas a la vez, como tampoco fortalecer el amor dándole demasiado alimento o demasiado poco. Si mi pasión por M. M. seguía manteniendo la misma in­tensidad era porque nunca podía poseerla sin el mayor miedo a perderla. Le decía que era imposible que, antes o después, al­guna religiosa no necesitase hablar con ella en un momento en que no estuviera ni en su cuarto ni en el convento. Me replica­ba que eso no podía ocurrir, dado que en un convento no hay n.ida más respetado que la libertad que una monja debía tener p.ira encerrarse en su celda y no recibir a nadie, ni siquiera a la .iludesa. Sólo podía temer la funesta circunstancia de un incen­dio, pues entonces, como suele reinar la confusión y no es natu- ral que una monja se quede tranquila e indiferente en su celda, se habrían dado cuenta sin la menor duda de la evasión. Se feli­citaba por haber logrado ganarse a la hermana lega, al jardinero y a otra monja cuyo nombre nunca quiso decirm e." La astu­cia y el oro de su amante habían conseguido todo eso; y él le res­pondía de la fidelidad del cocinero y de su mujer, encargados de guardar el casino. También estaba seguro de sus gondoleros, pese a que uno de ellos fuera, sin ningún género de dudas, espía de los Inquisidores de Estado.

La víspera de Navidad me dijo que su amante estaba a punto de llegar, que el día de San Esteban debía ir en su compañía a la ópera12 y al día siguiente comer con él en el casino. Tras decirme que me esperaría a cenar el último día del año, me dio una carta rogándome que no la leyese hasta llegar a casa.

1 1 . Quizás una de las dos hermanas mayores de M. M., que esta­llan en el mismo convento: O rsola Marina ( 1 7 1 5-antes de 1797) o Elena< .marina ( 17 18 - 17 6 1) .

12. Los teatros se abrían a partir del 26 de diciembre.

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Una hora antes del alba recogí mis cosas y fui al palacio Bra gadin, donde, impaciente por leer la carta que me había dado, me encerré enseguida. Éste es su tenor:

«Me ofendiste un poco, querido amigo mío, cuando anteayer me dijiste, a propósito del misterio que debo mantener contigo en lo que respecta a mi amante, que, satisfecho con poseer mi corazón, me dejas dueña de mi mente. Esa distinción entre co­razón y mente es una división más bien sofística, y si no te 1«) parece debes admitir que no me amas por entero, pues resulta imposible que yo exista sin mente y que tú puedas adorar mi co­razón si no está de acuerdo con ella. Si tu amor puede quedar satisfecho con lo contrario, no es mucha su delicadeza.

»Pero como podría darse el caso de que lograras conven­cerme de no haber obrado contigo con toda la sinceridad que un verdadero amor exige, estoy decidida a descubrirte el secreto relacionado con mi amigo, pese a saber que él está seguro de que no lo revelaré nunca, porque es una traición. Pero tú no me ama­rás menos por eso. Obligada a elegir entre los dos, y a engañar a uno u otro, el amor ha vencido, aunque no de una manera ciega. Sopesa tú los motivos que tuvieron fuerza suficiente para inclinar la balanza hacia tu lado.

»Cuando no pude seguir resistiendo las ganas de conocerte de cerca, no pude hacer otra cosa que confiarme a mi amigo. No dudé de su complacencia. Sacó una idea muy halagüeña de tu carácter cuando leyó tu primera carta, en la que escogías el lo­cutorio, y le pareció honesta cuando, después de habernos co­nocido, elegiste el casino de Murano en vez del tuyo. Pero, en cuanto lo supo, me pidió que le hiciera un favor: permitirle asis­tir a nuestra primera entrevista en un lugar que es un verdadero escondite, desde donde no sólo debía ver sin ser visto todo lo que haríamos sino también oír todo lo que habláramos. Es un gabinete que nadie podría adivinar. En los diez días que has pa­sado aquí, ni siquiera lo has visto; pero te lo enseñaré el último día del año. Dime si podía negarle ese placer. Consentí, y nada tan natural como hacer de él un misterio para ti. Ahora ya sabes que mi amigo fue testigo de cuanto nos dijimos e hicimos la pri­mera vez que estuvimos juntos. Pero esto no debe desagradarte, queridísimo amigo mío: le gustaste, no sólo por tu forma de ac-

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lii.il, sino también por todas las cosas divertidas que me dijiste l‘ .n,i que me riese. Sentí mucho miedo cuando la conversación 1 .»yo sobre el carácter que debía de tener mi amante para to- l< 1.11 aquel exceso; pero, por suerte, cuanto dijiste sólo podía ha- I luirlo. Confieso mi traición, y, como sabio enamorado, deberás |k idonarme, tanto más cuanto que no te ha causado ningún per- |im io. Puedo asegurarte que mi amigo siente la mayor curiosi-il.nl por saber quién eres. Esa noche fuiste espontáneo y amable: .1 hubieras sabido que había un testigo, sólo Dios sabe cómo te lubrías comportado. De haberte revelado este hecho, es posible tu< luso que no hubieras consentido, y tal vez con razón.

• lis ahora cuando debo arriesgar el todo por el todo y tran­quilizar mi corazón reconociéndome libre de reproche. Has de s.iher, querido amigo, que el último día del año mi amante estará 1 n el casino, y que no se marchará hasta el día siguiente. Tú no podrás verlo, y él lo verá todo. Com o se supone que tú no lo ».ibes, tendrás que esforzarte por ser natural en todo, pues, si nolo lueras, mi amigo, muy inteligente, podría sospechar que he traicionado su secreto. Ante todo debes vigilar tus palabras. Él posee todas las virtudes, menos la teologal que llaman fe, y en r ila materia tienes libertad absoluta. Podrías hablar de litera- 1111 .t, viajes, política, y contar todas las anécdotas que quieras se- C.uio de que tienes su aprobación.

»Queda por saber si tu talante te permite dejarte ver por un hombre en los momentos en que te entregas a los furores del ti mor. Esa incertidumbre es la que ahora me atormenta. Sí o no: no hay medio posible. ¿Comprendes la crueldad de mi temor? , le das cuenta de la dificultad que debo de haber tenido para decidirme a dar este paso? N o conseguiré dormir esta noche, ni tendré reposo hasta que conozca tu respuesta. Entonces tomaré1111.1 decisión en caso de que me respondas que te resulta impo- sibe hacer el amor en presencia de alguien y, de manera particu-l.ir, si ese alguien es un desconocido. Espero sin embargo que v.iyas, y que, si no puedes hacer el papel de enamorado como la primera vez, no ocurra nada perjudicial: él creerá, y yo le dejaré 1 reer, que tu amor se ha enfriado».

Me sorprendió mucho esta carta; luego, después de reflexio­nar, me eché a reír. Pero no me habría hecho reír de no haber sa­

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bido quién era el individuo que había de tener por testigo do mis hazañas amorosas. Seguro de que M. M. debía de estar muy preocupada hasta que no recibiese mi respuesta, le contesté en seguida en estos términos:

«Quiero, divino ángel mío, que recibas la respuesta a tu cari.1 antes de mediodía. A sí cenarás sin la menor inquietud.

»Pasaré la noche del día de fin de año contigo, y te aseguro que el amigo para el que nos convertiremos en espectáculo no verá ni oirá nada que pueda hacerle sospechar que me has reve lado su secreto. Puedes estar segura de que interpretaré mi papel a la perfección. Si el deber del hombre es ser siempre esclavo de su razón; si, mientras dependa de ella, no debe permitirse natl.i sin tomarla por guía, nunca podré comprender que un homhie se avergüence de que un amigo lo vea en un momento en que estaría dando las mayores muestras de su amor a una mujer be­llísima. Ése es mi caso. Quiero decirte, sin embargo, que si me hubieras advertido la primera vez, habrías hecho mal. Me habría negado en redondo. Hubiera creído agraviado mi honor; hu biera creído que, al invitarme a cenar, sólo complacías a un ami go, hombre singular dominado por esa inclinación, y me hubiei .1 hecho de ti una idea tan negativa que tal vez me habría curado del amor, recién nacido entonces. Así es el corazón humano, en­cantadora amiga; pero ahora el caso es distinto. Cuanto me has dicho de tu digno amigo me ha permitido conocer su carácter, lo creo amigo mío también y lo aprecio. Si un sentimiento de pudor no te impide permitirte que te vea tierna y enamorada conmigo, ¿cómo, lejos de avergonzarme, podría no estar orgu lioso? ¿Puede el hombre sonrojarse de su propia gloria? Yo, querida amiga, no puedo ruborizarme ni por haberte conquis tado ni por dejarme mirar en unos momentos de los que espero no parecer indigno. Sé sin embargo que, por un sentimiento na tural que la razón no puede rechazar, a la mayoría de los hom bres les repugna dejarse ver en esos instantes. Quienes no son capaces de alegar buenas razones para justificar esa repugnan cia, deben participar de la naturaleza del gato; aunque puede darse el caso de que tengan buenas razones sin por ello sentirse obligados a rendir cuentas a nadie. La principal sería que un ter cer espectador, al que pudieran ver, debería distraerlos, y que

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1 iiiilquier distracción no puede sino disminuir el placer del aco- pl amiento. También podría pasar por legítima otra razón im­portante, que sería si los actores supieran en conciencia que sus medios de gozar darían lástima a quienes fueran sus testigos.I ios desdichados hacen bien en no querer excitar sentimientos de lastima en una acción que parece hecha más bien para pro- voi ar la envidia. Pero nosotros sabemos, mi querida amiga, que no suscitamos desde luego sentimientos de lástima. Cuanto me Ii.is dicho me indica que la angelical alma de tu amigo debe com- panir, al vernos, nuestros placeres. Pero ¿sabes lo que ocurrirá? "i le aseguro que me disgusta mucho porque tu amante no puede m i sino una persona amabilísima. Ocurrirá que, a fuerza de ver­nos, se excitará, o se marchará, o se verá obligado a salir de su es- «ondite y a postrarse de rodillas delante de mí rogándome que ir eeda a la violencia de sus deseos, necesitado como estará de . .limar el fuego que nuestros retozos habrán encendido en su alma. Si ocurre esto, me echaré a reír y te cederé; pero me mar-1 liaré, porque estoy seguro de que no podría ser tranquilo es­pectador de lo que otro pudiera hacerte. Adiós, pues, ángel mío; lodo irá bien. Cierro deprisa esta carta, y ahora mismo voy a lle­varla a tu casino».

I’asé aquellos seis días de vacaciones con mis amigos, y en el R u l o t t o que en esa época abría el día de San Esteban. Com o yo no podía tener banca, por sólo estar permitido organizaría a los patricios de toga,'« jugué mañana y tarde y perdí continua­mente. Quien apuesta debe perder. La pérdida de cuatro o cinco mil cequíes que eran toda mi riqueza infundió más fuerza a mi «mor.

A finales del año i774> una ley del Gran Consejo prohibió lodos los juegos de azar y mandó cerrar lo que se llamaba el Ri- ¡lolto. El Gran Consejo se quedó atónito cuando, al contar los sufragios, vio que había hecho una ley que no podía aprobar, pues al menos tres cuartas partes de las bolas" demostraban lo contrario. Los votantes, sorprendidos, se miraban entre sí. Aque-

1 j . Sobre 11 Ridotto, consagrado a los juegos de azar, véase nota 3 1 , p-ig. 490.

14. Con su traje oficial, toga negra o, si eran senadores, roja.1 5. Las bolas que servían para votar.

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lio fue un milagro evidente del glorioso evangelista san Marcos, invocado por monseñor Flangini,16 en esa época primer corree tor'7 y ahora cardenal, y por los tres Inquisidores de Estado.

El día fijado, a la hora habitual, ya estaba yo en el casino de lante de la bella M. M., vestida de seglar, de pie y de espaldas a la chimenea.

-E l amigo no ha llegado aún -m e dijo-, pero en cuanto este aquí, te haré un guiño.

-¿D ónde está ese sitio?-A h í lo tienes. Mira el respaldo de ese sofá apoyado en la

pared. Todas esas flores en relieve que ves tienen en el centro orificios que dan al gabinete de atrás. H ay una cama, una mesa, y todo lo que puede necesitar un hombre que quiera pasar ahí completamente solo siete u ocho horas entretenido en mirar lo que aquí ocurre. Te lo enseñaré cuando quieras.

-¿F u e él quien lo mandó hacer?-N o , pues no podía adivinar que le sacaría partido.-Com prendo que el espectáculo pueda darle un gran placer;

pero, si no puede poseerte cuando la naturaleza le haga tener la mayor necesidad, ¿qué hará?

-E so es cosa suya. Además, es dueño de irse si se aburre, y también puede dormirse, pero si tú eres espontáneo, le gustará.

-L o seré, y seré muy gentil.-N ada de gentilezas, querido, porque entonces adiós a la na­

turalidad. ¿Dónde has visto que a dos enamorados entregados a los furores del amor se les ocurra ser gentiles?

-Tienes razón, querida; pero tendré delicadeza.-Bueno. La misma de siempre. Tu carta me ha gustado. Has

tratado a fondo la materia.M. M. estaba peinada, pero con cierto descuido. Un vestido

16. Ludovico Flangini (1733-1804) recibió las órdenes sagradas tras la muerte de su mujer y llegó a ser cardenal patriarca de Venecia en 1789.

17. Los cinco correttori dclle leggi e delpalazzo fueron instituidos en 1553. Elegidos siempre entre los patricios, tenían la misión de en­mendar las leyes. Y la supresión del Ridotto decretada por los correc­tores A lvise Zen, Pietro Barbarigo, A lvise Em o, G irolam o Zulian y Ludovico Flangini, fue una de las enmiendas más célebres del siglo.

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■ l> piqué azul celeste era toda su ropa. Llevaba en las orejas zar-I dios de brillantes, y el cuello totalmente desnudo. Un pañueloil. gasa de seda e hilo de plata, colocado deprisa, permitía vis­lumbrar toda la belleza de su pecho y mostraba su blancura enII eparación de la parte delantera del vestido. Iba en chinelas. SuI11111.1 tímida y modestamente risueña parecía decirme: «Ésta es11 persona que amas». Lo que encontré extraordinario, y que me •l.i.ulo enormemente, fue el colorete que se había puesto igual i|tn- las damas de la corte se lo ponen en Versalles. La belleza de t s.i pintura consiste en la negligencia con que se pone en las me- iill.is. No se pretende que ese color parezca natural, se lo ponen | i .i i .1 complacer a los ojos, que ven en él los signos de una ebrie-il.iil v les promete excesos y arrebatos amorosos. Me dijo que se li.iliu puesto colorete para complacer a su amigo, al que le gus- uli.i mucho. Le respondí que, por ese gusto, estaría tentado a «uponerle francés. A estas palabras, me hizo un guiño: el amigo li.ilua llegado. Así pues, la comedia debía empezar en ese mo­linillo.

Cuanto más te miro, más odio a tu esposo.Dicen que era feo.Sí, lo dicen; y también merece ser cornudo; nosotros traba-

1 m inos para que lo sea toda la noche. Hace ocho días que vivo . n celibato, pero necesito comer porque en el estómago sólo tengo una taza de chocolate y la clara de seis huevos frescos que lie comido en una ensalada aliñada con aceite de Lucca'8 y vina- jlte ele los cuatro ladrones.'9

Debes de estar enfermo.Sí, pero me encontraré bien cuando los haya destilado uno

por uno en tu amorosa alma.No pensaba que tuvieras necesidad de estimulantes.¿Quién podría necesitarlos contigo? Pero tengo un temor

1 «/onablc, porque si doy un gatillazo , me salto la tapa de los «•sos.

¿Qué es dar un gatillazo?Dar un gatillazo significa, en sentido figurado, fallar en el

18. La ciudad de Lucca era renombrada por su aceite.19. El Acetum quattuor latronum era un vinagre aromatizado que

1 mibién se utilizaba como desinfectante.

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intento. En sentido propio es cuando, queriendo disparar con tra un enemigo, el cebo de la pistola no se enciende. He dado un gatillazo.

-A hora lo entiendo. Cierto, querido morenito, sería una des gracia, pero no por eso tienes que saltarte la tapa de los sesos.

-¿Q ué estás haciendo?-Te quito la capa. Dame también tu manguito.-Será difícil, porque está clavado.-¿C ó m o que está clavado?-M ete la mano c inténtalo.- ¡A h , bribón! ¿Son las claras de huevo las que te proporcio

nan este clavo?-N o , ángel mío, es toda tu encantadora persona.La levanté entonces y, cuando se abrazó a mis hombros para

pesarme menos, después de haber dejado caer el manguito, l.i agarré por los muslos y la fijé sobre el clavo; pero, después de haber dado una vuelta por la habitación, temiendo las conse­cuencias, la deposité en la alfombra. Luego, tras sentarme y ha cerla sentarse encima de mí, tuvo la amabilidad de terminar con su bella mano la obra, recogiendo en la palma la clara del primer huevo.

-Quedan cinco -m e dijo.Y después de haber purificado su bella mano con un popu

rrí de hierbas balsámicas, me la ofreció para que la besara mil veces. Una vez calmado, pasé una hora contándole historias di­vertidas; luego nos sentamos a la mesa.

Ella comió por dos; pero yo, por cuatro. La vajilla era de porcelana, pero la de los postres de corladura, como los dos can­delabros en los que ardían cuatro velas. A l verme admirar su be lleza, me dijo que era un regalo que le había hecho su amigo.

-¿También te ha regalado los despabiladores?-N o .-Entonces creo que tu amante debe de ser un gran señor,

porque los grandes señores no saben que las velas se apagan.-L as mechas de nuestras velas no necesitan que las apaguen.-D im e quién te ha enseñado francés, porque lo hablas de­

masiado bien para que no sienta curiosidad.-E l viejo La Forét, que murió el año pasado. Fui alumna suya

900

m is años; también me enseñó a escribir versos; pero he apren­dido de ti palabras que nunca había oído salir de su boca: a gogo, frustratone, dorloter.10 ¿Quién te las ha enseñado?

La buena sociedad de París. Madame de Boufflcrs, por 1 li mpio, mujer de profunda inteligencia que un día me preguntó I«« >1 qué en el alfabeto italiano existía la expresión con rond." Me n i y no supe qué contestarle.

Creo que se trata de abreviaturas que usaban hace tiempo.I )espués de preparar el ponche nos divertimos comiendo os-

11.is, pasándonoslas cuando ya las teníamos en la boca. Ella me iilrecia la suya sobre su lengua al mismo tiempo que yo le metía• li la boca la mía. N o hay juego más lascivo, más voluptuoso i'iitre dos enamorados; hasta es cómico, y la comicidad no des- l(a\ta, porque las risas sólo están hechas para los que son felices. ¡Qué buena está la salsa de una ostra que chupo de la boca de la persona que adoro! Es su saliva. ¡La intensidad del amor no puede dejar de aumentar cuando la mastico, cuando la trago!

Me dijo que iba a cambiarse de vestido y a peinarse de noche.< orno entonces no sabía qué hacer, me divertí examinando lo «pie había en su escritorio, que estaba abierto. N o toqué las car­ias, pero al abrir una caja y ver unos condones, me los guardé en el bolsillo, y escribí deprisa y corriendo estos versos que dejé en el lugar del robo:

Enfants de l ’amitié, ministres de la peur,Je suis l ’amour, tremblez, respectez le voleur.Et toi, fem m e de Dieu, ne crains pas d ’ètre mère Car si tu fais un fils, il se dira son pere.

20. Estos tres términos significan: «en abundancia», «abusivo», «mi­mar».

21. Juego de palabras licencioso (literalmente: «coño redondo»), pero ininteligible. En 1792, el conde de Lamberg escribió a Casanova: -No comprendo cómo Mme. de Boufflers ha podido preguntaros por <|ué se pronuncia con rond en el alfabeto italiano. ¿Qué letras son las t|uc se pronuncian de esc modo?». No se conoce la respuesta de Casa­nova, pero el casanovista Samaran descubrió su origen: se trataría de mía antiquísima cantinela italiana: ‘ Ette, conne, ronne e busse; sia lodato ri bori Jesusse», dejando constancia de cuatro abreviaturas latinas utili­zadas por los copistas de manuscritos: et, cum, rum et bus.

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S ’il est dit cependant que tu veux te barrer Parle; je suis tout prêt, je me fera i châtrer. 11

M. M. reapareció con un atuendo distinto: una bata de mu selina de Indias bordada de flores recamadas de oro, y su pei nado de noche era digno de una reina.

Me arrojé a sus pies para rogarle que se rindiera en el acto .1 mis deseos; pero ella me ordenó reservar mi ardor hasta que es tuviésemos en la cama.

-N o quiero -m e dijo con aire risueño- verme obligada a te ner cuidado para que tu quintaesencia no caiga en la alfombra. Ahora vas a ver.

Se dirige entonces a su escritorio y, en lugar de los preserva tivos, encuentra mis seis versos. Tras haberlos leído y releído en voz alta, me llama ladrón cubriéndome de besos con la preten sión de que le devuelva lo robado. Después de haber leído una vez más en voz alta mis versos, finge meditar, sale con el pre­texto de ir a buscar una pluma mejor, vuelve enseguida y escribo esta respuesta:

Dès q u ’un ange m e/ ..., je deviens d 'abord sûre Que mon seul époux est l ’auteur de la nature.Mais pour rendre sa race exempte des soupçons L ’amour doit dans l ’instant me rendre mes condoms.Ainsi toujours soumise à sa volonté sainte J ’encourage l ’am i de m e/... sans crainte.1*

Se los devolví entonces, fingiendo sorpresa de manera muy natural; dff veras, aquello era demasiado.

22. «Hijos de la amistad, ministros del temor, / yo soy el amor, tem­blad, respetad al ladrón. / Y tú, mujer de Dios, no temas el ser madre / porque si tienes un hijo, el será su padre. / Si no obstante está dictada que te quieras negar / habla: estoy dispuesto, me haré castrar.»

2j. «Desde que un ángel me f..., estoy segura / de que mi único es poso es el autor de la naturaleza. / Pero para que su raza quede libre de sospechas / el amor debe al instante devolverme mis condones. / Am siempre sometida a su santa voluntad / animo al amigo a f...me sin miedo.»

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I a medianoche ya había sonado, y, tras mostrarle yo a su pe­queño Gabriel que suspiraba por ella, preparó el sofá dicién- domc que la alcoba estaba demasiado fría y que nos acostaría­mos allí. La verdadera razón era que en la alcoba el amigo no habría podido vernos.

Entretanto envolví mis cabellos en un pañuelo de mazulipa- i.lu'« que, dando cuatro veces la vuelta a mi cabeza, me prestaba el terrible aspecto de un déspota asiático en su serrallo. Tras Imber puesto imperiosamente a mi sultana en estado de natura­leza y haber hecho otro tanto conmigo mismo, la acosté y sub­yugué siguiendo las más estrictas reglas y gozando de sus or­gasmos. Una almohada que yo le había colocado debajo de la 1 .ibadilla, y la rodilla doblada en el lado opuesto al respaldo del sofá, debía de ser una visión de las más lascivas para el amigo es- 1 ondido. Tras el goce, que duró una hora, ella recogió el preser­vativo cuya quintaesencia le alegró ver; pero, sintiéndose de igual modo inundada por sus propias destilaciones, acordamos que una breve ablución volvería a ponernos pronto in statu quo. I uego nos colocamos juntos delante de un gran espejo recto, pasando uno un brazo por detrás de la espalda del otro. Adm i­rando la belleza de nuestros simulacros y curiosos por gozar de ellos, luchamos de todas las maneras siempre de pie. Tras el úl­timo combate, ella cayó sobre la alfombra persa que cubría el suelo. Con los ojos cerrados, la cabeza inclinada, echada de es­paldas, con el brazo y las piernas como si los hubieran separado en ese momento de la cruz de san Andrés, hubiera parecido una muerta de no haber sido visible el palpitar de su corazón. El úl- timo combate había agotado sus fuerzas. La hice colocarse en la postura del árbol derecho,-“ y a continuación la levanté para de­vorarle el gabinete del amor, que no podía alcanzar de otra lorma, porque quería colocarla de modo que pudiera devorarme .1 su vez el arma que la hería de muerte sin privarla de la vida.

Obligado tras esta proeza a pedirle una tregua, la hice po­nerse de pie; pero un momento después me desafió a darle la re-

24. Tejido de algodón de la India.25. Una de las 35 posturas descritas por Pietro Aretino (1492-1556)

cu sus Sonetti lussuriosi, inspirados por los grabados de Raimondi (1475 11488?]-! 539 [1550?]) a partir de dibujos de Giulio Romano (1492-1546).

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vancha. Me tocó a mí hacer de árbol recto, y a ella cogerme de las caderas para levantarme. En esa posición, y mientras se sos­tenía sobre sus columnas separadas, fue presa de horror al ver sus senos salpicados por mi alma destilada en gotas de sangre.

-¿Q ue veo? -exclam ó dejándome caer y cayendo ella tam­bién conmigo.

Se dejó oír entonces el carillón.La reanimé alentándola a reírse.-N o temas, ángel mío -le dije-, es la yema del último huevo,

que a menudo es roja.Yo mismo lavé sus bellos senos, que hasta ese momento

nunca había manchado sangre humana. Ella tenía mucho miedo de haberse tragado algunas gotas; pero no me costó mucho con­vencerla de que, aunque así fuera, no había daño alguno. Se vis­tió de monja y se marchó después de haberme conminado a dormir allí y a decirle por escrito cómo me encontraba antes de volver a Venecia. Por su parte, me prometió hacer otro tanto al día siguiente. La portera tendría la carta. Obedecí. N o se mar­chó hasta media hora después, que seguramente pasó con su amigo.

Dormí hasta la noche y, nada más despertarme, le escribí que me encontraba bien. Fui a Venecia, donde, para cumplir mi pro­mesa, busqué al mismo pintor que había hecho mi retrato para C . C . Lo encargué un poco mayor que el primero, porque M. M.lo quería para llevarlo como medallón, cubierto por alguna ima­gen sagrada a fin de ocultarlo a todo el mundo y poseer ella sola el resorte hecho para desenmascararlo. Fue tarea del artesano hacer un mecanismo-de resorte distinto del primero. Ese mismo pintor me hizo una Anunciación con el ángel Gabriel moreno y la Virgen rubia tendiendo sus brazos abiertos ante el divino mensajero. El famoso pintor Mengs siguió esta misma idea en la Anunciación*6 que pintó en Madrid doce años después.

26. Mcngs pintó su Anundación en la Capilla Real de Madrid en 1768.

904

C A P Í T U L O V

KEGALO MI RETRATO A M. M. PRESENTE QUE ME HACE ELLA.

VOY A LA ÓPERA CON ELLA. JU E G A Y ME OBLIGA

A G A N A R EL DINERO PERDIDO.

CO N VERSA CIÓ N FILOSÓFICA CON M. M.

CARTA DE C . C . LO SABE TODO.

BAILE EN EL MONASTERIO; MIS PROEZAS COMO PIERROT.

C. C . VIENE AL CASINO EN LU GAR DE M. M.

NOCHE ESTÚPIDA QUE PASO CON ELLA

1 754Fl segundo día del año, antes de acudir al casino, fui a casa de

I aura a fin de darle una carta para C . C . y recibir otra que me hizo reír. M. M. había iniciado a esa muchacha en los misterios ilc Safo,' pero también en la alta metafísica. Se había vuelto des­uelda. Me escribía que, como no quería dar cuenta de sus asun- tos al confesor ni decirle mentiras, ya no le decía nada. «El confesor me ha dicho», me escribía, «que no le confieso nada porque tal vez no examino bien mi conciencia, y le he respon­dido que no tenía nada que decirle, pero que, si lo deseaba, co­metería algún pecado expresamente para poder contarle algo.»

Ésta es la copia de la carta de M. M. que encontré en el casino:

«Te escribo en la cama, querido morenito, porque tengo la impresión de estar derrengada; pero ya se me pasará, porque como y duermo bien. Lo que ha puesto bálsamo en mi sangre ha sido la carta en que me asegurabas que la efusión de la tuya no liene ninguna consecuencia. Lo comprobaré el día de Reyes en Venecia. Escríbeme si puedo contar con ello. Deseo ir a la ópera, le prohíbo para siempre la ensalada de yemas de huevo. En el

1. La poeta más célebre de la Antigüedad, Safo (ca. 630-580 a.C.), nació en la isla de Mileto y vivió en Mitilcne. De los nueve libros que escribió, sólo se han conservado un puñado de fragmentos. La inspira­ción de sus poemas está estrechamente ligada al ambiente lésbico de jó ­venes poetas, músicas y artistas entre las que vivía, y hacia las que su poesía expresa, con todos los matices del amor, la intensidad de su pa­sión en versos cincelados en lengua griega con hábil armonía.

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futuro, cuando vayas al casino debes preguntar si hay alguien, y si la respuesta es afirmativa deberás irte; mi amigo hará lo mismo; así nunca os encontraréis; pero esta situación no durará mucho, porque te ama hasta la locura y se empeña en que lo co­nozcas. Dice que no creía que hubiera un hombre tan fuerte como tú, aunque pretende que, haciendo el amor de esa manera, desafías a la muerte, pues asegura que la sangre que echaste debió de salir del cerebro. Pues ¡qué dirá cuando sepa que no te importa! Seguro que te ríes de lo siguiente: quiere comer ensa ladas de claras de huevo, y yo debo pedirte que me des un poco de tu vinagre de los cuatro ladrones; dice que sabe que existe, pero no lo hay en Venecia. Me ha dicho que pasó una noche dulce y cruel, y también ha manifestado temores sobre mí, por que mis esfuerzos le parecen superiores a la delicadeza de mi sexo. Es posible; pero, en cualquier caso, estoy encantada de ha berme excedido y haber hecho una experiencia tan bella de mi fuerza. Te amo hasta la adoración; beso el aire, creyendo que estás en él; y no veo la hora en que pueda besar tu retrato. Es­pero que también tú aprecies el mío. Me parece que hemos na­cido el uno para el otro, y me maldigo cuando pienso que yo misma puse obstáculos a nuestra unión. La llave que ves es la de mi escritorio. Ábrelo y coge lo que veas dirigido: A mi ángel. Es un pequeño regalo que mi amigo ha querido que te haga a cam­bio del gorro de dormir que me regalaste. Adiós».

La llavecita que encontré en la carta era de un cofrecito que estaba en el tocador. Impaciente por ver la naturaleza del regalo que su amigo le había inducido a hacerme, voy en busca del co­frecito y abro el paquete. Encuentro una carta y un estuche de galucha.2 Ésta es la carta:

«Lo que te hará apreciar este regalo, tierno amigo, es mi re trato; nuestro amigo, que tiene dos, se priva con placer de éste pensando que va a parar a tus manos. En esta caja encontrarás dos retratos míos apretando dos resortes distintos. Me verás de monja quitando el fondo de la tabaquera a lo largo, y presio nando en el ángulo verás abrirse una tapa de bisagra donde apa

i . Piel de raya, de escualo, etcétera, curtida, empleada en estuchería. Debe su nombre al apellido del inventor de su fabricación, Galuchat.

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u zeo tal como tú me has puesto. Es imposible, mi dulce amigo, ipie una mujer te haya amado como yo te amo. Nuestro amigo set mida mi pasión. N o puedo decidir si soy más feliz como .imiga que como amante, pues no puedo imaginar nada que esté pin encima de lo uno ni de lo otro».

I n el estuche encontré una tabaquera de oro que ya había nulo utilizada; lo demostraban algunos restos de tabaco de Es- ptina. Siguiendo las instrucciones, la encontré en el fondo, ves­tida de monja, de pie y de medio perfil. Una vez levantado el doble fondo, aparecía totalmente desnuda, echada sobre un col- 1 lion de raso negro en la misma postura de la Magdalena del Co- ireggio.* Sentada sobre sus hábitos de monja contemplaba un amor que tenía el carcaj a sus pies. Era un regalo del que no me sentía digno. Le escribí una carta en la que debió de encontrar la verdadera descripción de los sentimientos de la mayor gratitud. I n unos pequeños cajones del cofrecito vi todos sus diamantesV cuatro bolsas llenas de ccquíes. Admirando su noble proce­der, volví a cerrar el escriño y regresé a Venecia feliz, si hubiera sabido y podido sustrarme al imperio de la fortuna dejando de pigar.

El orfebre me entregó el medallón de la Anunciación, hecho para ser llevado al cuello colgando sobre el pecho, como yo de­seaba. Un eslabón con un agujerito por donde debía pasar el cor­dón que lo uniría al cuello contenía el resorte. Si se tiraba de él ion fuerza, saltaba la Anunciación, dejando al descubierto mi retrato. Uní al medallón seis varas de cadena de oro de malla deI spaña, y de este modo mi regalo resultaba mucho más noble. Me lo guardé en el bolsillo, y la noche del día de Reyes fui a si­marme bajo la bella estatua que la agradecida República había elevado en honor de su héroe Colleoni después de haberlo hecho envenenar,4 si no miente la historia secreta. Sit divus,

3. Antonio Allegri, II Correggio (1494-1534), pintó su Magdalena cutre M i 8 y 1522; Casanova pudo ver en Dresde ese cuadro que llegó .1 la ciudad alemana desde Módena en 1746; para algunos, el cuadro sería una copia de un original del pintor.

4. En la historia de la República no se han encontrado datos con- i retos sobre esta hipótesis, que el propio Casanova refuta en su Con- futazione (1769).

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modo non v iva s ' es una sentencia del monarca ilustrado que du­rará mientras existan reyes.

A las dos en punto6 vi a M. M. salir de la góndola vestida de mujer y muy bien enmascarada. Fuimos a la ópera a San Sa- muele, y cuando terminó el segundo ballet nos marchamos al Ridotto, donde ella se divirtió mucho observando a todas las damas patricias, las únicas que en virtud de su rango tienen el privilegio de poder sentarse con la cara descubierta.7 Después de dar un paseo de media hora fuimos al salón donde los nota­bles tenían banca. Ella se detuvo ante la del señor Momolo* Mo- cenigo, que en esa época era el más atractivo de todos los jóvenes jugadores patricios. Com o nadie punteaba, estaba indolente­mente sentado ante dos mil cequíes, con la cabeza inclinada hacia el oído de una dama enmascarada sentada a su lado: la se­ñora Marina Pisani,9 cuyo adorador era.

Cuando M. M. me pregunta si quiero jugar, le respondo que no, y entonces me propone formar sociedad a medias; y sin es­perar mi respuesta, saca una bolsa y pone sobre una carta un car­tucho de monedas. El banquero, moviendo únicamente las manos, baraja y luego corta, y M. M. gana con su carta y dobla al pároli. El banquero paga, luego abre un nuevo paquete de car­tas y se pone a hablar al oído de su vecina mostrando indiferen­cia a los cuatrocientos cequíes que M. M. ya había apostado a la misma carta. El banquero seguía hablando, y M. M. me dijo en buen francés: «Nuestro juego no es bastante fuerte para intere­sar al caballero; vámonos». Y diciendo esto, retira su carta y se aleja. Y yo recojo el oro sin responder al caballero, que me dice:

-Vuestra máscara es demasiado intolerante.Alcanzo a mi bella jugadora, que ya estaba rodeada de gente.Se detiene ante la banca del señor Pietro Marcello, también

{ . «¡Q ue sea un dios con tal de que este muerto!», frase atribuida al emperador Caracalla (188 -2 17) tras el asesinato de su hermano Gcta.

6. Dos horas y media después de la puesta del sol.7. Por lo tanto, según Gugitz, M. M. no era noble.8. Dim inutivo de G irolam o; se trata de Alvise G irolam o Moce-

nigo, nacido en 17 2 1 , cuya hermana Isabel se casó en 174 1 con Bastían Venier.

9. Marina Pisani era asidua de las mesas de juego.

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|ovcn y encantador, que tenía a su lado a la señora Venier, her- im.nía del señor Momolo. Juega mi amiga y pierde cinco cartu- . Iims seguidos. Com o se había quedado sin dinero, coge de mi bolso, donde yo tenía los cuatrocientos cequíes, el oro a puña­dos, y en cuatro o cinco manos reduce a la banca a la agonía. Abandona, y el noble banquero la felicita por su suerte. Tras liahcr recogido todo aquel oro, le doy mi brazo y bajamos para11 .1 cenar. Dándome cuenta de que varios curiosos nos seguían, lomé una góndola de alquiler y me hice desembarcar donde i|inse. Así es como se libra uno en Venecia de todos los curiosos.

I ras una buena cena, vacié mis bolsillos, y me encontré due­ño de casi cinco mil cequíes. Ella me pidió que metiera los suyos t n cartuchos, para guardarlos mejor en su cofrecito, y conser­vase yo la llave. Finalmente, cuando me reprochó que no me había dado prisa para complacerla, le di por sorpresa el medallón mu mi retrato. Después de haberse dejado los dedos en descu­brir el resorte, le divirtió muchísimo cuando se lo enseñé; me

encontró muy parecido.Pensando que sólo teníamos tres horas por delante, le pedí

que se desnudase.-Sí, pero sé prudente -m e dijo-, porque mi amigo pretende

que podrías sufrir un ataque fulminante.-¿Y por qué te crees exenta de ese peligro cuando tus orgas­

mos son más frecuentes que los míos?-E n su opinión, el licor que nosotras las mujeres destilamos

no puede salir del cerebro, dado que la matriz no tiene ninguna correspondencia con la sede de la inteligencia. De donde se sigue, a su parecer, que un niño no es hijo de la madre en lo que respecta al cerebro, que es la sede de la razón; sino del padre, y me parece acertado. En este supuesto, las mujeres sólo tienen, alo sumo, la razón que necesitan, y no les queda para dar una

dosis al feto.-Tu amigo sabe mucho. De acuerdo con ese razonamiento,

habría que perdonar a las mujeres todas las locuras que hacen por amor, y ninguna al hombre. Por eso, si te dejase embara­

zada, me desesperaría.-L o sabré dentro de algunas semanas, y, si me quedo emba­

razada, tanto mejor. Ya he tomado mi decisión.

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- ¿ Y cuál es?-C on fiar plenamente en mi amigo y en ti. Estoy segura de

que ninguno de los dos me dejará dar a luz en el convento.-Sería un acontecimiento fatal que decidiría nuestro destino.

Me vería obligado a raptarte e i r á Inglaterra a casarme contigo.-M i amigo cree que se podría corromper a un médico para

que me atribuyese una enfermedad de su invención y me rece­tase una cura de aguas en un balneario, cosa que el obispo per­mitiría sin duda. Me curaría en las aguas y luego volvería aquí; pero preferiría unir nuestros destinos hasta la muerte. ¿Podrías vivir en otra parte tan a gusto como vives aquí?

- ¡A h , no! Pero ¿podría sentirme desgraciado estando con­tigo? Ya hablaremos de eso cuando llegue el momento. Vamos a la cama.

—Vamos. Si tengo un hijo, mi amigo quiere ocuparse de él en calidad de padre.

-¿Podrá creer que lo es?-L o s dos podréis preciaros de serlo; pero algún parecido me

revelará la verdad.-C laro ; por ejemplo, si con el tiempo escribe bonitos versos,

podrás darte cuenta de que es suyo.-¿Q uién te ha dicho que sabe escribir versos?-Adm ite que fue él quien escribió los seis que me diste como

respuesta a los míos.-N o puedo admitirlo. Buenos o malos, son míos, y te lo de­

mostraré ahora mismo.-N o hace falta. Vámonos ahora mismo a la cama, si no el

amor retará en duelo a Apolo.-D e acuerdo; pero coge este lápiz y escribe. Ahora yo soy

Apolo.Y entonces me dictó estos cuatro versos:

Je ne me battrai pas. Je te cede la place.Si Venus est ma sceur, commune est notre race.Je sais fa ire des vers. Un moment de perduN e pourra pas déplaire a l ’amour convaincu. 10

10. «N o quiero batirme, y te cedo la plaza. / Si Venus es mi her-

910

Le pedí entonces perdón de rodillas, reconociéndola también 101110 experta en mitología; pero ¿cómo podía suponer yo tanto talento en una veneciana de veintidós años y educada en un con­vento? Me dijo que su único afán insaciable era convencerme de que merecía mi corazón, y me preguntó si la tenía por prudente en el juego.

Com o para hacer temblar al banquero.No siempre juego sumas tan fuertes; pero como iba a me­

dias contigo he desafiado a la fortuna; ¿por qué no has jugado lú?

Porque como la última semana del año perdí cuatro mil ce- quíes, me he quedado sin dinero; pero mañana jugaré y me será lavorable la fortuna. Mientras, mira este librito que he cogido de tu tocador. Son las posturas de Pietro Aretino. En estas tres horas quiero probar algunas.

-Esa idea es digna de ti; pero las hay imposibles, e incluso insulsas.

-C ierto, pero cuatro son muy interesantes.Ln esas tareas empleamos las tres horas, hasta que el carillón

de la péndola nos hizo poner punto final a la fiesta. Después de acompañarla a su góndola me fui a la cama; pero no pude dor­mir. Me levanté para ir a pagar mis deudas más escandalosas. Uno de los mayores placeres que puede procurarse un derro- 1 hador es el de pagar ciertas deudas. El oro que para mí me había ganado M. M. me trajo suerte toda la noche, y llegué a finales del carnaval ganando todos los días.

Tres días después de R eyes," al ir al casino de Murano para guardar en el escriño de M. M. diez o doce cartuchos, encontré en manos de la portera una de sus cartas. Acababa de recibir una de C . C . de manos de Laura. Después de darme nuevas de su salud tan buenas como yo podía desear, M. M. me rogaba pre­guntar al mismo orfebre que había montado su medallón si por casualidad había montado una sortija con una santa Catalina también destinada a ocultar un retrato; deseaba saber dónde es-

nuna, / somos de la misma raza. / Sé hacer versos. Un instante perdido / no podrá agraviar al Am or complacido.»

1 1 . El 9 de enero de 1754 era miércoles, día de la semana en que I aura entregaba las cartas.

taba el resorte. Me decía que la sortija pertenecía a una pensio­nista a la que apreciaba, que era muy ingenua y que ignoraba que hubiese un resorte para abrirlo. Le respondí que la obede­cería en todo. Pero he aquí la carta de C . C ., muy divertida en relación con el aprieto en que me ponía. La carta de C . C . era muy reciente; la de M. M. había sido escrita dos días antes.

«¡Ay, qué contenta estoy! Amas a mi querida amiga, la madre M. M. Tiene un medallón tan grueso como mi sortija. Sólo tú puedes habérselo regalado; debe contener tu retrato. Estoy se­gura de que el pintor que ha hecho su Anunciación es el mismo que pintó a mi patrona; y el orfebre también debe de ser el mismo. Estoy totalmente segura de que has sido tú quien se lo ha regalado. Aunque satisfecha por saberlo todo, no he querido correr el riesgo de apenarla haciéndole saber que conozco su se­creto. Pero mi querida amiga, más sincera o más curiosa, no ha actuado así. Me dice que está segura de que mi santa Catalina sirve de tapa a un retrato, que debe de ser el de la persona que me la ha regalado. Le he contestado que era verdad que mi amante me había regalado la sortija, pero que no sabía que pu­diera contener su retrato. Me replicó que, si era así, y no me des­agradaba, trataría de descubrir el resorte, y que, después, también me revelaría el suyo. Segura de que no encontraría el resorte le dejé mi sortija diciéndole que me agradaría mucho ese descubrimiento. En ese preciso instante la madre, mi tía, me manda llamar, y le dejo la sortija a M. M., que me la devuelve por la tarde diciéndome que no había conseguido descubrir nada; pero que seguía estando segura de que en la sortija había un retrato. Está convencidísima, pero te aseguro que en este punto no me encontrará complaciente; porque, si te viese, lo adi­vinaría todo, y entonces me vería obligada a decirle quién eres. Lamento verme obligada a tener con ella esta reserva, pero no me molesta ni que te ame ni que la ames, y me das tanta lástima por la cruel situación en que te ves, obligado a hacer el amor a través de una reja, que con mucho gusto te cedería mi sitio. En un instante haría felices a dos personas. Adiós.»

Le respondí que lo había adivinado, que en el medallón de M. M. estaba mi retrato, pero siempre recomendándola que me guardara el secreto y asegurándole que la inclinación que había

sentido por su querida amiga no perjudicaba en nada la fidelidad ile mi pasión por ella. A sí urdía yo mentiras para mantener viva tina intriga amorosa que veía encaminarse de modo inevitable hacia su desenlace debido precisamente a la intimidad de ambas

mujeres.Supe por Laura que, determinado día, darían un baile en el

locutorio grande, y decidí ir enmascarado de manera que mis buenas amigas no pudieran reconocerme. Estaba seguro de ver­las. En Venecia, durante el carnaval12 se permite a los conventos de monjas procurarse ese inocente placer. El baile se celebra en el locutorio y ellas permanecen en el interior, espectadoras de la hermosa fiesta detrás de sus amplias rejas. Al final del día con­cluye la fiesta, todo el mundo se va y ellas se retiran muy con­tentas de haber estado presentes en ese placer de seglares. El baile se daba el mismo día que M. M. me había invitado a cenar en su casino-, pero esto no impedía que fuera enmascarado al lo­cutorio, donde también vería a mi querida C . C .

Para estar seguro de que mis dos amigas no me reconocerían, decidí enmascararme de Pierrot.1* N o hay mejor máscara para disfrazar a alguien si uno no es jorobado ni cojo. El amplio traje de Picrrot, sus largas mangas anchísimas, sus grandes calzo­nes que le llegan hasta el talón, ocultan todo lo que puede re­sultar característico de su figura y vuelve imposible, incluso para quien lo conozca íntimamente, que pueda ser reconocido. Un gorro que cubre toda la cabeza, las orejas y el cuello esconde, no sólo sus cabellos, sino también el color de la piel, y una gasa delante de los ojos de su máscara impide que se vea si son negros

o azules.Así pues, después de comer unos bocados, me enmascaro de

l’ierrot y, burlándome del frío, porque, como todo el traje es de tela blanca, no se puede llevar nada debajo, subo a una gón­dola, me apeo en una parada y tomo otra góndola que me lleva a Murano. Iba sin capa. En los bolsillos de mis calzones sólo lle­vaba un pañuelo, las llaves del casino y la bolsa.

12. Los locutorios de los conventos eran a menudo sedes de reu­nión de grandes fiestas.

i }. Personaje salido del Pagliaccio de la commedia dcll’arte, que en­carna al patán rústico; va vestido de blanco y con la cara enharinada.

9*3

Bajo al locutorio, que estaba lleno; pero todo el mundo hace sitio a mi extraordinaria máscara, que en Venecia no conocía nadie. Avanzo andando como un mentecato, pues eso exige el carácter de la máscara, y me acerco al círculo donde se bailaba. Veo polichinelas, scaramouches, pantalones y arlequines. Veo en las rejas a todas las monjas y a todas las pensionistas, unas sen­tadas, otras de pie, y, sin detener la vista en ninguna, veo sin embargo a M. M. y en el otro lado a la tierna C . C ., de pie, dis­frutando del espectáculo. Rodeo el círculo como si estuviera bo­rracho, mirando de la cabeza a los pies a todos, pero siendo mucho más mirado y examinado. Todo el mundo me estudiaba.

Me detengo ante una preciosa arlequina, tomándole grose­ramente la mano para invitarla a bailar un minué conmigo. Todos se echan a reír y nos hacen sitio. La arlequina baila de ma­ravilla de acuerdo con el carácter de su máscara, y yo, de acuerdo con el mío, divertí muchísimo a los presentes fingiendo conti­nuamente caerme pero manteniendo siempre el equilibrio. Una vez pasado el miedo general, todos se reían.

Después del minué bailé doce /urianas14 con extraordinario vigor. Sin aliento, me tumbé fingiendo que dormía; y cuando me oyeron roncar todo el mundo respetó el sueño de Pierrot. Se bailó una contradanza que duró una hora y en la que no me pa­reció apropiado participar. Pero, al acabar la contradanza, un ar lequín se me acerca para, con la impertinencia permitida a su carácter, sacudirme con su bastón. Ésa es el arma de Arlequín. Com o, en calidad de Pierrot, no voy provisto de ningún arma,lo agarro por la cintura y lo llevo por todo el locutorio co rriendo mientras él sigue golpéandome con el bastón en el tra­sero. Su arlequina, que era la encantadora mujer que había bailado conmigo, acude en ayuda de su amigo y me golpea tam­bién con su bastón. Dejo entonces al arlequín en el suelo, le arranco el palo, me echo la arlequina a la espalda golpeándola en el trasero y corriendo a más no poder por el locutorio en medio de las risotadas de todos y de los gritos de miedo de la pe queña, que temía enseñar los muslos o los calzones si me caía. Pero un polichinela impertinente desconcertó todo este c o m í

14. Véase nota 46, pág. 361.

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bate cómico. Vino por detrás y me puso una zancadilla tan in­esperada que a punto estuve de caerme. Todo el mundo lo abu-1 heó. Me levanto enseguida y, muy enfadado, entablo con aquel insolente un combate en toda regla. Era tan alto como yo, pero torpe, y, como sólo sabía servirse de su fuerza, le hice morder el polvo y lo maniaté tan bien que su traje se desabrochó y él per­dió la joroba de la espalda y el vientre postizo. Entre los aplau­sos y las carcajadas de todas las monjas, que quizá no habían go/ado nunca de un espectáculo parecido, aproveché el mo­mento, hendí la multitud y escapé.

Bañado en sudor, tomé una góndola, me encerré en ella y me luce llevar al Ridotto para no enfriarme. Caía la noche, no debía llegar al casino de Murano hasta las dos, y estaba impaciente por ver la sorpresa de M. M. cuando viese delante de ella a Pierrot. I’asé esas dos horas jugando en todas las bancas pequeñas, co­tí iendo de una a otra, ganando, perdiendo y haciendo locuras ion absoluta libertad de cuerpo y alma, seguro de que nadie po­dría reconocerme, gozando del presente y despreciando el fu­turo y a todos aquellos que se entretienen ocupando su razón> on el triste trabajo de preverlo.

Pero las dos suenan por fin advirtiéndome de que el amor y una delicada cena me esperan para proporcionarme nuevos goces. Con mis bolsillos llenos de monedas de oro salgo del R i­dotto, vuelo a Murano, voy al casino, entro en la habitación donde creo ver a M. M. de pie, vestida de monja y de espaldas a l.t chimenea. Me acerco de puntillas para leer en su rostro la sor­presa, y me quedo petrificado. A quien veo no es a M. M., sino .1 C. C ., vestida de monja, que, más sorprendida que yo, no dice nada ni se mueve. Me desplomo en un sillón para ganar tiempo, lecobrarmc de mi asombro y recuperar mis facultades intelec­tuales.

Cuando vi a C . C . me sentí como fulminado por el rayo. Mi ánimo, inmóvil como mi cuerpo, estaba perdido en un laberinto inextricable.

Es M. M., me decía yo, la que me juega esta mala pasada; pero ¿cómo ha llegado a saber que yo era el amante de C . C .? Quizás ésta haya traicionado mi secreto. Pero, si me ha traicio­nado, ¿con qué cara se atreve a presentarse ante mi vista? Si M.

9 i 5

M. me ama, ¿cómo ha podido privarse del placer de verme y en­viarme a su rival? N o puede ser una señal de complacencia, pues no se puede ser complaciente hasta ese punto. Es un signo de desprecio mordaz y ofensivo.

Mi amor propio no dejó de aducir fuertes razones para refu­tar la posibilidad de ese desprecio; fue inútil. Absorto en un te­nebroso descontento, me sentí sucesivamente burlado, enga­ñado, atrapado y despreciado.

Así, sombrío y taciturno, pasé media hora con los ojos cla­vados en la figura de C . C ., que también me miraba sin decir pa­labra, más azorada y sobrecogida que yo, pues a lo sumo sólo podía reconocerme por la misma máscara que tantas locuras había cometido en el locutorio.

Enamorado de M. M., yo sólo había ¡do allí por ella, y no me encontraba en la cómoda situación de decidirme, como hombre considerado inteligente, a aceptar el cambio, aunque estuviera muy lejos de despreciar a C . C ., cuyos méritos eran tan grandes por lo menos como los de M. M. La amaba, la adoraba, pero en ese momento no era ella a la que debía poseer: aquello era un enérgico desmentido al amor que indignaba a mi razón. Me pa recía que, si decidía homenajear a C . C ., me volvería desprecia ble, y que el honor me prohibía prestarme a aquella intriga; y, además, estaba encantado de encontrarme en condiciones de poder reprochar a M. M. una indiferencia ajena al amor, y de obrar de tal forma que nunca pudiera pensar que me había complacido. Añádase a esto que me sentía tentado a creer que M. M. estaba en el gabinete, y que su amigo la acompañaba.

De cualquier modo, debía tomar una decisión, pues no podía pensar en pasar toda la noche enmascarado de aquella manera y siempre en silencio. Pensé en tomar la de irme, sobre todo por­que ni M. M. ni C . C . podían estar seguras de que el Pierrot era yo; pero rechacé horrorizado la idea pensando en la profunda humillación que sentiría la hermosa alma de C . C . cuando lle­gara a enterarse de que yo era el Pierrot. Con gran dolor se me pasó por la cabeza que, en ese mismo momento, ya lo sospe chaba. Yo era su marido, era el que la había seducido. Estas re flexiones me desgarraban el alma.

De pronto creo adivinar que, si M. M. está en el gabinete se

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i reto, se presentaría cuando juzgara oportuno el momento. Con «•sta idea, decido quedarme; suelto el pañuelo que envolvía miI abeza con la máscara blanca de Pierrot y saco de su inquietud ,1 la encantadora C . C . mostrándole mi cara.

Sólo podías ser tú -m e d ijo-; pero por fin respiro. Has pa- K-cido sorprendido al verme. ¿N o sabías acaso que me encon-II arias aquí?

- No, no sabía nada.Si te molesta, me sentiré desesperada; pero soy inocente.Ven a a mis brazos, adorable amiga. ¿Cóm o puedes creer

<|uc me moleste verte? Sigues siendo mi mejor mitad; pero te ruego que saques a mi alma del cruel laberinto en que me pierdo, pues no podrías estar aquí sin haber traicionado nuestro secreto.

-¿Yo? Nunca podría, aunque me costara la vida.-Entonces, ¿cómo estás aquí? ¿Cóm o se las ha arreglado tu

buena amiga para descubrir todo? Nadie en el mundo puede ha- berle dicho que yo soy tu esposo. Quizá Laura...

Laura es fiel. N o consigo adivinarlo, mi querido amigo.-Pero, entonces, ¿cómo te has dejado persuadir para inter­

pretar esta mascarada, para venir aquí? Sales del convento, ¿y nunca me has confiado ese importante secreto?

-¿Puedes creer que no te habría informado de algo tan im­portante si hubiera salido una sola vez? H oy ha sido la primera, luce dos horas; y no hay nada tan sencillo ni tan natural como el motivo que me ha impulsado a dar este paso.

-Cuéntamelo, querida; me muero de curiosidad.• Me agrada tu curiosidad y voy a contártelo todo. Ya sabes

lo mucho que M. M. y yo nos queremos; nuestra amistad no puede ser más tierna, y debes estar seguro de ello por todo lo que te he escrito. Así pues, hace dos días M. M. rogó a la abadesa v tía mía que me dejara dormir en su celda en lugar de la her­mana lega, que, con un fuerte resfriado, se ha ido a toser a la en- lermería. Le dieron permiso, y no puedes figurarte el placer que sentimos al vernos dueñas por primera vez de dormir juntas enl.i misma cama.

-Hoy, nada más salir tú del locutorio donde tanto nos has hecho reír, y donde, desde luego, ni M. M. ni yo habríamos po­dido figurarnos nunca que fueras tú, ella se fue. La seguí, y, en

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cuanto estuvimos a solas, me dijo que necesitaba que le hiciera un favor del que dependía su dicha. Le respondí que no tenía más que decírmelo. Abrió entonces un cajón y, con gran asom­bro mío, me vistió como me ves. Ella se reía, y yo también aun que sin saber cómo terminaría la broma. Cuando me vio com pletamente vestida me dijo que iba a confiarme sin temor alguno un importantísimo secreto. “ Has de saber, querida amiga” , me dijo, “ que esta noche iba a salir del convento para no volver hasta mañana por la mañana. Pero ahora he decidido que no seré yo quien salga, sino tú. N o tienes nada que temer ni necesita!» instrucciones, porque estoy segura de que en tu situación te las arreglarás muy bien. Dentro de una hora vendrá una hermana lega, yo le diré algo aparte, y luego ella te dirá que la sigas. Sal­drás entonces con ella por la puerta pequeña y cruzarás el jardín hasta la estancia que da al pequeño embarcadero. A llí subirás a una góndola donde debes decir al gondolero una sola cosa: ‘Al casino’ . Llegarás en cinco minutos, te bajarás y entrarás en un pequeño piso donde encontrarás encendido el fuego. Estarás completamente sola, y esperarás.” “ ¿A quién?” , le dije. “ A na die. N o necesitas saber más. N o te ocurrirá nada que pueda dis­gustarte. Confía en mí. En ese casino podrás cenar, y, si quieres, también dormir, pues no te molestará nadie. Te ruego que no me hagas preguntas, porque no puedo decirte más.”

»Dime, querido mío, qué podía hacer yo tras estas palabras y después de haberle dado palabra de hacer cuanto ella quisiera. N o debía mostrar una vil desconfianza. Me eché a reír, porque sólo podía esperar algo muy agradable; por eso, cuando llegó la lega, la seguí, y aquí me tienes. Después de pasar tres cuartos de hora en medio del mayor aburrimiento, he visto a Pierrot.

»Puedo asegurarte por mi honor que en el instante mismo en que te he visto aparecer el corazón me ha dicho que eras tú; pero, cuando un momento después te he visto retroceder nada más mirarme de cerca, he comprendido claramente que te has sentido cogido en una trampa. Te has sentado ahí guardando un silencio tan taciturno que me habría parecido cometer una falta si era la primera en romperlo, sobre todo porque, a pesar de lo que el corazón me decía, tenía motivos para temer equivocarme. Bajo la máscara de Pierrot podía esconderse algún otro, pero,

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desde luego, nadie que pudiera serme más querido, ya que desde Itacc ocho meses1' me veo privada a la fuerza del placer de be­sarte. Ya que ahora debes estar seguro de mi inocencia, permite que me alegre de que conozcas este casino. Eres feliz, y lo cele- bu». M. M. es la única, después de mí, digna de tu cariño, la única ton quien puedo alegrarme de compartirlo. Te compadecía; ya 110 te compadezco, y tu dicha me hace feliz. Abrázame.

I labría sido un ingrato y un bárbaro si entonces no hubiera 1 mechado contra mi pecho, y con las demostraciones no fingi­das del más sincero amor, a aquel ángel de bondad y de belleza que sólo por amistad se encontraba allí. Pero, después de ha- liei la convencido de que la consideraba totalmente inocente, no dejé de hablarle de amor y de hacer muchas suposiciones, razo­nables e irracionales, del inaudito paso dado por M. M., que me parecía muy equívoco y muy poco susceptible de una interpre­tación favorable. Le dije sin ambages que, dejando a un lado el placer que me producía verla, era evidente que su amiga me había jugado una mala pasada, que no podía gustarme: percibía huí toda claridad cuánto tenía de ofensivo

-A mí no me lo parece -m e respondió C . C .- . Mi querida amiga debe de haber conseguido saber, no sé cómo, que eras mi amante antes de que la hubieras conocido. Ha podido pensar que todavía me quieres, y ha creído darnos, pues conozco bien hu alma, una prueba solemne de una amistad perfecta, procu- t.indonos, sin prevenirnos, toda la felicidad que dos enamora­dos pueden desear. N o puedo guardarle rencor por esto.

-Tienes razón, querida, pero tu situación es muy distinta de la mía: tú no tienes otro amante, y, como no puedo vivir con­tigo, no he conseguido defenderme de los encantos de M. M. I stoy perdidamente enamorado, ella lo sabe, y, como es muy inteligente, sólo ha podido hacer lo que ha hecho para darme una señal de desprecio, a la que te confieso que soy sumamente sensible. Si me amase como yo la amo, nunca habría podido ha­cerme la desoladora descortesía de mandarte aquí en su lugar.

-N o comparto tu opinión. La nobleza de su alma sólo puede

1 {. C. C. fue encerrada en el convento, según Casanova, hacia el 11 tic junio; ahora estamos a finales de enero o principios de febrero.

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/

igualarse a la generosidad de su corazón, y, del mismo modo que no me molesta saber que la amas y que ella te ama, y que sabéis haceros felices como la apariencia me demuestra, a ella tampoco le molesta saber que nosotros nos queremos: al contrario, le en­canta poder demostrarnos que lo celebra. Quiere que compren das que te ama por ti mismo, que tus placeres son los suyos y que no tiene celos de mí, que soy su más querida amiga. Para convencerte de que no debe disgustarte que haya descubierto nuestro secreto, haciéndome venir aquí te declara que le alegra que dividas tu corazón entre ella y yo. Sabes de sobra que me quiere, y a menudo soy su mujercita o su maridito; y así como a ti no te parece mal que yo sea tu rival, y que, en la medida delo posible, la haga feliz con frecuencia, tampoco quiere que pue das figurarte que su amor se parece al odio, pues así es el amor de un corazón celoso.

-Defiendes divinamente la causa de tu amiga, querida esposa mía, pero no ves las cosas bajo su verdadera luz. Eres inteligente, tu alma es pura, pero careces de mi experiencia. M. M. sólo me quiere por capricho, pues sabe perfectamente que no soy tan es tupido como para dejarme engañar sobre el gesto que ha hecho. Me siento desgraciado, y todo por culpa de ella.

-Entonces también yo tendré motivos para quejarme de ella: me ha hecho ver que es la amante de mi amante, y que, despucs de haberse apoderado de él, no le importa devolvérmelo. Me de­muestra, además, que desprecia el cariño que siento por ella ofreciéndome la ocasión de dar muestras de él a otra persona.

- ¡O h !, ahora tu razonamiento desbarra. La situación entre vosotras es de una índole totalmente distinta. Vuestros amores no son más que un juego de la ilusión de los sentidos. Los pla­ceres que juntas gozáis no son exclusivos. Sólo podría haceros sentir celos una de otra un amor semejante con otra mujer; pero a M. M. no podría molestarle que tuvieras un amante, de la misma forma que a ti no podría molestarte que ella lo tuviera, con tal de que ese amante no fuera el de la otra.

-E so es precisamente lo que a nosotras nos ocurre, y te equi vocas: no nos molesta en absoluto que nos ames a los dos. ¿No te escribí que me alegraría poder cederte mi sitio? ¿Crees en tonces que también yo te desprecio?

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I I deseo que de cederme tu sitio tenías, querida amiga, 1 tiando no sabías que yo era feliz, venía de que tu amor se había..... vertido en amistad; pero tengo razón cuando me molesta que• *<• sentimiento pueda ser el mismo de M. M., porque ahora la ¡uno y estoy seguro de que nunca podré casarme con ella. ¿Lo..... iprendes, ángel mío? Si estoy seguro de que has de ser mimujer, también lo estoy de nuestro amor, que tendrá todo el 1 icmpo del mundo para renacer; el de M. M., en cambio, no vol­ví i.i nunca. ¿N o es humillante para mí no haber podido ni haber •ahido volverme despreciable? En cuanto a ti, debes adorarla, le ha iniciado en todos sus misterios; le debes una gratitud y una amistad eternas.

f.stos fueron, en sustancia, nuestros razonamientos, que du- 1 non hasta la medianoche, momento en el que la prudente por­tel .1 nos trajo una excelente cena. Yo no pude comer nada, pero ( C. mostró buen apetito. A pesar de mi pena no pude dejar de 1 oírme al ver una ensalada de yemas de huevo. Ella me dijo que linda bien en reírme, puesto que habían separado las yemas, que eran lo mejor. Me alegraba ver que estaba más hermosa, pero un sentía el menor deseo de decírselo. Siempre he pensado que mi hay ningún mérito en ser fiel a una criatura a la que se ama.

Dos horas antes de que amaneciera volvimos a sentarnos de­lante del fuego. Al verme triste, C . C . mostró hacia mi situaciónI is atenciones más delicadas. N i la menor insinuación, ni actitud alguna que no fuera decente. Sus palabras eran amorosas y tier­nas, y nunca se atrevió a reprocharme mi frialdad.

Hacia el final de nuestro largo encuentro me preguntó qué debía decirle a M. M. cuando estuviera de vuelta en el convento.

-Espera volver a verme muy contenta y agradecida por el ge­neroso presente que me ha hecho esta noche -m e dijo-. ¿Qué debo decirle?

-La pura verdad. N o le omitas ni una sola palabra de nues-II a conversación, ni uno solo de mis pensamientos si es que pue­des recordarlos. Dile que me ha hecho desgraciado para mucho tiempo.

-L a haré sufrir demasiado si le digo eso, porque te ama y .iilora en grado sumo el medallón que contiene tu retrato. Haré1 uanto esté en mi mano para reconciliaros cuanto antes. Te man­

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daré mi carta con Laura, a menos que me prometas ir a buscarla mañana a su casa.

-Tus cartas siempre me serán muy queridas, pero ya verás cómo M. M. no se preocupa de darme una explicación. Quizá no crea nada de lo que le digas, salvo una cosa.

-Sé cuál es la constancia que hemos tenido de pasar ocho horas juntos como hermano y hermana. Si te conociera tan bien como yo, le parecería imposible.

-E n ese caso, dile si quieres todo lo contrario.- ¡E s o sí que no! Sería una mentira muy inoportuna. Soy

capaz de disimular un poco, pero nunca aprenderé a mentir. Te amo porque durante toda esta noche no has querido fingir que todavía me amas.

-Créem e, ángel mío, que estoy enfermo de tristeza. Te amo con toda mi alma; pero ahora me encuentro en una situación que me vuelve digno de lástima.

-¿L loras, amor mío? Te ruego que te apiades de mi corazón. Estoy desesperada por habértelo dicho, pero ten la seguridad de que no he tenido la intención de reprocharte nada. Estoy segura de que, dentro de un cuarto de hora, también M. M. llorará.

Al sonido del carillón, y ya sin esperanza de que M. M. apa reciese para justificarse, besé a C . C ., volví a ponerme la máscara para envolverme la cabeza y protegerme así de un viento muy fuerte cuyos silbidos oía, y bajé deprisa la escalera tras haber dado a C . C . la llave del casino diciéndole que se la entregara a M. M.

C A P Í T U L O VI

C O R R O SERIO PELIGRO DE PERECER EN LAS LAGUNAS.

ENFERM EDAD. CARTAS DE C . C . Y DE M. M.

RECO N C ILIA CIÓ N . CITA EN EL CASINO DF. M URANO.

CONSIGO SABER EL NOMBRE DEL AMIGO DE M. M., Y

CONSIENTO EN INVITARLE A C E N A R EN MI CASINO

CON NUESTRA COMÚN AMANTE

Voy a la parada de góndolas corriendo, con la esperanza J e

encontrar una, pero no la había.

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Según las leyes de la policía veneciana, ese hecho no puede producirse nunca, porque en cada parada debe haber en todo momento dos góndolas, por lo menos, dispuestas para el servi-110 del público. Rara vez ocurre que no haya ninguna; pero es lo que ocurría en ese momento. Hacía un viento de los más fuer- i< s y los barqueros, aburridos, debían de haberse ido a dormir. 4Qué hacer al final del muelle, casi completamente desnudo, una hora antes del alba? De haber tenido la llave quizás hubiera vuelto al casino. El viento me arrastraba y no podía entrar en ninguna casa para guarecerme.

Tenía en los bolsillos por lo menos trescientos filipos' que había ganado en el Ridotto y una bolsa llena de oro. Debía temer .1 los ladrones de Murano, matones muy peligrosos, asesinos de- t ulidos que gozan y abusan de diversos privilegios que la polí­tica del gobierno les concede por los servicios que prestan en las fabricas de vidrio que abundan en la isla; para impedir que emi- j'.i i n, el gobierno otorga a toda esa gente el derecho de ciudada- nía en Venecia. Temía encontrarme con alguna pareja, que me habría dejado en camisa porque en el bolsillo ni siquiera llevaba el cuchillo habitual que llevan todas las gentes honradas de Ve- necia para defender su vida. ¡Situación realmente desafortunada!I ra digno de lástima y temblaba de frío.

Por las rendijas de los postigos de una miserable casa de una planta baja veo luz. Decido llamar humildemente a la puerta del.i casita. Gritan:

-¿Q uién llama?Abren el postigo.-¿Q ué queréis? -m e pregunta un hombre extrañado de

verme vestido de aquella manera.Le ruego que me deje entrar en su casa a cambio de un filipo,

moneda que valía once libras, tras contarle en pocas palabras la cruel situación en que me hallaba. Sale a abrir la puerta y le1 uego que vaya a buscarme una góndola que por un cequí pueda llevarme a Venecia. Se viste a toda prisa dando gracias a la pro-

1. Defilippo: moneda de plata milanesa de la época española; acu­nado hasta 1876 por Carlos VI y luego por María Teresa, valía 7 libras milanesas o 10 libras y media venecianas.

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videncia de Dios, y asegurándome que no tardará en traerme una. Se pone el capote y me deja en su casa, donde veo en u iu

sola cama a toda su familia sorprendida de ver mi cara. Medio hora después vuelve mi hombre diciéndome que en la orillo había una góndola de dos remos, pero que los barqueros querí.in cobrar el cequí por adelantado. Acepto, le doy las gracias y p arid

sin temor al ver dos gondoleros de aspecto vigoroso.Hasta San Michele2 todo fue bien; pero, nada más pasar lo

isla, el viento se enfurece de tal modo que me veo en peligro de perecer si avanzo; porque, pese a ser buen nadador, no estabo seguro ni de mis fuerzas ni de la posibilidad de resistir la fuer/o de la corriente. Ordeno a los barqueros ceñirse a la isla, pero me responden que no trataba con cobardes y que no tuviera miedo. Conocedor del carácter de nuestros gondoleros, decido ca liarme; pero los golpes de viento redoblaban su fuerza, las es­pumosas olas entraban de lado en la góndola y mis remeros, pese a sus vigorosos brazos, no conseguían impulsarla hacia delante.

N o estábamos más que a cien pasos de la desembocadura del canal de los Jesuítas* cuando un tremendo golpe de viento hizo caer al agua al barquero de popa, que, agarrándose a la góndola, consiguió subir sin demasiado esfuerzo. Com o había perdido el remo, coge otro, pero la góndola, virada de bordo, había reco­rrido de través hacia mi izquierda doscientos pasos en un solo minuto. El peligro era acuciante. G rito que echen al mar el felze,* arrojando al suelo de la góndola un puñado de monedas de plata. Fui obedecido al instante, y entonces mis dos valientes, deplegando toda su energía, demostraron a Eolo que debía ceder ante su fuerza. En menos de cuatro minutos entramos en el canal de los Mendicanti’ y, felicitándolos, les ordené llevarme a la en

2. San Michele di Murano, pequeña isla entre Venecia y Murano que se convirtió en el cementerio de la ciudad tras la salida de los mon­jes camaldulenscs en 1810.

3. Rio dei Gesuiti, al norte de Venecia, no lejos del palacio Braga- din y junto a la iglesia del mismo nombre.

4. «Lo que rodea la góndola», anota Casanova al margen. También recibe el nombre de felze el techo de las góndolas en forma de cabina.

5. Rio dei Mendicanti, cerca de la plaza de los SS. Giovanni cPaolo, que tomó su nombre del hospital para mendigos construido en el siglo XVII.

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11 «do del palacio Bragadin, en Santa Marina.6 Nada más llegar luí o meterme en la cama, bien abrigado para recuperar mi calor tioiural. Un feliz sueño me habría devuelto a mi estado primi­tivo, pero no conseguí conciliario. Cinco o seis horas después,1 1 señor de Bragadin vino a verme con sus dos inseparables ami­bos, y me encontraron presa de la fiebre; ello no impidió al señor d< Niagadin echarse a reír al ver sobre el sofá el traje de Pierrot.11,1 s felicitarme por haber logrado salir de una situación tan de- ln .ida, me dejaron tranquilo. Al anochecer sudé tanto que por la 1101 he tuvieron que cambiarme de cama, y al día siguiente vol­vió a repetirse la fiebre llegándome hasta el cerebro. Dos días después me encontraba totalmente baldado. Las agujetas me in­movilizaban. Cuando la fiebre empezó a bajar, pude tener la es- (n ionza de recuperarme gracias a una rigurosa dieta.

I I miércoles, muy temprano, vi a Laura. Le dije que no es- loho en condiciones de escribir ni de leer y le pedí que volviera ,il día siguiente. Me dejó sobre la mesilla de noche lo que tenía que entregarme y se marchó sabiendo lo bastante para poder darI uenta a C . C . del estado en que me había encontrado.

Sólo al atardecer, sintiéndome algo mejor, ordené que cerra-1.111 mi puerta para leer lo que C . C . me escribía. Me alegró desdeI I primer momento encontrar en el sobre la llave del casino, que me devolvía: yo ya estaba arrepentido de habérsela dejado y lema la convicción de haber obrado mal: sentía el bálsamo que aquella llave difundía por mis venas al volver a mis manos. En el envoltorio veo una carta de M. M., que leí con avidez:

•■Espero que los detalles que habéis leído, o que vais a leer «11 la carta de C . C ., os hagan olvidar el error que cometí cre­yendo daros la más agradable de las sorpresas. Vi y oí todo, y no os habríais ido dejando la llave si yo no me hubiera dormido una hora antes de vuestra marcha. Guardad pues la llave que C . C . os envía para que podáis volver al casino mañana por la noche, \ o que el cielo os ha salvado de la tormenta. Quizá vuestro amor os autorice a quejaros, pero no a maltratar a una mujer que, desde luego, no os ha dado muestra alguna de desprecio».

V ésta es la larga carta de C . C ., que únicamente copio por t ousiderarla interesante:

6. Antigua iglesia parroquial, cerrada en 1818 .

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«Te ruego, mi querido esposo, que no me devuelvas esta llave, a menos que, convertido en el más cruel de los hombres, te divierta hacer sufrir a dos mujeres que te consideran su único amor. Conociendo tu corazón, estoy segura de que irás al casino mañana por la noche y de que te reconciliarás con M. M., que no puede ir hoy. Has de comprender que sólo estando loco puede» tener razón. Mientras tanto, te contare todo lo que no sabes y debe alegrarte saber.

»Nada más irte con un tiempo tan horrible que no dejó de in quietarme, en el momento en que iba a bajar para volver al con vento, muy sorprendida encontré delante de mí a M. M. En un tono muy triste me dijo que, desde un sitio en el que no podía mos verla, lo había visto y oído todo. Varias veces había sentido la tentación de salir para dejarse ver, pero no había logrado de­cidirse por temor a ser importuna y precisamente en el momento en que, con su presencia, habría impedido la reconciliación que consideraba inevitable entre dos personas que no podían dejar de amarse. Sin embargo, se habría decidido hacia el final de nuestro encuentro si no se hubiera dormido. Sólo se despertó al oír el carillón, cuando, después de haberme dado una llave cuyo uso yo desconocía, te marchaste como si huyeras de un lugar muy peligroso. M. M. me dijo que me lo contaría en cuanto es tuviéramos en su celda, y partimos con un tiempo horrible y muy apenadas pensando en ti, que, siendo prudente como de­berías haber sido, según ella me dice, habrías debido quedarte en el casino. Nada más llegar a su cuarto nos desnudamos: yo para vestirme de joven seglar, ella para meterse en la cama. Me senté a su cabecera y esto es, poco más o menos palabra por pa labra, el relato que me hizo: “ Cuando dejaste tu sortija en nns manos para ir a ver lo que quería tu tía, la examiné tanto que me infundió sospechas el puntito azul. Com o no tenía nada que ver con el blanco esmalte que bordeaba el arabesco, pensé que el re­sorte podía estar allí; así pues, cogí un alfiler y lo presioné. Ima gina mi sorpresa y mi gran satisfacción cuando descubrí que las dos amábamos al mismo hombre, y a la vez la pena que sentí pensando que usurpaba sus derechos contigo. Encantada con el descubrimiento, y decidida desde ese mismo instante a utilizarlo para procurarte el placer de cenar con él, no tardé en cerrar a tu

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■ mía Catalina y te la devolví figiendo no haber descubierto n ula. ¡Q ué alegría! En ese momento me sentí la más feliz de todas las mujeres. Conociendo tu corazón, sabiendo que sabías ipie in amante me amaba, ya que te había mostrado su retrato en el medallón, y viendo que no sentías celos, me habría conside- 1 ado despreciable si hubiera podido alimentar sentimientos dis­tintos de los tuyos; sobre todo porque el derecho que tenías i.il<re él debía de ser mucho más fuerte que el mío. Por lo que se teliere al permanente misterio en que siempre me has mantenido «ubre el nombre de tu amante, no tardé en adivinar que sólo podía deberse a una orden suya, y admiré en tu felicidad la be­lleza de tu alma. A mi parecer, tu amante debía de tener miedo 1 perdernos a ambas si llegábamos a descubrir que ninguna de nosotras poseía su corazón por completo. N o podrías imaginarl,i pena que sentí al pensar que seguías mostrándote indiferente, 11» luso cuando, después de haber visto su retrato entre mis manos, debías estar segura de que ya no eras el único objeto de mi amor. Encantada de haberlo adivinado, me entregué de cora­zón y con alma decidida a obrar en consecuencia, y convenceros iihi a ambos de que M. M. merece vuestro cariño, vuestra amis­tad y vuestra estima. Mi satisfacción fue inconcebible al pensar que los tres íbamos a ser cien veces más felices cuando no hu­biera entre nosotros ningún secreto. Con esta idea, dispuse todo para haceros a los dos una jugarreta que debía aumentar hasta elI olmo el cariño que sentís por mí. Hice que me sustituyeras lle­vando a la perfección mi proyecto, que me pareció la obra maes-II a de la inteligencia humana en su especie. Dejaste que te vistiese de monja y, con una complacencia sólo comparable a la mayor confianza en mí, te fuiste a mi casino sin saber adonde ibas; una vez que la góndola te dejó allí, volvió a por mí, y fui a situarme en un lugar donde, segura de no ser vista, no podía dejar de ver y oír cuanto ocurría entre vosotros. Com o yo era la autora de la comedia, era muy lógico que me procurase el placer de presenciarla, segura, como por lo demás estaba, de que no debía de ser un espectáculo desagradable.

»’’ Llegué al casino un cuarto de hora después que tú, y no podrías imaginar mi deliciosa sorpresa cuando vi al mismo Pie- rrot que tanto nos había hecho reír en el locutorio, y al que a ti

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y a mí nos faltó intuición suficiente para reconocer. Pero su apa­rición vestido de Pierrot fue el único golpe de teatro que me agradó. Mi temor, mi inquietud y mi descontento empezaron en ese mismo minuto, y me sentí desgraciada. Nuestro amante se tomó las cosas por la tremenda y, desesperado, se marchó. To­davía me ama, pero sólo piensa en curarse de su pasión, y lo con­seguirá. Que haya devuelto esta llave me indica que no volverá más al casino. ¡Fatal noche! Pensaba hacer felices a tres personas y he hecho infelices a las tres; y me costará la vida si tú no lo haces entrar en razón, porque siento que no puedo vivir sin él. N o me cabe duda de que puedes escribirle, tú lo conoces, sabes dónde puedes devolver esta llave con una carta que lo persuada a ir al casino mañana, o pasado mañana por la noche, aunque sólo sea para hablarme una vez más, espero. Duerme hoy, que­rida amiga, y mañana escríbele toda la verdad, compadécete de tu pobre amiga y perdónala por seguir queriendo a tu amante. También yo le escribiré una breve carta que incluirás en la tuya. La causa de que ya no te ame soy yo; deberías odiarme y toda­vía me quieres; adoro tu alma, lo he visto llorar, he visto cómo y cuánto me quiere, ahora lo conozco; no sabía que hubiera hombres que pudieran amar así. He pasado una noche infernal. N o creas, querida amiga, que estoy enfadada por haberte oído confesarle que tú y yo nos amamos como marido y mujer; no me desagrada, con él no es una indiscreción, porque sólo la bondad de su corazón iguala a su libertad de espíritu” .

»Acabó estas palabras entre lágrimas. Traté de consolarla prometiéndole que te escribiría, y luego me fui a la cama, donde he logrado dormir cuatro horas largas; pero M. M. no ha conse­guido pegar ojo. Sin embargo, se ha levantado. Por el convento circulaban tristes noticias que iban a interesarnos mucho. Se decía que, una hora antes del amanecer, una barca de pescadores se había perdido en la laguna, que habían volcado dos góndolas y que sus ocupantes se habían ahogado. Figúrate nuestra angu.s tia: ni siquiera nos atrevíamos a preguntar; fue una hora antes del alba cuando te fuiste. M. M. volvió a su celda, la seguí y so corrí en un desvanecimiento provocado por el miedo a que hu bieras perecido. Más animosa que ella, yo le decía que sabías nadar, pero unos escalofríos premonitorios de la fiebre la obli

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garon a meterse de nuevo en la cama. En esta situación nos en- 1 mitrábamos cuando, media hora después, mi tía, que es una mujer muy alegre, entró en la celda riendo para contarnos que cu la tempestad de la noche pasada el propio Pierrot que tanto nos había hecho reír había estado a punto de ahogarse. “ ¡Ah, pobre Pierrot!” , le digo, “ contádnoslo, querida tía. N o sabéis i uanto me alegra que se haya salvado. ¿Quién es? ¿Se sabe?” "S í”, me respondió, “ se sabe todo, pues la góndola que lo llevó .1 su casa es la nuestra. El barquero de proa acaba de contarnos que Pierrot pasó la noche en el baile de Briati7 y que, cuando quiso regresar a Venecia, al no encontrar góndolas en el atraca­dero, había dado un cequí al nuestro para que lo llevase a casa. Su compañero de popa se cayó a la laguna, y, ¿sabes lo que hizo entonces el valiente Pierrot? Echó sobre la zenia* todo el dinero que tenía y arrojó al mar el fe lz e de la góndola; y, como enton- 1 « s el viento ya venía del oeste, lo llevaron a su casa entrando en Venecia por el canal de los Mendicanti. Los gondoleros, con­tentísimos, se repartieron los treinta filipos de plata que recogie- 1011 del suelo de la barca, y luego fueron a buscar el felze. ¡D es­de ahora, a Pierrot no se le olvidará nunca Murano ni el baile de liriati! El barquero dice que es hijo del señor de Bragadin, her­mano del procurador; lo llevaron a su palacio medio muerto de miedo y de frío, porque el disfraz era de tela e iba sin abrigo.”

»'I ras contarnos la historia, mi tía se marchó y nosotras nos quedamos allí, mirándonos y como si hubiéramos vuelto de la muerte a la vida. M. M. me preguntó con una sonrisa si real­mente eras el hijo del señor de Bragadin; tuve que responderle que entraba dentro de lo posible, pero que tu apellido no te se­ñalaba como bastardo suyo, y menos todavía como legítimo, porque ese señor nunca se había casado. M. M. me respondió que le desagradaría mucho que fueras Bragadin. Entonces pen­se que lo mejor era decirle tu verdadero nombre, la gestión hecha por Bragadin para pedir en tu nombre mi mano y las con­secuencias de ese paso, que fue mi entrada en el convento. Así

7. A sí llamado por los célebres vitrales Briati de Murano; el baile n a una institución de beneficencia; según Gugitz, tuvo lugar el 19 de niur/.o de 1754, y no, como Casanova afirma, a finales de enero.

8. «Alfombra de las góndolas», anota Casanova al margen.

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pues, querido, tu mujercita ya no tiene ningún secreto que guar dar con M. M. Espero que no me acuses de indiscreción, pues más vale que nuestra tierna amiga conozca la verdad simple y cruda que la verdad mezclada con la mentira. Lo que nos pare ció más divertido y que nos hizo reír mucho fue la certeza con la que se dijo que habías pasado la noche en el baile de Briati. La gente, cuando no sabe algo que necesita para hacer perfecto un cuento, inventa, y a menudo lo verosímil ocupa a la perfección el lugar de la verdad. Lo cierto es que esta noticia puso bálsamo en el alma de nuestra querida amiga, que ha dormido muy bien esta noche: la esperanza de que vayas cuanto antes al casino le ha hecho recuperar toda su belleza. Ha leído tres veces esta carta y me ha abrazado treinta. Estoy impaciente por entregarle la carta que vas a escribirle. Laura esperará. Quizá te vea otra vez en el casino, y estoy segura que de mejor humor. Adiós».

Era más que suficiente para hacerme entrar en razón. De hecho, al terminar la lectura me había convertido en admirador de C . C . y en adorador de M. M.; pero no me encontraba bien y, aunque ya no tenía fiebre, estaba baldado. Seguro de que Laura volvería al día siguiente muy temprano, no pude dejar de escribir a ambas, aunque poco, pero sí lo bastante para asegu rarles que había vuelto en mí. Escribí a C . C . que había hecho bien revelando mi nombre a su amiga, sobre todo porque, como ya no me dejaba ver en la iglesia, no había ninguna razón para tenerme escondido. En cuanto a todo lo demás, le aseguré que me reconocía culpable y que presentaría a M. M. las mayores disculpas en cuanto estuviera en condiciones de levantarme de la cama. Ésta es la copia de la carta que escribí a M. M.:

«Dejé, querida amiga, la llave del casino a C . C . para que ti­la entregase porque me creía engañado, despreciado y deshon rado deliberadamente por ti. En medio de este error de mi alma ya no me consideraba digno de presentarme ante tus ojos, y, a pesar del amor que por ti siento, me estremecía de horror con sólo pensarlo. La fuerza que sobre mí ejerció tu gesto fue tal que habría debido parecerme heroico si mi inteligencia hubiera es tado a la altura de la tuya. Soy inferior a ti en todo, y en el pri mer encuentro te convenceré de la sinceridad con que mi alma arrepentida te pide perdón. Sólo por este motivo no veo la hora

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di recuperar mi salud. Las agujetas que me tienen baldado no me permitieron escribirte ayer. Puedo asegurarte que, en medio tlel canal de Murano, cuando me veía a dos dedos de la muerte, pensé que el ciclo me castigaba por la ofensa que había cometido devolviéndote la llave del casino, pues, cuando no encontré bar- 1 ts en el atracadero, habría vuelto si aún la hubiera tenido en el bolsillo; y ya ves, ahora no estaría enfermo e inmóvil. ¿N o rc- ■•■illa evidente que, si hubiera perecido, habría sido justo castigo por el error de haberte enviado esas llaves? Alabado sea el Dios que me ha hecho volver en mí mismo corrigiéndome de una ma­nera que me demuestra todo mi error. En adelante estaré más ■liento y nada podrá inducirme a dudar de tu cariño. Pero ¿qué me dices de C . C .? Es un ángel encarnado que se te parece. Tú nos amas a las dos, y ella nos ama del mismo modo. El único ser débil c imperfecto incapaz de imitaros soy yo. Creo, sin em­bargo, que daría la vida tanto por la una como por la otra. Tengo curiosidad por saber algo que no me atrevo a confiar al papel; pero estoy seguro de que la satisfarás la primera vez que nos veamos. Mucho será si podemos vernos de hoy en ocho. Te avi­saré con dos días de antelación. Adiós, ángel mío».

Laura me encontró al día siguiente sentado y con evidente mejoría. Le rogué que se lo dijera personalmente a C . C . al en­tregarle la carta que le había escrito, y se marchó después de darme una carta de C . C . que no exigía respuesta. Esa carta con­tenía otra de M. M., y las dos estaban llenas de temores y alar­mas, pero también de cariñosas expresiones de preocupación por mi salud.

Hasta seis días después no pude ir, antes de comer, al casino de Murano, donde la portera me entregó una carta de M. M.

«Impaciente», me decía, «por conocer tu restablecimiento y por estar segura de que has recobrado la posesión y el derecho que tienes sobre el casino donde ahora estás, te escribo, querido amigo, estas cuatro palabras para rogarte que me avises cuándo y dónde volveremos a vernos. En Venecia o aquí, me da lo mismo: no tendremos testigos ni en un sitio ni en otro.»

Le respondí que me encontraba bien, y que volveríamos a vernos dos días después, a la hora de siempre, en el mismo lugar desde donde le escribía.

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Ardía en deseos de volver a verla. Era consciente de mi error de una forma que me avergonzaba. Conociendo su carácter, me parecía evidente que su gesto, lejos de ser un signo de desprecio, era un refinadísimo esfuerzo de amor que tenía por objeto mas mi placer que el suyo. Ella no podía adivinar que sólo la amaba a ella: de la misma forma que su amor por mí no le impedía set complaciente con el embajador, suponía que yo podía serlo con C . C . Mi amiga no pensaba en que hombres y mujeres tienen una constitución diferente ni en los privilegios que la naturale/a había otorgado al sexo femenino.

Dos días después, el 4 de febrero de 1754, me encontré ante mi bello ángel. Estaba vestida de monja. Com o nuestro recí proco amor nos hacía sentirnos mutuamente culpables, mis arrojamos uno a los pies del otro en el mismo instante. Ambos habíamos ofendido al amor, ella por tratarlo de una manera ¡11 fantil, y yo como jansenista.9 Las disculpas que ambos debía mos pedirnos no podían expresarse con palabras, y consistieron en un diluvio de besos de una boca a otra, cuya fuerza sentía­mos en nuestras almas enamoradas, encantadas en esos momen­tos de no necesitar un lenguaje diferente para expresar sus deseos y la alegría con que se sentían inundadas.

En el colmo del cariño, impacientes por darnos mutuas prue­bas de la sinceridad de nuestra reconciliación y del ardor qui­nos agitaba, nos levantamos sin soltarnos y caímos juntos sobre el sofá, donde permanecimos abrazados hasta que llegó un largo suspiro que no habríamos querido lanzar ni siquiera estando se­guros de que hubiera sido el precursor de la muerte. Tal fue el cuadro de nuestra reconciliación, diseñado, encarnado y ac.i bado por el gran pintor, por la sabia naturaleza que, animada por el amor, nunca supo producir otro más verdadero ni más in teresante.

En la tranquilidad de ánimo provocada por la persuasión sa tisfactoria, me reí con M. M. observando que no me había qui tado ni la capa ni la bauta.

9. Cornelius Jansen (1585-1638), cabeza del jansenismo, llevó la doctrina agustiniana del pecado original, la libertad y la gracia hasta li mites cercanos al calvinismo. Los jesuitas fueron acérrimos adversarios de los seguidores de Jansen.

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¿Estás segura -le dije quitándomelas- de que nadie es tes­tigo de nuestra reconciliación?

Cogió ella entonces un candelabro y, llevándome de la mano, me guió a la estancia donde estaba el gran armario que a mí me li.ibía parecido depositario del gran secreto. Lo abrió, y después de bajar una tabla que cubría la parte posterior vi una puerta por la que pasamos a un gabinete provisto de todo lo que podía ne­cesitar una persona que tuviera que permanecer allí varias horas: solá que podía convertirse en cama, mesa, sillón, escritorio, velas sobre palmatorias, en fin, todo lo que podía necesitar un curioso lascivo cuyo mayor placer consistía en ser espectador descono- i ido de los goces de otros. Al lado del sofá había una tabla co- 1 redera de la que tiró M. M.; y entonces vi, a través de veinte agujeros, a cierta distancia uno de otro, la habitación donde el espectador debía haber contemplado obras compuestas por la naturaleza, y en las que no había motivo para quedar descon­tento de los actores.

-Ahora -m e dijo M. M .- voy a satisfacer la curiosidad que has tenido la prudencia de no atreverte a confiar al papel.

-Pero no puedes saber...-C alla. El amor es divino, y adivino, lo sabe todo. Admite

que deseas saber si nuestro amigo estaba aquí la fatal noche que tantas lágrimas me costó.

-L o admito.-Pues sí, estaba; y no has de ofenderte cuando sepas que ter­

minaste de seducirlo y ahora gozas de toda su amistad. Admiró tu carácter, tu amor, tus sentimientos y tu probidad, y aprobó la pasión que me has inspirado. Fue él quien me consoló por la ma­ñana asegurándome que era imposible que no volvieses pronto a mí en cuanto te hubiera revelado mis verdaderos sentimien­tos, mi intención y mi buena fe.

-Pero debéis de haberos dormido muchas veces, pues si no ocurre nada interesante es imposible pasar de esta manera ocho horas en medio de la oscuridad y en silencio.

-E l interés era vivísimo, tanto de su parte como de la mía, y además sólo estuvimos a oscuras cuando estabais en el sofá, por­que hubierais podido notar los rayos de luz que habrían salido de los agujeros de estas flores. Luego corrimos esta cortina y ce­

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namos escuchando atentamente todo lo que decíais en la mesa. El interés de mi amigo era mayor que el mío; me dijo que nunca como en esta ocasión había conocido tan bien el corazón hu mano, y que tú nunca has debido de sufrir tanto como esa no che; por eso le dabas pena. Pero C . C le sorprendió tanto como a mí, porque no es posible que una jovencita de quince años ra zone, sin tener un alma angélica, como razonaba contigo tra tando de justificarme, y diciendo todo lo que decía sin otro artificio que el que la naturaleza y la verdad le proporcionaban. Si te casas con ella, tendrás una mujer divina. Cuando yo la pierda, seré desgraciada, pero tu felicidad me compensará. No comprendo ni cómo has podido enamorarte de mí cuando la amabas, ni cómo puede ella no odiarme sabiendo que le he ro bado tu corazón. C . C . es una divinidad. ¿Y sabes por qué te ha confiado sus estériles amores conmigo? Sólo para descargar su conciencia de la culpa que le parecía cometer contra la fidelidad que creía deberte.

Cuando nos sentamos a la mesa, M. M. observó que yo había adelgazado. N os divertimos recordando los peligros pasados, la mascarada de Pierrot, el baile de Briati, donde le habían asegu­rado que había otro Pierrot, y el maravilloso efecto de aquel dis­fraz que no permitía reconocer a la persona, pues el Pierrot del locutorio le parecía menos alto y más delgado que yo. Observó que, si el azar no me hubiera llevado a tomar la góndola del con­vento, y si no hubiera estado en el locutorio vestido de Pierrot, no habría podido saber que era yo, porque las monjas no se ha­brían interesado en mi suerte; y añadió que había respirado al enterarse de que no era patricio como ella temía, porque a la larga habría podido ocurrirle algo desagradable que la hubiera llevado a la desesperación.

Yo sabía muy bien cuáles eran sus temores, pero, fingiendo que no lo sabía, le dije:

-N o concibo qué podías temer si hubiera sido patricio.-Q uerido amigo, sólo puedo explicártelo si me das tu pala­

bra de honor de hacer el favor que te pida.-¿Q u é dificultad puede haber en hacerte un favor que de­

penda de mí y no comprometa mi honor, ahora que entre no­sotros ya no hay ningún secreto? Habla, querida, dime esa razón

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y cuenta con mi amor, y por lo tanto con mi complacencia, en lodo lo que pueda agradarte.

Muy bien. Lo que te pido es que me invites a tu casino. Iré con mi amigo, que se muere de ganas por conocerte.

Y después de la cena, ¿te irás con él?Debe ser así.Y tu amigo ¿sabe ya quién soy?

-Creí que debía decírselo; de otro modo no se habría atre­vido a ir a cenar contigo a tu casa.

-Ahora lo entiendo: tu amigo es un embajador extranjero.-Exacto.-Pero, haciéndome el honor de venir a cenar conmigo, ¿man­

tendrá el incógnito?Sería monstruoso. Te lo presentaré diciéndote su nombre y

m i rango.-Pero ¿cómo podías suponer que me resultaría difícil com­

placerte? N o podrías hacerme un regalo mayor. Fija el día, y puedes estar segura de que te esperaré impaciente.

-Habría estado segura de tu complacencia si no me hubieras acostumbrado a dudar.

-M erezco esa pulla.-Te ruego que te la tomes a risa. Ahora yo estoy contenta. El

que cenará contigo es el señor de Bernis, embajador de Francia. Te lo presentaré en cuanto se haya quitado la máscara. Recuerda que no ignora que sabes que es mi amante, y, además, debes fin­gir que no sabes que está al corriente de nuestro amor.

-Sé cómo debo comportarme, tierna amiga. Esa cena me en- i anta. Haces bien preocupándote por mi rango, pues, de ser pa­tudo, los Inquisidores de Estado habrían terminado enterán­dose; y sus espantosas consecuencias meten el miedo en el cuerpo. ¡Yo bajo los Plomos, tú deshonrada, la abadesa, el con­vento, santo cielo! Tienes razón. Si me hubieras hablado de tus inquietudes, te habría dicho quién era. Mi reserva derivaba, en última instancia, del miedo que tenía, una vez conocida mi iden­tidad, a que el padre de C . C . se la llevara a otro convento. ¿Pue­des decirme el día de la cena? Estoy impaciente.

-H o y estamos a 4; podremos cenar juntos el día 8. Iremos a tu casa después del segundo ballet de la ópera. Dame únicamente

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los datos para que podamos encontrar el casino sin necesidad ilr preguntar a nadie.

Le di entonces por escrito todo lo que necesitaba para en contrar la puerta de mi casino, tanto si querían ir por agua como por tierra. Encantado con esta bella y honorable cita, rogué a mi ángel que fuera a acostarse. Le hice ver que estaba convaleciente y que, como había cenado con buen apetito, era posible que en la cama rindiera mi primer homenaje a Morfeo. Puso el carillón para despertarme a las diez,10 y pasamos a la alcoba. De las diez a las doce, porque las noches empezaban a menguar, hicimos el amor.

N os habíamos dormido no sólo sin dejar de abrazarnos, sino sin despegar nuetras bocas, cuyos últimos suspiros habíamos conservado. Esta posición fue la que nos impidió maldecir .ti despertador, que seis horas más tarde nos advirtió que debíamos llevar a término la carrera que habíamos interrumpido. M. M.

era una fuente de luz. Sus mejillas animadas por la alegría me mostraban las brillantes rosas de Venus que la anunciaban. Yo si­lo decía, y ella, deseosa de comprenderme, me incitaba a mirar atentamente sus bellos senos, que, con un movimiento extraor dinario, parecían invitarme a liberarlos con mis labios de los es píritus amorosos que los agitaban. Después de haberlos succio nado cuanto pude, corrí a su boca abierta para recibir el beso que indicaba su derrota y que acompañé con la mía.

Quizá Morfeo hubiera obtenido entonces una segunda vic­toria sobre nosotros si el reloj de péndola no nos hubiera ad vertido que sólo nos quedaba tiempo para vestirnos.

Ella volvió al convento después de haberme confirmado la cita de las ocho. Tras dormir hasta mediodía, volví a Venecia, donde le di a mi cocinero las órdenes necesarias para aquella cena que me causaba el mayor placer.

10. Las tres de la noche aproximadamente.

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C A P Í T U L O V i l

CUNA A TRES CON EL SEÑOR DE BERNIS, EMBAJADOR

DE I R A N C IA , EN MI CASIN O . PROPUESTA DE M. M.:

LA ACEPTO. C O N SEC U E N C IA S. C . C . ME ES INFIEL

SIN QUE PUEDA Q UEJARM E

l'n una situación como ésa parece que habría debido sen-111 me feliz; pero no lo era. Amaba el juego y, como no podía tener banca, me iba a puntear al Ridotto y perdía mañana y tarde. La pena que por ello sentía me hacía desgraciado. Peroi por qué jugaba? N o necesitaba jugar, dado que tenía suficiente dinero para satisfacer todos mis caprichos. ¿Por qué jugaba sa- hiendo que era extremadamente sensible a las pérdidas? Lo que tne obligaba a jugar era un sentimiento de avaricia. Me gustaba C,.istar, y mi corazón sangraba cuando no podía hacerlo con di­nero ganado en el juego. En esos cuatro días perdí todo el oro que M. M. me había hecho ganar.

La noche del 8 de febrero me dirigí a mi casino y a la hora convenida vi aparecer ante mí a M. M. con su respetable servi­dor, al que me presente) por su nombre y títulos una vez que se hubo quitado la máscara. El señor de Bernis me dijo que estaba impaciente por reanudar nuestra relación, dado que, como había sabido por la señora, nos habíamos conocido en París.

Mientras decía esto, me miraba con esa atención que pone­mos cuando uno quiere recordar una cara. Se quejó de su mala memoria, y yo lo tranquilicé diciéndole que en aquella ocasión no nos habíamos hablado y que no me había visto lo bastante para que mi rostro hubiera podido imprimirse en su memoria.

-E l día - le d ije- que tuve el honor de cenar con V. E. en casa del señor de Mocenigo, el lord Mariscal embajador de Prusia1 ocupó todo vuestro tiempo. Cuatro días después debíais partir para venir a Venecia.¡ Y cuando acabó la comida os despedisteis.

1. Sobre George Keith, véase nota 37, pág. 704.1. Las fechas de ese encuentro no son compatibles con los datos

ciertos que poseemos: Bernis salió de París con destino a Venecia a principios de octubre de 1750.

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/

Entonces me reconoció, acordándose de haber preguntado .1 alguien si yo era el secretario de la embajada.

-Pero desde este momento -m e d ijo - ya no podremos olvi darnos. Los misterios que nos unen son lo bastante fuertes para hacernos amigos íntimos.

En cuanto aquella extraña pareja se sintió cómoda, nos sen tamos a la mesa, donde, como es lógico, me encargue de hacer los honores. El embajador, buen gourmet, encontró excelentes el borgoña, el champán y el graves que le di tras las ostras del Ar señal, y me preguntó de dónde los sacaba; le alegró mucho saber que era de las bodegas del conde Algarotti.'

Toda mi cena fue exquisita y mi comportamiento con ambos el de un ciudadano a quien un rey con su amante hiciera el mayor de todos los honores. Vi a M. M. encantada con mi res petuosa actitud hacia ella, y con las palabras con que interese al embajador para que me escuchara con la mayor atención. La se­riedad no impidió nunca el humor de parte del señor de Bernis, que en este punto poseía a la perfección el ingenio francés. Todo lo que decíamos iba acompañado de finas bromas, y, en cierto momento, M. M. orientó hábilmente la conversación hacia las circunstancias de nuestro encuentro.

Refiriéndose a mi amor por C . C ., hizo una descripción in­teresantísima de su figura y carácter, que el señor de Bernis es cuchó como si no hubiera sabido absolutamente nada de aquella joven; era el papel que debía interpretar, pues ignoraba que yo estaba al corriente de su presencia en el escondite. Le dijo a M.

M. que ella le habría hecho el más precioso de los regalos si la hubiera traído a cenar con nosotros. Ella le contestó que para hacerlo habría tenido que correr demasiados riesgos.

—Pero —añadió dirigiéndome la palabra con un aire aún más noble que complaciente-, si os agrada, podré hacer que cenéis con ella en mi casa, porque duerme en mi piso.

Este ofrecimiento me sorprendió mucho; pero no era el mo­mento para dejar ver mi sorpresa.

-N o se puede añadir más, señora, al placer que se siente es

3. Probablemente el conde Bonomo Algarotti, hermano del celo bre escritor (véase nota 25, pág. 14); poseía una importante firma de vinos en Venecia.

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lando con vos -le respondí-; sin embargo, y pese a esto, no po- dtía mostrarme indiferente a semejante favor.

Bueno, lo pensaré.Pero creo -d ijo el embajador entonces- que, si debo ser de

l.i partida, debéis advertirle que además de su amante estará un amigo vuestro.

N o será necesario - le dije entonces-, porque le escribiré para que haga ciegamente cuanto la Señora le indique. Mañana mismo me ocuparé de esa tarea.

Así pues, os invito a cenar pasado mañana -d ijo M. M.Rogué entonces al embajador que se dispusiera a tener in­

dulgencia con una jovcncita de quince años que no conocía las normas mundanas.

I'ue entonces cuando le conté con todas sus circunstancias la historia de O-M orphy. Se divirtió mucho con esos episodios y me pidió que le enseñara su retrato. Me dijo que seguía estando en el Parc-aux-Cerfs, donde hacía las delicias del rey, al que ya había dado un hijo.4 Se marcharon a las ocho muy contentos, y yo me quedé en el casino. A la mañana siguiente, puesto que le había dado a M. M. mi palabra, escribí a C . C . sin advertirle que alguien al que no conocía sería de la partida. Después de entre­gar mi carta a Laura, fui al casino, donde la portera me dio una carta de M. M. que decía así:

«Han dado las diez y voy a acostarme, pero, si quiero dormir, .tutes debo descargar mi conciencia de un escrúpulo. Puede que solo hayas aprobado la idea de cenar con nuestra joven amiga por cortesía. Dime la verdad, querido amigo, y haré que esa cena se evapore como el humo sin comprometerte lo más mínimo; confía en mí. Pero si la cena te agrada, ella irá. Amo todavía más tu alma que tu cuerpo».

4. La M orphy tuvo una niña en julio de 1754 que fue educada en el convento de la Presentación con el nombre de señorita de Saint-An- toine de Saint-André, según la genealogía de los Borbones, escrita por I )ussieux; en mayo de esc mismo año, d ’Argenson anota que la Morphy It.ibía dado a luz un varón; el nuncio en París, monseñor Durini, ya anunciaba a su amigo el cardenal Valenti el 16 de abril de 1753 que, ■según dicen, está embarazada». Nada impide que haya tenido un varón antes de esa niña nacida en 1754.

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Su temor estaba fundado, pero me habría dado demasiada vergüenza echarme atrás; y M. M. me conocía demasiado bien para creerme capaz de desdecirme. Ésta fue mi respuesta:

«¿Puedes creer que esperaba tu carta? Sí, la esperaba, porque conozco tu inteligencia y sé la idea que debes de hacerte de la mía después de que con mis sofismas conseguí darte miedo dos veces. Hago penitencia por ello, indulgente amiga mía, cuando pienso que, como te resulto sospechoso, esa idea debe de haber disminuido tu cariño. Te ruego, pues, que olvides mis visiones y en lo sucesivo creas que mi alma es absolutamente igual que la tuya. La cena concertada me agradará mucho. Acepté tu plan más por agradecimiento que por cortesía, créelo. C . C . es novi­cia en todo y me gusta que empiece a aprender las reglas socia­les. Te la encomiendo y te ruego que redobles, si es posible, tus atenciones con ella. Me muero de miedo ante la idea de que la impulses a tomar los hábitos; yo sufriría muchísimo. Tu amigo es el rey de los hombres».

Después de haberme situado en la imposibilidad de retroce­der, me permití todas las reflexiones que, como conocedor del mundo y del corazón humano, debía hacer. Vi claramente que el embajador sentía curiosidad por C . C ., que había tenido una ex­plicación con M. M., y que ésta, obligada a servirle sin reserva alguna en todo lo que pudiera desear, se había comprometido a hacer cuanto estuviera en su mano para contentarlo. Pero no podía hacerlo sin mi consentimiento, y tampoco se hubiera atrevido a proponerme participar en el encuentro. Se habían concertado de manera que, llevando la conversación hacia ese punto, yo mismo, por cortesía, por sentimiento y también por mostrarme persona educada, daría mi aprobación al juego. El embajador, cuyo oficio consistía en saber urdir bien las intrigas,lo había conseguido y yo había tragado el anzuelo. La cosa es­taba decidida, y era mi deber poner buena cara, tanto para no hacer el ridículo como para no parecer ingrato con un hombre que me había concedido los privilegios más inauditos. Sin em­bargo, la consecuencia de este juego podía ser un enfriamiento de mi parte hacia mis dos amigas.

De vuelta en el convento, M. M. se había dado perfecta cuen ta y enseguida pensó remediarlo todo, o al menos justificarse.

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escribiendo que podía anular el encuentro sin comprometerme. Sabía que yo no aceptaría su propuesta. El amor propio, más Inerte que los celos, no permite a una persona que quiere pasar por hombre de mundo mostrarse celoso, sobre todo en presen- 1 1a de otro que, ante él, sólo destaca por la total ausencia de sín­tomas de esa pasión vulgar.

Al día siguiente fui al casino algo más temprano y me encon­tré al embajador, completamente solo, que me acogió de una ma­tura verdaderamente amistosa. Me dijo que, de haberme cono-1 ido en París, me habría indicado el camino para entrar en la 101 te, donde, en su opinión, yo habría hecho fortuna. Podría ser, me digo hoy cuando lo pienso; pero ¿a qué me habría llevado esa fortuna? Hubiera sido una de las víctimas de la Revolución, corno el embajador lo habría sido si su condición no lo hubiera llevado a ir a morir a Roma el año 1794. Murió desgraciado, aun­que rico,' a menos que hubiera cambiado de forma de pensar antes de morir, cosa que me parece difícil.

Le pregunté si estaba a gusto en Venecia, y me respondió sonriendo que no podía sino sentirse a gusto porque gozaba de buena salud y con dinero podía permitirse todos los placeres ile la vida con mayor facilidad que en otra parte. Añadió, sin em­bargo, que no creía que lo dejaran seguir mucho tiempo en aque­lla embajada. Me rogó que no le dijera nada a M. M. para no afligirla.

M. M. llegó con C . C ., y noté su sorpresa al encontrarme en aquella compañía. La animé acogiéndola de forma cariñosa al mismo tiempo que el desconocido se mostró encantado cuando ella respondió en su misma lengua al cumplido que le hizo. Aplaudimos a la hábil maestra que tan bien se la había enseñado.

Pero yo consideraba a C . C . como algo que me pertenecía, y el deseo de verla brillar me ayudó a expulsar los viles sentimien­tos de celos que habría podido albergar mi corazón. La exhibí con entusiasmo, cuidando de que reflexionara sobre materias en las que yo sabía que podía ser encantadora. C . C ., aplaudida, es­cuchada, halagada y animada por el aire de satisfacción que veía

5. Sin embargo, Bernis perdió casi todos sus bienes durante la Re­volución.

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en mis ojos, le pareció un prodigio al hombre que, sin embargo, yo no habría querido que se enamorase de ella. ¡Qué contradic ción! Yo mismo trabajaba en una obra que, emprendida por cualquier otro, habría provocado mi odio hacia él.

Durante la cena, el embajador tuvo con C . C . toda suerte de atenciones. La inteligencia y la alegría presidieron nuestro deli cioso encuentro, y nuestras palabras permanecieron sin la menor interrupción dentro de los límites de la decencia.

Un observador crítico que, sin suficiente información, hu biera querido adivinar si el amor tenía algo que ver en aquella reunión, quizá lo habría sospechado; pero nunca hubiera po dido afirmarlo con seguridad. M. M. nunca mostró hacia el em­bajador otra actitud que la de amistad, hacia mí la de estima, y hacia C . C . la de cariñosa complacencia. El embajador mantuvo una actitud respetuosa y agradecida con M. M., sin dejar de in teresarse por las palabras de C . C ., a las que prestaba toda la im­portancia de que eran susceptibles y cargándolo todo en mi cuenta con aire de noble complicidad. Por último, de nosotros cuatro fue C . C . quien menos tuvo que esforzarse para descm peñar su papel, pues, como no estaba al corriente de nada, se comportó con toda naturalidad. Por eso lo interpretó a la per fección. El éxito es seguro en estos casos, porque la naturaleza se deja llevar por sí misma hacia la belleza; de otro modo, el de butante puede estar seguro de terminar abucheado.

Habíamos pasado cinco horas muy agradables, pero el m.is satisfecho de todos era el embajador. M. M. daba la impresión de

estar contenta con su obra y yo hacía ver que también lo estaba. C . C . parecía estar orgullosa de haber sabido agradar a los tres y de que, según todas las apariencias, el extranjero se hubiera ocupado especialmente de ella. Me miraba sonriendo y yo en tendía perfectamente el lenguaje de su alma: quería obligarme .1 pensar en la diferencia que había entre esta compañía y aquellas otras que le había hecho frecuentar su hermano el año anterior dándole tan repugnante muestra de cómo andaban las cosas de este mundo.

A las ocho se habló de irse a dormir, y correspondió al em bajador correr con el gasto de los cumplidos. Agradeciendo a M. M. haberle ofrecido la cena más agradable de su vida, insis

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110 para que le ofreciese otra igual dos días más tarde, pregun- i.tiuloine a modo de excusa si no sería para mí un placer seme- l une. ¿Podía dudar ella de mi agrado? N o lo creo. Tras este .11 uerdo nos separamos.

Al día siguiente, cuando pensaba en esa cena ejemplar, no111 ve dificultad en prever adonde irían a parar las cosas. El em-b.iiador debía su éxito con las mujeres exclusivamente a la habi­lidad que tenía para cultivar el amor con mimo. Muy sensual por naturaleza, encontraba en esc modo de actuar sus compensacio­nes. Su delicadeza provocaba en las mujeres el nacimiento del deseo y, si ese deseo faltaba, no quería, con toda justicia, disfru-1.11 de goce alguno. Lo veía perdidamente enamorado de C . C .,V 110 me parecía hombre capaz de conformarse con gozar sólo de la luz de sus bellos ojos. Estaba seguro de que tenía ya un plan, i uya directora, a pesar de toda su lealtad, debía ser M. M., pero ion tanta habilidad y tanta delicadeza que yo no me daría 1 tienta. Pese a no sentirme dispuesto a permitir que mis com­placencias llegaran demasiado lejos, preveía que terminaría siendo su víctima y que me birlarían a C . C . De todos modos, no podía decidirme ni a consentirlo ni a poner obstáculos a la em- presa. Sabía que mi mujercita era incapaz de permitirse cualquier exceso que pudiera disgustarme, y prefería confiar en lo difícil que sería seducirla. Me había metido en una intriga cuyas se- 1 uelas temía y cuyo desenlace despertaba sin embargo mi cu- riosidad. Era consciente de que la repetición de la cena no suponía que se representase la misma comedia; estaba conven- 1 ido de que habría cambios esenciales.

En mi opinión, lo único que debía hacer era no cambiar de conducta; y como dependía de mí marcar la pauta de la cena, me prometía una estratagema que desbarataría sus proyectos. Pero, iras tantas reflexiones, me hacía temblar la inexperiencia de C. <!., quien, pese a todos los conocimientos que había adquirido, seguía siendo novicia. Podían abusar de su obligación de ser cor­les; pero me tranquilizaba mi confianza en el alma delicada de M. M. Después de haber visto cómo había pasado yo diez horas con mi amiga, y haberla convencido de mi intención de casarme con ella, no podía suponerla capaz de una traición tan miserable. Todas estas reflexiones, que en el fondo sólo eran propias de un

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celoso débil y avergonzado, no llevaban a ninguna conclusión. Debía dejar correr las cosas y ver lo que ocurría.

A la hora habitual fui al casino, donde encontré a mis bellas amigas delante de la chimenea.

-Buenas tardes, ángeles míos. ¿Dónde está nuestro francés?Me quito la máscara y, sentándome entre las dos, les doy mil

besos que reparto por igual para no dar muestras de ninguna preferencia. Pese a saber que no ignoraban el irrefutable derecho que yo tenía sobre cada una, me mantuve dentro de los límites de la decencia. Les hice mil cumplidos por su mutuo cariño y vi que estaban satisfechas de no tener que sentir vergüenza por él. A sí transcurrió una hora, sin que se me ocurriera pasar a la menor vía de hecho, porque, como M. M. era la preferida de mi corazón, a C . C . le habrían parecido insultantes las muestras de amor que le hubiera dado.

Sonaron las tres, y el amable francés no llegaba. Cuando M. M. empezaba a estar inquieta, la portera subió para entregarme una nota que el amigo le enviaba:

«Un despacho llegado hace dos horas me impide ser feliz esta noche. Debo pasarla escribiendo. N o sólo espero que me per­donéis, sino también que no me compadezcáis. ¿Puedo esperar que me concedáis el viernes el placer del que la enemiga fortuna me ha privado esta noche? Informadme si ello es posible ma­ñana. Deseo encontraros en compañía de las mismas personas».

-Paciencia -d ijo M. M .-, no es culpa suya; cenaremos noso­tros tres. ¿Vendréis el viernes?

-S í, y lo haré encantado. Pero ¿qué te ocurre? -le dije a C. C .- ; parece haberte entristecido la noticia.

-N o , no estoy triste; lo siento por nuestra querida amiga y por ti, porque nunca he visto un hombre más cortés ni más ga­lante.

-M u y bien, bella amiga; me alegra que te haya conquistado.-¿Q u é quieres decir con eso de conquistarme? ¿Acaso se

puede ser insensible a sus modales?-M ucho mejor; estoy de acuerdo contigo, querida niña.

Dime tan sólo si lo amas.- ¿ Y qué? En caso de que lo ame, eso no significa que iría a

decírselo. Además, estoy convencida de que ama a mi mujercita.

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Se levanta tras decir esto y va a sentarse sobre M. M., y ambas amigas empiezan a prodigarse unas caricias que me hacen reír, y que poco a poco atraen mi atención. Así empecé a excitarme y a disfrutar de aquel espectáculo que conocía desde hacía tiempo.

M. M. coge el cuaderno de estampas de Meursius, donde es­taban representados los bellos combates amorosos entre muje- H's, y, lanzándome una mirada maliciosa, me pregunta si quiero que mande encender fuego en la alcoba. Adivinando su pensa­miento le respondo que me agradaría mucho, porque, como la i ama era amplia, los tres podríamos acostarnos en ella. Te­miendo que yo pudiera sospechar que su amigo estaba en su es­condite, colocamos la mesa delante de la alcoba, tranquilizando .isí mi sospecha de ser visto. N os sirven la cena y cenamos con mucho apetito. M. M. enseñaba a C . C . a hacer ponche. Las tenía delante de mí y admiraba los progresos que había hecho la be­lleza de C . C .

-Tu pecho -le d ije- debe de haber llegado a su mayor per- lección en nueve meses.

-E s como el mío -d ijo M. M .-. ¿Quieres verlo?Iras estas palabras, interrumpe su ponche para desabrochar

el vestido de su querida amiga, que la deja hacer, y ella misma se desabrocha acto seguido para permitirme hacer la comparación;6 y al instante me siento embriagado por el deseo de comparar y juzgar todo. M uy contento, pongo sobre la mesa La Academia de ¡as damas y muestro a M. M. una postura que me habría gus­tado ver. Le pregunta a C . C . si está dispuesta a mostrármela, y C. C . le responde que tenían que desnudarse y meterse en la cama. Les ruego que me hagan esc favor.

Riéndome encantado ante lo que iban a mostrarme, puse el despertador a las ocho, y en menos de cinco minutos ya esta­mos los tres desnudos, presas de voluptuosidad y de amor. N o tardaron en ponerse a la tarca con una furia semejante a la de dos tigresas que parecían querer devorarse entre sí.

Aquellas dos bellezas que luchaban ante mis ojos me infla­maron, pero no sabía por dónde empezar. Com o homenaje al

6 . Escenas similares no eran raras en el siglo XVIII, y figuran en las producciones artísticas de la época.

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sentimiento, debía dar la preferencia a C . C .; pero temía las bur­las de M. M., que habría cantado victoria echándome en cara mis palabras cuando afirmé que la amaba exclusivamente. C . C . era más delgada que M. M., y pese a ello sus caderas y muslos eran más sólidos; mientras los cabellos de M. M. eran morenos, C. C . los tenía rubios; y ambas ponían la misma habilidad en aque­lla lucha que las fatigaba sin que pudieran rematar nada.

AI final, sin poder aguantar más, me lanzo sobre ellas y, so pretexto de separarlas, me pongo encima de M. M., que se me es­cabulle y me hace caer sobre C . C ., que me recibe con los bra­zos abiertos y me hace rendir el alma en menos de un minuto, acompañando mi muerte con la suya sin tener en cuenta nin­guna precaución.

Recobrados del éxtasis, atacamos a M. M., C . C . animada por la gratitud y yo por un sentimiento de venganza porque me había forzado a serle infiel. La tuve sometida una hora larga, y me gustó ver a C . C ., que, mirándome, me parecía orgullosa de haber procurado a su amiga un amante digno de ella.

Mis heroínas terminaron rindiéndose a mis reconvenciones y, de común acuerdo, nos entregamos al sueño hasta que sonó el carillón, dispuestos a emplear como es debido las dos horas que nos quedaban hasta el momento de la retirada.

Cuando estábamos refrescándonos, el vernos desnudos nos animó. Com o C . C . se quejó noblemente de que con ella yo sólo había tenido un soplo de vida, M. M. me incitó a hacerle justi­cia; no hubo dificultades. Tras un largo combate animado por una resolución formal por ambas partes de coronarlo con el H i­meneo si hubiera secuelas que para nosotros sería un deber des­afiar, M. M. quiso correr los mismos riesgos dedicándose única­mente al amor. Despreciando lo que pudiera ocurrir, me ordenó decididamente no reparar en nada, y yo la satisfice. Embriaga­dos los tres por la voluptuosidad y los excitantes, y presas de continuos furores amorosos, derrochamos todo lo que la natu­raleza nos había dado de visible y palpable, devorando a porfía cuanto se ofrecía a la vista, sobre todo porque los tres nos sen­tíamos del mismo sexo en los tríos que formamos. Media hora antes del alba nos separamos extenuados, fatigados, saciados y humillados por tener que reconocerlo, pero nada hastiados.

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Pensando al día siguiente en aquella noche demasiado des­enfrenada, y en la que, como siempre, la lascivia había puesto a sus pies a la razón, sentí remordimientos. M. M. quería conven- 1 crine de que me amaba, y para ello su amor combinaba todas las virtudes que yo atribuía al mío: probidad, honor, verdad. Sin embargo, su temperamento, del que su razón era esclava, la arrastraba a excesos que preparaba cuidadosamente para entre­garse a ellos mientras esperaba la ocasión de convertirme en su 1 omplice. M. M. acariciaba el amor, y lo ablandaba para volverlo flexible y llegar a dominarlo sin sentirse culpable. Se creía con derecho a exigir mi aprobación; quería ignorar que podía que­jarme de haber sido sorprendido. Sabía que, para llegar a esto, sólo yo podría conseguirlo confesándome más débil, o menos valeroso que ella, cosa que habría debido darme vergüenza.

No dudaba lo más mínimo de que la ausencia del embajador había sido concertada. Habían previsto que yo lo adivinaría, y que, agradecido y picado en mi honor, no querría ser menos va­liente que ellos y pisotearía la naturaleza en nombre del senti­miento y de la obligación en que me encontraría de ser, como olios, generoso y cortés.

Dado que el embajador había sido el primero en procurarme una noche deliciosa, ¿cómo podía decidirme a impedir una noche semejante que él debía de estar deseando? Lo habían tramado bien. Mi ánimo luchaba, pero me daba cuenta de que debía con­cederles la victoria. C . C . no les preocupaba; estaban seguros de ella siempre que mi presencia no les hiciera sentirse cohibidos. I ra cosa de M. M. hacer que el alma de C . C . sintiera vergüenza si 110 se le ocurría la idea de imitarla. ¡Pobre C . C .! Ya la veía en el camino del libertinaje, ¡y aquello era obra mía! ¡A y!, no había sido nada precavido con ellas. ¿Qué haría si dentro de unos meses resulta que estaban embarazadas? Las dos caerían sobre mi con­ciencia. En ese desdichado combate entre la razón y el prejuicio, entre la naturaleza y el sentimiento, no podía decidirme ni a par- 1 icipar en la cena ni a faltar a ella. De ir, la noche transcurriría den- tro de los límites de la decencia, pero mi comportamiento habría sido ridículo, celoso, avaro, ingrato y descortés. Y si no iba, C. (.. estaba perdida, al menos para mi corazón. Sentía que dejaría de amarla, y que, por supuesto, no pensaría en casarme con ella.

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En medio de este combate de mi alma, siento la necesidad absoluta de una certeza. Me pongo la máscara y voy derecho al palacete del embajador de Francia.7 Digo al portero que tengo una carta para Versalles, y que me haría un gran favor si la en­tregaba al correo que debía volver en cuanto recibiera el despa­cho de S. E. El portero me responde que desde hacía dos meses no se había recibido ningún correo extraordinario.

-¡C ó m o ! ¿N o llegó anoche un correo?-A yer S. E. cenó con el embajador de España."Lo había adivinado, y comprendí que debía tragarme la píl­

dora y abandonar a C . C . a su destino. Si hubiera escrito a la ex­celente muchacha para que no fuera, me habría comportado de manera ruin.

Al anochecer voy expresamente al casino de Murano y es­cribo una nota a M. M. en la que le ruego excusarme porque un asunto urgente acaecido al señor de Bragadin me obligaba a pasar toda la noche con él. Tras dar este paso, vuelvo a Venecia de muy mal humor, y voy a pasar la noche en el Ridotto, donde perdí tres o cuatro veces más de lo que tenía.

Dos días más tarde fui al casino de Murano con la seguridad de encontrar una carta de M. M. La portera me la entrega: la abro y encuentro además otra de C . C . Ahora lo hacían todo en común. Ésta es la carta de C . C .:

«Nos sentimos muy mal, querido esposo, cuando supimos que no podías venir a cenar. El amigo de mi querida M. M. llegó un cuarto de hora después, y también mostró su disgusto. Nos temíamos una cena muy triste, pero no fue así. La agradable conversación de este señor nos alegró; y no podrías imaginar, querido amigo, lo alocadas que nos pusimos después del ponche con champán; y él se puso tan loco como nosotras. En los tríos no nos cansamos, y él nos hizo reír mucho. Te aseguro que es un hombre encantador, hecho para ser amado; pero es inferior a ti en todo. Ten la seguridad de que siempre te amaré a ti y de que siempre serás el único dueño de mi corazón».

A pesar de mi despecho, esta carta me hizo reír. Pero la de M. M. era todavía más singular:

7. En la Madonna dell’Orto.8. Montealegre (véase nota 3 1, pág. 650).

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«Estoy segura, ángel mío, de que has mentido por cortesía; pero has de saber que me lo esperaba. Es un regalo magnífico el que has querido hacer a nuestro amigo a cambio del que él te hizo dejando que su M. M. te entregase su corazón. Lo habrías poseído de todos modos, querido amigo, pero es muy dulce saber sazonar los placeres del amor con los encantos de la amis-i.ul. Me ha contrariado no verte, pero después he comprendido que, si hubieras venido, no nos habríamos divertido tanto, por- que nuestro amigo, pese a su gran inteligencia, tiene algunos pre- juicios por naturaleza. C . C . tiene ahora un espíritu tan libre como el nuestro; y es a mí a quien lo debe. Puedo felicitarme por haber terminado de formártela. Me habría gustado que es­tuvieras escondido en el observatorio; te aseguro que habrías pa­sado unas horas deliciosas. El miércoles estaré sola y me tendrás toda para ti en tu casino de Venecia. Hazme saber si estarás a la hora habitual junto a la estatua. Si no puedes, indícame otro día».

Tenía que responder al unísono a las dos jóvenes. Sentía amargura, pero debía mostrarme dulce: «Tú lo has querido, (Jeorges Dandin».9 Nunca he podido discernir si mi vergüenza era de buena o mala ley; y ahora sería demasiado largo tratar de resolver ese problema. En mi carta a C . C . tuve el valor de feli­citarla y de animarla a imitar a M. M. en todo como verdadero modelo de la perfección.

Escribí a esta última que me encontraría como siempre al pie de la estatua. En mi carta, llena de falsos cumplidos sobre la edu­cación que daba a C . C ., únicamente le decía esta verdad equí­voca: «Te doy las gracias por haber deseado que ocupase el observatorio. N o habría podido aguantar».

El miércoles acudí puntual a la cita. Ella llegó vestida de hombre, y no quiso ir ni a la ópera ni al teatro.

-M ejor vamos al Ridotto a perder nuestro dinero, o a do­blarlo -m e dijo.

Ella llevaba seiscientos cequíes, y yo cien poco más o menos. La fortuna nos fue adversa. Después de perder todo, encontró

9. Exactamente: «Vos lo habéis querido, Georges Dandin, vos lo habéis querido», Moliere, Georges Dandin, I, IX .

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en cierto sitio, donde sabía que debía estar, a su buen amigo, al que pidió dinero. Él volvió una hora más tarde para entregarle una bolsa con trescientos cequíes. Jugó de nuevo y se rehízo; pero, insatisfecha, volvió a perder todo, y después de mediano che nos fuimos a cenar. Me encontró triste pese a que me esfor zaba por no parecerlo. Ella, en cambio, estaba hermosa, alegre, entusiasmada y enamorada, como siempre.

Pensó que me alegraría contándome todos los detalles de la noche que había pasado con C . C . y su amigo. Eso era precisa mente lo que no debía hacer, pero la inteligencia comete a veces el error de suponer la de otro libre y desenvuelta como está ella. Yo no veía la hora de irnos a la cama para poner fin a una na rración cuyos voluptuosos detalles no causaban en mí el efecto que habrían debido provocar. Tenía miedo a ser incapaz de hacer un buen papel en la cama; para hacerlo malo, basta temerlo. Un joven enamorado nunca duda de la capacidad de su amor: si duda, el amor se venga y lo deja plantado.

Pero en la cama, la belleza, las caricias y la pureza de alma de aquella encantadora mujer disiparon todo mi mal humor. Com o las noches habían menguado, no nos dio tiempo a dormir. Tras pasar dos horas haciendo el amor, nos separamos enamo­rados. Me obligó a prometerle que ¡ría a recoger algo de dinero al casino para jugar a medias con ella. Fui, recogí todo el oro que encontré y, jugando con el sistema que en términos de juego se llama martingala,10 gané tres o cuatro veces diarias durante el resto del carnaval. Nunca perdí la sexta carta. De haberla per­dido, me habría quedado sin mis fondos, que ascendían a dos mil cequíes." Así es como aumenté el pequeño tesoro de mi que­rida M. M., que me escribió para decirme que la buena educa ción exigía que cenásemos los cuatro juntos el último lunes'2 del carnaval; y acepté.

Esa cena fue la última que celebré con C . C ., que estuvo muy alegre; pero yo ya había tomado una decisión, y reservé mis ma-

10. Sistema de juego consistente en aumentar progresivamente la apuesta perdida.

11 . La primera apuesta era de unos sesenta cequíes, y Casanova, en sus seis envites, arriesgó cerca de cincuenta mil francos.

12. El miércoles de Ceniza de 1754 cayó el 27 de febrero.

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vores atenciones para M. M. La joven, sin preocuparse en abso­luto por mi presencia, sólo se dedicó a su nuevo galán.

Sin embargo, previendo molestias imposibles de evitar, rogué .1 M. M. que arreglara las cosas para que el embajador pudiera pasar libremente la noche con C . C ., lo mismo que yo con ella; y lo preparó muy bien.

Después de cenar, el embajador habló de jugar al faraón, que las bellas no conocían,'> y para enseñarles cómo era pidió cartas e hizo una banca de cien dobles luises que se cuidó de hacer ganar a C . C . Com o no sabía qué hacer con todo aquel oro, C .< rogó a su querido amigo que se lo guardara hasta el momento en que saliera del convento para casarse.

Terminado el juego, M. M. dijo que, como le dolía la cabeza, iba a acostarse en la alcoba, y me rogó que fuera con ella para ayudarla a dormirse. De esta forma dejamos a la novicia a solas con el embajador. Seis horas después, cuando el carillón nos ad­virtió que debíamos poner fin a nuestra orgía, los encontramos dormidos. Por lo que a mí respecta, pasé con M. M. una noche tan amorosa como tranquila sin pensar nunca en C . C . Así con­cluimos el carnaval.

C A P Í T U L O V III

EL SEÑOR DE BERNIS PARTE CEDIÉNDOM E SUS

D ERECHOS SOBRE EL CASIN O . SABIOS CO N SEJO S

QUE ME DA: EL POCO CASO QUE LES HAGO.

PELIGRO DE PERECER CON M. M. EL SEÑOR MURRAY,

EMBAJADOR DF. ING LATERRA .

NOS QUEDAMOS SIN CASINO Y CESAN NUESTRAS CITAS.

GRAVE ENFERMEDAD DE M. M. ZORZI

Y CONDUI.M ER. TONINA

El primer viernes de cuaresma encontré en su casino una carta de M. M. en la que me daba dos noticias dolorosas. La pri-

i j . «Porque en el Ridotto sólo se jugaba a la baceta», anota Casa- nova al margen.

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mera, que había muerto' la madre de C . C . y la pobre chica es taba desesperada. La otra, que tras curarse de su catarro, la her mana lega había vuelto a su cuarto al mismo tiempo que la monja, tía de C . C ., había obtenido de la abadesa como especial favor que la joven dormiría en su celda. Esta circunstancia pri vaba al embajador de la esperanza de seguir cenando con ella. Todas estas desgracias me parecían pequeñas en comparación con otra mayor que yo temía: que C . C . pudiera estar embara zada. Pese a que los sentimientos que me unían a ella no fueran ya los del amor, seguían siendo lo bastante fuertes como para obligarme a no abandonarla nunca. M. M. me invitaba a cenar con su amigo el lunes siguiente. Fui, y encontré tanto al emba jador como a M. M. muy tristes. Él, por haber perdido a C . C., ella por no tenerla ya en su celda y no saber qué hacer para con solarla de la pérdida de su madre.

Hacia medianoche se despidió el embajador diciéndonos en tono triste que temía que debía pasar varios meses en Viena por un asunto de la mayor importancia. Al mismo tiempo decidí mos cenar juntos todos los viernes de ayuno.

En cuanto nos quedamos solos, M. M. me dijo que el emba jador me quedaría muy agradecido si iba al casino dos horas des­pués. Aquel hombre inteligente no podía dejarse llevar por el cariño en presencia de terceros. En todas estas cenas hasta su partida para Viena1 siempre se despidió a medianoche. N o lo hacía para ir a esconderse en el gabinete, porque nosotros nos acostábamos en la alcoba, y como, además, había hecho el amor

1. La madre de Caterina Campana murió el 13 de febrero de 1755, de donde Gugitz deduce que los hechos descritos por Casanova co­rresponden a ese año; pero ahora se sabe que las iniciales C. C. hay que atribuirlas a Caterina Capretta.

2. Se habló de enviar a Bernis a la corte imperial, pero el proyecto no cuajó; Bernis no dice nada en sus Mémoires sobre una alianza de Francia y Austria antes de 1754, que al parecer se discutió durante la embajada de Kaunitz en París (1750-1752). Enfermo en mayo de esc año, Bernis se retiró a su casa de campo, regresó en secreto varios días a Venecia y no volvió a encargarse de sus funciones hasta octubre de 1754. Casanova anota los hechos como de costumbre: algo al margen de su orden cronológico, pero dentro de los límites de un periodo pro ciso: aquí, desde su estancia en Venecia de 1753 hasta su detención.

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iinics de mi llegada, ya no tenía deseos. M. M. me encontraba i|',u.il de enamorado, algo más ardiente incluso, porque, como |«ólo podía verla una vez a la semana, yo siempre esperaba el viernes impaciente. Las cartas de C . C . que me entregaba me en- iri nocían hasta las lágrimas. Después de haber perdido a su madre, ya no podía contar con la amistad de ninguno de sus pa- 1 ientes. Me llamaba su único amigo y, hablándome de la pena que sentía pensando que mientras siguiese en el convento no podía esperar verme, me recomendaba que siguiera siendo el fiel •mugo de M. M.

l úe el Viernes Santo cuando, al llegar al casino a la hora de 1 enar, encontré a la pareja sumida en la tristeza. N o comían, ape­nas hablaban; aquello me preocupaba, pero la discreción me im­pedía preguntar la causa. En cierto momento salió M. M., y el embajador me dijo que estaba afligida con razón, pues se veía obligado a partir para Viena quince días después de Pascua.

-O s diré incluso -añadió- que tal vez no vuelva nunca; pero 110 hay que decírselo, porque se desesperaría.

Cuando M. M. volvió a sentarse a la mesa, vi que tenía los ojos hinchados de lágrimas. Esto es lo que él le dijo:

-Mi marcha es indispensable, pues no puedo disponer de mí; pero seguro que volveré una vez concluido el asunto que me obliga a irme. El casino sigue estando a vuestra disposición, pero la amistad y la prudencia me obligan a advertiros, mi que- 1 ida amiga, que no pongáis los pies en él durante mi ausencia, pues en cuanto me marche ya 110 podré contar con la fidelidad de los gondoleros que me sirven, y dudo que nuestro amigo pueda preciarse de encontrar otros incorruptibles. Os diré, ade­más, que tengo buenos motivos para sospechar que los Inqui­sidores de Estado no ignoran nuestras relaciones, y que disi­mulan por política. Y también estoy seguro de que el secreto110 podrá mantenerse en el convento en cuanto la monja que co­nocéis esté segura de que ya no salís para cenar conmigo. Las únicas personas de las que os puedo responder son el portero y su mujer. Antes de irme les ordenaré que traten a nuestro amigo i onio a mí mismo. Tendréis que poneros de acuerdo entre vos­otros, y todo irá bien hasta mi regreso si os comportáis con pru­dencia.

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»Os escribiré por medio de mi portero: su mujer os hará re cibir mis cartas como ha hecho hasta ahora, y vos os serviréis del mismo medio para responderme. Debo irme, mi querida amiga, pero mi corazón no se aleja de vos. O s dejo hasta mi vuelta en manos de un amigo que me satisface mucho haber co nocido; os ama, tiene corazón y experiencia, y no os dejará dar pasos en falso.

La noticia emocionó tanto a M . M . que nos rogó que la de járamos irse, porque necesitaba acostarse. Fijamos la fecha de la cena para el jueves después de Pascua.

Una vez que M . M . se fue, el embajador me explicó que, por encima de todo, había que mantener lejos de ella la idea de que pudiera no volver.

-V oy a trabajar con el gabinete de Viena en una obra de la que hablará toda Europa* -m e dijo-. Escribidme sin reserva al guna, y, si la amáis, cuidad de su honor y, sobre todo, si es prc ciso, tened la fuerza de enfrentaros a todo lo que pueda exponeros a desgracias que pueden preverse y que serían funes­tas para los dos. Ya sabéis lo que le ocurrió a la señora da Riva, monja en el convento de S. X X X :4 la hicieron desaparecer en cuanto se supo que estaba encinta, y el señor de Froulay, emba jador de Francia como yo, enloqueció y murió poco después. J.-

3. Alusión al primer Tratado de Versalles, firmado el 1 de mayo de 1756, por el que Austria se comprometía a permanecer neutral en la

guerra entre Francia e Inglaterra (1756-1763). El tratado no se negoció en Viena, sino cerca de Versalles, en el castillo de Bellevue; sus respon sables fueron Bernis y Starhemberg, embajador imperial en París. Las negociaciones comenzaron en 1755.

4. Maria da Riva, monja de origen patricio del convento de bene­dictinas de San Lorenzo, donde había entrado a los dieciséis años. En torno a 1740, con treinta, mantuvo una relación con el conde de Frou lay (1683-1744), embajador de Francia en Venecia desde 1733. Descu biertos esos amoríos por los Inquisidores, fue trasladada a un convento de Ferrara, de donde huyó en 1742 con otro amante, el coronel N o ­vara. Detenida en Bolonia, volvió a huir, refugiándose en Suiza, donde se casó y murió. Cuando el gobierno veneciano conoció las relaciones de la monja con el embajador de Francia, quedó consternado, pero no hizo nada por tratarse de la hija de un patricio; por esa misma razón los Inquisidores se mostraron indulgentes. Por otra parte, no hay ras tros del embarazo de Maria da Riva.

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| Rousseau' me dijo que fue por efecto de un veneno, pero se trata de un visionario: el veneno fue la pena de no poder hacer nada por esa desdichada a la que el papa terminó dispensando de sus votos: se casó y actualmente vive en Parma.

»Haced lo posible para que los sentimientos de amistad ten­gan más fuerza que los del amor, id de vez en cuando al locuto- rio y absteneos de traerla al casino, porque os traicionarán los gondoleros. La certidumbre en que estamos de que ninguna de las dos está embarazada disminuye mucho mi pena; ¡pero ad­mitid que habéis sido muy imprudente, y que habéis desafiado una desgracia terrible! Pensad en la actitud extrema que habríais tenido que adoptar, pues estoy seguro de que no habríais sido capaz de abandonarla. M. M. pretende que es fácil abortar to­mando ciertas drogas, pero la he desengañado. Por el amor del cielo, sed prudente de ahora en adelante y escribidme todo lo que ocurra: mi deber me obliga a interesarme por su destino.

Me llevó a Venecia, y se fue a su casa. Pasé una noche muy agitada y al día siguiente volví al casino para escribir a la afligida una carta hecha con el fin de insinuarle la necesidad en que es­tábamos de someternos a una conducta más prudente.

En su respuesta, que recibí al día siguiente, vi pintada a lo vivo la desesperación que angustiaba su alma. La naturaleza había desarrollado en ella un temperamento que le volvía insoportable el claustro, y yo preveía los furibundos combates que debía pre­pararme a sostener con ella y conmigo mismo.

Nos vimos el jueves después de Pascua. Yo la había avisado de que llegaría a medianoche. Para entonces, M. M. ya había pa­sado cuatro horas en compañía de su amigo quejándose amar­gamente de su cruel destino. Después de cenar, el embajador se marchó pidiéndome que me quedara con ella, cosa que hice sin pensar en absoluto en esos placeres a los que no podemos en­tregarnos cuando tenemos el corazón encogido por una gran pena. M. M. había adelgazado, y la compasión que me provo-

5. «Al señor de Froulay se le iba la cabeza», dice en sus Confesio­nes (libro V II) Jean-Jacques Rousseau, que fue secretario de la embajada de Francia en Venecia con Jean le Blond, que cubrió la interinidad de Froulay hasta la llegada de su sucesor.

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caba excluía cualquier otro sentimiento. La tuve entre mis bra zos una hora, cubriendo de mil besos su deliciosa cara, feliz de ver que mi alma se dedicaba por entero a respetar su dolor. Ha bría creído insultarla si la hubiera invitado a distraerse con un abandono al que su alma, igual que la mía, no habría podido en tregarse. Al separarnos me dijo que nunca se había sentido tan segura de que la amaba como esa noche, y me rogó no olvidar que sólo me tenía a mí como único amigo.

La semana siguiente, antes de la cena, el embajador llamó al portero y en presencia suya redactó un documento que le hizo firmar, y en el que me transmitía todos sus derechos sobre lo que había en el casino, y le ordenaba servirme en todo como siempre había hecho con el.

Debíamos cenar juntos por última vez dos días más tarde; pero encontré a M. M. sola, como una estatua de mármol blanco de Carrara.

-Se ha ido -m e dijo-, y me deja a tu cargo. Mañana por la noche se marchará de Venecia. ¡Hom bre fatal al que quizá no vuelva a ver y al que no sabía amar! Ahora que lo pierdo me doy cuenta. N o era feliz antes de conocerlo, pero tampoco podía decir que era desgraciada. Ahora siento que lo soy.

Pasé toda la noche con ella para calmar su dolor. Entonces se me reveló el carácter de su alma, tan arrebatada para el placer cuando se creía feliz como sensible al dolor cuando el sufri miento la abrumaba. Me dio una cita para que fuera dos días más tarde al locutorio, y me alegró mucho verla menos triste. Me en­señó una breve carta que el amigo le había escrito desde Treviso. Luego me invitó a ir a verla dos veces por semana, y que unas veces iría a la reja acompañada por una monja y otras veces por otra, pues preveía que mis visitas darían que hablar en el con vento en cuanto se supiera que se trataba del mismo que siem pre iba a misa a su iglesia. Por eso me dijo que me anunciara con otro nombre para no despertar ninguna sospecha en la cabeza de la tía de C . C .; lo cual, sin embargo, no le impediría ir a la reja sola cuando tuviera necesidad de hablarme sin testigos. Me pidió luego otro favor, que no me costó mucho concederle. Quiso que le prometiese que cenaría y dormiría en el casino una vez por semana al menos, y que después de cenar le escribiese

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una breve carta que la portera se encargaría de hacerle llegar, 1 orno siempre.

Así pasamos quince días muy tranquilos, hasta que recobró su entusiasmo y recuperaron fuerza sus inclinaciones amorosas.I .1 noticia que entonces me dio, y que puso bálsamo en mi alma, lúe que C . C . estaba por fin fuera de peligro.

Siempre enamorados, nos irritaba vernos reducidos al único recurso de una fastidiosa reja. N os devanábamos los sesos para encontrar algún medio que nos permitiera vernos a solas. M. M. me aseguraba que seguía estando convencida de la fidelidad de la jardinera para salir y volver a entrar sin temor a ser vista, dado que la puertecita contigua al convento por la que entraba en el jardín no podía verse desde ninguna ventana y hasta todos la creían condenada; tampoco podía verla nadie cuando cruzaba el jardín para llegar al punto donde estaba el pequeño embarca­dero, que pasaba por impracticable. Sólo necesitábamos una góndola de un remo, y le parecía imposible que, a fuerza de oro, no pudiera yo encontrar un barquero del que estuviéramos se­guros. Me di cuenta apenado de que sospechaba frialdad en mi amor.

Le propuse entonces ir solo, en una barca llevada por mí mismo; desembarcaría, entraría en el jardín y luego en su celda, guiado por ella o por la lega, pasaríamos juntos toda la noche e incluso todo el día siguiente si estaba segura de poder escon­derme; pero este plan la hacía estremecerse: temblaba pensando en el peligro al que yo me exponía.

-Puesto que sabes remar -m e dijo-, ven en la barca, avisán­dome por anticipado de la hora y, si es posible, del momento; la mujer fiel estará al acecho, y puedes estar seguro de que no te haría esperar más de cuatro minutos; subiré a la barca y nos ire­mos al casino, donde juntos pasaremos unos pocos momentos lelices.

Le prometí pensar en el plan, y con eso logré contentarla.Compré una barca pequeña, y, sin avisarla, fui por la noche

completamente solo a dar la vuelta a la isla para examinar todos los muros del convento por la parte de la laguna. Vi una puerte­cita cerrada que sólo podía ser la del atracadero por la que ella solía salir. Pero para ir desde allí al casino había que rodear la

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mitad de la isla; un trayecto complicado porque las partes secas obligaban a salir a alta mar; con un solo remo, habría necesitado un cuarto de hora por lo menos.

En cuanto me vi seguro, comuniqué el plan a M. M., que se alegró mucho. Decidimos que sería el viernes siguiente a la fiesta de la Ascensión, y ese mismo día fui enmascarado al locutorio, donde sincronizamos nuestros relojes; luego fui al casino para encargar una cena para dos.

Una hora después de la puesta del sol, fui a San Francesco de la Vigna,6 donde tenía mi barca en una cavana7 alquilada. Des pués de haber mandado secarla y aparejarla, me vestí inmedia tamente de barquero, subí a popa y bogué directamente hacia el atracadero del convento, cuyo portillo se abrió en el instante mismo de mi llegada, y donde no tuve necesidad de esperar los cuatro minutos. M. M. salió nada más abrirse la puerta, que vol vió a cerrarse, y bajó a la barca envuelta en el capuchón de la manteleta. Un cuarto de hora más tarde, sin forzar en absoluto la marcha, llegábamos al casino, donde ella desembarcó al in.s tante, y también yo dos minutos después, porque tuve que ama rrar la barca con una cadena y asegurarla con un candado para protegerla de los ladrones, que por la noche se divierten robando todas las que pueden cuando las encuentran atadas sólo con la cuerda. Sudaba a mares, pero eso no impidió a mi ángel saltar a mi cuello; su agradecimiento desafiaba al amor; orgulloso de mi hazaña, me alegraba con los impulsos de su ánimo. Com o se me había olvidado llevar una camisa, me dio una de las suyas des­pués de secarme y de haber absorbido a fuerza de polvos el sudor que me empapaba la cabeza. N o cenamos sino después de haber pasado dos horas presas de la pasión que nos hacía arder con más fuerza aún que al principio de nuestro amor. N o hice caso a lo que me decía, y en el momento del peligro, temiendo demasiado el cuadro que su amigo me había pintado y que había dejado una impresión imborrable en mi alma, la engañé. A M.

6. Antiquísima iglesia edificada sobre una viña; su reconstrucción, dirigida por Sansovino, se hizo junto a los Pondamente Nuove, no lejos del palacio Bragadin.

7. E l italiano denomina cavana a una pequeña dársena, a veces cubierta, para barcas.

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M , alegre y traviesa, le divirtió la novedad de mi ropa de bar­quero, y animó nuestro placer con las expresiones más libres; pero no tenía necesidad de añadir nada a mi ardor, porque la amaba más que a mí mismo.

Las noches eran cortas; ella debía regresar al convento a las seis,“ y daban exactamente las cuatro9 cuando nos sentábamos a la mesa. Pero lo que vino no sólo a turbar nuestra alegría, sino .1 erizarnos los cabellos, fue una tormenta que se levantaba a po­niente. Sólo podíamos consolarnos contando con la naturaleza «le esas tormentas, que nunca suelen durar más de una hora. Es­perábamos que aquélla no sería una excepción y no dejaría a su espalda un viento demasiado fuerte para mí: por más decidido que fuera, no tenía ni la práctica ni el vigor de un barquero.

En menos de media hora estalla la tormenta entre rayos y re­lámpagos, el trueno retumba sin cesar y, tras una lluvia muy luerte, el ciclo se serena, pero sin luz de luna, como siempre ocu- rre en la festividad de la Ascensión.

Dan las cinco, y lo que había previsto ocurre. A raíz de la tormenta, el viento lebeche,10 contrario a la dirección que de­bía tomar, soplaba con fuerza: «ma tiranno del mar Libecchio resta»." Ese lebeche que Ariosto llama, con razón, tirano del mar, es el sudoeste; yo no lo decía, pero aquel viento me asus­taba. Explico a M. M. que debíamos sacrificar una hora de pla­cer a la prudencia. Teníamos que partir enseguida, porque si el viento aumentaba no conseguiría doblar la punta de la isla. M. M. comprende enseguida la situación y se acerca al cofre, cuya llave también tenía, para coger cuarenta o cincuenta cequíes que necesitaba. Se quedó encantada al ver cuatro veces más oro del que poseía al terminar la cuaresma. Me dio las gracias por no ha­berle dicho nada, y, asegurándome que sólo quería mi corazón,

8. Sobre las tres de la madrugada.9. Sobre la una de la madrugada.10. Viento del sudoeste, un ábrego muy cálido y seco procedente

de Libia, como indica su etimología en español y en italiano: libecchio,libeccio.

1 1. «Pero queda el lebeche, tirano del mar»; Ariosto, Orlando fu ­rioso, X IX , 51, v. 8: « £ Sol del mar tiran Libecchio resta». «Verso culto del Ariosto», anota en el margen Casanova.

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bajó y se tendió cuan larga era en la barca. Subí a popa lleno de coraje y de miedo al mismo tiempo, y cinco minutos más tarde- doblaba la punta. Pero fue mar adentro donde encontré una re­sistencia superior a mis fuerzas. De no ser por esa resistencia, me habrían bastado diez minutos. Sin un remero a proa me pa recía imposible poder desafiar al viento y la corriente; bogaba con todas mis fuerzas, pero lo único que conseguía era que la embarcación retrocediese. Tras media hora de esta angustiosa si tuación, empecé a sentir que me faltaba el aliento, pero no me atrevía a decir nada; no podía pensar en descansar, porque el menor respiro me habría lanzado en un instante hacia atrás. M.

M. guardaba silencio, por miedo a hablar, advirtiendo que no tendría fuerzas para responderle. Me veía perdido.

Entonces veo venir a lo lejos y rápidamente una barca. Se­guro de ser socorrido, espero a que me pase, pues de otro modo el viento no le habría permitido oír mi voz. Nada más verla a mi izquierda, a sólo dos toesas de distancia, grito:

- ¡D o s cequíes a quien me ayude!La barca arría enseguida la vela, viene hacia mí con cuatro re­

mos, me aborda y no pido más que un hombre que me lleve a la punta opuesta de la isla. Me exigen un cequí, que doy enseguida, prometiendo el otro al hombre que me lleve hasta la punta su­biendo a popa. En menos de diez minutos, y bogando yo a proa, nos vimos ante el pequeño embarcadero del convento; pero tenía demasiado aprecio al secreto para arriesgarme a desvelarlo: lle­gados a la punta, despedí a mi hombre dándole su cequí. Desde allí, con viento a favor, no tardé en llegar hasta el portillo, donde M. M. desembarcó tras decirme sólo estas cinco palabras:

-Vete a dormir al casino.Me pareció muy prudente su consejo, y lo seguí. Tenía el

viento a favor; de haber querido ir a Venecia, en la dirección contraria, habría corrido el mismo peligro que a la ida. Me fui a la cama, dormí ocho horas seguidas; escribí a M. M. que me en­contraba bien, y que volveríamos a vernos en la reja; luego fui a San Francesco, donde, tras haber mandado guardar mi barca en la cavana, me enmascaré y fui a pasear al Listón.12

12 . Pasco elegante, en la plaza de San Marcos; la buena sociedad re-

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Al día siguiente, M. M. bajó sola a la reja para hacer conmigo todas las consideraciones que su razón necesitaba hacer después de cuanto nos había ocurrido. Pero la conclusión a que llega­mos no fue decidirnos a no exponernos de nuevo a un peligro como aquél; sólo pensamos en la manera de prevenir la tormenta si volvía a repetirse, suspendiéndolo todo en el instante en quel.i viéramos nacer. Nos bastaba con un cuarto de hora: era toda la prudencia que el amor nos permitía adoptar, y fijamos nuestro segundo encuentro para la tercera fiesta de Pentecostés. De no habernos encontrado con la embarcación que iba a Torcello, me habría visto obligado a volver con M. M. al casino, y, como ya no podía regresar al convento, se habría quedado conmigo. Yo ha­bría tenido que salir con ella de Venecia para no volver a poner los pies en la ciudad, y, una vez unida la suerte de M. M. a la mía, mi vida se habría vuelto dependiente de un destino com­pletamente distinto de aquel cuyas combinaciones me han lle­vado a encontrarme hoy, a los setenta y dos años, en Dux.

Seguimos viéndonos una vez a la semana durante tres meses, siempre enamorados y sin que viniera a turbarnos el menor incidente. M. M. no podía dejar de dar cuenta de todo al emba­jador, a quien también yo debía escribir todo lo que nos pasaba. Nos respondía congratulándose por nuestra felicidad, pero adviniéndonos que sólo podía prever desgracias si no nos deci­díamos a abandonar nuestra relación.

El señor Murray, embajador residente de Inglaterra,,} hom­bre atractivo, inteligente, culto y extraordinariamente aficionado al bello sexo, a Baco y a la buena mesa, mantenía a la famosa An- cilla, que me había conocido en Padua y que quiso presentarme a él. Este buen hombre, tras invitarme a cenar tres o cuatro veces, no tardó en hacerse amigo mío poco más o menos comolo había sido el embajador, con una diferencia: a éste le gustaba ser espectador, y aquél prefería ser el espectáculo. Nunca estuve de más en sus encuentros amorosos, en los que, a decir verdad,

corría arriba y abajo el Listón en una especie de acto social en el que se saludaban, conversaban, cortejaban los caballeros a las damas, etcétera.

13. John M urray fue residente inglés en Venecia desde octubre de 1754 hasta m ayo de 1766. El episodio que sigue no puede haber tenido lugar en julio o agosto de 1754, sino más tarde.

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se portaba valerosamente; a la lasciva Ancilla le encantaba te­nerme por testigo; pero nunca les di la satisfacción de participai en sus combates. Yo amaba a M. M., pero no era ésa la principal razón. Ancilla siempre estaba ronca y se quejaba continuamente de un dolor interno en la garganta; y yo tenía mucho miedo a l.i s ..., pese a que Murray gozase de buena salud. Ancilla murió ese otoño,■« y un cuarto de hora antes de expirar, su amante Mu rray, cediendo en mi presencia a sus instancias, le rindió el úl timo homenaje de tierno amante a pesar del cáncer que la desfiguraba. Toda la ciudad se enteró del episodio, porque fue el quien lo hizo público citándome en calidad de testigo. Fue uno de los espectáculos más impresionantes que he visto en toda mi vida. El cáncer, que le había roído la nariz y la mitad de la bella cara de esta mujer, le había subido al esófago dos meses después de creerse curada de la sífilis gracias a una unción de mercurio que le administró un cirujano llamado Lucchesi, que se había comprometido a curarla por cien cequíes. Ella se los prometió por escrito, a condición de pagárselos únicamente cuando él hu biera hecho el amor con ella. Lucchesi no quiso, y como ella se había empeñado en no pagarle a menos que se atuviera a la con dición estipulada, el caso fue llevado ante los magistrados. En Inglaterra Ancilla habría ganado su proceso, pero en Venecia lo perdió. En su sentencia, el juez argüyó que una condición cri minal incumplida no perjudicaba en absoluto la validez del con­trato. Sabia sentencia.

Dos meses antes de que el cáncer hubiera corroído y vuelto repugnante el delicioso rostro de esta cortesana célebre, mi amigo el señor Memmo,15 más tarde procurador de San Marcos, me pidió que lo llevara a casa de Ancilla. Estábamos en medio de una estupenda conversación cuando llega una góndola y vemos

14. Ancilla aún bailó en el teatro San Moisé de Venecia durante el carnaval de 1755. Su muerte debió ocurrir, si Casanova fue testigo, en primavera o verano de 1755, porque en otoño de ese año ya estaba en carcclado.

15. Andrea Memmo (1729-179 3), personaje de gran cultura y muy estimado, fue senador, embajador en Roma y Constantinopla y procu rador de San Marcos, la dignidad más alta después del dux. Fue iniciado en la masonería por Casanova, a quien estuvo muy ligado.

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desembarcar al conde de Rosenberg,'6 embajador de la corte de Viena. Asustado porque un noble veneciano no debe encon-11.irse en ninguna parte con un embajador de una corte extran-1 .1 ,i sin volverse culpable de traición al Estado, el señor Memmo s.ile a toda prisa del aposento de Ancilla para escapar y yo lo sigo; pero, camino de la escalera, se topa con el embajador, quien, viéndolo esconderse, se echa a reír a carcajadas. Inme­diatamente subo a la góndola del señor Memmo con éste y lo acompaño a casa del señor C avalli,'7 secretario de los Inquisi­dores de Estado, que vivía a cien pasos de allí, en el mismo Gran< anal. La única forma que el señor Memmo tenía para librarse ,tl menos de una gran reprimenda era ir cuanto antes a confesarlo ocurrido al secretario del tribunal, quien así vería su inocen- . 1.1; estaba encantado de que yo lo acompañase para que diera testimonio del suceso.

Kl señor Cavalli recibe al señor Memmo con una sonrisa, di- ciéndole que había hecho muy bien en ir a confesarse sin pérdida de tiempo. Entonces el señor Memmo, muy sorprendido, le re­lata la breve historia del encuentro, y el secretario le dice en tono grave que estaba informado y que no dudaba de la veracidad de su relato, puesto que las circunstancias eran las mismas que ya le habían referido.

Cuando dejamos al señor Cavalli, hablamos del caso lo bas­tante para llegar a la conclusión de que era imposible que lo co­nociese; pero el tribunal se rige por una máxima: hacer que todo el mundo crea que no hay nada que se le puede escapar.

El residente M urray se quedó sin amante oficial tras la muerte de Ancilla; pero, pasando de una a otra, siempre tenía las mujeres más guapas de Venecia. Este amable epicúreo fue destinado dos años después'8 a Constantinopla, donde estuvo veinte años como embajador de su país. El año 1778 volvió a Ve-

16. Em bajador imperial en Venecia del 13 de julio de 1754 al 1 de julio de 1764 (véase nota 7, pág. 869).

17. Domenico Cavalli, secretario de M ocenigo en París, residente veneciano en Milán, Turín y Ñ apóles; en 1761 fue secretario del C o n ­sejo de los Diez que hizo encarcelar a Casanova bajo los Plomos.

18. M urray no se hizo cargo de sus funciones en Constantinopla hasta 1766. M urió en Venecia en 1775, de paso hacia Londres para re-

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necia con la intención de establecerse en la ciudad y terminal allí sus días en paz, sin querer intervenir en los asuntos políticos, pero murió en el lazareto ocho días después de terminar su cua rentena.

La Fortuna, que seguía favoreciéndome en el juego, y mis encuentros con M. M., cuyo secreto nadie podía traicionar, por que las únicas monjas en condiciones de revelarlo estaban inte resadas en mantenerlo siempre inviolable, me hacían llevar una vida muy feliz; pero preveía que, en cuanto el embajador se de cidiera a privar a M. M. de la esperanza que ésta seguía teniendo de verlo regresar a Venecia, también reclamaría a los criados que seguía manteniendo a su costa en Venecia, y nos quedaríamos sin casino. Para colmo, me sería imposible continuar yendo .1 Murano, remando solo en una frágil barca, en cuanto llegase la mala estación.

El primer lunes de octubre, día en el que, abiertos los tea tros, empiezan las máscaras, voy a San Francesco, subo a popa de mi embarcación y voy a Murano a recoger a M. M., que me esperaba. De allí me dirijo al casino, y, como las noches eran ya más largas, cenamos, luego vamos a acostarnos y, al sonar el des pertador, cuando nos disponemos a intercambiar unos amorosos buenos días, un ruido que me parece venir del lado del canal me hace acercarme a la ventana. Estupefacto, veo una gran barca que se marchaba llevándose la mía. G rito a los ladrones que les doy diez cequíes si me devuelven la barca, pero se echan a reír: no me creen y se van, seguros de que a esa hora 110 podía pedir auxilio ni correr tras ellos. Me quedé desolado, y hasta M. M. se desesperó, pues no veía cómo podría remediar yo aquella des gracia. Me visto a toda prisa sin pensar ya en el amor, consolán dome únicamente con la idea de que aún tenía dos horas para ir en busca de una embarcación, costara lo que costase. N o me ha bría importado nada si hubiera podido tomar una góndola, pero al día siguiente los barqueros no habrían dejado de contar por todo Murano que habían devuelto a una monja a tal convento. N o quedaba más solución que encontrar una barca y comprarla.

solver asuntos familiares tras la muerte de su esposa, lady Wentworth (y no Holderness), de la que vivía separado.

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Me guardo unas pistolas en el bolsillo y, tras coger un remo y un gancho, me marcho asegurando a M. M. que volvería con una embarcación aunque tuviera que robar la primera que encon-11 ase. Con esa idea llevaba el remo y el gancho. Los ladrones ha­bían aserrado la cadena de la mía con una lima sorda. Yo carecía de limas.

Llego al Puente Grande, donde sabía que había barcas, y veo muchas, sueltas y amarradas, pero había gente en el muelle. Co- 1 riendo como un poseso, veo al final del muelle una taberna abierta. Entro y pregunto al mozo si había allí barqueros. Me rontcsta que había dos, pero borrachos. Voy a hablar con ellos v les pregunto quién quiere ganarse cuatro libras por llevarme enseguida a Venecia. Al oír la propuesta, empiezan a discutir para tener la preferencia. Los calmo dando cuarenta sueldos al más borracho, y salgo con el otro.

-H as bebido demasiado -le digo-; préstame tu barca y te la devolveré mañana.

-N o te conozco.-Te dejaré en prenda diez cequíes, aquí los tienes; pero

¿quién me responde por ti? Porque tu barca no vale tanto y po­drías dejármela.

Me vuelve a llevar entonces a la misma taberna y el mozo sale fiador de que, si yo volvía durante la jornada con la barca, el propietario me devolvería mi dinero. Muy contento con el trato hecho, me lleva a su barca, mete dos ganchos y otro remo, y se va satisfecho de haberme engañado como yo de haber querido serlo. Todo este episodio me había llevado una hora. Llegué al casino, donde M. M. estaba presa de la mayor inquietud; pero en cuanto me vio, volvió a reaparecer toda su alegría. La llevé al convento y me fui a San Francesco, donde el hombre que me al­quilaba la cavana creyó que me burlaba de él cuando le dije que había cambiado mi barca por aquélla. Me puse la máscara y me lui a casa a meterme en la cama, porque todo aquel enredo me ha­bía agotado.

En esa misma época, la fatalidad hizo que conociese al patri­cio Marcantonio Zorzi, hombre inteligente y célebre en el arte de escribir coplas satíricas en lengua veneciana. A este hombre también le gustaba el teatro, y, ambicionando el honor de con­

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vertirse en dramaturgo, había escrito una comedia que el píi blico había silbado. Se le había metido en la cabeza que el fracaso de su obra se debía a una conjura organizada contra él por el abate Chiari,"' poeta del teatro Sant’Angelo,20 y por eso se de claró enemigo jurado de todas las comedias de ese abate. N o me resultó difícil entrar a formar parte del grupo del tal Zorzi, que tenía un buen cocinero y una mujer encantadora.21 Él sabía que no me gustaba Chiari como autor; además, pagaba a sus criados para que silbaran inmisericordes todas sus obras. Mi di versión consistía en criticarlas en versos martellianos,22 versos malos que estaban en boga en aquel entonces. El señor Zorzi se encargaba personalmente de distribuir copias de mis críticas. Esta maniobra me creó un poderoso enemigo en la persona del señor Condulmcr, que también me odiaba porque yo parecía gozar de los favores de la señora Zorzi, a quien antes de mi apa rición había cortejado asiduamente. El tal señor Condulmcr tenía razones para odiarme, porque, propietario de gran parte del teatro de Sant’Angclo, el fracaso de las obras del poeta le perjudicaba; los palcos sólo se conseguían vender a precios ba jísimos. Tenía sesenta años,2’ le gustaban las mujeres, el juego y la usura; pero pasaba por un santo, pues todas las mañanas se dejaba ver en la misa de San Marcos y nunca dejaba de llorar de

19. Pietro Chiari ( 17 11 - 17 8 5 ) , polígrafo italiano, autor de novelas y comedias, mantuvo con Goldoni una rivalidad que gozó de gran eco en los ambientes culturales venecianos. Su éxito se debió a unas obras que adulaban al público y se prestaban a las exigencias de los cómicos. La posteridad no ha confirm ado ese éxito. Casanova dirigió contra «este poeta algo fanfarrón» una carta satírica por su intento de restau rar el verso martclliano.

20. Construido en 1676 junto al Gran Canal por Francesco Santo­rini, que ya era empresario del teatro San M oisé, el teatro di Sant’An gelo era propiedad de los Marcello y los Capello.

2 1. María Teresa Zorzi, apellidada Dolfin de soltera, debió morir en 1794. Mantuvo correspondencia con Casanova.

22. Versos de catorce sílabas, que imitan a los alejandrinos, utiliza­dos por primera vez en Italia por Pier Jacopo Martelli (1665-1727), dra maturgo y poeta que trató de reform ar la tragedia con sus ensayos teóricos y sus obras teatrales.

23. Condulmcr, nacido en 17 0 1, fue nombrado Inquisidor de Es­tado en febrero de 1755.

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lantc de un crucifijo. Le hicieron consejero al año siguiente, y en calidad de tal fue durante ocho meses Inquisidor de Estado. I )esd c ese eminente puesto no le fue difícil insinuar a sus dos 1 olegas que había que encerrarme en los Plomos por perturba­dor de la paz pública. Hablaremos de ello en los sucesos que ocurrieron nueve meses más tarde.

A principios de invierno24 se conoció la sorprendente noticia de la alianza entre la casa de Austria y Francia. El sistema polí­tico de toda Europa cambiaba a consecuencia de este inesperado tratado que hasta ese instante parecía inverosímil a todas las ca­bezas pensantes. La parte de Europa que mayor motivo tenía para alegrarse era Italia, porque de golpe veía esfumarse el peli­gro de convertirse en el teatro de la guerra en cuanto surgiera entre ambas cortes la menor diferencia. Este famoso tratado había salido de la cabeza de un joven ministro que hasta ese mo­mento sólo había representado en la carrera política el papel de hombre inteligente. Este sorprendente tratado que murió al cabo tle cuarenta años fue urdido el año 1750 entre Madame de Pom- padour, el conde, luego príncipe de Kaunitz,2* embajador de Viena, y el abate de Bernis, que no fue conocido hasta el año si­guiente, cuando el rey lo nombró embajador en Venecia. Tras doscientos cuarenta años de enemistad, el tratado logró la alian­za entre las casas de Austria y de Borbón. El conde de Kaunitz, que en ese mismo periodo regresó a Viena, llevó a la emperatriz María Teresa una carta de la marquesa de Pompadour que dio los últimos toques a la gran negociación. El abate de Bernis lo concluyó en Viena ese mismo año, conservando su cargo de em­bajador de Francia en Venecia. Tres años después,26 siendo mi­nistro de Asuntos Extranjeros, restableció el Parlamento; luego

24. Com o se ha visto (nota 3, pág. 954), las negociaciones oficiales se iniciaron en secreto en septiembre de 1755, y la alianza se concluyó el 1 de m ayo de 1756 con el Tratado de Vcrsalles. E l 21 de agosto de 1755, el mismo día en que María Teresa fracasa en sus intentos de alianza entre Francia y Austria, Casanova era condenado a cinco años de cárcel en los Plomos.

25. Kaunitz fue principe en 1764, gracias a la elevación de José II al título de emperador romano.

26. N o se sabe nada sobre una estancia de Bernis en Viena; y fue nombrado ministro de Asuntos Extranjeros el 16 de junio de 1757.

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fue nombrado cardenal; posteriormente cayó en desgracia, y, por último, fue enviado a Roma, donde murió. Mors ultima linca rerum est.,?

Nueve meses después de su marcha,28 anunció a M. M. que lo reclamaban en su país sirviéndose de los términos más suaves, pero, si yo no hubiera prevenido el golpe preparándola poco .1 poco para que lo superase, habría sucumbido. Fue a mí a quien el embajador envió sus instrucciones: cuanto había en el casino debía ser vendido, y lo que se sacase debía entregarse a M. M.,

excepto los libros y las estampas, que el portero tenía que lie varíe a París.

Mientras M. M. no hacía otra cosa que derramar lágrimas, me encargué de ejecutar todas sus órdenes. A mediados de enero de 1755 ya no teníamos casino. M. M. se quedó con dos mil ce quíes, sus diamantes y alhajas, reservándose venderlas más ade­lante para constituir una renta vitalicia, y me dejó la cajita donde guardábamos el dinero del juego, en el que seguíamos yendo a medias. En esa época, yo era dueño de tres mil cequíes, y no vol vimos a vernos más que en la reja; pero cayó enferma y corrió peligro de muerte. La vi en la reja el 2 de febrero con los signos de una muerte próxima en la cara. Me entregó el escriño con todos sus diamantes, todo el dinero que poseía menos una pe­queña suma, todos los libros escandalosos y todas sus cartas, di ciéndome que debía devolverle todo si escapaba de la enferme­dad, y que todo me pertenecería si llegaba a morir. Me dijo que C . C . se encargaría de darme noticias suyas por carta y me rogó que la compadeciera y siguiese escribiéndole, porque sólo mis cartas podían prestarle algún consuelo; esperaba tener fuerza su ficiente para leerlas hasta el último momento de su vida. Rom piendo a llorar le aseguré que me quedaría en Murano hasta que

27. «La muerte es la última línea de todas las cosas», Horacio, Epís­tolas, I, 16, 79.

28. Q uizá nueve meses después de su partida para su casa de campo (véase nota 2, pág. 952). De hecho, Bernis volvió a Venecia en noviem­bre de 1754 y fue a Pariría en enero de 1755, aunque pasó por Venecia en abril de 1755 para recibir las órdenes menores de manos del pa triarca. Parece, sin embargo, que regresó a Venecia en una ocasión tras las negociaciones hechas en Francia.

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hubiera recobrado la salud. Al despedirse me dijo que estaba se- 1 m a de que la tía de C . C . le cedería a la joven.

En medio de la mayor aflicción mandé llevar a una góndola un saco lleno de libros y de paquetes de cartas; y, tras guardarme las bolsas del dinero en mis bolsillos y con el escriño bajo el bra­zo, volví a Venecia, donde puse todo en lugar seguro en el pala- »io Bragadin.'» Una hora después volví a Murano para pedir a I aura que me buscase una habitación amueblada donde pudiera vivir con toda libertad. Me respondió que sabía dónde había dos habitaciones amuebladas y una cocina, que podría conseguir a buen precio e incluso sin tener que decir quién era si pagaba por adelantado el mes a un viejo que vivía en la planta baja; este viejo me daría todas las llaves, y, si lo deseaba, no vería nunca a nadie. I n cuanto me facilitó la dirección, fui inmediatamente: como todo me pareció de mi agrado, pagué un mes al viejo, que me dio la llave de la puerta de la calle y me proporcionó la ropa de las camas. Era un casino al final de un callejón sin salida que daba al canal. Volví a casa de Laura para decirle que necesitaba una criada que fuera a comprarme la comida y pudiera hacer mi cama; me la prometió para el día siguiente.

Regresé entonces a Venecia, donde hice mi equipaje como si tuviera que emprender un largo viaje. Después de cenar me des­pedí del señor de Bragadin y de los otros dos amigos, diciéndo- les que me veía obligado a alejarme de ellos durante unas sema­nas por un asunto de la mayor importancia.

A la mañana siguiente tomé una góndola de parada y fui a mi nuevo y pequeño casino, donde me sorprendió mucho en­contrar muy contenta a Tonina, la hija de Laura, de quince años, que, ruborizándose, pero con una especie de viveza que no sos­pechaba yo en ella, me dijo que tendría el valor de servirme con tanto celo como el que pudiera tener su madre.

En la aflicción en que me encontraba, no pude agradecer a

29. En 1754, en el momento del bautismo de la pequeña Giacomo ( .roce, Casanova declara estar domiciliado junto a la parroquia Santa Marina Form osa, a la que pertenecía el palacio Bragadin; por eso es probable que haya cambiado de domicilio para no perjudicar a su pro­tector, debido a su amistad con el embajador francés, lo cual no excluye que haya depositado en su antigua casa algunos objetos preciosos.

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Laura este regalo, y decidí incluso que, como las cosas no podían ir como ella pensaba, su hija no podría quedarse a mi servicio Mientras tanto, traté a la muchacha con dulzura, le dije que es taba seguro de su buena voluntad, pero que deseaba hablar con su madre. Añadí que quería pasar todo el día escribiendo, que no comería nada hasta la noche y que debía encargarse de traer co mida suficiente. Tras salir de mi habitación, volvió sobre sin pasos para darme una carta, diciéndome que se le había olvidado entregármela antes.

-N unca debes olvidar nada -le dije-, porque si hubieras tai dado un solo minuto más en darme esta carta habría podido ocurrir una gran desgracia.

Se ruborizó avergonzada. Era una breve carta de C . C . en l.i que me decía que su amiga guardaba cama y que el médico del convento la había encontrado con fiebre. Me prometía una carta larga para el día siguiente. Pasé la jornada poniendo en orden mi habitación y luego escribiendo a M. M. y a mi pobre C . C. Tonina vino a traerme velas y a decirme que mi cena estaba pre parada. Le dije que me la sirviese, y, viendo que sólo había puesto un cubierto, le mandé poner otro para ella, añadiendo que siempre comería conmigo. N o tenía demasiado apetito, pero todo me pareció excelente menos el vino. Tonina prometió en contrarmc otro mejor y se fue a dormir en la antecámara.

Después de sellar las cartas, fui a ver si Tonina había cerrado la puerta de su habitación por el lado de la escalera y había pa­sado el cerrojo. Suspiré al verla dormir profundamente, o fin giendo hacerlo. N o me resultaba difícil adivinar lo que se le pasaba por la cabeza, pero en toda mi vida nunca me había en­contrado en una aflicción como aquélla; medía su grandeza por la indiferencia con que contemplaba a Tonina y por la certeza en que estaba de que ni ella ni yo corríamos riesgo alguno.

Al día siguiente la llamé muy temprano, y entró vestida con mucha decencia. Le di la carta para C . C . que contenía otra para M. M., diciéndole que se la llevara enseguida a su madre y vol viera para hacerme el café. Al mismo tiempo le dije que come ría a mediodía. Me respondió entonces que había sido ella la que­me había preparado la cena de la víspera, y que si me había gus­tado me la haría todos los días. Tras decirle que me agradaría

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mucho, volví a darle un cequí; me dijo que todavía le quedaban dieciséis libras de lo que le había dado el día anterior; pero i uando añadí que se las regalaba, y que haría lo mismo todos los illas, no pude impedir que me llenara la mano de besos. Me cuidé ilc apartarla y besarla, porque no me habría costado demasiado dejarme llevar por las ganas de reír, envileciendo así mi dolor. /1 faveo morbo cum juvat ipsc dolor.'0

I a jornada pasó igual que la anterior. Tonina se fue a dormir muy contenta de haberme complacido como criada, y de que no le hubiera vuelto a decir que quería hablar con su madre. Tras haber sellado mi carta, por miedo a despertarme demasiado larde llamé en voz baja a la chica para no despertarla si dormía; pero me oyó, y vino a ver lo que quería sólo con una falda en- 1 una de la camisa. Lo que veía era demasiado y aparté enseguida los ojos. Le entregué, sin mirarla, la carta dirigida a su madre, or­denándole que se la llevara siempre por la mañana antes de en­trar en mi aposento.

Ella volvió a su cama, y yo, pensando en mi debilidad, me entristecí de nuevo. Tonina me parecía tan simpática que, pen­sando en la facilidad con que me habría curado de mi dolor, sentí vergüenza; de hecho, estimaba ese dolor. Me dormí decidido a decirle a Laura que alejase de mí aquel talismán, pero al día si­guiente no pude hacerlo; tuve miedo de provocar en aquella buena muchacha la más sensible de todas las humillaciones.

30. «Me complazco en la enfermedad cuando gozo del dolor», Ti- bulo, Elegías, II, 5, 10.

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C A P Í T U L O IX

CONTINUACIÓN DEI. AN TERIO R. M. M. SE RESTABLECE.

VUELVO A VENECIA. TO NINA ME CO N SU ELA .

MI AMOR POR M. M. SE DEBILITA.

EL DOCTOR R IG H E LLIN I. SIN G U LA R CO N VERSACIÓ N

QUE TUVE C O N ÉL. SECUELAS DE ESE ENCU ENTRO

RELATIVAS A M. M. EL SEÑOR MURRAY

D ESEN GAÑAD O Y VENGADO

En los días siguientes, Tonina no volvió a acostarse sin haber recibido mi carta, y se lo agradecí porque, durante quince días, la enfermedad de M. M. empeoró tanto que mañana y tarde es­peraba recibir la noticia de su muerte. C . C . me escribió el úl­timo día de carnaval que su querida amiga no había tenido fuer­zas para leer mi carta, y que al día siguiente le administrarían los sacramentos. Consternado por la noticia, no pude ni levantarme de la cama ni comer. Pasé el día escribiendo y llorando, y To­nina sólo se apartó de mi cabecera un minuto; pero no pude pegar ojo.

A la mañana siguiente, Tonina me entregó una carta de C . C. en la que me decía que el médico había pronosticado que M. M. sólo podría vivir de quince a veinte días entre la vida y la muerte. Seguía consumiéndola una fiebre lenta, su debilidad era extrema, no podía tomar más que caldos y el confesor aceleraba su muerte con sermones que le molestaban. Deshecho en lágrimas, sólo podía aliviar mi dolor escribiéndole, y Tonina, con su buen sen­tido, me decía que yo mismo alimentaba ese dolor y que provo­caría mi propia muerte. El dolor, la cama, el comer poco y la pluma en la mano durante todo el día terminarían por volverme loco, y lo sabía. Había contagiado mi aflicción a la pobre chica, que ya no sabía qué decirme. Ahora su única ocupación consis­tía en enjugar mis lágrimas. Sentía pena por ella.

El octavo o décimo día de cuaresma, tras asegurar a C . C. que, si M. M. moría, yo sólo le sobreviviría unos días, le pedí que dijera a nuestra moribunda amiga que, para seguir yo v i­viendo, necesitaba que me diese palabra de dejarse raptar si se curaba. Añadía que tenía cuatro mil cequíes, y sus diamantes,

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que valían seis mil; con ello tendríamos un capital suficiente para vivir bien en cualquier país de Europa.

C . C . me escribió al día siguiente que la enferma, tras escu­char atentamente la lectura de mi proyecto, había sido presa de convulsiones espasmódicas, y que, cuando cesaron, una fiebre muy fuerte le había subido al cerebro y durante tres horas segui­das había sostenido en francés un vaniloquio que habría escan­dalizado a las monjas allí presentes si lo hubieran comprendido. I ste fatal efecto de mi carta me desesperó.

Me daba cuenta de que también yo iba a morir si no volvía a Venecia, pues las dos cartas de C . C . que recibía mañana y tarde me destrozaban el corazón dos veces al día. El delirio de mi que- 1 ida M. M. duró tres días. El cuarto, C . C . me escribió que, des­pués de haber dormido tres horas, M. M. se había encontrado en condiciones de razonar y le había dicho que me escribiese lo si­guiente: que estaba segura de curarse si podía tener la certeza de que yo llevaría a cabo el plan de raptarla que le había propuesto. I e respondí que no debía tener ninguna duda, sobre todo por­tille mi vida misma dependía de mi certidumbre de que ella con­sentiría. A sí engañados uno y otro por nuestra propia esperanza, nos curamos. Ahora, cada carta de C . C . anunciándome que su amiga recobraba poco a poco la salud ponía bálsamo en mi alma. También recuperaba el apetito y escuchaba encantado las inge­nuidades de Tonina, que había tomado la costumbre de no acos­tarse hasta que me veía dormido.

Hacia finales del mes de marzo, la propia M. M. me escribió que se creía fuera de peligro y esperaba que, con un buen régi­men, podría abandonar su celda después de Pascua. Le respondí que no me iría de Murano hasta después de haberla visto en la reja, donde, con calma, nos pondríamos de acuerdo en el pro­yecto cuya ejecución debía hacernos felices hasta la muerte. Ese mismo día pensé ir a comer con el señor de Bragadin, quien, al no tener noticia alguna de mí desde hacía siete semanas, debía de estar inquieto.

Tras decir a Tonina que no me esperase hasta las cuatro de la mañana, fui a Venecia sin capa porque, como había ido a Mu- rano enmascarado, no la llevaba. Había estado cuarenta y ocho días sin salir para nada de mi habitación; cuarenta de ellos los

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había pasado afligido, y, de esos cuarenta, quince sin apena« tomar ningún alimento ni dormir. Acababa de hacer una expe rienda sobre mí mismo que halagaba mucho mi amor propio. Había tenido a mi servicio una muchacha preciosa que contaba con todo lo necesario para agradar, dulce como un cordero y, a la que, sin vanidad, podía creer, si no enamorada de mí, dis puesta al menos a tener conmigo todas las complacencias que hubiera podido pedirle; mas, pese a todo, había conseguido re sistir a toda la fuerza que sus jóvenes encantos habían ejercido sobre mí durante los quince primeros días. Tras la enfermedad que me había agobiado durante casi tres semanas, terminé poi no temerla. Habituado a su presencia constante, las sensaciones del amor se habían disipado transformadas en amistad y gra titud, pues la muchacha había tenido conmigo los cuidados mas solícitos. Había pasado noches enteras en un sillón, junto .1 mi cama, y me había asistido como podría haberlo hecho mi madre.

Cierto que nunca le había dado un solo beso, que nunca me había permitido desnudarme en su presencia, y que ella nunca había entrado en mi habitación, salvo la primera vez, sin pre sentarse decentemente vestida; mas, pese a ello, era consciente de que había sostenido una gran lucha y me sentía orgulloso de ha ber logrado la victoria. Lo que me desagradaba era que ni M. M.

ni C . C . lo creerían si llegaban a saberlo, y que la propia Laura, a la que a buen seguro su hija debía de haberle contado todo, se habría limitado a fingir que lo creía.

Llegué a casa del señor de Bragadin justo en el momento en que servían la cena. Me recibió con exclamaciones de alegría, riéndose porque ya había previsto que los sorprendería vol­viendo cuando menos me esperasen. Además de mis otros dos amigos, también estaban a la mesa de la Haye, Bavois y el mé dico Righellini.

-¿C óm o venís sin capa? -m e dijo el señor Dándolo.-Porque, como al salir llevaba máscara, la dejé en mi cuarto.Aumentaron las risas, y me senté. Nadie me preguntó dónde

había estado tanto tiempo, porque la discreción exigía que esa información partiera de mí; pero el curioso de la Haye no pudo evitar lanzarme, aunque sonriendo, una pequeña indirecta.

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11abéis adelgazado tanto que las malas lenguas pensarán muy mal de vos -m e dijo.

¿Qué pensarán?Que es posible que hayáis pasado el carnaval y casi toda la

t uaresma encerrado en una habitación caliente en casa de algún experto cirujano.

Después de haber dejado que los presentes terminaran de 1 oírse, contesté a de la Haye que, para impedir ese juicio teme- 1 .»rio, me marcharía esa misma noche. Por más que me replicó que no era necesario, le dije que me importaban demasiado sus palabras para no obrar en consecuencia. Al ver que hablaba en serio, mis amigos se enfadaron con él, y el criticón tuvo que ca­llarse.

Righellini, íntimo amigo de Murray, me dijo que estaba im­paciente por llevarle la noticia de que yo había resucitado y de que todo lo que se había dicho sólo eran cuentos. Le dije que iríamos a cenar a su casa, y que me marcharía después de la cena. Para tranquilizar al señor de Bragadin y a mis otros amigos, les prometí cenar con ellos el 25 de abril, día de San Marcos.

Nada más verme, el inglés Murray saltó a mi cuello y me pre­sentó a su esposa, una lady Olderness, que me invitó a cenar con la mayor cortesía. Después de contarme multitud de historias que corrían sobre mi desaparición, Murray me preguntó si co­nocía una novelita' del abate Chiari que había salido a finales del carnaval, y me la regaló asegurándome que me interesaría.I staba en lo cierto. Era una sátira que atacaba al grupo del señor Marcantonio Zorzi, en la que ese abate me asignaba un papel bastante lamentable; pero no la leí sino algún tiempo después. Por el momento, me la guardé en el bolsillo. Después de la cena, lui a una parada para tomar una góndola y regresar a Murano.

Había sonado medianoche, y el tiempo estaba cubierto; no miré si la góndola se hallaba en buen estado. Lloviznaba, y cuan­do la lluvia arreció quise protegerme cerrando las hojas de la ca-

1. La novela La Commediante in fortuna (1755), del abate Chiari, i|uc devuelve a Casanova sus ataques pintándolo bajo los rasgos de un tal Vanesio, a quien titula de bastardo, amanerado, fanfarrón, fatuo, ex­hibicionista, seductor, que vive sin bienes ni empleos, ni capacidades, etcétera.

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bina, pero no encontré ni hojas ni la gruesa tela que ordinaria mente cubre el felxe. Una brisa lateral me inundó de agua. Pcio no tenía demasiada importancia. Llego a mi pequeño casi»<», subo a tientas y llamo a la puerta de mi antecámara, donde lo nina ya se había acostado; me había esperado hasta las cuatro, y era una hora después de medianoche.

En cuanto Tonina oyó mi voz, acudió a abrir la puerta; no traía luz, que yo necesitaba, y fue a buscar el eslabón. Com o yo me hallaba en su cuarto, me advirtió con dulzura y riéndose que estaba en camisa. Le respondo que poco importaba con tal di­que no estuviera sucia. Sin replicarme, enciende una vela y se echa a reír a carcajadas al verme totalmente empapado de agua.

Le digo que sólo la necesito para secarme el pelo y se apre­sura a buscar los polvos y la borla; pero como su camisa era muy corta y muy ancha por arriba de un hombro al otro, me arrepentí demasiado tarde. Me di cuenta de que estaba perdido, tanto más perdido cuanto que ella reía de muy buena gana por que, teniendo sus dos manos ocupadas por la borla y la polvera, no podía sujetarse la camisa y ocultarme unos pechos precoces; había que estar muerto para no sentir su seducción. ¿Cóm o hacer para apartar los ojos? Los miro tan fijamente que la pobre Tonina se ruboriza.

-C og e la delantera de tu camisa con los dientes y ya no veré nada -le digo.

Yo mismo se la pongo entre los dientes, pero entonces des cubro la mitad de dos muslos, que me hicieron lanzar un grito. Sin saber qué hacer para ocultar a mi vista la parte de arriba y la de abajo al mismo tiempo, Tonina se deja caer sentada sobre el sofá mientras yo, abrasado, no conseguía decidirme.

-¡Bueno! -m e dijo ella emocionada-, ¿voy a vestirme para ayudaros a quitaros la ropa?

-N o . Ven a sentarte a mi lado y véndame los ojos. Luego yo vendaré los tuyos, porque necesito que me ayudes a desnu­darme.

Se acercó entonces, pero como yo ya no podía más, la estre­ché entre mis brazos y se acabó el jugar a la gallina ciega. La llevé a mi cama, donde, tras cubrirla de besos y jurarle que sería suyo hasta la muerte, abrió sus brazos de tal manera que no me

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1 osló imaginar que ansiaba aquel momento desde hacía tiempo. »logí su bella flor, encontrándola, como siempre, superior a indas las que había cogido en los últimos catorce años.

Iras el segundo asalto me sorprendió el sueño, y, al desper-111, me encontré enamorado de Tonina como me parecía no ha­lo 1 lo estado nunca de ninguna mujer. Ella se había levantado sin despertarme. Vino un cuarto de hora después, y, dándole mil Itesos, le pregunto por qué no había esperado a que le diera los Imcnos días. Por toda respuesta me entrega la carta de C . C . Le doy las gracias, dejo a un lado la carta y la tomo entre mis bra­zos.

¡Qué milagro! -m e dice riendo-. ¿N o tienes prisa por leer-l.i? ¡Hom bre inconstante! ¿Por qué no quisiste que te curase luce seis semanas? ¡Qué feliz me siento! ¡Querida lluvia! Pero no te reprocho nada. Quiéreme como has querido a la que te es- i l ibe todos los días, y estaré contenta.

-¿Sabes quién es?-U na pensionista bella como un ángel; pero ella está allí den­

tro y yo estoy aquí. Eres mi dueño, y sólo de ti dependerá serlo siempre.

Encantado de poder dejarla en su error, le prometo amor eterno y le pido que se meta de nuevo en la cama. Me responde que, al contrario, debía levantarme para comer bien, y me anima describiéndome una delicada comida a la veneciana. Le pregunto quién la había hecho y me responde que había sido ella, que era una hora después del mediodía y que hacía cinco horas que es­taba levantada.

-H as dormido nueve horas. Esta noche nos acostaremos muy temprano.

Tonina me parecía distinta: tenía en la cara esa expresión triunfante que procura el amor afortunado. N o conseguía com­prender cómo no me había dado cuenta de su extraordinario mérito la primera vez que la vi en casa de su madre; pero en­tonces yo estaba demasiado enamorado de C . C . y, además, To­nina aún no estaba formada. Me levanté, tomé una taza de café y le rogué que aplazara la comida un par de horas.

La carta de M. M. me pareció muy cariñosa, pero mucho menos interesante que su nota de la víspera. Enseguida me puse

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a responderle, sorprendido de que escribirle me pareciese un deber; llené sin embargo cuatro hojas con la historia de mi breve viaje a Venecia.

La compañía de Tonina volvió exquisita la comida. Contení piándola al mismo tiempo como mi mujer, como mi amante y como mi criada, disfrutaba viéndome tan feliz a tan poco precio. Era el primer día que comía con ella como enamorado, por eso le parecí muy atento a darle las muestras más seguras de cariño. Pasamos todo el día a la mesa hablando de nuestro amor; no hay desde luego materia más amplia cuando los personajes son jue­ces y parte. Con una sinceridad encantadora me dijo que, sa biendo muy bien que no podía enamorarme de ella porque otra ocupaba mi corazón y mi alma, sólo esperaba conquistarme aprovechando un momento de sorpresa; lo había previsto cuan­do le dije que no era necesario que se vistiera para encender una vela. Me dijo que, hasta esc momento, le había dicho a su madre la pura verdad, y nunca la había creído; ahora, para castigarla, ya no le diría nada. Tonina era inteligente, aunque no supiera es­cribir ni leer. Estaba encantada de haberse vuelto rica sin que nadie en Murano tuviera derecho a decir de ella la menor cosa que pudiera atentar contra su honra. Con esta chica pasé vein­tidós días, que hoy, cuando los recuerdo, cuentan entre los más felices de mi vida. N o volví a Venecia hasta finales de abril. V i­sité entonces a M. M. en la reja. La encontré muy cambiada; sin embargo, el cariño me ayudó a portarme con ella de modo que no pudiera darse cuenta ni de que ya no la quería como antes, ni de que había abandonado el proyecto que a ella le había devuelto la vida y con el que ella seguía contando. De hecho, yo temía demasiado que volviese a caer enferma si la privaba de esa espe­ranza. Conservé el casino, que sólo me costaba tres cequíes al mes, yendo a ver a M. M. dos veces por semana, y acostándome allí esos días con mi querida Tonina.

El día de San Marcos, después de cumplir la promesa hecha a mis amigos comiendo con ellos, fui con el médico Righellini al locutorio de las Vírgenes para asistir a una toma de hábito. El convento de las Vírgenes2 está bajo la jurisdicción del dux de

2. El convento de Santa Maria dellc Vergini (religiosas agustinas)

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Venecia; las monjas lo llaman Serenísimo padre; todas ellas per­tenecen a las familias venecianas más importantes.

( luando hice a Righellini el elogio de la madre M. E., que era mu belleza perfecta, me susurró al oído que podía facilitarme mi encuentro con ella por dinero, si quería; cien cequíes para ella y diez para el mediador era el precio; me aseguró que Mu-11 ay la había poseído, y que podía seguir haciéndolo. Viéndome sorprendido, me aseguró que no había monja en Venecia que no se pudiera poseer por dinero cuando se conocía el camino que había que tomar. Me dijo que Murray había tenido el valor de desembolsar quinientos cequíes para poseer a una monja de Mu- i.tno de sorprendente belleza. Su amante era el embajador de Francia.

Aunque mi amor por M. M. estuviera declinando, sentí como si tina mano de hielo me oprimiese el corazón. Tuve que recurrir .1 la fuerza del sentimiento que hube de resistir para conservar la que necesitaba y mostrar indiferencia ante esa noticia. Pese, sin embargo, a la certeza que tenía de que aquello era pura fábula, estaba lejos de no tratar de comprobarlo en cuanto fuera posi­ble. En tono tranquilo respondí a Righellini, hombre inteligente y honesto, que podía ser que, a fuerza de dinero, pudiera con­seguirse alguna monja, pero que debía de ser muy raro debido a las dificultades habituales de todos los conventos; y, en cuanto a la monja de Murano célebre por su belleza, si se trataba de M. M., monja del convento X X X , le dije que no sólo no creía que Murray la hubiera conseguido, sino que tampoco el embajador de Francia, que probablemente se limitaba a hacer visitas en la reja, donde no sabía yo lo que se podía hacer.

Righellini me respondió fríamente que el residente inglés era hombre de honor, y que él mismo se lo había asegurado.

-Si no me lo hubiera confiado bajo promesa del mayor se­creto -m e dijo-, haría que él mismo os lo dijera. Os ruego que no le digáis nunca que os he hablado de ello.

-D e mi boca no sale.Pero esa misma noche, cenando en el casino de Murray con

en Castcllo, fundado por los nobles en 1224, suprimido en 1806 y en la actualidad desaparecido.

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Righellini, y estando solos los tres, hablé con entusiasmo de l.i belleza de la madre M. E., a la que había visto en las Vírgenes.

-Entre masones -m e dijo el residente- podréis tenerla poi una cantidad, que ni siquiera es excesiva, si queréis; pero hay que tener la llave.

-Deben de haberos engañado.-M e han convencido. Y es más fácil de lo que pensáis.-S i os han convencido, os felicito, y ya no tengo dudas. No

creo que pueda encontrarse en los conventos de Venecia una be llcza más cabal.

-O s equivocáis; la madre M. M. del convento X X X de Mu rano es todavía más hermosa.

-H e oído hablar de ella y la he visto una vez; pero ¿también se la puede conseguir por dinero?

-C reo que sí -m e dijo sonriendo-; y cuando creo algo, mis motivos tengo.

-M e sorprendéis. Si sólo la habéis visto una vez, quizá no la reconoceríais por su retrato.

-C la ro que sí, porque su cara no se olvida.-Esperad.Se levanta entonces de la mesa, sale y vuelve un minuto des­

pués con una cajita donde había ocho o diez retratos en minia­tura, todos con el mismo atuendo. Eran cabezas con el pelo suelto y el pecho desnudo.

-Raras bellezas -le dije- a las que habéis gozado.-Sí, y si reconocéis alguna, sed discreto.-P o r descontado. Conozco a estas tres. Ésta se parece a M.

M., pero admitid que pueden haberos engañado, a menos que la hayáis tenido entrando vos mismo en el convento, o sacándola de él en persona, porque en última instancia son muchas las mu­jeres que se parecen.

-¿C óm o queréis que me hayan engañado? La he tenido aquí, vestida de monja toda una noche. Fue a ella a la que entregué una bolsa con quinientos cequíes, y al ch... le di otros cincuenta.

-Im agino que antes la visitasteis en el locutorio y que des­pués la trajisteis aquí.

-N o , nunca, porque tenía miedo a que su amante oficial lle­gara a enterarse. Com o sabéis, era el embajador de Francia.

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I lia lo recibía en el locutorio.Y luego iba a su casa con ropa de seglar cuando él quería.

M< lo dijo la misma persona que me la trajo aquí.¿La habéis tenido muchas veces?Una sola. Fue suficiente. Pero puedo tenerla cuando quiera

|ii>i cien cequíes.lodo esto debe de ser cierto, pero apuesto quinientos ce-

i|iiu's a que os han engañado.Os responderé dentro de tres días.

Yo no le creía, pero necesitaba estar seguro. Me estremecía i liando pensaba que podía ser cierto. Hubiera sido un crimen imperdonable, que además me habría liberado de muchas obli­gaciones. Estaba convencido de su inocencia, pero, si resultaba culpable, perdería encantado los quinientos cequíes. En resu­men, tenía que librarme de toda duda, pero con una prueba evi­dente en grado sumo. La inquietud me desgarraba el alma; si Murray había sido engañado, el honor de M. M. me exigía im­periosamente hallar el medio de desengañar al honrado inglés. I .1 lortuna me favoreció del modo siguiente:

Ires o cuatro días después, el residente me dijo, delante de Kighellini, que estaba seguro de disponer de la monja por cien cequíes, y que sólo quería apostar esa suma.

-Si gano -m e dijo-, la tendré por nada; si pierdo, no le daré nada. Mi Mercurio me ha dicho que hay que esperar a un día de máscaras. Ahora debemos ponernos de acuerdo sobre la manera de tener la convicción necesaria, pues sin ella, ni vos ni yo esta­mos obligados a pagar la apuesta; y esa convicción me parece di- lícil, pues mi honor no me permite, si de verdad poseo a M. M., consentir que sospeche que he traicionado su secreto.

-Sería de una perfidia infame. Tengo un plan para que todos quedemos satisfechos, porque demostrará que hemos ganado o perdido con toda claridad y de forma leal. En cuanto creáis tener en vuestras manos a la monja, la dejaréis con cualquier pretexto y vendréis a reuniros conmigo en un lugar convenido de ante­mano donde os estaré esperando. Luego iremos juntos al con­vento, y llamaré al locutorio a M. M. Cuando la hayáis visto e incluso hablado con ella, ¿os convenceréis de que la mujer que habéis dejado en vuestra casa no es más que una put...?

981

-D esde luego, y nunca en mi vida habré pagado una apuesta de mejor gana.

-L o mismo digo. Si, cuando mande llamarla, la lega nos di« e que está enferma u ocupada, nos iremos, y habréis ganado. Vo> iréis a cenar con ella, y yo a cualquier parte.

-M aravilloso. Pero como sólo se puede hacer de noche, o» posible que, cuando mandéis llamar a M. M., la tornera os res ponda que a esa hora no anuncia a nadie.

-E n tal caso habré perdido igual.-¿Estáis seguro entonces de que si está en el convento bajara?-E so es cosa mía. Os lo repito, si no habláis con ella aceptaré

haber perdido cien cequícs, y mil incluso si queréis.-N o se puede hablar con mayor claridad, querido amigo, y

os doy las gracias de antemano.-L o único que os pido es que seáis puntual, y que la hora no

sea demasiado importuna para un convento.-U na hora después de la puesta de sol, ¿os parece bien?-M u y bien.-También me comprometo a hacer que la máscara espere

donde la deje, aunque se trate de la auténtica M. M.-N o tendrá que esperar mucho si la lleváis a un casino que

poseo en Murano, donde guardo en secreto a una muchacha de la que estoy enamorado. Haré que ese día la muchacha no esté en el casino, y os daré la llave. Me encargaré incluso de que en­contréis preparada una pequeña cena fría.

-N o puede haber mejor plan. Pero debo saber dónde está el casino para indicárselo al Mercurio.

-E s justo. Os invitaré a cenar mañana por la noche; tendrá que haber el mayor secreto entre nosotros tres. Iremos a mi casi­no en góndola y después de cenar saldremos por una puerta que da a la calle, así aprenderéis a ir por agua y por tierra. N o ten­dréis necesidad de mostrar al acompañante de M. M. más que el embarcadero y la puerta. El día en que ese Mercurio os la lleve, tendréis la llave. En la casa sólo hay un viejo que vive abajo, en un cuartito desde donde no puede ver quién entra ni quién sale.Y mi amiguita no verá nada ni se dejará ver. Podéis estar seguro de que lo organizaré todo muy bien.

-Em piezo a creer que he perdido la apuesta -m e dijo el resi

982

liento, encantado con estas disposiciones-; pero seguiré adelante 1011 toda la alegría de mi alma.

Me despedí de ambos tras haberlos citado para la noche si­guiente.

Por la mañana fui a Murano para avisar a Tonina de que iría ,1 cenar llevando a dos amigos, y para dejarle varias botellas de buenos vinos, porque mi querido inglés era un gran bebedor. I m .imada con el placer que sentiría haciendo los honores de la ntesa, Tonina sólo me preguntó si mis dos amigos se marcharían después de cenar; y la vi muy contenta cuando le dije que sí. Tras pasar una hora en el locutorio con M. M., que poco a poco iba ii-cobrando la salud, volví a Venecia, y a las dos de la noche re- Hicsé a Murano con el residente y Righellini llegando a mi pe­queño casino por agua.

La cena fue deliciosa, y a ello contribuyeron las gracias y el > omportamiento de mi querida Tonina. Qué placer para mí ver a Righellini encantado y al residente obligado por la admiración a guardar silencio. Cuando estoy enamorado, mi tono no ani­ma a mis amigos a coquetear con la persona amada: sólo cuando el tiempo ha entibiado mi amor me muestro complaciente.

Nos levantamos de la mesa después de medianoche, y tras haber guiado a Murray desde la puerta de mi casino hasta el lugar donde yo lo esperaría la noche en que debía llevarlo al con­vento, volví al casino para rendir a Tonina los homenajes que merecía, tanto por la estupenda cena burguesa que había prepa­rado como por la manera en que se había comportado en la mesa. A su vez, ella elogió a mis amigos, muy asombrada de que el residente se hubiera ido fresco como una rosa después de haber vaciado seis botellas. Murray le había parecido un bello Baco pintado por Rubens.

El día de Pentecostés5 Righellini vino a decirme que el resi­liente lo había arreglado todo con el supuesto Mercurio de M. M. para dos días más tarde. Le di las llaves de las dos puertas del casino, y le encargué confirmarle que a la una de la noche esta­ría esperándolo en la puerta de la iglesia catedral.4

3. El caso de la falsa M. M. debió ocurrir antes del 1 { de febrero de 1755.

4. La basílica de Santa Maria, fundada en el siglo vil y reconstruida

983

La impaciencia me provocaba unas palpitaciones insuper» bles, y pasé las dos noches sin poder dormir. Pese a estar seguro, segurísimo, de que M. M. era inocente, la inquietud me domi naba. Pero ¿de dónde venía esa inquietud? Sólo parecía derivai de la impaciencia por ver al residente desengañado. Para él, M. M. debía de ser una vulgar zorra hasta el momento en que tu viera la certeza de haber sido engañado. La idea me desgarraba las entrañas.

Murray estaba igual de impaciente, pero con una diferencia: como a él aquella historia le parecía muy cómica, se reía, mié» tras yo, que la encontraba trágica, temblaba.

A sí pues, el martes por la mañana fui a mi casino de Murano para ordenar a Tonina que preparase en mi cuarto una cena fría para dos personas, botellas y cuanto era necesario, y se retirase luego al cuarto del antiguo dueño de la casa, de donde sólo debía salir cuando los invitados se hubieran ido. Me aseguró que seria obedecido sin hacerme la menor pregunta. Tras esto, me dirigí al locutorio para que llamasen a M. M.

Com o no esperaba mi visita, me pregunta por qué no había asistido a la ceremonia del Bucentauro, que, dado lo favorable del tiempo, debía salir ese día. Tras hablar de varios temas sin que yo les prestase mucha atención, cosa de la que se dio cuenta, termino abordando el punto importante.

-D ebo pedirte un favor -le dije-, y la paz de mi alma exige que me lo concedas ciegamente, sin preguntarme nada.

-O rdena, amor mío, no te negaré nada si de mí depende.-Esta noche vendré una hora después de anochecer, haré que

te llamen a esta reja, y tú bajarás. Sólo estarás conmigo un mi ñuto; me acompañará una persona, a la que por cortesía dirás dos o tres palabras, luego te irás. Ahora busquemos un pretexto para justificar lo importuno de la hora.

-A s í lo haré; pero no puedes imaginar lo embarazoso que es en este convento bajar de noche al locutorio, porque a las vein ticuatro se cierran los locutorios y las llaves las tiene la abadesa. Pero como sólo se trata de cinco minutos, le diré a la abadesa que espero una carta de mi hermano que sólo me puede entre

e n e l XII añadiendo e l nombre de San Donato a l antiguo.

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c. ii esta noche y a la que debo responder en el acto. Por eso ten­dí as que entregarme una carta, y la monja que esté conmigo ha de verla.

¿N o vendrás sola?No, ni siquiera me atrevería a pedirlo.Muy bien, da lo mismo; pero intenta venir con alguna vieja

que vea poco.Dejaré la luz detrás.No, ángel mío. Al contrario, debes ponerla a la altura del

soporte de la reja, es importante que la máscara que venga con­migo vea tu cara.

-Todo eso es muy raro, pero te prometo una obediencia ciega. Bajaré con dos luces. ¿Puedo esperar que me expliques este enigma la primera vez que volvamos a vernos?

-Te doy mi palabra de honor de contarte todo con el mayor detalle mañana mismo a más tardar.

-Siento curiosidad.I ras este acuerdo, el lector pensará que mi corazón se quedó

en paz. En absoluto. Volví a Venecia atormentado por el temor de que M urray viniera por la noche a la puerta de la catedral para decirme que su M ercurio había ido a advertirle que la monja se veía obligada a aplazar la cita. De haber ocurrido eso,110 habría creído culpable a M. M., pero habría visto al residente autorizado a creer que yo era la causa de que la monja no acu­diese. En este caso, no lo habría llevado al locutorio: habría ido yo, muy triste y completamente solo.

La jornada me pareció muy larga. Metí en mi bolsillo una lingida carta lacrada y a la hora convenida fui a apostarme en la puerta de la iglesia. M urray no se hizo esperar. Un cuarto de hora después, y enmascarado como yo, lo vi venir a paso largo hacia la puerta.

-L a monja -le dije-, ¿está con vos?-Sí, amigo mío. Vamos si queréis al locutorio, y veréis cómo

os dicen que está enferma u ocupada. Si queréis, podemos des­hacer la apuesta.

-N i hablar, la mantengo.Vamos al torno, hago que llamen a M. M. y la tornera me de­

vuelve la vida diciéndome que se me esperaba e invitándome a

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pasar al locutorio. Entro con el amigo, y lo veo iluminado por cuatro candelabros. ¿Puedo recordar esos momentos sin amar l.i vida? N o reconocí entonces la inocencia de la generosa y noble M. M., pero sí la intuición de su divina inteligencia. Murray, muy serio, había dejado de reír. M. M., muy radiante, entra con una lega, llevando ambas una palmatoria en la mano. En muy buen francés me hace un cumplido muy halagüeño. Le entrego l.i carta; ella mira la dirección y el sello, luego la guarda en el bolso. Después de haberme dado las gracias, me dice que contestan.! enseguida. Mira entonces al residente diciéndole que, quizá por culpa suya, él se había perdido el primer acto de la ópera.

-E l honor de veros, señora, vale por todas las óperas del mundo.

-E l señor parece inglés.-L o soy, señora.-L a nación inglesa es hoy día la primera del mundo. Quedo

a vuestra disposición, caballeros.Nunca había visto a M. M. tan hermosa como en ese mo

mentó. Salí del locutorio enardecido de amor y con una alegría totalmente nueva. Me dirigí al casino sin preocuparme del resi­dente, que ya no tenía mucha prisa por seguirme y caminaba despacio. Lo esperé en la puerta.

-Bueno -le dije-, ¿estáis convencido ahora de que os han en­gañado?

-Callaos. Ya tendremos tiempo de hablar. Subamos-¿Q ue suba?-O s lo ruego. ¿Qué queréis que haga yo solo cuatro horas

con la p ... que está arriba? N os divertiremos a su costa.-M ejor sería ponerla de patitas en la calle.-N o , porque dos horas después de media noche debe venir .1

recogerla su chu... Correría a avisarlo y él escaparía a mi ven­ganza. Los tiraremos a los dos por la ventana.

-M oderaos. El honor de M. M. exige que este asunto no transcienda. Venga, subamos; nos reiremos. Siento curiosidad por ver a esa granuja.

Murray entra el primero. Nada más verme, ella se cubre el rostro con un pañuelo y le dice al residente que su proceder es infame. Murray no le responde.

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I .1 mujer estaba de pie, no era tan alta como M. M. y el fran-11 en que le había hablado era malo. Su bauta, su mantilla y su iiusi ara estaban sobre la cama; pero, de cualquier modo, iba ves- lul.i de monja. Com o estaba impaciente por verle la cara, le niego dulcemente que me conceda esc placer.

¿Quién sois? -m e dijo.¿listáis en mi casa y no sabéis quién soy?Estoy aquí porque me han traicionado. N o creía que estu­

viera tratando con un bellaco.Murray le impone entonces silencio llamándola por el nom­

bre de su honorable oficio, y la granuja se levanta para coger su 1 apa diciendo que quería irse; pero M urray se lo impidió di- 1 leudóle que debía esperar a su chu... y no organizar ningún j.ileo, si no quería ir inmediatamente a la cárcel.

- ¡Y o , a la cárcel!Mientras decía estas palabras llevó la mano a la abertura del

vestido; pero me apresuro a agarrarle una mano mientras el re­siliente le coge la otra. La empujamos sobre una silla y nos apo­deramos de las pistolas que llevaba en el bolsillo. M urray le desgarra la delantera de su santo hábito de lana y yo le requiso 1111 estilete de ocho pulgadas. La bribona lloraba a raudales.

-¿Q ué prefieres, estarte tranquila hasta que llegue Capsoce- falo,* o ir a la cárcel? -le dijo el residente.

-¿ Y cuando venga Capsoccfalo?-Te prometo que te dejaré ir.-¿C o n él?-Quizás.-Bueno, me quedaré tranquila.-¿Tienes más armas?Tras esta pregunta, la granuja se quita el hábito y la falda, y

si no se lo hubiéramos impedido se habría desnudado total-

5. Se trata del conde Francesco Capsoccfalo di Zora (quizás una localidad de la isla de Corfú), que fue gobernador de Zante y mediador bien conocido en los círculos patricios. Fue condenado a tres años de prisión en Corfú y a cadena perpetua en las islas jonias por espionaje y relaciones con un embajador extranjero el 29 de marzo de 1775. El epi­sodio que Casanova cuenta aquí habría ocurrido a principios de 1755.

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mente, esperando conseguir de nuestros brutales instintos lo que no podía esperar de nuestra razón.

Lo que más me sorprendía en esos momentos fue no encon trarle un gran parecido con M. M. Se lo dije al residente, que lo admitió; pero, razonando como hombre de mundo que era, tani bien me obligó a reconocer que, en su situación, muchos otros habrían caído en la trampa.

C A P Í T U L O X

EL ASUNTO DE LA FALSA MONJA TERM INA DE UNA FORMA

DIVERTIDA. M. M. SE ENTERA DE QUE TENG O UNA AMANTE.

ES VENGADA POR EL IND IG NO CAPSOCEFAI.O.

ME ARRUINO EN EL JU E G O ; INCITADO POR M. M. VENDO POCO

A POCO TODOS SUS DIAMANTES PARA TENTAR A LA FORTUNA,

QUE SE OBSTINA EN SERME C O N T RA RIA .

CEDO TO NINA A MURRAY, QUE LE ASEGURA UNA DOTE.

SU HERM ANA BA RBERIN A LA SUSTITUYE

-H ace seis meses -m e d ijo- me encontré en la puerta del con­vento con Smith,' nuestro cónsul, no recuerdo ya con motivo de que función. Al ver, entre diez o doce religiosas, a la monja en cuestión, le dije a Smith que no vacilaría un instante en dar quinientos cequíes por pasar dos o tres horas con ella. Me oyó el conde Capsocefalo, y no dijo nada. Smith, en cambio, me res­pondió que sólo se la podía ver en el locutorio, como el emba­jador de Francia, que la visitaba a menudo. Al día siguiente, Capsocefalo vino a decirme que, si había hablado en serio, él es­taba seguro de hacerme pasar una noche con la monja en el lugar que yo eligiera siempre que la monja tuviera la certeza de que todo quedaría en el mayor secreto. Me dijo que acababa de ha­blar con ella y que, cuando le había citado mi persona, le había contestado que me había visto con Smith y que cenaría encan-

i . Joscph Smith, comerciante y cónsul inglés en Venecia de 1744 a 1760, que vivía en un palacio en los SS. Apostoli; poseía una biblioteca de incunables que se convirtió en visita obligatoria para los intelectua­les de paso por la ciudad.

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i.ida conmigo más por inclinación que por los quinientos ce- quíes. Me dijo que el era el único en quien ella confiaba, y que también era él quien la acompañaba a Venecia, al casino del em­balador de Francia, cuando ella se lo ordenaba. Me dijo, por úl­timo, que podía desechar cualquier temor a ser engañado, por­que, cuando fuera mía, el dinero sólo tendría que dárselo a ella; y, como remate de todo esto, sacó del bolsillo el retrato que aquí habéis visto: se lo compré a él mismo dos días después de haber i reído que me había acostado con ella, cosa que ocurrió quince jornadas después de nuestro acuerdo. Aunque enmascarada, llegó con su hábito de monja; pero me reprocho, por lo menos, no haber sospechado la superchería al ver sus cabellos largos, pues sé que las monjas han de llevarlos cortos. Ella me dijo quel.ts que querían conservarlos bajo la cofia podían hacerlo; y yo me lo creí.

Fra verdad lo que la granuja decía, pero yo no tenía necesi­dad de explicárselo al residente en ese momento. M uy sorpren­dido, examinaba atentamente los rasgos de aquel rostro, te­niendo en la mano aquel retrato que dejaba al descubierto el pecho. Comenté en voz alta que, por lo que se refería a los senos, los pintores se lo inventaban, y la desvergonzada apro­vechó esc momento para demostrarme que la copia era fiel al original. Le volví la espalda. Lo cierto es que esa noche me burlé del axioma Q«<c sunt xqualia uni tertio sunt <equalia inter se,‘ porque el retrato se parecía tanto a M. M. como a la buscona, y s i n embargo ésta no se parecía a M. M. Murray lo admitió, y pa­samos una hora filosofando. Com o la mujer se declaraba ino­cente, sentimos curiosidad por saber cómo se las había arreglado el barbián para inducirla a que consintiera en aquella mascarada, y éste es su relato, que nos pareció verídico.

-H ace dos años que conozco al conde Capsocefalo, y su amistad me ha sido útil. Cierto que nunca me ha dado dinero propio, pero me ha hecho ganar mucho con las personas que me ha presentado. A finales del pasado otoño vino un día a casa a decirme que, si era capaz de disfrazarme de monja con unos há­bitos que él me traería y fingir serlo con un inglés que pasaría la

2. «Dos objetos iguales a un tercero son iguales entre sí.»

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noche conmigo a solas como feliz amante, conseguiría cien ce

quíes. Me aseguró que no tenía nada que temer, que él mismo me acompañaría al casino donde el primo estaría esperándome, y que vendría a recogerme al terminar la noche para acompa ñarme a mi supuesto convento. El enredo me gustó. Me reía por adelantado y le respondí que estaba dispuesta. Por otra parte, yo os pregunto si una mujer de mi oficio puede resistir la tenta ción de ganar cien cequíes. Com o la intriga me parecía muy di

vertida, yo misma le insté a ponerla en práctica asegurándole que interpretaría mi papel a la perfección. Lo hicimos. N o ne

cesité de otra instrucción que la relativa al diálogo. Me dijo que

el inglés sólo podía hablarme de mi convento, y, a modo de ex cusa, de los amantes que yo pudiera tener; que sobre este punto yo debía cortarle en seco y responder riendo que no sabía de

qué estaba hablándome, y añadir incluso, bromeando con inge nio, que sólo me sentía religiosa cuando llevaba la máscara, y para convencerlo debía dejarle ver, siempre entre risas, mi pelo. «Esto», me dijo Capsocefalo, «no le impedirá creerte la monja a la que ama, porque estará totalmente convencido de que no pue des ser otra.» Comprendiendo toda la gracia de esta fina bribo nada, no me preocupé de saber ni cómo se llamaba la m onja

cuyo papel debía interpretar ni de qué convento era. Lo único

que me interesaba eran los cien cequíes, y es tan cierto que, a

pesar de haberme acostado con vos y de que me hayáis parecido encantador y más digno de ser pagado que de pagar, no me he

preocupado de saber quién sois. N o lo sé ni siquiera en este mo­mento. Ya sabéis cómo pasamos esa noche; a mí me pareció de­liciosa, y sólo Dios sabe con qué placer me preciaba hoy de pasar otra igual. Me disteis quinientos cequíes, pero hube de conten­tarme con cien, como Capsocefalo me había dicho, y como me dijo ayer: que esta noche me daríais cien que compartiría con él. Lo habéis descubierto todo, pero no temo nada porque puedo enmascararme como quiera, y no puedo impedir que quienes se

acuestan conmigo me crean una santa si eso les divierte. Me ha

béis encontrado armas, pero no seré declarada culpable por eso, ya que sólo las cogí para defender mi vida en caso de que alguien hubiera querido violentarme. N o me siento culpable de nada.

-¿M e conoces? -le dije.

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No, pero os veo pasar a menudo bajo mis ventanas; vivo enS.ui Kocco,* en la primera casa a la izquierda pasado el puente.

1 )espués de este relato, Capsocefalo nos pareció cien veces más digno de la picota y las galeras; y consideramos a la mujer inocente, dado su oficio de p ... Debía de tener diez años más que M. M., era atractiva, pero rubia, y mi querida amiga tenía el pelo de color castaño claro, y por lo menos tres pulgadas más de altura.

I )cspués de medianoche nos sentamos a la mesa y comimos 1 on excelente apetito lo que Tonina nos había preparado. Tuvi­mos valor suficiente para dejar allí a aquella pobre granuja sin tdrecerle siquiera un vaso de vino. N os pareció que debíamos obrar así. En nuestra conversación, mientras comíamos, el resi­dente me hizo comentarios como amigo y hombre honesto sobre la premura con que me había empeñado en convencerlo de que no había tenido en la cama a M. M., añadiendo que no era natural que yo hubiera hecho todo lo que había hecho sin estar enamorado. Le respondí que, condenado y limitado al locutorio, era digno de lástima, a lo que me contestó que pagaría gustoso cien guineas4 al mes por el solo privilegio de visitarla en la reja. Y, tras decir esto, me pagó los cien cequíes que me debía, dán­dome las gracias por habérselos ganado; yo me los metí en mi bolsillo sin cumplidos.

Dos horas después de medianoche oímos llamar suavemente a la puerta de la calle.

-A h í está nuestro amigo - le d ije-; sed prudente y veréis cómo confiesa todo.

Capsocefalo entra, ve a Murray y a la bella, pero sin darse cuenta de que hay una tercera persona hasta que oye cerrar con llave la puerta de la antecámara. Se vuelve entonces y me ve. ( lomo me conocía, dijo sin turbarse:

- ¡A h !, ¿sois vos? Bien. Supongo que os dais cuenta de la ne­cesidad de guardar un secreto.

3. Iglesia de Castelforte, en la contralla di Santa Maria Gloriosa dei I;rari, construida en 1489 y reedificada en 1725 y 1766.

4. Nombre dado a una moneda inglesa durante el reinado de Car­los III, porque el oro con que se acuñó procedía de Guinea. En 1717 su valor era de 21 chelines; se acuñó de 1660 a 1816.

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Murray se echa a reír y lo invita a sentarse. Con las pistolas de la bribona en sus manos, le pregunta adonde debía llevarla antes de que se hiciera de día, y el otro le responde que iba a lle­varla a su casa.

-Podría ocurrir - le dijo el residente- que fuerais los dos a la cárcel.

-N o -respondió Capsocefalo-, porque la historia haría de­masiado ruido y se burlarían de vos. Vamos -d ijo a la mujer-, vestios y partamos.

El residente le sirve un vaso de Pontacq,’ y el chulo se lo bebe a su salud. Murray empieza a elogiar una hermosa sortija de bri­llantes blancos que llevaba en el dedo y, mostrando curiosidad por verla, se la saca. Tras decir que los brillantes son perfectos, le pregunta cuánto vale.

-Cuesta cuatrocientos cequíes -responde Capsocefalo des­concertado.

-M e quedo con ella por ese precio -le responde el residente.El otro inclina la cabeza. Tanta modestia hace reír a Murray,

que manda a la mujer vestirse y marcharse con su amigo. Lo hi­cieron al instante; se fueron después de hacernos una profunda reverencia.

Abracé entonces a Murray felicitándolo y dándole las gra­cias por haber liquidado el asunto con tanta mesura, pues un es­cándalo habría podido perjudicar a tres inocentes. Me respondió que los culpables serían castigados y que nadie llegaría a saber nunca el motivo. Entonces hice subir a Tonina, a quien el inglés invitó a beber, pero ella lo rechazó amablemente. El residente la miraba con ojos encendidos. Se marchó después de haberme dado las más sinceras gracias. Cuando se hubo ido, Tonina en­contró entre mis brazos la certeza de que no había cometido contra ella la menor infidelidad. Después de dormir seis horas y comer con ella, me dirigí al locutorio para dar cuenta a la noble M. M. de toda la historia.

La narración que le hice sin olvidar la menor circunstancia, la descripción de todas mis inquietudes que escuchó sin pesta­ñear en ningún momento, pintaban sobre su fisonomía los dife-

$. Vino de Pontacq, ciudad francesa de los Bajos Pirineos.

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i. mes matices que provocaban las distintas emociones de su her- iims.i alma. El temor, la cólera, la indignación, la aprobación de un Kinducta para esclarecer todo, la alegría de ver que cuanto l o había hecho me mostraba siempre enamorado y digno de ella, i ni lo me saltó a los ojos para reprocharme que la engañaba ha- ■ u ndola creer que mi único pensamiento era cumplir el plan delli \ arla a Francia.

l o alegró mucho saber que el enmascarado que me había acompañado era el residente de Inglaterra, pero pude apreciar un í punta de noble desdén cuando le dije que estaba dispuesto ,i «lai cien guineas al mes por tener el privilegio de visitarla en la urja. De hecho, creía tener motivos para estar enfadada con él l>iii haber imaginado que la poseía y por haberle parecido que el u n ato que yo le había mostrado tenía algún parecido con ella. No le encontraba ninguno. Con una sonrisa llena de finura aña­dió que estaba segura de que yo no había permitido a mi pe­queña ver a la falsa monja, porque de otro modo tal vez ella hubiera podido equivocarse.

¿Sabes entonces que tengo una criada joven?Sí, y también que es guapa. Es la hija de Laura. Y si la quie-

i es, lo celebro, y C . C . también. Espero que encuentres la forma do que yo pueda verla; C . C . ya la conoce.

I ras haberle prometido que se la enseñaría, le conté la histo- i ta de aquel amor en toda su verdad, y la vi satisfecha. En el mo­mento en que iba a dejarla, me dijo que consideraba un deber ordenar el asesinato de Capsocefalo, porque la había deshon-i.ulo. Le juré que si el residente no nos vengaba en ocho días, yo mismo me encargaría de aquel servicio.

Hn esos días murió el procurador Bragadin, hermano mayor do mi bondadoso protector,'1 que conseguía abundantes rique­zas con esa muerte. Pero como la familia estaba a punto de ex­tinguirse con él, pensó en casarse con una mujer que había sido amante suya y le había dado un hijo natural que vivía. Ese ma­lí imonio legitimaba al hijo y la familia no se extinguía. La asam­blea del colegio7 otorgaría a la mujer la ciudadanía, y todo iría de

6. Daniele Bragadin murió el 19 de julio de 1755.7. El Colegio de Sabios (Píen Collegio o Collegio Eccellentissimo)

miaba formado por veintiséis patricios: el dux, sus seis consejeros, los

99i

maravilla. Ella me escribió una nota rogándome que pasara .1 verla. N o nos conocíamos. En el momento en que salía para 11 a verla, el señor de Bragadin me hizo llamar. Me pidió que pre guntara al oráculo si debía seguir la opinión que le había dado de la H aye sobre un asunto que había prometido no revelarme, pero que el oráculo no podía ignorar. El oráculo le responde que no debe seguir otro consejo que el de su propia razón; y me voy a casa de la dama.

Ésta me pone al tanto de todo, me presenta a su hijo y me dice que, si el matrimonio llegaba a realizarse, me haría un do­cumento ante notario en virtud del cual a la muerte del señor do Bragadin yo entraría en posesión de una finca que producía mil escudos al año.

Adivinando al instante que este asunto debía de ser el mismo que de la H aye había propuesto al señor de Bragadin, respondo sin vacilar a la dama que, como el señor de la Haye ya había ha blado sobre el al señor de Bragadin, no quería inmiscuirme. Tras esta breve respuesta me fui haciéndoles la reverencia.

Me pareció singular que de la H aye intrigase a mis espaldas para casar a mis amigos. Hacía dos años que, de no ser por mi oposición, habría casado al señor Dándolo. A mí no me preo­cupaba nada la extinción de la familia Bragadin, pero sí, y mucho, la vida de mi querido protector, a quien la vida matri­monial habría hecho morir. Tenía sesenta y tres años y ya había sufrido un ataque de apoplejía.

Fui a comer con milady M urray; las inglesas hijas de lores conservan su título. Después de comer, el residente me dijo que había comunicado toda la historia de la fingida monja al señor Cavalli, secretario de los Inquisidores de Estado, y que esc mismo secretario le había comunicado la víspera que todo se había resuelto a plena satisfacción para él; pero en el café supo que el conde Capsocefalo había sido enviado a Ccfalonia,® su tierra, con orden de no volver nunca a Venccia. La cortesana había desaparecido de la circulación.

tres jefes de la Quarantia Criminale, los seis Grandes Sabios, los cinco Sabios de Terra ferma y los cinco Sabios de las Órdenes.

8. Capsocefalo fue condenado tres meses y medio antes de la muerte de Bragadin.

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I o bueno de este tipo de disposiciones internas del tribunal es que nadie conoce su causa. El secreto es el alma del temible magistrado, que, aunque inconstitucional, es necesario para la 1 ouservación de la cosa pública. M. M. se quedó encantada t uando le di cuenta de lo ocurrido.

I’or esa misma época me arruiné en el juego. Jugando a la martingala, perdí sumas muy cuantiosas; animado por la propia M M., vendí todos sus diamantes, dejándola únicamente con quinientos cequícs. Ya no teníamos la posibilidad de fugarnos |timos. Seguía jugando, pero pequeñas cantidades en casinos contra pobres jugadores, con la esperanza de que la fortuna vol­viera a serme propicia.

Un día, el residente de Inglaterra, tras haberme invitado a »cnar en su casino con la célebre Fanny Murray,9 me pidió que l<> invitase a cenar en mi pequeño casino de Murano, que seguía conservando sólo a causa de Tonina. Accedí a ello, pero sin imi- 1 .ir su generosidad: encontró a mi pequeña Tonina alegre y cor­les, pero dentro de los límites de la decencia. Al día siguiente me escribió un billete, cuya copia dice:

«Fstoy perdidamente enamorado de vuestra Tonina. Si te­néis a bien cedérmela, estoy dispuesto a resolver su futuro. To­maré un casino que alquilaré a su nombre y se lo amueblaré haciéndole inmediatamente donación de los muebles, a condi­ción de ser dueño de ir a verla cuando desee y de tener con ella todos los derechos de un amante afortunado. Le daré una don­cella y una cocinera, y treinta ccquíes al mes para una mesa de dos personas sin contar el vino, que yo mismo suministraré. Le daré además una renta vitalicia de doscientos escudos anuales, de la que podrá disponer al cabo de un año de nuestro conoci­miento. Os doy ocho días de tiempo para responderme».

Le respondí que sólo necesitaba tres,10 que Tonina tenía una madre a la que respetaba, y que, a juzgar por las apariencias, me parecía que estaba embarazada.

Enseguida me di cuenta de que, al no permitir que el asunto

9. Celebre cortesana inglesa (1729-1778) que no salió nunca de In­glaterra, sin relación alguna con el residente inglés Murray.

10. Casanova ha tachado: dias para responderle que Enrichetta, nombre éste que es el autentico de Tonina.

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siguiera adelante, me convertía en verdugo del destino de la mu chacha. Ese mismo día fui a Murano y se lo expliqué todo:

-¿Q uieres abandonarme? -m e respondió llorando-. Ya no me quieres.

-Te quiero con todo mi corazón, y lo que te propongo debe convencerte de mi amor.

-N o , porque no puedo ser de dos.-Só lo serás de tu nuevo amante. Piensa que conseguirás una

dote que ha de procurarte un matrimonio muy bueno, y que yo no estoy en condiciones de proporcionarte una fortuna como ésa.

-Ven a cenar conmigo mañana.Al día siguiente me dijo que el inglés era un hombre guapo,

que cuando hablaba veneciano la hacía reír, y que quizá podría amarlo si su madre consentía en ello.

-E n caso de que nuestros temperamentos no concuerden - me dijo-, nos separaremos al cabo de un año, y yo habré ganado una renta de doscientos escudos. Consiento. Habla con mi madre.

Laura, a la que yo no había vuelto a ver desde que me había entregado a su hija, no tuvo necesidad de pedirme tiempo para pensarlo. Me dijo que, de esa manera, Tonina estaría en condi­ciones de mantenerla, y que dejaría Murano, donde ya estaba cansada de servir. Me mostró ciento treinta cequíes que Tonina había ganado a mi servicio y que le había entregado.

Su hija Barberina, que tenía un año menos que Tonina, vino a besarme la mano. Me pareció muy bella, le di toda la calderi­lla que llevaba y le dije a Laura que la esperaba en casa de su hija.

Aquella buena madre dio a Tonina su bendición materna di- ciéndole que sólo le pedía tres libras diarias para ir a vivir en Ve- necia con su familia, y Tonina se las prometió. Tenía un hijo al que quería hacer sacerdote, y Barberina, que debía convertirse en excelente costurera. Su hija mayor ya estaba casada. Tras re­solver este importante asunto, fui al locutorio, donde M. M. me hizo el regalo de venir acompañada por C . C . Sentí verdadero placer al volver a verla, cada vez más guapa, aunque triste y de luto a causa de la muerte de su madre. Sólo pudo quedarse con­

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migo un cuarto de hora por temor a ser vista y reprendida, por­que seguía teniendo prohibido bajar al locutorio. Le conté a M. M (oda la historia de Tonina, que iba a vivir en Venecia con el n sulcnte, y vi que le parecía muy mal. Me dijo que mientras yo tuviera a Tonina, ella estaba segura de verme a menudo, y que i uando Tonina ya no estuviera en Murano me vería con menos liecuencia. Pero se acercaba el momento de nuestra eterna se­paración.

Esa misma noche llevé a Murray la noticia. Me dijo que dos «li.is más tarde podía ir yo a cenar con Tonina al casino que me indicó para dejársela; y obré en consecuencia.

El generoso inglés entregó en mi presencia a Tonina el con- trato de renta vitalicia por doscientos ducados venecianos anua­les en acciones de la asociación de panaderos." Era el equiva­lente a doscientos cuarenta florines. Mediante otra escritura le regalaba todo lo que había en el casino, salvo la vajilla, tras un año de convivencia con él. Le dijo que recibiría un cequí por día para alimentación y criadas, y que si estaba embarazada él se cui­daría de que diera a luz con todas las comodidades y que me en­tregaría el niño. Además, a mí me dijo que Tonina podría reci­birme e incluso darme muestras de su cariño hasta el final del embarazo, y que también podía recibir a su madre, e incluso ir •t verla cuando quisiera. Tonina lo abrazó demostrándole la más viva gratitud y asegurándole que, desde ese momento, sólo lo amaría a él y no tendría por mí otro sentimiento que el de la amistad. Durante toda esta escena ella supo contener las lágri­mas, yo en cambio no pude retener las mías. Murray hizo feliz a Tonina, pero yo no fui mucho tiempo testigo de esa felicidad; dentro de poco se sabrá la razón.

Tres días después vi en mi casa a Laura, quien, tras decirme que se había instalado en Venecia, me rogó que la llevara a casa de su hija. Lo hice inmediatamente, y quedé encantado al oírle dar las gracias tanto a Dios como a mí, sin saber bien a cuál de los dos debía mayor agradecimiento. Tonina me hizo los mayo-

11. Una de las Scuola dalle Arti, o corporaciones de artesanos exis­tentes en Venecia desde el siglo Xlll y que a veces administraban fondos considerables. Su nombre procedía de sus lugares de reunión, que se llamaban scuola (escuelas).

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res elogios de su nuevo amante, sin lamentarse de que yo no hu­biera ido a verla, cosa que me agradó mucho. El casino de Tonina estaba en el Canal Regio, y su madre había ido a vivir al Caste- 11o .12 Tras acompañarla de vuelta, Laura me rogó que bajara de la góndola para ver su pequeña casa, que también tenía un jar­dín. Satisfice su deseo sin acordarme de que allí encontraría a Barbcrina.

Esta muchacha, tan bonita como su hermana aunque en un estilo distinto de belleza, empezó por excitar mi curiosidad, esa curiosidad que vuelve inconstante a un hombre habituado al vicio. Si todas las mujeres tuvieran la misma fisonomía y el mismo temperamento mental, el hombre no sólo no sería in­constante nunca, sino que ni siquiera se enamoraría. Tomaría una por instinto, y se contentaría con ella sola hasta la muerte. La economía de nuestro mundo sería totalmente distinta. La nove­dad es el tirano de nuestra alma. Sabemos que lo que no se ve es poco más o menos igual en todas, pero lo que nos dejan ver nos hace creer lo contrario; y eso les basta. Avaras por naturaleza para dejarnos ver lo que tienen en común con las otras, fuerzan a nuestra imaginación a figurarse que son totalmente distintas.

La joven Barberina, que me consideraba como a un antiguo conocido, a la que su madre había acostumbrado a besarme la mano, que se había quedado en camisa en mi presencia sin pen­sar que podía excitarme, que sabía que yo había hecho la for­tuna de su hermana y de toda su familia, y que, como es natural, se creía más atractiva porque era más blanca de piel y tenía los ojos más negros, se dio cuenta de que sólo podía conquistarme tomándome al asalto. Su buen sentido le decía que si yo no iba a su casa nunca podría enamorarme de ella, a menos de que me convenciese de que tendría conmigo cuantas complacencias pu­diera desear sin que me costase el menor esfuerzo. Este razo­namiento era instintivo: su madre no le había dado la menor instrucción.

Tras haber visto sus dos habitaciones, su pequeña cocina y toda la limpieza de la casa, Barberina me preguntó si quería ir a

12. Como Cannaregio (véase nota 37, pág. 492), uno de los seis ba­rrios de Venecia (véase nota 17, pág. 645).

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\ ri el jardín. Su madre le dijo que me diese higos verdes si ya es- 1 iban maduros.

En el jardincillo de seis toesas cuadradas'> sólo había unas 1 uantas lechugas y una higuera. Yo no veía higos, pero Barberina mr dijo que ella sí los veía arriba y que los cogería si yo le suje- 1 iba la escalera. Sube, pues, y, para alcanzar algunos que esta­ban en las últimas ramas, alarga un brazo y queda en equilibrio inestable sujetándose a la escalera con la otra mano.

¡A y!, mi querida Barberina, si supieras lo que veo...Lo que debéis de estar viendo ya se lo habéis visto a me­

nudo a mi hermana.Cierto, pero tú me pareces más guapa.

Sin preocuparse de responderme y fingiendo que no podía alcanzar los higos, apoya un pie en una rama alta y me ofrece un cuadro que la más consumada experiencia no habría podido imaginar más seductor. Com o me ve encantado, no se apresura,V yo se lo agradezco. Mientras la ayudo a bajar le pregunto si el liigo que yo estaba tocando ya había sido cogido, y ella deja que me cerciore quedándose entre mis brazos con una sonrisa y una dulzura que en un instante me cautivan. Le doy un beso de amor que me devuelve mientras la alegría de su alma resplandecía en sus bellos ojos. Le pregunto si quiere dejarme que lo coja y me responde que su madre tenía que ir al día siguiente a Murano, donde pasaría todo el día, que la encontraría sola y que no me negaría nada.

Esas son las palabras que hacen feliz a un hombre cuando salen de una boca virginal, pues los deseos no son otra cosa que verdaderos tormentos, penas positivas, cuyo disfrute sólo va­loramos porque nos libera de ellas. Lo cual demuestra que quie­nes prefieren cierta resistencia a una gran facilidad carecen de juicio.

Vuelvo a entrar en la casa con el corazón contento, la estre­cho entre mis brazos en presencia de su madre, que ríe al oírme decir que era una joya de incalculable valor. D oy a la amable chiquilla diez cequíes y me marcho felicitándome y quejándome al mismo tiempo de la fortuna, que, maltratándome, me impide

13. De 11,70 metros cuadrados.

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de momento procurar a Barberina una situación equivalente a la de su hermana.

Mi querida Tonina me había dicho que la buena crianza exi gía que fuera a cenar con ella, y que si iba esa misma noche en contraría a Righellini.

Lo que me divirtió en aquella cena fue el perfecto entendi miento entre Tonina y el residente. Cuando lo felicité por haber perdido una de sus inclinaciones, me respondió que le molesta ría haber perdido cualquier inclinación, fuera la que fuese.

-O s gustaba hacer el amor sin velar sus misterios - le dije.-E so le gustaba a Ancilla, no a mí.Me agradó la respuesta, pues no hubiera podido, sin mucho

sufrimiento, ser testigo de las demostraciones de amor que hu biera dado a Tonina. Cuando la conversación recayó sobre el hecho de que me había quedado sin casino, Righellini me dijo que podría tener dos habitaciones a muy buen precio en los Fondamenta N uovc.1''

Los Fondamenta Nuove son un gran barrio de Venecia con vistas al norte, tan agradable en verano como desagradable en invierno. Murano está enfrente, y, como tenía que ir allí dos ve­ces por semana, le dije a Righellini que vería encantado las dos habitaciones.

A medianoche me despedí del rico y feliz residente y me fui a dormir para al día siguiente poder ir temprano a San Giu- seppc,1’ en Castcllo, para pasar el día con Barberina.

-E sto y segura -m e dijo nada más verm e- de que mi madre no volverá hasta la noche, y mi hermano se queda a comer en la escuela. Tenemos pularda fría, jamón, queso y dos frascas de vino de Scopolo.'6 Comeremos al estilo militar cuando queráis.

-¿C óm o has conseguido una comida tan apetecible?-M i madre lo ha hecho todo.-¿L e has dicho entonces lo que íbamos a hacer?-Só lo le he dicho que me habíais prometido venir a verme; y

le he dado los diez cequíes. Me ha respondido que no sería nin

14. Véase nota 14, pág. 854.1 5. San Giuseppe di Castcllo, iglesia y convento.16. Vcasc nota 52, pág. 370.

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gún mal si os enamorabais de mí, ahora que mi hermana ya no vive con vos. La noticia me ha sorprendido y me ha gustado.¿ Por qué habéis dejado a mi hermana?

-N o nos hemos dejado, pues anoche mismo cené con ella; pero ya no vivimos juntos como enamorados. Se la he cedido a un amigo que ha hecho su fortuna.

-M u y bien. Os ruego que le digáis que soy yo quien la sus­tituye, y que, tal como me habéis encontrado, podéis jurar que nunca he amado a nadie.

- ¿ Y si esta noticia la apena?-Tanto mejor. ¿Me haréis ese favor? Es el primero que os pido.-Te prometo que le diré todo.Tras este preámbulo almorzamos y luego, de perfecto acuer­

do, nos metimos en la cama con más aire de hacer un sacrificio ,d himeneo que al amor.

La fiesta era nueva para Barberina: sus arrebatos, las inge­nuas ideas que me comunicaba con el mayor candor y sus com­placencias sazonadas con los encantos de la inexperiencia, me habrían sorprendido si yo mismo no hubiera tenido una sensa­ción de novedad. Creía estar gozando de una fruta cuya dulzura nunca había saboreado tan bien en el pasado. Barberina sintió vergüenza de mostrar que le había causado dolor, y ese mismo sentimiento de disimulo la indujo a hacer todo para conven­cerme de que el placer que sentía era mayor que el que de hecho sentía. Aún no estaba completamente formada; las rosas de sus nacientes senos todavía no se habían abierto; la pubertad per­fecta sólo se hallaba en su joven espíritu.

Nos levantamos para comer, luego volvimos a meternos en la cama y nos quedamos allí hasta la noche. Laura nos encontró a su regreso vestidos y contentos. Tras regalar veinte cequíes a la hermosa chiquilla, me marché asegurándole amor eterno, y desde luego sin intención de engañarla; pero lo que el destino me preparaba no estaba de acuerdo con mis planes.

Al día siguiente fui con el médico Righellini a ver las dos ha­bitaciones.'7 Me gustaron, y las alquilé enseguida pagando tres

17. La casa se encontraba en la cavallerizza dei SS. G iovanni e l'aolo, en la actualidad calle delta Gorna.

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meses por adelantado. Acababan de hacer una sangría a la hija de la dueña de la casa, que era viuda.18 Righcllini cuidaba a la en ferma desde hacía nueve meses, sin conseguir curarla. Entré mu él en el cuarto y creí ver una estatua de cera; dije que era hei mosa, pero que el escultor habría debido darle colores; entom <•» la estatua sonrió. Righcllini me explicó que su palidez no debu extrañarme, pues acababan de sangrarla por centésima cuan4 vez. Tenía dieciocho años,19 y, como nunca había tenido sus re glas, se sentía morir tres o cuatro veces a la semana; y moriría, me dijo Righcllini, si no la sangraban enseguida. Pensaba en viarla al campo, poniendo sus esperanzas en un cambio de aires Tras decirle a la señora que yo dormiría en la casa aquella misma noche, Righcllini me dijo que el verdadero remedio que podía curarla sería un vigoroso enamorado.

-C om o médico suyo -le respondí-, también podríais ser su boticario.

-Sería demasiado peligroso, pues podría verme obligado a un matrimonio que temo más que a la muerte.

18. Cattarina Pizza, viuda de un obrero del mosaico, probable mente maestro de esa artesanía y con cierta consideración social, Leo* poldo dal Pozzo. Murió el 9 de enero de 1764, a los sesenta y cinco años. El matrimonio tuvo nueve hijos, dos varones y siete mujeres, cinco de las cuales fueron monjas.

19. C on toda seguridad se trata de la hija de los dal Pozzo, Ana Maria, con la que Casanova confiesa en la Histoire de ma fuite tener una relación en el momento de su arresto, el 26 de julio de »755. Na cida el 26 de abril de 1725, en la fecha apuntada tenía por lo tanto treinta años, no dieciocho.

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C A P Í T U L O XI

LA BELLA ENFERM A. LA CURO . INTRIGA URDIDA

l'ARA PERDERM E. ACONTECIMIENTO EN CASA DE LA JO VEN

( ONDESA BONAFEDE. LA ER BER IA . VISITA DOM ICILIARIA.

MI ENTREVISTA CON EL SEÑOR DE BRAG ADIN.

ME ARRESTAN POR O RD EN DE LOS

INQUISIDORES DE ESTADO

1 )espués de cenar temprano con el señor de Bragadin, voy a 1111 nuevo casino para gozar del fresco en el balcón de mi dormi­torio. Quedo sorprendido al entrar y ver el balcón ocupado. I i na señorita de muy bella figura se levanta y me pide disculpas por la libertad que se había tomado.

Soy la misma que esta mañana os pareció una estatua de cera me dice-. N o encendemos las luces mientras están abiertas las

ventanas por culpa de los mosquitos; pero cuando queráis acos­taros cerraremos y nos retiraremos. Ésta es mi hermana pe­queña,' y mi madre ya se ha acostado.

Le respondo que el balcón siempre estaría a su servicio, que na temprano y que sólo le rogaba que me permitiera ponerme un batín para hacerles compañía. Me divirtió durante dos horas con una conversación tan sensata como agradable. Se marchó a media noche. Su hermana pequeña me encendió una vela, y se fue deseándome buenas noches.

Al ir a acostarme, y pensando en aquella joven, me parecía imposible que estuviera enferma. Hablaba con viveza, era ale­gre, cultivada e inteligente. N o comprendía por qué fatalidad, si su enfermedad sólo dependía del remedio que Righcllini califi- 1 aba de único, no podía ser curada en una ciudad como Venecia, pues, a pesar de su palidez, me parecía muy digna de tener un amante activo y lo bastante inteligente como para decidirse de una forma u otra a recurrir a una medicina cuya dulzura nada puede igualar.

1. Para algunos estudiosos sería una de las siete hermanas dal l’o/.zo, Clotilde Cornelia, nacida en 1731, que en mayo de 1768 se casó con un tal Giovanni B. Gabriclli.

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Al día siguiente llamo para levantarme, y la que entra o 11 pequeña; no había criados en la casa y yo no quería llevar el mm Le pido agua caliente para afeitarme, le pregunto cómo se en contraba su hermana y me responde que no está enferma, poi que la palidez no es una enfermedad, aunque se veía oblig.nl.« i hacerse sangrar cuando le faltaba la respiración.

-E so no le impide comer bien y dormir mejor -m e dijo.Mientras la chiquilla me hablaba así, oigo un violín.-E s mi hermana, que aprende a bailar el minué -m e dijo.Me visto enseguida para ir a verla, y me encuentro con mu

espléndida señorita a quien un viejo maestro hacía bailar permi tiéndole tener los pies hacia dentro. A la muchacha sólo le lal taba el color de un alma que está viva. Su blancura se parecí.» demasiado a la nieve; le faltaba el encarnado.

El maestro de danza me invita a bailar un minué con mi

alumna, y acepto, pero le ruego que lo toque larghissimo. Cuan do me dice que cansaría demasiado a la señorita, ella le responde que no sentía la menor debilidad. Tras el minué vi en sus meji­llas una sombra de color, y se vio obligada a dejarse caer en una silla, no sin anunciar al maestro que en el futuro quería bailar así. Cuando estuvimos a solas le dije que la clase que aquel hom­bre le daba era demasiado breve, y que así no corregiría sus de­fectos. La enseñé a bailar con los pies hacia fuera, a dar la mano con gracia, a doblar la rodilla siguiendo el compás, y, cuando .il cabo de una hora la vi algo fatigada, le pedí perdón y me fui .1 Murano para visitar a M. M.

La encontré muy triste: el padre de C . C . había muerto, y la habían sacado del convento para casarla con un abogado." Había dejado una carta para mí en la que me decía que, si accedía a re­novarle la promesa de casarme con ella cuando mejor me pare ciera, me esperaría y seguiría negando su mano a todos los que se presentaran. Le respondí sin rodeos que, como no tenía una posición ni era probable que pudiera tenerla pronto, la dejaba en libertad y le aconsejaba incluso que no rechazara al pretendiente que pudiera parecerle idóneo para hacerla feliz. A pesar de esta

2. Sebastiano Marsigli, muerto hacia 1783. Se casó con Caterina Capretta en febrero de 1758.

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especie de despedida, C . C . no se casó con X X X hasta después de mi huida de los Plomos, cuando ya nadie esperaba volver a verme en Venecia. N o volví a verla sino diecinueve años después tle esa época. Hace diez que está viuda y es desdichada. Si yo es-111 viera ahora en Venecia, ya no me casaría con ella, porque a mi edad el matrimonio no es más que una bufonada, pero seguro que uniría su suerte a la mía.

Me río cuando oigo a ciertas mujeres llamar pérfidos a los hombres acusándolos de inconstancia. Tendrían razón si pudie­ran demostrar que, cuando les juramos constancia, tenemos in­tención de faltar a ella. ¡A y! Amamos sin consultar con nuestra razón, que tampoco interviene en nada cuando dejamos de amar.

En esa misma época recibí una carta del embajador,' que es­cribía otra del mismo tenor a M. M. Me decía que debía emplear iodo mi empeño en hacer entrar en razón a M. M., afirmándome que nada sería más imprudente de mi parte que raptarla para lle­vármela a París, donde, pese a toda su protección, ella no esta­ría a salvo. Aquella encantadora y desdichada joven me comu­nicaba su tristeza.

Un pequeño suceso nos hizo reflexionar.-Acaban de enterrar -m e d ijo - a una monja que murió ante­

ayer de consunción en olor de santidad a la edad de veintiocho años. Se llamaba Maria Concetta. Te conocía, y le dijo tu nom­bre a C . C . cuando venías aquí a misa todos los días festivos. C. C. no pudo dejar de rogarle que fuera discreta. La monja le dijo que eras un hombre peligroso contra el que una joven debía estar en guardia. C . C . me contó todo esto después de que la mascarada de Pierrot te hubiera descubierto.

-¿C ó m o se llamaba esa joven antes de entrar en el convento?-M arta S.4-A hora lo entiendo.Le conté a M. M. toda la historia de mis amores con Nanette

y Marton, y concluí hablándole de la carta que esta última me había escrito, y en la que se declaraba deudora conmigo, aun­que fuera indirectamente, de su salvación eterna.

3. Bernis estaba en la corte de Versalles desde el 7 de junio de 1755.4. La Marton del volumen 1, capítulo IV.

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Al cabo de ocho o diez días, las conversaciones que había mantenido con la hija de mi patrona en el balcón hasta media­noche, y la clase de baile que todas las mañanas le daba, habían producido dos frutos muy naturales: uno, que ya no le faltaba el aliento; otro, que me había enamorado de ella. Seguía sin tener la menstruación, pero ya no necesitaba mandar en busca del ci­rujano. Righellini venía a visitarla y, viendo que se encontraba mejor, le pronosticó para antes del otoño ese beneficio de la na­turaleza sin el que no podía vivir más que de manera artificial. Su madre me miraba como a un ángel que Dios le había enviado para curar a su hija, y ésta sentía una gratitud que, en las muje­res, sólo está a un brevísimo paso del amor. Yo le había hecho despedir al maestro de baile.

Pero diez o doce días después creí que se moría en el mo­mento en que iba a darle la clase. Se quedó sin respiración, y el ataque me pareció mucho peor que un asma. C ayó entre mis brazos como muerta; su madre, habituada a verla en ese estado, mandó enseguida a buscar al cirujano, y su hermana pequeña le desabrochó el vestido y las enaguas. La firmeza de su pecho, que no necesitaba color alguno para ser bellísimo, me sorprendió. Se lo cubrí diciéndole que el cirujano no conseguiría sangrarla si se lo veía; pero, mirándome con ojos moribundos, rechazó mi mano con la mayor dulzura cuando se dio cuenta de que me agradaba tenerla sobre su pecho.

Llegó el cirujano, la sangró inmediatamente en el brazo y en un instante la vi pasar de la muerte a la vida. Cuando la vendó no quedaba nada por hacer. Com o apenas le habían sacado cua­tro onzas de sangre, y como supe por su madre que nunca había necesidad de sacarle más, me di cuenta de que el prodigio que Righellini le hacía ver no era tan grande. Sangrándola de esta forma dos veces por semana, le sacaba tres libras de sangre al mes: era la cantidad que habría perdido con sus menstruaciones, y, dado que los vasos estaban obstruidos por ese lado, la natu raleza, siempre atenta a su propia conservación, la amenazaba de muerte si no la libraba del líquido superfluo que le impedí.» libertad de movimiento.

En cuanto el cirujano se fue, me dijo, sorprendiéndome un poco, que si quería esperar un momento en la sala, iría a bailar ;

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y vino: se encontraba perfectamente bien, como si no hubiera pasado nada.

Su seno, de cuya belleza podían dar buen testimonio mis sen­tidos, me había fascinado; y ella me había interesado tanto que volví a la casa cuando empezaba a anochecer. La encontré en su cuarto, con su hermana. Me dijo que iría a tomar el fresco a mi balcón dos horas después, porque estaba esperando a su pa­drino: éste, amigo íntimo de su padre, iba todas las noches a pasar hora y media con ella desde hacía ocho años.

-¿Q ué edad tiene?-Entre los cincuenta y los sesenta. Está casado. Es el conde

S.' Me quiere mucho, pero como un padre. En la actualidad me ama como me amaba en mi más tierna infancia. Y su mujer viene algunas veces a verme y me invita a comer. El próximo otoño iré al campo con ella. Él no os conoce, pero, si queréis, puedo presentároslo esta noche.

Estas palabras, que me pusieron al corriente de todo sin que yo tuviera necesidad de preguntas indiscretas, me agradaron. La amistad de aquel griego sólo podía ser carnal. Era el marido de la condesa con la que yo había visto por primera vez a M. M. dos años antes.

El conde me pareció muy cortés. Me dio las gracias, en tono de padre, por la amistad que yo demostraba por su ahijada, y me pidió que fuera al día siguiente a comer con ella a su casa, donde tendría el gusto de presentarme a su mujer. Acepté encantado. Siempre me han gustado los golpes de teatro, y mi encuentro con la condesa prometía uno muy interesante. Aquella forma de comportarse era propia de un hombre de mundo, y vi a la seño­rita encantada cuando después de marcharse lo elogié. Me dijo que tenía en su poder todos los papeles para retirar de la casa Pérsico6 toda la herencia de su familia, que ascendía a cuarenta mil escudos: una cuarta parte de esa cantidad le pertenecía a ella, además de la dote de su madre, de la que dispondría a favor de

5. En el manuscrito aparece tachado: Seguro. A continuación Ca- sanova califica a este conde de griego, o sea, timador (véase vol. 2, cap.II, nota 12, pág. 312).

6. Familia oriunda de Bérgamo; en la actualidad sigue poseyendo un palacio en Venecia.

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sus hijas; de manera que aportaría a quien la desposara una dote de quince mil ducados corrientes, y su hermana otro tanto.

Esta muchacha deseaba enamorarme y asegurarse de mi It delidad mostrándose avara de sus favores, porque, cuando yo intentaba conseguir alguno, se resistía haciéndome reproches .1 los que no me atrevía a responder; pero no tardé en hacerle adoptar otro sistema.

Al día siguiente la acompañé a casa del conde sin advertirle que conocía a la condesa. Pensaba que ésta fingiría no cono cerme, pero no fue así. Me hizo el recibimiento festivo que suele hacerse a las antiguas amistades. Cuando su marido, algo sor prendido, le preguntó de qué nos conocíamos, le dijo que nos habíamos visto en la Mira7 hacía entonces dos años. Pasamos la jornada en medio de una gran alegría.

Hacia el anochecer, volviendo en mi góndola a casa con la se­ñorita, exigí algunos favores; pero en su lugar no recibí más que reproches que me ofendieron a tal punto que, después de ha berla dejado en su casa, me fui a cenar con Tonina. Com o el re­sidente llegó muy tarde, pasé allí casi toda la noche. Al día si­guiente dormí hasta mediodía y no le di la clase. Cuando le pedí excusas me dijo que no debía preocuparme. Por la noche no acu dió al balcón, y me sentó mal. Al día siguiente salgo de casa muy temprano, y también se queda sin clase. Por la noche, en el bal cón, sólo le hablé de cosas indiferentes; pero por la mañana me despertó un gran ruido; salgo de mi cuarto para ver qué ocurre y la patrona me dice que su hija no podía respirar. Mandó ense­guida en busca del cirujano.

Entro en su cuarto y mi corazón sangra al verla moribunda. Era a principios de julio y ella estaba en la cama, únicamente con las sábanas por encima. Sólo podía hablarme con los ojos. Le pregunto si tiene palpitaciones, aplico mi mano sobre el pecho y la bajo luego por el centro, sin que ella tenga fuerzas para im­pedírmelo. Beso sus labios fríos como el hielo mientras mi mano va rápidamente pie y medio más abajo y se apodera de lo que encuentra. La rechaza débilmente, pero con mucha energía en

7. La Mira, a orillas del Brenta, muy cerca de Venecia, donde hay numerosos palacetes veraniegos de los nobles venecianos.

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m is ojos para reprocharme lo que le hacía. Llega en ese momento el cirujano, le abre la vena y ella respira enseguida. Quiere le­vantarse; le aconsejo que se quede en la cama y la convenzo pro­metiéndole que mandaría buscar mi comida y que comería a su lado. Su madre dice que estar en la cama sólo podría hacerle bien. La muchacha se pone un corsé y le dice a su hermana que eche una colcha ligera por encima de la sábana, porque se la veía i iimo si estuviera completamente desnuda.

Ardiendo de amor por lo que había hecho, y decidido a apro­vechar el momento de mi dicha si se presentaba la ocasión, ruego .1 mi patrona que mande a alguien a la cocina del señor de Bra- gadin en busca de mi comida, y me siento a la cabecera de la bella enferma, asegurándole que se curaría si conseguía amar.

-Estoy segura de que me curaría, pero ¿a quién puedo amar sin la seguridad de ser amada?

Mientras las palabras se volvían cada vez más interesantes, deslizo mi mano por el muslo que tenía a mi lado, y le ruego que me permita dejarla allí; y, siempre suplicándole, subo la mano y llego a donde creo causarle una sensación muy agradable cos­quilleándola. Pero ella se aparta diciéndome en un tono afligido que lo que iba a hacerle tal vez fuera la causa de su enfermedad. I e respondo que podía ser cierto, y tras esa confidencia com­prendo que he alcanzado lo que deseaba, y me siento animado por la esperanza de curarla si lo que todos decían era verdad, «.espeto su pudor ahorrándole preguntas indiscretas, y me de- 1 laro enamorado suyo prometiéndole no exigirle nada salvo lo que ella juzgara que bastaba para alimentar mi cariño.

En el balcón, sentado frente a ella, tras un cuarto de hora de palabras amorosas, la muchacha permite a mis ojos gozar de todos sus encantos, que la luz de la noche volvía todavía más in­teresantes y que ella me dejó cubrir de besos. En el tumulto que su pasión dominante despertó en su alma, fuertemente estre­chada contra mi pecho y abandonándose al instinto, enemigo de todo artificio, me hizo feliz con tal fervor que claramente com­prendí que creía recibir mucho más de lo que daba. Inmolé a la víctima sin ensangrentar el altar.

Cuando su hermana fue a decirle que era tarde y que tenía sueño, le dijo que se fuera a la cama, y acto seguido fuimos no­

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sotros quienes nos acostamos sin el menor preámbulo. Pasamos toda la noche juntos, yo animado por el amor y por el deseo de curarla, ella por gratitud y por la voluptuosidad más extraordi naria. Hacia el amanecer se fue a dormir a su cuarto dejándome muy cansado, pero no agotado. El temor a fecundarla me había impedido morir sin, no obstante, dejar de vivir. Se acostó con migo ininterrumpidamente durante tres semanas seguidas, y nunca le faltó la respiración: le vinieron las reglas. Me habría ca sado con ella si a finales de ese mismo mes no me hubiera so brevenido la catástrofe que voy a referir.

Com o mi lector recordará, yo tenía motivos para odiar al abate Chiari debido a una novela satírica de la que es autor y que Murray me había dado a leer. Hacía un mes que me había expresado de tal modo que podía suponerse que me vengaría, y el abate estaba en guardia. En ese mismo periodo recibí una carta anónima adviniéndome que, en lugar de pensar en dar de palos al abate, mejor haría pensando en mí mismo, pues era inminente que me ocurriera la mayor de las desgracias. Hay que despre ciar a los que escriben cartas anónimas, pues sólo pueden ser traidores o estúpidos; pero nunca se debe despreciar el aviso, y yo hice mal despreciándolo.

En ese mismo periodo un tal Manuzzi, orfebre de primer ofi­cio* y entonces espía de los Inquisidores de Estado, a quien y«» no conocía, se me presentó dándome a entender que podía pro porcionarme a crédito algunos diamantes en determinadas con­diciones que me impulsaron a recibirlo en mi casa. Mirando algunos libros que yo tenía por aquí y por allá, se detuvo en unos manuscritos que trataban de magia. Gozando con su asoni bro, le mostré los que enseñaban a conocer a todos los espíritus elementales:9

Com o bien supondrá el lector, yo despreciaba aquellos li bros, pero los tenía. Cinco o seis días después, ese traidor vol­vió para comunicarme que un curioso cuyo nombre no podía

8. Orfebre de profesión, Giambattista Manuzzi era confidente de los Inquisidores. Su primer contacto con Casanova tuvo lugar el 11 de noviembre de 1754.

9. Espíritus que presiden los cuatro elementos. Véase nota 31.págs. 458-459-

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decirme estaba dispuesto a dar mil cequíes por mis cinco libros, pero que antes quería verlos para saber si eran auténticos. Com ­prometiéndose a devolverlos veinticuatro horas después, y como en el fondo yo no estaba nada preocupado, se los confié. N o d ejó de devolvérmelos al día siguiente, diciéndome que al cu- 1 loso no le parecían auténticos; pero varios años después supe que se los llevó al secretario de los Inquisidores de Estado, que así se enteraron de que yo era un insigne mago.

En ese mismo mes fatal, a la señora Memmo, madre de los señores Andrea, Bernardo y Lorenzo,10 se le metió en la cabeza que y o incitaba al ateísmo a sus hijos y recurrió al viejo caballero Antonio M occnigo," tío del señor de Bragadin, que me guar­daba rencor porque, a su parecer, yo había seducido al sobrino por medio de mi cábala. La materia era competencia del Santo C )ficio, pero, dado lo difícil que sería encerrarme en las cárceles tic la Inquisición eclesiástica, decidieron llevar el caso ante los Inquisidores de Estado, que se encargaron de investigar mi con­ducta. Era lo que hacía falta para perderme.

El señor Antonio Condulmer, enemigo mío por obra y gra­cia de su amistad con el abate Chiari, e inquisidor ro jo 'J de Es- tado, aprovechó la ocasión para que se me mirara como pertur­bador de la paz pública. Un secretario de embajada me dijo años después que un delator, con dos testigos, me había acusado de creer únicamente en el diablo. Sostenían que, cuando perdía di­nero en el juego, momento en que todos los creyentes blasfe­maban contra Dios, nadie me oía lanzar maldiciones sino con­tra el diablo. También estaba acusado de comer carne todos los días, de ir tan sólo a las misas señaladas; y había buenos motivos para sospechar que era masón. A todo esto añadían que fre-

10. Sobre Andrea Memmo, véase nota 15, pág. 962. Bernardo Mem­mo, nacido en 1730, era masón y miembro de los círculos más progre­sistas de Venecia. Protegido por Lorenzo da Ponte, el libretista de M ozart, era hombre de profunda cultura que llegó a ser senador en 1763. Lorenzo Memmo nació en 1733.

1 1 . Alvise Antonio Moccnigo, patricio veneciano, cuñado de A n­drea Bragadin.

12. Aunque el rojo era por lo general el color de la toga de los se­nadores, de los tres Inquisidores también lo llevaba el que procedía del Consejo Ducal.

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cucntaba a embajadores extranjeros y que, dado que vivía con tres patricios y estaba al corriente de las deliberaciones del Se­nado, las revelaba a cambio de grandes sumas de dinero que per­día en el juego.

Todas estas acusaciones decidieron al todopoderoso tribunal a tratarme como enemigo de la patria, conspirador y malvado de primer orden. Dos o tres semanas después, varias personas a las que debía creer me aconsejaban hacer un viaje al extranjero porque el tribunal estaba ocupándose de mí. Eso era suficien te, porque en Venecia sólo pueden vivir felices aquellos cuya existencia ignora ese temible tribunal. Yo, sin embargo, no tomé en consideración ningún consejo. Si les hubiera prestado aten ción, me habrían inquietado, y yo era enemigo de inquietudes. Decía que, si no tenía remordimientos, no podía ser culpable, y que, no siendo culpable, no debía temer nada. Mi com por­tamiento era propio de un necio. Razonaba como un hombre libre. Y lo que me impedía pensar seriamente en una posible des­gracia era la auténtica desgracia que me oprimía de la mañana a la noche. Perdía en el juego todos los días, tenía deudas por todas partes, había empeñado todas mis joyas, hasta las taba­queras con retratos,•> que sin embargo había apartado y entre­gado a la señora Manzoni, en cuya casa estaban depositados todos mis documentos importantes y mi correspondencia amo­rosa. N o tardé en darme cuenta de que la gente me evitaba. Un anciano senador me dijo que el tribunal sabía que la joven con­desa Bonafede había enloquecido a causa de las drogas y los fil­tros amorosos que yo le había suministrado; seguía en el hospital y en sus delirios nunca dejaba de nombrarme cubriéndome de maldiciones. Debo contar al lector esta breve historia.

Esta joven condesa, a la que yo había dado unos cuantos ce- quíes pocos días antes de mi vuelta a Venecia, creyó que podría inducirme a seguir frecuentándola porque mis visitas podían serle útiles. Importunado por sus misivas, había ido a verla al­guna vez y siempre le había dado dinero; pero, salvo en la pri­mera ocasión, nunca me había encontrado complaciente ni le

13 . Pequeñas cajas o tabaqueras cuya tapa se adornaba con un re­trato. Estuvieron muy de moda en l o s siglos XVII y xvm .

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había dado muestras de ternura. Al cabo de un año tomó una decisión criminal, de la que nunca conseguí pruebas, pero de la que tuve buenos motivos para creerla culpable.

Me mandó una carta en la que supo convencerme de que lucra a verla a determinada hora para un asunto de gran impor­tancia. l.a curiosidad me llevó hasta ella a la hora indicada. Nada más verme saltó a mi cuello diciéndome que el asunto impor­tante era el amor. Me cché a reír. Me pareció más bonita que de costumbre, y más limpia. Me habló del fuerte Sant’Andrea y me provocó de tal manera que me mostré dispuesto a satisfacerla. Me quito la capa y le pregunto si su padre está en casa; me res­ponde que ha salido. Com o necesitaba ir al escusado, salgo, y cuando quiero volver a su habitación me equivoco, entro en el cuarto contiguo, donde, para gran sorpresa mía, encuentro al conde con dos individuos de mala catadura.

-Q uerido conde -le digo-, vuestra hija la condesa acaba de decirme que no estabais en casa.

-H e sido yo quien le ha dado esa orden, porque debía resol­ver con estos señores un asunto que acabaré otro día.

Quiero irme, pero él me retiene, despide a los dos hombres y me dice que está encantado de verme. Me cuenta la historia de sus miserias: los Inquisidores de Estado le habían retirado la pensión, y estaba a punto de verse en la calle con toda su fami­lia, obligado a pedir limosna. Vivía en aquella casa cuyo alqui­ler no pagaba desde hacía tres años poniendo en práctica mil estratagemas; pero ya no le quedaba ninguna salida, iban a echarlo. Me dijo que le bastaba con poder pagar el primer tri­mestre, luego se mudaría de noche y se marcharía a vivir a otro lugar. Com o sólo se trataba de veinte ducados corrientes, saco seis cequíes del bolsillo y se los doy. Me abraza, llora de ale­gría, llama a su hija, le dice que me haga compañía, coge su capa y se va.

Me fijo en la puerta que comunicaba aquella habitación con la otra en la que yo estaba con su hija, y la veo entreabierta.

-Vuestro padre - le d igo- me habría sorprendido, y no es di­fícil adivinar lo que habría hecho con los dos esbirros que esta­ban con él. El complot es evidente; Dios me ha salvado.

La condesa lo niega, llora, se postra a mis pies; yo aparto la

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vista, recojo mi capa y me voy. N o volví a responder a sus mi sivas ni a verla. Era en verano. La estación, la pasión, el hambre y la miseria le hicieron perder la razón. Enloqueció a tal punto que un día, a mediodía, salió corriendo completamente desnuda a la plaza de San Pietro,'4 pidiendo a los que encontraba y a los que la detuvieron que la llevasen a mi casa. Esta desdichada his toria corrió por toda la ciudad y me procuró no pocas molestias. Encerraron a la loca, que no recuperó la razón hasta cinco años después; pero salió del hospital únicamente para ir pidiendo li mosna por Venecia, como todos sus hermanos, excepto el ma­yor, a quien doce años más tarde encontré de garzón"1 en Madrid, en los guardias del cuerpo de Su Católica Majestad.'6

Esta historia había ocurrido hacía un año, pero volvieron a sacarla a la luz el fatal mes de julio de ese año de 1755. Sobre mi cabeza se amontonaron todas las nubes negras y espesas para fulminarme con el rayo. El tribunal dio orden al Messer grande' de asegurar mi persona vivo o muerto. Es la fórmula de todos los decretos de arresto que salen de ese temible triunvirato. Todos sus decretos, hasta los de menos importancia, van siem prc acompañados de pena de muerte para el infractor.

Tres o cuatro días antes de la festividad de Santiago, cuyo nombre llevo,'8 M. M. me regaló varias varas de encaje de plata que debía ponerme la víspera de mi santo. Fui a verla con esc bonito traje diciéndole que al día siguiente iría para rogarle que­me prestase dinero, pues ya no sabía a dónde recurrir para en contrario. Cuando vendí sus diamantes, ella había apartado qui nientos cequíes.

14. Campo San Pietro di Castcllo, en el sestiere di Castello, barrio de mujeres ligeras.

15. Término español: «Ayudante por quien el capitán comunica las órdenes; está a su cuidado mudar las guardias de palacio, y apostar las partidas cuando el rey, príncipe o infantes salen a divertirse» (Dicc. Acad., 173 z).

16. Carlos III.17. O Missier grando, o Capitán grande, jefe de la policía que go

/.aba de varios privilegios, entre ellos el de llevar una gran túnica roja. Desde 1750 ocupaba ese puesto Mattio Varutti, que firma el atestado di- detención de Casanova el 27 de julio.

18. La festividad de San Giacomo (Santiago) se celebra el 25 de julio.

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Seguro de que al día siguiente recibiría esa suma, pasé la jor­nada jugando y perdiendo, y por la noche perdí quinientos ce- quíes bajo palabra. Al amanecer, como necesitaba calmarme, fui .1 la Erberia.'9 Ese lugar llamado Erberia está en un muelle del ( irán Canal que atraviesa la ciudad; y se le llama así porque es el mercado de hierbas, frutas y flores.

Los que van a pasear temprano por allí declaran ir por el ino- 1 ente placer de ver llegar, en doscientas o trescientas barcas, toda i lase de hortalizas, frutas de todas las especies y flores de la es­tación, que los habitantes de las pequeñas islas que rodean la ca­pital llevan y venden a bajo precio a los grandes comerciantes, que a su vez los venden sacando beneficio a otros medianos, que los venden caro a los pequeños, que los distribuyen a un precio todavía más caro por toda la ciudad. Pero no es cierto que la ju­ventud veneciana vaya a la Erberia antes de la salida del sol por este motivo; sólo les sirve de pretexto.

Los que allí van son los hombres y mujeres galantes que han pasado la noche en los casinos, en las posadas o en los jardines, dedicados a los placeres de la mesa o en la furia del juego. El gusto por este pasco demuestra que una nación puede cambiar de carácter.

Los venecianos de antaño, tan misteriosos en galantería como en política, han sido sustituidos por los modernos, cuya afición predominante consiste en no hacer misterio de nada. Los hom­bres que van a la Erberia acompañados por mujeres desean des­pertar la envidia de sus iguales exhibiendo sus aventuras galan­tes. Los que van ahí solos tratan de hacer descubrimientos o de provocar celos; y las mujeres van más para dejarse ver que para ver, encantadas de que todo el mundo sepa que no tienen nin­gún pudor. La coquetería queda excluida, dado el desorden del atuendo; y hasta parece, incluso, que las mujeres quisieran mos­trarse en esc sitio bajo las insignias del desorden, y que, al ver- las, cada cual saque conclusiones. Los hombres que las llevan del brazo deben hacer ostentación del hastío provocado por la costumbre demasiado habitual de recibir favores y dar la im­presión de no preocuparse de que la gente considere el desaliño

19. En Rialto.

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que sus bellas exhiben en sus atavíos como otras tantas pruebas de su triunfo. En este paseo, todos deben mostrar un aspecto cansado y la necesidad de irse a la cama.

Después de media hora de paseo, me voy a mi casino, donde todo el mundo debía de estar aún en la cama. Saco la llave del bolsillo, pero no la necesitaba: veo la puerta abierta y, lo que era peor, la cerradura rota. Subo y encuentro a toda la familia le­vantada, y oigo las quejas de mi patrona. Me dice que Messcr grande con una banda de esbirros había entrado por la fuerza en su casa, poniendo todo patas arriba y diciendo que buscaban un contrabando muy importante, un baúl lleno de sal, introdu cido la víspera en la casa. Me explica que, en efecto, el día ante­rior habían desembarcado un baúl, pero que pertenecía al conde S., que guardaba en él sus ropas. Messer grande lo había visto y se había marchado sin decir nada. También habían inspeccio nado mi cuarto. La patrona pretendía una satisfacción, y, viendo que estaba en su derecho, le prometí hablar de ello ese mismo día con el señor de Bragadin; y fui a acostarme, pero el agravio que se había hecho a la casa me encogía el corazón y sólo puede dor­mir tres o cuatro horas.

Voy a ver al señor de Bragadin, le pongo al corriente de todo el asunto y exijo venganza. Le explico vivamente todas las ra­zones que mi honrada patrona tenía para exigir una satisfacción proporcionada a la ofensa, dado que las leyes garantizaban la tranquilidad de toda familia cuya conducta fuera irreprochable. También estaban presentes los otros dos amigos, y, cuando ter­miné de hablar, vi a los tres muy pensativos. El prudente anciano me contestaría después de comer, eso me dijo.

En esa comida, en la que de la Haye no abrió la boca, vi a todos muy tristes. Debía atribuir la causa a la amistad que sen tían por mí. La relación de estos tres respetables personajes con migo siempre había causado estupor en la ciudad; decidieron que no podía ser natural, y que debía tratarse del efecto de un sortilegio. Mis amigos eran devotos a ultranza, y en Venecia no había mayor libertino que yo. La virtud, decían, podía ser in dulgente con el vicio, pero no amarlo.

Después de comer, el señor de Bragadin me llamó a su gabi nete junto con los otros dos amigos, que nunca estaban de más.

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Me dijo con gran sangre fría que, en lugar de pensar en vengarme de la afrenta que Messer grande había hecho a la familia con la que yo vivía, debía pensar en huir y ponerme a salvo.

-E l baúl lleno de sal es sólo un pretexto -m e dijo-. Te bus­caban a ti y creían que te encontrarían en casa, lu ángel hizo que 110 te encontrasen; huye. Fui ocho meses10 Inquisidor de Estado y conozco el estilo de los arrestos que ordena el tribunal. N o se echa abajo una puerta para confiscar un baúl de sal. También es posible que hayan ido adrede cuando no estabas. Créeme, que- 1 ido hijo, parte enseguida para Fusina; desde ahí viaja en dili­gencia noche y día hasta Florencia, y quédate allí hasta que yo te escriba que puedes volver. Manda preparar mi góndola de cuatro remos y vete. Si no tienes dinero, te daré cien cequíes de momento. La prudencia exige que te marches.

Le respondo que, no sintiéndome culpable de nada, no podía tener miedo alguno al tribunal, y que, por consiguiente, no po­día seguir su consejo a pesar de parecerme muy sensato. Me con- lesta que el Tribunal de los Inquisidores de Estado podía acu­sarme de delitos que yo ignoraba. Me anima a preguntar a mi oráculo si debía seguir su consejo o no, pero me dispenso de ha­cerlo diciéndole que sólo le preguntaba cuando tenía dudas. ( lomo última razón alego que, marchándome, daría una prueba ile temor que me declaraba culpable, pues un inocente que no puede tener remordimientos tampoco puede tener temores.

-Si el silencio es el alma de ese gran tribunal -le digo-, cuan­do me marche os será imposible saber si he hecho bien o mal huyendo. La misma prudencia que hoy, según Vuestra Excelen­cia, me ordena partir, también me impedirá volver. ¿Acaso debo dar un eterno adiós a mi patria?

Trató entonces de convencerme para que, por lo menos aque­lla noche, durmiera en mi aposento del palacio, y todavía en este momento me avergüenzo de haberle negado ese placer.

Los arqueros no pueden entrar en el palacio de un patricio, a menos que el tribunal se lo ordene de manera explícita, y esto no ocurre nunca.

20. Ésa era la duración regular del Inquisidor de Estado elegido entre los consejeros.

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Le respondí que la precaución de dormir en su casa sólo me protegería durante la noche, y que de día me encontrarían en cualquier parte si tenían orden de arrestarme.

-Podrán hacerlo - le dije-, pero yo no debo tener miedo.El buen anciano calló entonces después de decirme que quiza

no volveríamos a vernos; y yo le rogué que no me afligiera; sobre ese ruego hizo una breve reflexión, para sonreír después y abrazarme pronunciando la máxima de los estoicos: Pata viam inveniunt.1 '

Lo abracé entre lágrimas y me fui, pero su predicción se cumplió. Nunca más volví a verlo. Murió once años después. Salí del palacio sin la menor sombra de temor en mi alma, pero muy preocupado a causa de mis deudas. N o tuve valor para ir a Murano y recoger de M. M. los quinientos cequíes que habría debido pagar inmediatamente a quien me los había ganado la víspera; preferí ir a verlo y rogarle que esperase ocho días. H e­cho esto, fui a mi casa y, tras consolar a mi patrona como pude y abrazar a su hija, me acosté. Era a primera hora de la noche, el 25 de julio de 175 5.

A la mañana siguiente, al amanecer, Messer grande entró en mi cuarto. Despertarme, verlo y oírlo preguntarme si yo era G iacom o Casanova fue todo uno. En cuanto le respondí que era el mismo que había nombrado, me ordenó darle todos los escritos que tuviera, fueran míos o de otros, vestirme y seguirlo. Cuando le pregunté de parte de quién me daba aquella orden, me respondió que era de parte del tribunal.

C A P Í T U L O XII

BAJO LOS PLOMOS. TEM BLOR Oh TIERRA

La palabra tribunal me petrificó el alma dejándome sólo la facultad material necesaria para obedecer. Mi escritorio estaba abierto: todos mis documentos se encontraban sobre la mesa en la que escribía; le dije que podía cogerlos. Llenó con ellos un

2 1 . «El destino sabe guiarnos», Virgilio, Eneida, III, 395, y X , 1 13.

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».troque le trajo uno de sus esbirros y me dijo que también debía entregarle los manuscritos encuadernados como libros que de- In.i de tener. Le indiqué el lugar donde estaban y entonces com- prendí lo que ocurría: que el orfebre Manuzzi había sido el hítame espía que me había acusado de tener aquellos libros 1 uando se introducía en mi casa preciándose de hacerme com­prar diamantes y convenciéndome, como ya he dicho, para que tovendiera aquellos libros; eran La clavicula de Salomón ,' el / ecor-ben , 2 un Picatrix,’' una amplia Instrucción sobre las horas planetarias* apropiadas para hacer los perfumes y los conjuros necesarios para entablar diálogo con toda suerte de demonios. Quienes sabían que yo poseía esos libros me creían mago, y a 1111 no me contrariaba. Messer grande también cogió los libros que tenía en mi mesilla de noche: Ariosto, Horacio, Petrarca, / I filósofo militar,'' manuscrito que Matilde6 me había dado, / Iportero de los Cartujos y el librito de las posturas lúbricas del A retino que Manuzzi había denunciado, porque Messer grande también me lo pidió. Aquel espía parecía hombre honrado: cua­lidad necesaria para su oficio; su hijo7 hizo fortuna en Polonia rasándose con una Opcska, a la que mató, según dicen, porque

1. Sobre este libro de magia atribuido falsamente a Salomón, véase nota 26, pág. 457.

2. El Zoar, o mejor, Séfer ha-Zobar (Libro del esplendor), libro sa­grado de los seguidores de la cábala judía que pretende contener reve- lucioncs divinas comunicadas por el rabino Ben Johay a sus discípulos.

3. Texto mágico que servía para conjurar al diablo, que ya cita Ra- belais en su Pantagruel.

4. En la época existían muchos «libros planetarios» que enseña­ban a leer el futuro y a conjurar los espíritus mediante reglas astrológi­cas y quemando perfumes.

5. Le militaire pbilosophe ou Difficultés sur la Religión proposées ,111 R. P. Malebranche pretre de l ’Oratoire par un anden officier (1768), publicado y reescrito más tarde por Jacques-André Naigeon. Cuando aún estaba en manuscrito, Casanova lo atribuyó en una nota a Voltaire; se ha propuesto com o autor el nombre de Robert Challe.

6. Este nombre aparece aquí por primera vez; se ha pensado que quizá sea el de M. M.

7. Un hijo de Manuzzi, Antonio Niccoló, fue hecho conde por Es­tanislao Poniatowski, por haberse casado con la amante del rey, Opes- ka, con posterioridad a 1764. Más tarde fue diputado de la Dicta polaca.

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yo no se nada, y hasta no lo creo, pese a saber que era capaz de hacerlo.

Mientras el Mcsser grande recolectaba de este modo mis ma­nuscritos, mis libros y mis cartas, yo iba vistiéndome maquinal mente, ni deprisa ni despacio; me lavé, me afeité, C . D .8 me peinó, me puse una camisa de encaje y mi precioso traje, todo ello sin darme cuenta, sin decir la menor palabra, y sin que .1 Messer, que nunca me había perdido de vista, le pareciera mal que me vistiese como si tuviera que ir a una boda.

Al salir de mi habitación me quedé muy sorprendido al ver treinta o cuarenta arqueros en el salón; me hicieron el honor de creerlos necesarios para apoderarse de mi persona cuando, según el axioma ne Hercules quidem contra dúos,* sólo se necesitaban dos. Es curioso que en Londres, donde todo el mundo es va­liente, únicamente envíen a un solo hombre para detener a otro, y que en mi querida patria, donde somos cobardes, se utilicen treinta. Q uizá sea porque el cobarde convertido en asaltante debe de tener más miedo que el asaltado, y que, por esa misma razón, el asaltado pueda volverse valiente; de hecho, a menudo se ve en Vcnccia a un solo hombre defenderse frente a veinte es birros y escapar después de haberles dado una tunda. En París ayudé a un amigo mío a escapar de cuarenta polizontes10 a los que pusimos en fuga.

Messer grande me hizo subir a una góndola en la que se situó a mi lado con una escolta de cuatro hombres, porque había des pedido al resto. Cuando llegamos, me encerró cn una habitación después de ofrecerme una taza de café, que rechacé. Pasé allí cuatro horas durmiendo, aunque me despertaba cada cuarto de hora para orinar: fenómeno que me pareció muy extraordina

Casanova también encontró en España a un hijo de Manuzzi, que qui/.i no sea el mismo.

8. Tachado: Clotilde. Podría tratarse de Clotilde Cornelia dal Poz zo, una de las hijas de la viuda dal Pozzo, tal vez la «bella estatua» de la que se ha hablado. Véase nota 19, pág. 1002.

9. «N i siquiera Hércules puede luchar contra dos», proverbio griego citado por Platón, Fedón, cap. X X X V III.

10. Casanova emplea pousse-cul, termino obsceno para designar a un agente de policía.

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110, porque no sufría de cstranguria, el calor era excesivo y no había cenado; pese a ello, llené de orina dos grandes orinales.I I.k ía tiempo había comprobado que la sorpresa causada por la opresión provocaba en mí un poderoso efecto narcótico, pero Insta ese momento no supe que también es en alto grado diuré- lica. Dejo este asunto a los médicos. Me reí mucho cn Praga, donde publiqué mi fuga de los Plomos hace seis años," cuando m i pe que a las damas de la buena sociedad la descripción de este hecho les pareció una cochinada que podía haber omitido. Q ui­za la hubiera omitido en conversación con una dama, pero el pú­blico 110 es una dama, y me gusta instruirlo; además, no es una 1 01 binada: no hay nada sucio ni hediondo en ello, pese a que lo 1 ongamos en común con los cerdos como tenemos el comer y el beber, que nunca han sido bautizados de cochinadas.

Es probable que, en el mismo instante en que mi espíritu asustado debía dar muestras de desfallecimiento, ya que tenía satisfecha su facultad pensante, también mi cuerpo, como si hu­biera estado en un lagar, debía destilar buena parte de los fluidos que, circulando regularmente, prestan movimiento a nuestra fa- 1 ultad de pensar. Por esa razón, una sorpresa espantosa puede llegar a provocar la muerte súbita y, Dios lo quiera, enviarnos al Paraíso, ya que puede arrancar el alma a la sangre.

Cuando sonó la campana de t e n a 12 entró el jefe de arqueros diciéndome que tenía orden de encerrarme bajo los Plomos.'* Lo seguí. Montamos en otra góndola y, después de mil rodeos por los pequeños canales, entramos en el Gran Canal y desembar­camos cn el muelle de las Prisiones.'4 Subimos varias escaleras,

1 1 . L ’Histoire de ma fuite des prisons de la Répubhque de Venise i¡u 'on appelle les Plombs écrite a Dux en Bohérne l ’année 1787, editada al año siguiente. Casanova había escrito «cuatro años», sustituyendo luego el primer termino por «seis», lo cual probaría que esta parte del libro fue escrita en 1792 y corregida cn 1794.

12. La campana de tena estaba en el campanario de San Marcos, e invitaba a los magistrados a las reuniones.

13. M azm orras o calabozos situados bajo el tejado del palacio ducal, cubierto de láminas de plomo; según Casanova, eran siete las pri­siones que había.

14. En Rialto; ocupaban la planta baja del Palazzo di Camarlenghi, y en ellas se encadenaba a los detenidos por deudas.

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pasamos un puente muy alto y cerrado1’ que comunica las pri siones con el Palacio Ducal por encima del canal que llaman rio di Palazzo.“ ' Al otro lado de esc puente cruzamos una galería, entramos en una cámara, luego en otra, donde me presentó a un individuo vestido con traje de patricio y que, después de echarme una mirada, le dijo:

- £ (fuello: mettetelo in deposito.'7Este personaje era el secretario de los señores inquisidores, el

árcospetto|S Domenico Cavalli, a quien, al parecer, le avergon zaba hablar veneciano en mi presencia, porque pronunció la orden de mi detención en lengua toscana. Messer grande me re mitió entonces al guardián de los Plomos,"' que estaba allí con un manojo de llaves y que, seguido por dos arqueros, me hizo subir dos pequeñas escaleras, adentrarme por una galería, luego por otra, separada de la anterior por una puerta cerrada, y des pués por otra más, que terminaba en una puerta que abrió con otra llave, puerta por la que entré en una sucia buharda de seis toesas de largo y dos de ancho,10 mal iluminada por un alto tra galuz. C reí que esa buharda era mi prisión, pero me equivoque. Aquel hombre, que era el carcelero, empuñó una gruesa llave, abrió una enorme puerta chapada de hierro y de una altura de tres pies y medio,1 ' que en el centro tenía un agujero redondo de ocho pulgadas11 de diámetro, y me ordenó entrar cuando yo estaba mirando atentamente una máquina de hierro empotrada en el sólido tabique en forma de herradura; tenía una pulgada de espesor y un diámetro de cinco de uno a otro de sus extremos

i 5. El Ponte dei Sospiri, que unía las prisiones nuevas, construidasal mismo tiempo que el puente, con la cámara del Consejo de los Diez.

16. Final del rio di Canónica, también conocido como rio delle Pri gioni, que llega hasta el Palacio Ducal de San Marcos.

17. «Ése es; metedlo en el calabozo.»18. «Prudente»; este término de cortesía se daba a los secretarios

del Senado y del Consejo de los D iez, y a los residentes salidos de sus

filas. Tenían derecho a llevar la toga negra de los patricios, aunque noperteneciesen a la nobleza.

19. Sin duda, Lorenzo Basadonna, al que se citará más adelante.20. 11,70 x 3,90 metros.2 1. 1 ,10 metros aproximadamente.22. 21,6 centímetros.

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l'.u.ilclos. Estaba pensando en lo que podía ser cuando el carcc- Icio me dijo sonriendo:

Veo, señor, que os gustaría adivinar para qué sirve esa má­quina, y puedo decíroslo. Cuando Sus Excelencias ordenan ««trangular a alguien, lo hacemos sentarse en un taburete de es­paldas a este collar y le ajustamos la cabeza de modo que el co­llar le sujete la mitad del cuello. Una cuerda de seda, que le ciñe la otra mitad, pasa sus dos cabos por este agujero que va a dar a Un torniquete donde se atan, y un hombre lo hace girar hasta que el paciente ha rendido el alma a Nuestro Señor, porque el confesor, alabado sea Dios, no lo deja hasta que ha expirado.

-E s muy ingenioso, y deduzco, señor, que sois vos mismo quien tiene el honor de dar vueltas al torniquete.

No me respondió. Com o mi estatura era de cinco pies y nueve pulgadas,1’ tuve que agacharme mucho para entrar; y me encerró. Cuando me preguntó a través de la reja qué quería comer, le respondí que aún no lo había pensado. Y se fue ce­rrando todas sus puertas.

Agobiado y aturdido, pongo los codos en la barra de apoyo de la reja; ésta tenía dos pies en todos los sentidos y la cruzaban seis barrotes de hierro de una pulgada de espesor que formaban dieciséis agujeros cuadrados de cinco pulgadas. La reja habría proporcionado bastante claridad al calabozo si una viga maestra de la armazón, cuadrangular y de pie y medio de ancho, empo­trada en el muro por debajo del tragaluz que tenía oblicuamente frente a mí, no hubiera interceptado la luz que entraba en la bu­harda. Tras dar la vuelta a la horrible prisión, con la cabeza in­dinada porque sólo tenía cinco pies y medio de altura, llegué a la conclusión, casi a tientas, de que constituía las tres cuartas partes de un cuadrado de dos toesas. La cuarta parte contigua que le faltaba era evidentemente una alcoba capaz de contener una cama, pero no encontré ni cama, ni silla, ni mesa, ni mueble de ninguna especie, salvo una cubeta para las necesidades natu-

23. 1,87 metros. El calabozo debía tener 1,80 metros de altura; abar­caba las tres cuartas partes de un cuadrado de 3,90 metros, además de la alcoba. El resto de elementos medían: la viga, 50 centímetros de ancho; la reja, 65 centímetros cuadrados, y los dieciséis agujeros, 13 centímetros cada uno.

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rales y una tablilla sujeta al muro de un pie de ancho y a una al tura de cuatro pies del suelo. Coloqué sobre ella mi hermosa capa de seda cruda, mi bonito traje tan mal estrenado y mi som brcro bordado en punto de España con una pluma blanca. Hacía muchísimo calor. Para asombro mío, el instinto me llevó hasta l.i reja, único lugar donde podía descansar los codos; resultaba im posible ver el tragaluz, pero sí la luz que iluminaba la buharda, y unas ratas, grandes como conejos, que paseaban por allí. Estos repugnantes animales, aborrecibles a mis ojos, llegaban hasta de bajo de mi reja sin mostrar el mínimo temor. Me apresuré a ce rrar, con un postigo interior, el agujero redondo que había en el centro de la puerta, porque su visita me hubiera helado la san gre. Sumido en la más profunda ensoñación, con los brazos siempre cruzados sobre la barra de apoyo, pasé ocho horas in móvil, totalmente en silencio y sin moverme.

Cuando dieron las veintiuna1-' empecé a inquietarme porque no veía aparecer a nadie, porque nadie venía a ver si quería comer, porque no me traían una cama, una silla y, por lo menos, pan y agua. N o tenía apetito, pero estaba seguro de que nadie debía de saberlo. Nunca en mi vida había tenido un sabor tan amargo en la boca. Estaba convencido, sin embargo, de que al­guien aparecería antes de que acabase el día; pero cuando oí dar las veinticuatro me puse como un poseso a vociferar, a patalear, a echar pestes y a acompañar con chillidos todo el inútil barullo que mi extraña situación me incitaba a promover. Com o más de una hora después de este furioso ejercicio seguía sin ver a nadie ni tener el menor indicio que me permitiera suponer que alguien hubiera podido oír mis furores, envuelto en tinieblas cerré l.i reja por temor a que las ratas saltasen dentro del calabozo. Me eché en el suelo con el pelo recogido en un pañuelo. Abandono tan despiadado no me parecía verosímil, ni siquiera aunque hu­bieran decidido matarme. El examen de lo que podía haber hecho para merecer trato tan cruel sólo podía durar un mo­mento, pues no encontraba materia para decretar mi arresto. En calidad de gran libertino, de audaz charlatán, de hombre que sólo pensaba en gozar de la vida, no podía encontrarme culpa

24. Dos horas y media antes de la puesta del sol.

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ble, pero, viéndome pese a todo tratado como tal, ahorro al lec­tor todo lo que la rabia, la indignación y la desesperación me obligaron a decir y a pensar contra el horrible despotismo que me oprimía. Sin embargo, la negra cólera y la pena que me de­voraba, y el duro suelo sobre el que estaba, no me impidieron dormirme; mi constitución natural necesitaba el sueño; y, cuan­do el individuo al que anima es joven y lleno de salud, la natu- i.ileza sabe procurarse lo necesario sin necesidad de pensar.

Me despertó la campana de medianoche. Horrible despertar 1 uando nos hace añorar la nada o las ilusiones del sueño. Me pa­recía imposible haber pasado tres horas sin haber sentido ningún dolor. Sin moverme, acostado como estaba sobre mi lado iz­quierdo, alargué el brazo derecho para coger mi pañuelo, que recordaba con toda seguridad haber dejado allí. Mi mano avan­zaba a tientas, y, ¡D ios!, qué sorpresa cuando encuentro otra mano fría como el hielo. El espanto me electrizó de la cabeza a los pies y se me erizó todo el pelo. Nunca en mi vida he tenido el alma dominada por un espanto semejante, y nunca creí que pudiera llegar a sentirlo. Pasé tres o cuatro minutos, desde luego, 110 sólo inmóvil, sino incapaz de pensar. Cuando me recobré, me hice a mí mismo el favor de creer que la mano que había creído tocar sólo era un producto de la imaginación. Con esa firme sos­pecha estiro de nuevo el brazo al mismo lugar y encuentro la misma mano, que, transido de horror y lanzando un penetrante grito, agarro y suelto enseguida retirando mi brazo. Tiemblo, pero, dueño otra vez de mi razón, llego a la conclusión de que, mientras yo dormía, habían puesto a mi lado un cadáver, pues estaba seguro de que cuando me acosté en el suelo allí no había nada. Me figuro enseguida que se trata del cuerpo de algún ino­cente desdichado, y quizás el de mi amigo1' al que habían ahor­cado y cuyo cuerpo habrían puesto a mi lado para que, al despertarme, encontrase delante de mí el ejemplo de la suerte que me esperaba. Esta idea me colma de rabia. Llevo por tercera vez mi brazo a la mano, la agarro, y en ese mismo instante trato de levantarme para tirar del cadáver hacia mí y cerciorarme de toda la atrocidad del hecho; pero, al intentar apoyarme en mi

25. No se sabe de quién puede tratarse.

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codo izquierdo, la misma mano fría que estrechaba cobra vida, se retira, y en esc preciso instante, con gran sorpresa mía, me doy cuenta de que cn mi mano derecha no tengo más mano que mi mano izquierda, que, paralizada y entumecida, había perdido movimiento, sensibilidad y calor, efecto de la cama blanda, fie xiblc y mullida sobre la que mi pobre cuerpo reposaba.

Esta aventura, aunque cómica, no me divirtió; al contrario, me dio motivo para las más negras reflexiones. Me di cuenta »le que estaba en un lugar donde, si lo falso parecía verdadero, l.i> realidades debían de parecer sueños; donde el entendimiento debía de perder la mitad de sus privilegios; donde la fantasía al terada debía de convertir la razón cn víctima de esperanzas qui méricas o de una espantosa desesperación. Enseguida decidí estar cn guardia cn todo lo concerniente a este punto, y, por pri mera vez cn mi vida, a la edad de treinta años, llame en mi ayuda a la filosofía, cuyos gérmenes tenía cn el alma pero a la que aún no había tenido ocasión de apreciar ni utilizar. Creo que la ma yoría de los hombres mueren sin haber pensado nunca. Perma­necí sentado hasta las ocho,'6 ya clareaban los crepúsculos del nuevo día, el sol debía salir a las nueve y cuarto. Estaba impa cientc por ver ese día: un presentimiento que consideraba infa­lible me aseguraba que me mandarían a casa; ardía cn deseos de venganza que no disimulaba. Ya me veía a la cabeza del pueblo para exterminar a los gobernantes y masacrar a los aristócratas. Todo debía ser reducido a polvo; no me contentaba con ordenar a los verdugos la carnicería de mis opresores, sino que era yt* mismo quien debía ejecutar su matanza. A sí es el hombre: no sospecha que lo que de este modo habla cn él no es su razón, sino su mayor enemiga, la cólera.

Esperé menos de lo que estaba dispuesto a esperar, y eso aplacó un poco mi furia. A las ocho y media, el profundo silen ció de aquellos lugares, infierno de hombres vivos, fue roto pot el ruido estridente de los cerrojos cn los vestíbulos de los co­rredores que había que recorrer para llegar hasta mi cárcel. Ante mi reja apareció el carcelero, que me preguntó si había tenido

26. Ocho horas y media después de la puesta del sol, aproximada mente las cinco y media de la mañana, en julio.

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lampo de pensar en lo que quería comer.17 Qué suerte, cuando la insolencia de un infame se muestra bajo la máscara de la mofa.I c respondí que quería una sopa de arroz, caldo, asado, pan, tigua y vino. Al muy badulaque le sorprendió no oír las quejas que esperaba. Se fue, pero volvió al cuarto de hora más tarde para decirme que le extrañaba que no quisiera tener una cama y lodo lo necesario.

Si creéis que os han metido aquí por una noche, os equivo­cáis.

-Traedme todo lo que creáis necesario.-¿Adonde debo ir? Aquí tenéis lápiz y papel. Haced la lista.Le indiqué por escrito el sitio adonde debía ir a buscar una

< ama, camisas, medias, batín, zapatillas, gorros, sillón, mesa, pei­nes, espejos, navajas de afeitar, pañuelos, los libros que Messer grande me había incautado, tinta, plumas y papel. Cuando le leí estos artículos, porque el badulaque no sabía leer, me dijo que tachara libros, tinta, papel, espejo y navaja de afeitar, porque lodo eso estaba prohibido bajo los Plomos por el reglamento, y me pidió dinero para comprarme la comida. De los tres ccquícs que tenía, le di uno. Salió del tugurio y lo oí marcharse una hora después. Durante esa hora, como luego supe, estuvo ocupado en servir a otros siete prisioneros allí encerrados, en calabozos alejados unos de otros para impedirles toda comunicación.

Hacia mediodía volvió el carcelero seguido por cinco arque­ros destinados al servicio de los prisioneros de Estado. Abrió el calabozo para meter los muebles que yo había encargado, y la comida. Colocan la cama en la alcoba y dejan mi comida en una mesita. Toda mi cubertería consistió en una cuchara de marfil que el carcelero había comprado con mi dinero, porque tenedor y cuchillo estaban prohibidos, así como cualquier otro utensilio de metal.

-Encargad -m e d ijo- lo que deseáis comer mañana, porque sólo puedo venir aquí una vez al día, al amanecer. El ilustrísimo

17. Las cuentas de Basadonna se reproducen en el suplemento de la traducción italiana: Historia della mia fuga. Durante su estancia en los Plomos, los gastos totales de Casanova ascendieron a 768 liras ve­necianas; la comida costaba al principio 1 liras, luego 30 sueldos.

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secretario me ha ordenado deciros que os enviará libros ade­cuados, pues los que deseáis están prohibidos.

-D adle las gracias por el favor que me ha hecho de ponerme solo.

-H aré vuestro encargo, pero hacéis mal en burlaros así.-N o me burlo, porque más vale, creo yo, estar solo que con

los malvados que debe de haber aquí dentro.-¿Q u é decís, señor? ¿M alvados? Me desagradaría mucho.

Aquí sólo hay gentes honradas a las que sin embargo hay que se­parar de la sociedad por razones que sólo Sus Excelencias saben. Os han puesto solo para castigaros más, ¿y aún queréis que les dé las gracias de vuestra parte?

-N o sabía eso.Aquel ignorante llevaba razón, y no me di cuenta hasta unos

días más tarde. Comprendí que un hombre encerrado comple­tamente solo, y puesto en la imposibilidad de hacer lo que sea en un lugar casi oscuro, dónele no ve ni puede ver más que una vez al día a quien le trae de comer, y demdc no puede caminar man teniéndose erguido, es el más desgraciado de los mortales. Si cree en él, desea el infierno sólo por verse acompañado. A llí dentro llegué a desear la compañía de un asesino, de un loco, de un en fermo hediondo, de un oso. Bajo los Plomos, la soledad deses­pera, pero para saberle) hay que haberlo probado. Si el prisio­nero es un hombre de letras, que le den un escritorio y papel, y su desgracia habrá disminuido en nueve décimas partes.

Tras la marcha del carcelero coloqué la mesa cerca del agu­jero para procurarme un poco de luz, y me senté para comer a la débil claridad que venía de aquella lucera; pero no pude tra­gar más que unas cucharadas de sopa. En ayuno desde hacía cua­renta y cinco horas, no es de extrañar que estuviera enfermo. Pasé la jornada tranquilo, en el sillón, deseando la llegada del día siguiente y preparando mi mente para leer los libros que me habían hecho la gracia de prometer. Pasé la noche sin pegar ojo por el desagradable ruido que las ratas hacían en aquel tugurio, y acompañado por el reloj de San Marcos, tan cercano que, cada vez que daba las horas, creía tenerlo dentro de mi celda. Además, un tormento que a pocos de mis lectores costará demasiado comprender, me causaba una desazeSn insostenible: un millón do

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pulgas se encarnizaban alegremente por te>do mi cuerpo, ávidas do mi sangre y de mi piel, que traspasaban con un encarniza­miento del que nunca había tenido idea; aquellos malditos in­sectos me provocaban convulsiones, me causaban contracciones cspasmódicas y me envenenaban la sangre.

Al rayar el día, L o r e n z o ,q u e así se llamaba el carcelero, apareció, mandó que me hicieran la cama, barrer y limpiar, y uno de sus esbirros me trajo agua para lavarme. Yo quería salir a la buharda, pero Lorenzo me dijo que no estaba permitido. Me- entregó dos gruesos libros, que me abstuve de abrir por no estar seguro de- poder reprimir un primer impulso de indigna­ción que quizá me habrían causado, y sobre el que el espía no habría dejado de informar. Tras dejarme el condumio y haberme cortado dos limones, se marchó.

Después de apresurarme a tomar la sopa para que no se en­friara, abrí un libro bajo la luz que caía de la lucera hasta el agu­jero, y vi que me resultaría fácil leer. Miro el título y veo La ciudad mística de Sor María de Jesús llamada de A greda.19 N o tenía ni idea de qué se trataba. El segundo era de un jesuíta cuyo nombre he olvidado;»0 proponía una nueva adoración particu-

28. Tras la fuga de- Casanova, Basadonna fue- enviado, como castigo, a las Carnerotti (prisiones leves), donde asesinó a Giuseppe Ottaviani, también condenado a las Carnerotti, durante una pelea. E l 10 de junio de 1757 se le condenó de manera benevolente a diez años de cárcel en los Gozzi, prisiones más duras c|ue las Carnerotti.

29. La mística ciudad de Dios (1670), obra mística de la monja es­pañola María de Agreda, conocida como María Coronel (1602-1665). Con veinticinco años fue elegida superiora del convento que su madre- había fundado en su propio domicilio. Según la leyenda, sufría «muer­tes místicas» que le permitían tener éxtasis, arrobamientos, levitacio- nes e incluso el don de la ubicuidad: fue vista, sin salir de Agreda, predicando a los indios xumanas de Baja California. Estos hechos hi­cieron intervenir a la Inquisición, pero salió absuelta del proceso.

30. «Caravita», anota al margen del manuscrito Casanova. Entre las obras de este jesuita napolitano (16 8 1-1734 ), no figura la citada por C a­sanova; quizás el verdadero nombre sea el jesuita Joan Croisct (1656- • 7}8), confesor de Santa Margarita María Alacoque y uno de los promotores, con el jesuita Claudo de la Colom biére (16 4 1-16 8 2), de la veneración del Sagrado Corazón. El libro aludido sería entonces la Dé- votion a 11 Sairé-Cceur ( 1689).

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lar y directa al corazón de Nuestro Señor Jesucristo. De todas las partes humanas de nuestro divino mediador, era ésta la que, según nuestro autor, debía adorarse de forma especial; idea singular de un loco ignorante, cuya lectura me indignó desde la primera página, porque el corazón no me parecía una viscera más respetable que el pulmón. La ciudad mística me interesó algo.

Leí todo cuanto puede dar a luz la extravagancia de la ima­ginación calenturienta de una virgen española extremadamente devota, melancólica, encerrada en un convento y con unos di­rectores de conciencia ignorantes y aduladores. Todas sus qui­méricas y monstruosas visiones se adornaban con el nombre de revelaciones: enamorada y amiga íntima de la Virgen, había re­cibido del mismo Dios la orden de escribir la vida de su divina madre; las instrucciones que necesitaba, y que nadie podía haber leído en parte alguna, le habían sido proporcionadas por el Es­píritu Santo.

Empezaba la historia de la madre de Dios, no desde el ins­tante de su nacimiento, sino desde su muy inmaculada concep­ción en el vientre de santa Ana. Esta Sor María de Agreda era superiora de un convento de franciscanas»1 fundado por ella misma en su propia casa. Después de narrar con todo detalle lo que su gran heroína hacía en los nueve meses antes de su naci­miento, cuenta que, a la edad de tres años, barría su casa ayudada por novecientos criados, todos ellos ángeles que Dios le había destinado, dirigidos por el arcángel Miguel en persona, que iba y venía de ella a Dios y de Dios a ella con sus recíprocas emba­jadas. Lo que más sorprende en este libro es la seguridad en que un lector sensato debe encontrarse de que no hay nada que la más que fanática autora pueda preciarse de haber inventado; la fantasía no puede ir más allá de esos extremos; todo se dice de buena fe; son visiones de un cerebro exaltado que, sin la menor sombra de orgullo y ebrio de Dios, cree revelar únicamente lo que el Espíritu Santo le dicta. El libro estaba impreso con el per­miso de la Inquisición. N o podía salir de mi asombro. Muy lejos de aumentar o excitar en mi espíritu un fervor o un celo de reli­

3 1 . El convento de la Inmaculada Concepción.

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gión, el libro me incitó a juzgar como fábula todo lo que consi­deramos místico o incluso dogmático.

El carácter de esa obra acarrea secuelas. Un lector de mente más susceptible y más inclinado que el mío a creer en lo mara­villoso corre el riesgo, al leerlo, de transformarse en visionario y grafómano como esa virgen. La necesidad de mantenerme ocu­pado en algo me hizo pasar una semana sumido en la lectura de esa obra maestra de un espíritu exaltado y fantasioso. N o le decía nada al carcelero, pero ya no podía más; en cuanto me dor­mía, me daba cuenta de la peste que la monja de Agreda había contagiado a mi espíritu, debilitado por la melancolía y la mala alimentación. Mis extravagantes sueños me hacían reír cuando, despierto, los recapitulaba; después me entraban ganas de po­nerlos por escrito, y, de haber tenido lo necesario, tal vez hu­biera redactado una obra más enloquecida todavía que la que el señor Cavalli me había enviado. Ya en esa época comprendí cuánto se engañan quienes atribuyen al espíritu del hombre una determinada fuerza; sólo es relativa, y si el hombre se examina a fondo sólo encontrará dentro de sí debilidad. Me di cuenta de que, aunque raras veces se vuelve loco el hombre, lo cierto es que resulta fácil enloquecer. Nuestra razón es como la pólvora de cañón, que, aunque se inflame fácilmente, nunca se inflama a menos que se le prenda fuego; o como un vaso de beber que nunca se rompe a menos que se haga algo para romperlo. El libro de esa española tiene los ingredientes necesarios para que un hombre se vuelva loco; pero para que el veneno surta efecto, basta meter a esa criatura sola bajo los Plomos y privarla de cual­quier otra ocupación.

En el mes de noviembre de 1767, yendo de Pamplona a Ma­drid, mi cochero, Andrea Capello, se detuvo para comer en un pueblo de Castilla la Vieja; me pareció tan triste y tan feo que sentí ganas de saber su nombre. ¡Cuánto me reí cuando me di­jeron que era Agreda! ¡A sí que fue aquí, me dije, donde la ca­beza de aquella santa loca dio a luz aquella obra maestra que, de no ser por el señor Cavalli, nunca habría conocido! Un viejo cura, que me miró con la mayor consideración cuando le pre­gunté por la vida de aquella afortunada amiga de la madre de su creador, me mostró el lugar mismo donde lo había escrito, ase­

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gurándome que el padre, la madre y la hermana de la divina bio grafa habían sido santos. Me dijo, y era cierto, que España solí citaba de Roma su canonización junto con la del venerable Palafox.,J Tal ve/ fue esta ciudad mística la que animó al padie Malagrida a escribir la vida de santa Ana,1' que también le dicto el Espíritu Santo; pero este padre jesuíta hubo de sufrir martirio, razón de más para conseguir la canonización cuando la Conipa ñía resucite y recupere su antiguo esplendor.»4

Al cabo de nueve o diez días se me acabó el dinero. Lorenzo me preguntó adonde debía dirigirse para conseguirlo, y lacóm camente le respondí: «A ninguna parte». Lo que desagradaba .1 ese hombre ignorante, codicioso y charlatán, era mi silencio. Al día siguiente me dijo que el tribunal me asignaba cincuenta suel dosM diarios que él se encargaba de administrar; me rendiría cuentas todos los meses y emplearía mis ahorros en lo que yo le mandase. Le dije que me trajese dos veces por semana /<» Gazette de Leyde}‘ y me respondió que no estaba permitido. Se tenta y cinco libras al mes eran más de lo que necesitaba, porque ya no podía comer: el extremado calor y la inanición causada por la falta de alimento me habían debilitado. Era la época de la pestilencial canícula, y la fuerza de los rayos del sol que daban de plano sobre los plomos que cubrían el techo de mi prisión la

32. Juan de Palafox (1600-1659), obispo de Osma (España).33. La vida de gloriosa Santa Ana, obra mística del jesuíta portu

gués Gabriel Malagrida (16 89 -176 1), escrita en prisión (17 5 9 -17 6 1) c incluida en el Indice aunque no fue nunca impresa; su autor fue ajusti ciado en la hoguera acusado de ideas extravagantes en algunos de sus li bros, aunque en realidad tue quemado vivo, junto con otros sesenta miembros de su orden, por su implicación y la de los jesuítas en el aten tado del 3 de septiembre de 1758 contra el rey portugués José I, cuya muerte había profetizado; a raíz de esos hechos, la Com pañía de Jesús fue expulsada de Portugal.

34. La Com pañía de Jesús fue suprimida en 1773 por Clemente XIV, y restablecida en 18 14 por Pío V il.

35. Según las cuentas ya citadas de Lorenzo Basadonna, al principio podía gastar 48 soldi al día por Casanova; la suma fue reducida más tarde a 30 soldi diarios.

36. Las Nouvelles extraordinaires de divers endroits, más conocida como Gazette de Leyde, por el nombre de Leiden, ciudad de los PaísesBajos donde se imprimía desde 1680.

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convertían en una especie de invernadero: el sudor que cho-11 eaba por mi piel corría por el suelo a izquierda y derecha de mi nilón, donde permanecía completamente desnudo.

A l cabo de quince días de no haber hecho nunca de vientre, l o hice, y creí morir a causa de unos dolores que nunca hasta en­tonces había sentido. Se debían a unas hemorroides internas; ahí lue donde contraje esa cruel enfermedad de la que no he llegado ,1 curarme desde entonces; el hecho de que, de vez en cuando, me acuerde de su origen no sirve para que la acepte de mejor C,.ma. Si la naturaleza no nos enseña remedios para curar diver­s o s males, al menos nos proporciona medios seguros para ad­quirirlos. Esa enfermedad, sin embargo, me valió muchos cum­plidos en Rusia, donde se le tiene en tanta consideración que no me atreví a quejarme cuando estuve allí diez años más tarde. Lo mismo me ocurrió en Constantinopla cuando me quejé de un catarro nasal en presencia de un turco; éste no decía nada, pero pensaba para sus adentros que un perro como yo no merecía tanta suerte.

Ese mismo día, violentos escalofríos me hicieron comprender que tenía mucha fiebre. Guardé cama, y al día siguiente no dije nada; pero dos días después, cuando Lorenzo encontró toda la comida intacta, me preguntó cómo me encontraba.

-M u y bien.-N o , señor, porque no coméis. Estáis enfermo, y ahora veréis

la magnificencia del tribunal, que os proporcionará gratis mé­dico, medicinas, medicamentos y cirujano.

Tres horas después volví a verlo sin que viniera acompañado de satélites, con una vela en la mano y precediendo a un grave personaje cuya imponente fisonomía me anunció a un médico.57 Me encontraba en pleno ardor de la fiebre que desde hacía tres días me quemaba la sangre. Me interrogó y le respondí que nunca hablaba con el confesor ni con el médico en presencia de testigos. C )rdenó a Lorenzo que saliera. Lorenzo no quiso, y entonces el doctor se marchó diciéndome que estaba en peligro de muerte. Era lo que yo deseaba: también sentía cierta satisfacción al pen-

37. Según las actas de la Inquisición, ese médico se llamaba Bellottoo Bel lotti.

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sar que, gracias a este paso, podría demostrar a los despiadados tiranos que allí me tenían encerrado su inhumana conducta.

Cuatro horas más tarde oí el ruido de los cerrojos. Entró el médico sosteniendo él mismo un hachón en la mano, y Lorenzo se quedó fuera. La extremada postración en que había caído me procuraba un verdadero descanso. Un hombre realmente en­fermo no sufre la tortura del aburrimiento. Me alegraba ver fuera a mi infame carcelero, a quien no podía soportar desde la explicación que me había dado sobre el collar de hierro.

En menos de un cuarto de hora informé de todo al doctor.-S i queréis recobrar la salud -m e d ijo-, tendréis que deste­

rrar la tristeza.-Escribid la receta correspondiente y llevadla al único boti­

cario que puede prepararla. El señor Cavalli es el maldito mé­dico que me ha dado E l corazón de Jesús y La ciudad mística.

-E s muy posible que esas dos drogas hayan podido daros la fiebre y las hemorroides; no os abandonaré.

Se marchó después de haberme preparado él mismo una li­monada muy ligera, que me recomendó beber a menudo. Pasé la noche amodorrado y soñando extravagancias místicas.

Al día siguiente, dos horas más tarde de lo habitual, lo vi lle­gar con Lorenzo y con un cirujano que me sangró. Me dejó una medicina que me aconsejó tomar por la noche, y una botella de­caído.

-H e conseguido permiso -m e d ijo- para que os trasladen a la buharda, donde no hace tanto calor como aquí, donde uno se ahoga.

-Renuncio a esa gracia, porque me horrorizan las ratas que vos no conocéis y que desde luego vendrían a mi cama.

-¡Q u é horror! Le he dicho al señor Cavalli que ha estado a punto de mataros con sus libros, y me ha dicho que se los de­vuelva; y en su lugar os ofrece Boecio.5* Aquí lo tenéis.

-Este autor vale más que Séneca, os lo agradezco.-O s dejo una jeringa y agua de cebada; que os divirtáis con

las lavativas.

38. Sin duda el tratado De consolatione philosophi*, escrito en prisión por el filosofe) Boecio (Manlius Severinus Boctius, 480-524).

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Vino a visitarme cuatro veces y me sacó del aprieto; recobré el apetito. A principios de septiembre me encontraba bien. El verdadero mal que padecía era un calor extremado, las pulgas y el aburrimiento, pues no podía estar leyendo a Boecio todo el día. Lorenzo me dijo que tenía permiso para salir del calabozov lavarme mientras me hacían la cama y barrían, único remedio para acabar con las pulgas que me devoraban. Fue para mí una gran merced. Aproveché esos ocho o diez minutos para pasear haciendo ejercicio, sin que las ratas, asustadas, se atrevieran a dejarse ver. El mismo día que Lorenzo me permitió este alivio, me dio cuentas de mi dinero. Me debía veinticinco o treinta li­bras que no me estaba permitido tener en mi bolsillo. Se las dejé, diciéndole que las destinara a decir algunas misas por mí. Me dio las gracias como si fuera él mismo el sacerdote que debía ce­lebrarlas. Todos los meses hice lo mismo, y nunca vi recibos de ningún sacerdote. En realidad, lo menos injusto que Lorenzo pudo hacer fue apropiarse de mi dinero, y decirme él mismo las misas en la taberna.

En semejante estado, todos los días seguía esperando que me mandarían a casa; nunca me acostaba sin una especie de certeza de que al día siguiente vendrían a decirme que era libre; pero cuando, frustrado en mi esperanza, pensaba en el plazo que ha­brían podido fijar, decidía que no podía ser más tarde del 1 de octubre, día en que comienza el reinado de los nuevos Inquisi­dores.*'' Según ese cálculo, mi prisión debía durar tanto como los actuales Inquisidores, y por esta razón no había visto nunca al secretario, quien, de no ser por esc motivo, habría venido a interrogarme, a comunicarme la acusación y a anunciarme mi condena;40 el razonamiento me parecía infalible, porque era na­tural; mala argumentación ésta bajo los Plomos, donde no puede haber nada natural. Me figuraba que los Inquisidores debían de haber reconocido en mi inocencia su injusticia, y que sólo me

39. Los Inquisidores que encarcelaron a Casanova fueron Andrea I)iedo, Antonio Condulmer, Antonio da Muía; y los que asumieron el cargo el 1 de octubre, Alvise Barbarigo, Lorenzo Grimani y Francesco Sagredo (este mismo agració a Casanova en 1774).

40. En realidad, Casanova ya había sido condenado por ateísmo a cinco años en los Plomos el 12 de septiembre de 1755.

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tenían encerrado por guardar las formas y para no manchar su reputación, pero que estaban obligados a ponerme en libertad al final de su reinado. Hasta me sentía inclinado a perdonarlos y olvidar el agravio que habían cometido contra mí. «¿Cómo podrían», pensaba yo, «dejarme aquí a merced de sus sucesores, a quienes no habrían podido entregar nada que bastase para con denarme?» Me parecía imposible que hubieran podido conde narme y redactar mi sentencia sin comunicármela, y además sin haberme explicado los motivos. Mi derecho me parecía indiscu tibie y razonaba en consecuencia, pero un razonamiento así no tenía sentido frente a los reglamentos de un tribunal que se dis­tingue de todos los tribunales legales de todos los gobiernos de la tierra. Cuando este tribunal procede contra un delincuente, ya está seguro de su culpabilidad; ¿qué necesitad tiene entonces de hablarle?, y cuando lo ha condenado, ¿para qué darle la mala noticia de su sentencia? Su consentimiento no es necesario; más vale dejarle que espere, dicen; aunque le comunicasen la senten­cia, no por eso estaría una sola hora menos en prisión; el sabio no da cuenta de sus asuntos a nadie; y los asuntos del tribunal veneciano no son otros que los de juzgar y condenar; el culpa­ble es una máquina que no debe intervenir para colaborar en el asunto; es un clavo que, para entrar en una tabla, sólo necesita unos cuantos golpes de martillo.

Yo conocía en parte estos usos del coloso a cuyos pies es­taba, pero en la tierra hay cosas que nunca puede decirse que se conocen bien hasta que se ha hecho su experiencia. Si hay entre mis lectores alguno al que le parezcan injustas estas reglas, lo disculpo, porque de hecho no tienen apariencia de serlo; pero ha de tener presente que, por ser institucionales, se vuelven ne­cesarias: un tribunal de esta clase no podría subsistir sin ellas. Quienes las mantienen en vigor son senadores elegidos entre los más cualificados y reconocidos como los más virtuosos.41

Pasé la última noche de septiembre sin poder dormir; no veía la hora de contemplar la salida del nuevo día, porque estaba con­vencido de que me pondrían en libertad. El reinado de los crue­

4 1. La página 1267 del manuscrito que comienza en este punto hasido tachada y resulta ilegible.

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les que me habían hecho encarcelar expiraba. Pero amaneció,1 orenzo vino a traerme la comida y no me anunció nada nuevo. I'.isé cinco o seis días preso de rabia y desesperación. Pensé que,1.1I vez por razones que no podía adivinar, habían decidido tenerme allí por el resto de mis días. Esta horrible idea me dio usa: sabía que estaba en mis manos no permanecer allí mucho tiempo en cuanto hubiera tomado la decisión de conseguir la li­bertad a riesgo de mi vida. Me habría matado o habría conse­guido escaparme.

Deliberata morte ferocior,42 a principios de noviembre fue1 uando concebí el proyecto de salir por la fuerza de un lugar donde me tenían por la fuerza: este pensamiento se convirtió en mi única idea fija. Empecé a buscar, a inventar, a estudiar cien medios para llevar a cabo una empresa que antes que yo muchos podían haber intentado, pero que nadie había podido llevar a término.

En esos mismos días un hecho singular me hizo comprender la miserable situación en que se encontraba mi ánimo.

Estaba de pie en el desván mirando hacia lo alto, hacia el tra­galuz; también veía la enorme viga. Lorenzo salía de mi cala­bozo con dos de sus esbirros cuando vi que la enorme viga no oscilaba, sino que se volvía hacia su lado derecho y retornaba a su posición con un movimiento contrario, lento e ininterrum­pido. Com o al mismo tiempo sentí que había perdido el equili­brio, me di cuenta de que había sido la sacudida de un terre­moto, y los arqueros, extrañados, dijeron lo mismo; el fenómeno me causó una gran alegría, pero no dije ni una palabra. Cuatroo cinco segundos después se repitió el movimiento, y no pude dejar de exclamar: » Un ultra, un altra gran Dio, ma piu forte».*' Los arqueros, aterrorizados por lo que les pareció la impiedad de un loco desesperado y blasfemador, huyeron horrorizados. Pensando después en ello, me di cuenta de que, entre los acon­tecimientos posibles, consideraba el hundimiento del Palacio Ducal compatible con la recuperación de mi libertad. El pala­cio, al hundirse, debía arrojarme sano, salvo y libre al hermoso

42. «Vuelto más implacable por la decisión de morir», H oracio, Odas, I, 37, 29.

43. «Otra, otra, gran Dios, pero más fuerte.»

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pavimento de la plaza de San Marcos. Así empecé a volverme loco. I.a sacudida fue una consecuencia del mismo terremoto que destruyó en esos mismos días Lisboa.44

C A P Í T U L O X III

DIVERSOS INCIDENTES. COMPAÑEROS. PREPARO MI EVASIÓN.

ME CAMBIAN DE CALABOZO

Para que el lector pueda comprender bien mi fuga de un lugar semejante tengo que describirle el edificio. Estas prisio nes, hechas para encerrar a los culpables de Estado, están, para ser exactos, en lo que se llama el desván del Palacio Ducal. Su te jado, que no está cubierto ni con arcillas ni con ladrillos, sino con placas de plomo de tres pies cuadrados y una línea1 de es pesor, da el nombre de Plomos a estas prisiones. En ellas sólo se puede entrar por las puertas de palacio, o por el pabellón de las prisiones, por donde me hicieron entrar a mí pasando el puente que se llama de los Sospiri, del que ya he hablado. A estas pri siones únicamente se puede acceder pasando por la sala donde se reúnen los Inquisidores de Estado; y sólo su secretario tiene la llave, que el carcelero de los Plomos debe entregarle después de haber hecho, al amanecer, su ronda a los prisioneros. Se hace al despuntar el día, pues más tarde las idas y venidas de los arque ros se verían demasiado en un sitio lleno de gente que tiene asuntos pendientes con los jefes del Consejo de los Diez, que se reúnen todos los días en una sala contigua llamada la bussola‘ por donde los arqueros están obligados a pasar.

Los calabozos están distribuidos bajo el tejado de las dos fa­chadas opuestas del palacio. Tres, entre ellos el mío, dan a po­niente, y cuatro a levante. El canalón que recorre el borde del

44. El terremoto de Lisboa se produjo el 1 de noviembre de 1755, causando cerca de 30.000 muertos. Desde luego es imposible que en Venecia se hayan sentido sacudidas procedentes del seísmo portugués.

1. I.a línea parisiense: media pulgada parisiense, o 2,26 metros.2. La antecámara del Consejo de los D iez y de los Inquisidores.

Véase nota 20, pág. 645.

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te jado de los que están a poniente da al patio del palacio; el que da a levante corre perpendicular al canal llamado rio d i Palazzo. l o s calabozos de este lado son muy luminosos y en ellos se puede estar de pie, ventajas que le faltaban al calabozo donde yo estaba, llamado il trave .' El suelo de mi celda estaba exacta­mente encima del techo de la sala de los Inquisidores, donde sue­len reunirse sólo por la noche tras la sesión diaria del Consejo de los Diez, del que los tres son miembros.

Informado como estaba de todo esto, y conociendo a la per- lección la topografía del lugar, la única vía de escape con posi­bilidades de éxito que se me ocurrió fue abrir un agujero en el suelo de mi celda; pero se necesitaban herramientas, cosa difícil en un lugar en el que toda comunicación con el exterior estaba prohibida, y donde no se permitían ni visitas ni intercambio epistolar con nadie. Com o no tenía dinero para sobornar a un arquero, no podía contar con ninguno. Suponiendo que el car­celero y los dos satélites que lo acompañaban hubieran tenido la complacencia de dejarse estrangular, dado que yo no tenía armas, siempre había otro esbirro apostado en la puerta de la ga­lería cerrada, que sólo abría cuando su camarada que quería salir le daba la contraseña. Mi única idea era fugarme, y como no en­contraba en Boecio la manera de hacerlo, ya no lo leía. Pensaba constantemente en ello porque estaba seguro de que sólo a fuer­za de pensarlo podría encontrar la manera de conseguirlo. Siem­pre he creído que, cuando a un hombre se le mete en la cabeza llevar a cabo un proyecto cualquiera y sólo se ocupa de conse­guirlo, debe lograrlo a pesar de todas las dificultades. Ese hom­bre llegará a ser gran visir, se convertirá en papa, derrocará una monarquía con tal de que emprenda pronto su tarea, pues cuando el hombre llega a la edad en que la Fortuna lo desprecia, ya no consigue nada, y sin su ayuda no se puede esperar nada. Se trata de contar con ella y, al mismo tiempo, desafiar sus re­veses, aunque éste sea un cálculo político muy arduo.

A mediados de noviembre Lorenzo me dijo que Messer grande tenía un preso, y como el secretario Businello, el nuevo

3. Término italiano: «viga». «Una enorme viga privaba de luz al calabozo» (nota en el margen de Casanova).

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circospetto, le había ordenado meterlo en el peor de todos los ca labozos, había decidido ponerlo en el mío; me aseguró que, al manifestar a Businello que yo consideraba trato de favor estar solo en una celda, éste le había respondido que, tras los cuatro meses que llevaba allí, debía de haberme vuelto más prudente. La noticia no me disgustó, ni encontré desagradable la que me anunciaba el cambio de secretario. El tal señor Pietro Businello* era un buen hombre al que yo había conocido en París cuando él se dirigía a Londres en calidad de residente de la República.

Una hora después de la campana de terza oí el chirrido de los cerrojos y vi a Lorenzo seguido por dos arqueros que lleva ban maniatado con esposas a un joven que lloraba. Lo encerra ron en mi casa, y se marcharon sin decir palabra. Yo estaba tumbado en la cama, donde él no podía verme. Su sorpresa me divirtió. Com o tenía la fortuna de medir cinco pies de alto, per manecía de pie mirando atentamente mi sillón, que sin duda creía destinado para él. Ve sobre la barra horizontal de la reja el libro de Boecio, enjuga sus lágrimas, lo abre y lo tira con des­pecho, quizás irritado al ver que estaba escrito en latín. Se di­rige hacia la izquierda del calabozo, y se sorprende al encontrar unos harapos; se acerca a la alcoba, cree ver una cama, alarga la mano, me toca y me pide perdón; lo invito a sentarse, y de este modo trabamos conocimiento.

-¿Q uién sois? - le pregunto.-So y de Vicenza, me llamo Maggiorin;' mi padre, cochero en

la casa Poggiana, me mandó a la escuela hasta la edad de once

4. Pietro Businello había sido residente de Venecia en Londres des­de diciembre de 1748 hasta julio de 17 5 1. Casanova debió de conocerlo en París cuando volvía de Inglaterra, en 17 5 1. Venecia, el primer estado que estableció relaciones diplomáticas con países extranjeros, enviaba embajadores, siempre escogidos entre la nobleza, a Constantinopla, Roma, París, Viena y Madrid. En los demás países tenía residentes sali­dos de las filas de la secretaría del Senado y del Consejo de los Diez.

5. La memoria juega una mala pasada a Casanova, o bien éste trata de ocultar los nombres de los verdaderos personajes implicados. Su pri mer compañero de cárcel (que salió de la celda el 21 de abril de 1755), ayuda de cámara del conde (título que Venecia daba a sus patricios) G iorgio Marchesini de Vicenza, se llamaba Lorenzo Mazzetta, y la joven no era su hija, sino su sobrina, hija de su hermana casada con u n

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años, donde aprendí a leer y a escribir; luego entré en la tienda de un peluquero, donde en cinco años asimilé bien ese oficio. Entré luego como ayuda de cámara del conde X X . Dos años después salió del convento su única hija, y peinándola me ena­moré de ella igual que ella de mí. Después de habernos dado pa­labra de matrimonio, nos dejamos llevar por la naturaleza, y la condesa, que tiene como yo veinte años, se quedó embarazada. Una criada de la casa muy mojigata descubrió lo que ocurría y el embarazo de la condesa, y le dijo que estaba obligada en con­ciencia a revelar todo a su padre, pero mi mujer supo conven­cerla para que mantuviera el secreto después de asegurarle que esa misma semana se lo diría todo a su padre por medio de su confesor. Pero en lugar de ir a confesarse, me puso al corriente de todo, y decidimos escaparnos. Ella se apoderó de una buena suma de dinero y de algunos diamantes de su difunta madre, y teníamos que partir esa misma noche para ir a Milán; pero des­pués de comer me llamó el conde y, entregándome una carta, me dijo que debía salir inmediatamente para llevarla en propia mano a la persona a quien iba dirigida, aquí, en Venecia. Me habló con tanta bondad y tanta calma que nunca habría podido sospechar lo que me ocurrió. Fui a coger mi capa y, de pasada, me despedí de mi mujer, asegurándole que era un asunto sin importancia y que estaría de vuelta al día siguiente. Nada más llegar aquí, llevo la carta a la persona, que me hace esperar para escribir la res­puesta. En cuanto la recibí, fui a la taberna para comer algo y volver cuanto antes a Vicenza. Pero al salir de la taberna me han detenido los arqueros y me han llevado al cuerpo de guardia, donde he permanecido hasta el momento en que me han traído aquí. Creo, señor, que puedo considerar a la joven condesa como mi esposa.

-O s equivocáis.

Pagelo, importante familia de la ciudad. Al ver encinta a la joven, Mar­chesini decidió entregar a Mazzetta a la Inquisición; fue condenado a diez años de Camerotti y a destierro perpetuo en Cerigo, donde no se encuentra ningún rastro de él. En cualquier caso, Mazzetta, oriundo de Milán, aún seguía en los Plomos en 1762, de donde consiguió fugarse el 30 de enero de 1762 junto con el conde Asquini, compañero de celda de Casanova.

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-Pero la naturaleza...-L a naturaleza, cuando se la escucha, lleva al hombre a hacer

tonterías hasta que lo meten en los Plomos.-¿E stoy entonces en los Plomos?-Igual que yo.Empezó a derramar ardientes lágrimas. Era un mozo atrac­

tivo, sincero, honesto y enamoradísimo, y para mis adentros yo perdonaba a la condesa condenando la imprudencia del padre, que bien habría podido hacer que la peinara una mujer. Entre las lágrimas y los lamentos, sólo hablaba de su pobre condesa, y me daba mucha lástima. Esperaba que volverían para traerle una cama y de comer, pero lo desengañé, y acerté. Le ofrecí de mi co mida, pero no pudo tragar nada. Pasó toda la jornada lamentán dose de su suerte, pero sólo por su amiga, a la que no podía consolar y no sabía qué podía ocurrirle. A mis ojos, la joven ya estaba más que justificada, y estaba seguro de que, si los Inqui sidores se hubieran hallado presentes e invisibles en mi calabozo oyendo lo que el pobre muchacho me decía, no sólo lo habrían puesto en libertad, sino que lo habrían casado con su amada sin hacer caso de leyes ni costumbres; y quizás habrían mandado encerrar al conde padre por haber puesto la paja junto al fuego. Le ofrecí mi jergón, porque, aunque de aspecto limpio, yo debía temer las secuelas de los sueños de un joven enamorado. Por lo demás, no se daba cuenta ni de la enormidad de su falta, ni de la necesidad que tenía el conde de que fuera severamente castigado, pero en secreto, para salvar el honor de su familia.

Al día siguiente le trajeron un jergón y una comida de quince sueldos que el tribunal le pasaba por caridad. Le dije al carcelero que mi comida bastaba para los dos, y que podía destinar la can­tidad que el tribunal concedía al muchacho a pagar tres misas a la semana por el joven. Se encargó de hacerlo encantado, y, tras felicitarlo por compartir conmigo calabozo, nos dijo que podía­mos pasear por la buharda durante media hora. El paseo me pa­reció excelente para mi salud y para mi proyecto de fuga, que no alcanzó su madurez hasta once meses más tarde. En el fondo de aquella guarida de ratas vi una cantidad de viejos muebles tirados por el suelo a derecha e izquierda de dos cajas y delante de una gran pila de cuadernos. Cogí diez o doce para entretenerme le­

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yéndolos. Todos eran procesos criminales, cuya lectura me pare- 1 i<> muy divertida porque se me permitía leer lo que en su época debía de haber sido muy secreto. Contenían respuestas singula­res a sugestivos interrogatorios sobre seducción de vírgenes, ga­lanteos llevados demasiado lejos por hombres que trabajaban en orfelinatos de muchachas,6 hechos referentes a confesores que habían abusado de sus penitentes, maestros de escuela convictos de pederastía y tutores que habían engañado a sus pupilas; los había de dos o tres siglos de antigüedad, y su estilo y costumbres me proporcionaron algunas horas de placer. Entre los objetos que había por el suelo vi un calentador, una caldera, un badil, unas tenazas de chimenea, viejos candelabros, pucheros y una je- 1 inga de estaño. Pensé que algún ilustre preso había conseguido el excepcional permiso de utilizar aquellos objetos. Vi también una especie de cerrojo recto, que tenía el grosor de mi pulgar y una longitud de pie y medio.7 N o toqué nada de todo aquello. Aún no había llegado la hora de poner los ojos en ningún objeto.

Una buena mañana, a finales del mes, se llevaron a mi cama- rada. Lorenzo me dijo que lo habían condenado a las prisiones llamadas las cuatro* Se encuentran en el recinto del pabellón de prisiones* y pertenecen a los Inquisidores de Estado. Los pri­sioneros encerrados en ellas tienen el privilegio de poder llamar a los carceleros cuando los necesitan; son oscuras, pero cuentan con una lámpara de aceite; todas las paredes son de mármol y no es de temer un incendio. Mucho tiempo después supe que el pobre Maggiorin pasó allí cinco años, y que después lo enviaron a Cerigo por otros diez. N o sé si ha muerto. Me hizo buena compañía, pero no me di cuenta hasta que, al quedarme solo,

6. Se llamaba conservatori a cuatro orfanatos que al mismo tiempo eran hospitales de la ciudad, donde sobre todo se enseñaba música a las jóvenes ; éstas, llamadas ospedaliere o figlie del coro, cantaban en las iglesias y en los conciertos.

7. 2,6 centímetros de ancho por 48,75 de largo.8. Eran cuatro las cárceles que había en el Palacio Ducal, en un

piso encima de los pozxi, que pertenecían al Consejo de los Diez. Po­dría 110 tratarse de cuatro exactamente, porque cuando se construye­ron nuevas cárceles se siguieron utilizando los nombres antiguos.

9. Este edificio, erigido en 1580 por A ntonio da Ponte, estaba unido al Palacio Ducal por el ponte dei Sospiri.

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volví a caer en la tristeza. Sin embargo, no fui privado del privi­legio de pasar todos los días media hora en la buharda. Examiné todo lo que había en ella. Un arcón lleno de buen papel, carto­nes, plumas de oca sin cortar y rollos de bramante; había otro arcón, pero estaba clavado. Un trozo de mármol negro, pulido, de una pulgada de grosor, seis de largo y tres de ancho10 atrajo mi atención; lo cogí sin designio alguno y lo escondí debajo de mis camisas en el calabozo.

Ocho días después de la marcha de Maggiorin, Lorenzo me dijo que, al parecer, pronto tendría un nuevo compañero. Aquel hombre, que en el fondo no era más que un charlatán, empezó a impacientarse porque yo nunca le preguntaba nada. Su deber era no serlo, y, como conmigo no podía hacer ostentación de su reserva, se figuró que si nunca le hacía preguntas era por supo­ner que él no sabía nada; su amor propio se sintió herido y, para demostrarme que me equivocaba, empezó a charlar sin que yo le preguntase.

Me dijo que, en su opinión, tendría a menudo nuevas visitas, pues en las otras seis celdas había dos personas que no estaban destinadas a ser enviadas a las cuatro. Tras una larga pausa, viendo que no le preguntaba el motivo de esa distinción, me dijo que a las cuatro enviaban a toda clase de personas, cuya con­dena, aunque ellos no lo supieran, ya estaba decidida. Siguió di- ciéndome que todos los que como yo estaban bajo los Plomos, confiados a su custodia, eran personas de la mayor distinción, y criminales acusados de delitos que los curiosos nunca podrían adivinar.

- ¡S i supierais, caballero, quiénes son vuestros compañeros de desventura! O s asombraríais, porque es cierto que dicen que sois hombre inteligente; pero perdonadme... Debéis saber que aquí dentro la inteligencia no sirve de nada... Ya me enten­déis... cincuenta sueldos diarios es algo... se dan tres libras" a un ciudadano, cuatro a un gentilhombre y ocho a un conde ex­tranjero: y yo debo saberlo a ciencia cierta, creo yo, pues todo pasa por mis manos.

10. 2,7 x 16,25 x 8,1 centímetros.11 . La lira veneta o piccola valía 20 sueldos.

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En este punto hizo su propio elogio, totalmente compuesto l>nr cualidades negativas.

No soy ni ladrón, ni traidor, ni mentiroso, ni avaro, ni mal­vado, ni brutal como todos mis predecesores, y cuando he be­bido una pinta de más me vuelvo mejor; si mi padre me hubiera mandado a la escuela, habría aprendido a leer y a escribir, y tal ve/ sería Messer grande; no es culpa mía si no lo soy. El señor Andrea D iedo11 me aprecia, y mi mujer, que sólo tiene veinti­cuatro años, y que todos los días os hace la comida, va a hablar con él cuando quiere, y el señor Diedo la recibe sin ceremonias, incluso cuando está en la cama, favor que no concede a ningún senador. Os prometo que tendréis aquí a todos los recién llega­dos, aunque siempre por poco tiempo, porque en cuanto el se­cretario ha sabido de su boca lo que le interesa saber, los envía a su destino, o a las cuatro, o a algún fuerte, o al Levante; o, si son extranjeros, a los confines del Estado, porque el gobierno 110 se cree autorizado a disponer sumariamente de los súbditos de otros príncipes, a menos que estén al servicio de la República. I a clemencia del tribunal, caballero, no tiene parangón; no existe otro en el mundo que proporcione a sus prisioneros más como­didades; se considera cruel que no permita escribir ni recibir vi­sitas, y es una tontería, porque escribir y recibir a gente es una pérdida de tiempo; vos me responderéis que aquí no tenéis nada que hacer, pero nosotros no podemos decir lo mismo.

Así fue, poco más o menos, la primera arenga con que me honró aquel verdugo, y que, a decir verdad, me divirtió. De haber sido algo menos estúpido, aquel hombre habría sido más malvado. Decidí sacar partido de su estupidez.

Al día siguiente me trajeron al nuevo compañero, al que tra­taron el primer día como habían tratado a Maggiorin. Me di cuenta de que necesitaba otra cuchara de marfil, porque el pri­mer día dejaban al recién llegado sin comer y me tocaba a mí ha­cerle los honores.

Aquel hombre, de quien me dejé ver enseguida, me hizo una profunda reverencia. Mi barba, que ya tenía cuatro pulgadas1’

12. Véase nota 39, pág. 1035.13. 10,8 centímetros.

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de largo, imponía más respeto aún que mi estatura. Lorenzo mi- prestaba con frecuencia unas tijeras para cortarme las uñas de los pies, pero me estaba prohibido, bajo pena de severos casti gos, cortarme la barba. Uno se acostumbra a todo.

Mi nuevo compañero era un hombre de cincuenta años, de mi misma estatura, algo encorvado, delgado, con una gran boi .1 provista de largos dientes sucios; tenía unos ojillos castaños, y

largas cejas pelirrojas, una peluca redonda y negra que apestaba a aceite, y un traje de grueso paño gris. A pesar de aceptar mi co mida, se mantuvo reservado; no me dijo ni una palabra en todo el día, y yo hice lo mismo; pero al día siguiente cambió de acti tud. Le trajeron muy temprano una cama que le pertenecía, y

ropa en una bolsa. De no ser por mí, Maggiorin no habría po dido cambiarse de camisa. El carcelero le preguntó qué queri.i para comer y le pidió el dinero para comprarlo.

-N o tengo dinero.-¿U n hombre rico como vos no tiene dinero?-N o tengo un céntimo.-M u y bien. En tal caso enseguida os traeré libra y media de

galleta de munición'4 y una jarra de agua excelente. Es el regla mentó.

Se la llevó antes de irse y me dejcS con aquel espectro.Oyéndolo suspirar, me da lástima y rompo el silencio.- N o suspiréis, caballero, comeréis conmigo; pero tengo la

impresión de que habéis cometido un gran error entrando aquí sin dinero.

-L o tengo, pero a estas arpías no hay que decírselo.-¡Bonita sagacidad que os condena a pan y agua! ¿Puedo p e ­

guntaros si sabéis la causa de vuestra detención?-S í, señor, la conozco, y para que podáis oírla os diré en

pocas palabras mi historia. Me llamo Sgualdo N ob ili;'1 soy hijo de un campesino que nie hizo aprender a escribir y que a su muerte me dejó una casita y el pequeño terreno que la rodeaba. N ací en el Friuli, a una jornada de marcha de Udine. Hace diez años, un torrente llamado C orno ,'6 que anegaba muy a menudo

14. Véase nota 86, pág. 389.1 5. Las actas referidas a él le dan el nombre de Cario N obili.16. Torrente que sigue la antigua frontera entre Austria e Italia.

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mi pequeña propiedad, me hizo tomar la decisión de venderla e instalarme en Venecia. Me pagaron ocho mil libras en ccquíes al contado. Estaba informado de que en la capital de esta gloriosa República todo el mundo gozaba de una honesta libertad, y de­que un hombre laborioso y con un capital como el mío podía vivir muy bien prestando con fianza. Seguro de mi parsimonia, de mi sentido común y de mi conocimiento de la vida, decidí dedicarme a ese mismo oficio. Alquilé una casita en el barrio del C lanal Regio, la amueblé y, viviendo completamente solo, pasé dos años muy tranquilo y gané más de diez mil libras. Com o quería vivir bien, gasté mil en mi mantenimiento. Estaba con­vencido de que en poco tiempo llegaría a ser diez veces más rico. En esa época presté dos ccquíes a un judío quedándome en prenda varios libros bien encuadernados, entre los que encontré La sagezza de Charron .'7 Nunca me gustó la lectura, y nunca había leído otra cosa que el catecismo; pero leyendo este libro sobre la sabiduría me di cuenta de lo afortunado que era por saber leer. Ese libro, señor, que quizá no conozcáis, es excelente. Cuando uno lo ha leído comprende que no necesita leer otros, porque- contiene todo lo que puede importar saber al hombre; le purga de todos los prejuicios contraídos en la infancia, lo libera ele temores a una vida futura, le abre los ojos, le enseña el ca­mino de la felicidad y lo hace sabio. Leed ese libro, y tratad de necio a quien os diga que es una lectura prohibida.

Por estas palabras conocí a mi hombre, pues yo había leído a Charron sin saber que estaba traducido. Pero ¿qué libros no se traducen en Venecia? Charron, gran admirador de Montaigne, creyó que podía superar a su modelo, pero no lo consiguió. Dio un orden metódico a muchas ideas que Montaigne escribió sin orden, y que, dejadas en sus ensayos por el gran hombre, no pa­recieron dignas de censura; pero Charron era sacerdote y teó­logo, y por eso fue justamente condenado. N o tiene muchos lectores. El ignorante traductor italiano ni siquiera sabía que la palabra sagesse debe traducirse por sapienza. Charron tuvo ade­más la presunción de dar a su libro el mismo título que Salo- món. Mi compañero continuó así:

17. Véase nota 5, pág. 890.

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-Liberado por Charron de escrúpulos y de todas las viejas falsas impresiones, di tal impulso a mi comercio que en seis años me encontré dueño de nueve mil cequíes. N o debéis extrañaros, pues en esta rica ciudad, el juego, la depravación y la holgaza nería desbaratan las vidas de todo el mundo; y cuando se nece sita dinero, los sensatos aprovechan lo que los locos disipan.

»Hace tres años conocí a un tal conde Seriman, quien sa biendo de mi habilidad para los negocios me rogó que le tomase quinientos cequíes, los invirtiera en mi comercio y le diese la mitad de las ganancias. Sólo exigió un simple recibo, en el que me comprometía a restituirle la misma cantidad cuando la re clamara. Al cabo del año le di setenta y cinco cequíes, que su ponían un quince por ciento, y me hizo un recibo, pero se mos tró insatisfecho. Se equivocaba porque, como yo tenía dinero suficiente, no utilicé el suyo para negociar. El segundo año hice lo mismo, por pura generosidad, pero terminamos discutiendo, de modo que me pidió la devolución de la suma. Le respondí que le descontaría los ciento cincuenta cequíes que le había dado; se puso furioso y me exigió, mediante requerimiento ju dicial, la restitución de toda la suma. Un hábil abogado asumió mi defensa y consiguió hacerme ganar dos años; hace tres meses me propusieron una conciliación, y me negué; pero, temiendo alguna violencia, me dirigí al abate Giustiniani, hombre de ne gocios del marqués de Montealegre, embajador de España, que me alquilaba una casita en la lista,'* donde uno está al abrigo de toda sorpresa. Mi intención era devolver al conde Seriman su di ñero, pero pretendía descontarle los cien cequíes que había gas tado en el proceso que había intentado contra mí. Mi abogado vino a mi casa hace ocho días en compañía del conde, y les en señé los doscientos cequíes en una bolsa que estaba dispuesto a entregarle, pero ni un céntimo más. Los dos se marcharon muy descontentos. Hace tres días el abate Giustiniani me mandó decir que el embajador había tenido a bien permitir a los Inqui sidores de Estado enviar a sus esbirros para ejecutar un em­bargo. Yo desconocía que eso pudiera hacerse. Aguardé su visita

18. Zona de respeto que rodeaba los palacios de las embajadas deVcnecia, que gozaban de derecho de asilo.

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um valor después de haber puesto todo mi dinero en lugar se­guro. Nunca hubiera creído que el embajador les habría permi­tido apoderarse de mí como hicieron. Al despuntar el día, Mes­ser grande vino a casa y me exigió trescientos cequíes: cuando le respondí que no tenía un céntimo, me arrestó; y aquí estoy.

lí as este relato hice mis reflexiones sobre el infame bribón que me habían dado por compañero, y sobre el honor que me había hecho de creerme un bribón como él, dado que me había contado su caso con la esperanza de que le diese la razón. En todas las necedades que me dijo durante tres días seguidos, ci­tándome siempre a Charron, comprobé la verdad del refrán que dice: Guardati da colui che non letto che un libro solo.'9 Charron lo había vuelto ateo, y se jactaba de ello sin ningún pudor. El cuarto día, una hora después de terza, Lorenzo vino a decirle que bajase con él para hablar con el secretario. Se vistió ense­guida, y, en lugar de ponerse sus zapatos, se puso los míos sin que yo me diera cuenta. Bajó con Lorenzo, subió media hora después llorando y sacó de sus zapatos dos saquitos donde tenía los trescientos cincuenta cequíes, que, precedido por Lorenzo, llevó al secretario. Volvió a subir después, y tras recoger su capa se fue. Después Lorenzo me dijo que lo habían dejado irse. Al día siguiente vinieron a recoger sus efectos personales. Siempre he pensado que el secretario le hizo confesar que tenía el dinero amenazándolo con emplear la tortura, que, como amenaza, aún puede servir de algo.

El día de Año Nuevo de 1756 recibí algunos regalos. Lorenzo me trajo un batín forrado de piel de zorro, una colcha de seda rellena de algodón y un saco de piel de oso para meter las pier­nas cuando el frío fuera tan excesivo como el calor que había so­portado durante el mes de agosto. Al dármelos me dijo que, por orden del secretario, podía disponer de seis cequíes al mes para comprarme todos los libros que quisiera, y también la gaceta, y que el regalo procedía del señor de Bragadin. Pedí un lápiz a L o ­renzo y escribí sobre un trozo de papel: «Quedo agradecido a la piedad del tribunal y a la bondad del señor de Bragadin».

19. «Guardaos del que no ha leído más que un solo libro», prover­bio italiano.

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Hay que haberse encontrado en una situación como la mía para comprender los sentimientos que este hecho despertó en mi alma; en un primer impulso de emoción perdoné a mis opre­sores y a punto estuve de abandonar mi proyecto de fuga; a tal grado se pliega el hombre cuando la desgracia lo abruma y en vilece. Lorenzo me dijo que el señor de Bragadin se había pre­sentado ante los tres Inquisidores, y que de rodillas y llorando les había pedido la merced de hacerme llegar aquella muestra de su constante ternura si aún seguía vivo, y que, emocionados, no habían podido negársela. Hice inmediatamente una lista de todos los títulos de los libros que quería.

Una hermosa mañana, cuando pascaba por la buharda, mis ojos se detuvieron en el largo cerrojo que había en el suelo con siderándolo como arma ofensiva y defensiva; lo cogí y me lo llevé al calabozo, guardándolo bajo mi ropa junto con el trozo de mármol negro. En cuanto me vi solo, me di cuenta de que podía ser una excelente piedra de afilar; luego, tras haber fro­tado durante largo rato un extremo del cerrojo contra la piedra,vi ese mismo extremo afacctado.

Lleno de curiosidad ante aquel singular trabajo en el que me veía novel y que alentaba mi esperanza de poseer un objeto que allí arriba debía de estar muy prohibido, espoleado por la vani­dad de conseguir fabricar un arma sin los instrumentos necesa­rios para hacerla, estimulado por las dificultades, pues debía frotar el cerrojo casi en la oscuridad, a la altura del resalto de la reja, sin poder sujetar la piedra salvo con la mano izquierda, y sin aceite para humedecer y ablandar el hierro cuya punta que­ría aguzar, sólo utilicé mi saliva y trabajé quince días para afilar ocho facetas piramidales que formaron en su extremo una punta perfecta. Las facetas tenían pulgada y media de longitud; por fin había conseguido un punzón octogonal de proporciones tan exactas que no habría podido exigirse más de un buen cuchi­llero. Imposible imaginar el esfuerzo, el cansancio que soporté y la paciencia que hube de tener en esa desagradable tarea sin otra herramienta que una piedra móvil; para mí fue un tormento de una especie quam siculi non invenere tyranni.10 Casi no podía

20. «Que los tiranos sicilianos no inventaron.» Véase H oracio,

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mover el brazo derecho, y tenía la impresión de que mi hombro se había dislocado. Cuando las ampollas reventaron, la palma de 1111 mano se convirtió en una llaga enorme; a pesar de los dolo- ies, 110 abandoné mi trabajo hasta que la obra quedó perfecta.

Orgulloso de mi obra, y sin haber decidido cómo y en qué habría podido utilizarla, pensé esconderla de manera que pasara inadvertida en cualquier registro; pensé meterla entre la paja de mi sillón; pero no por encima, porque al levantar el almohadón hubiera podido verse la marca de la desigual prominencia, sino por debajo, volviendo el sillón boca arriba: metí el cerrojo por completo, y tan bien que, para encontrarlo, habría tenido que saberse que estaba allí. Así es como Dios me preparaba lo nece­sario para una fuga que debía ser admirable, si no prodigiosa. Confieso que soy vanidoso, pero mi vanidad no proviene de haber conseguido escapar, porque intervino una buena dosis de fortuna; proviene de que consideré posible la aventura y de haber tenido el valor suficiente para emprenderla.

Tras tres o cuatro días de reflexión sobre el uso que debía dar a mi cerrojo convertido en espontón,11 del grosor de un bastón y veinte pulgadas12 de largo, y cuya bella punta acerada me de­mostraba que no es preciso transformar el hierro en acero para conseguirlo, pensé que lo más sencillo era hacer un agujero en el suelo, debajo de mi cama.

Estaba seguro de que la sala del piso inferior sólo podía ser la misma donde había visto al señor Cavalli; estaba seguro de que esa sala se abría todas las mañanas, y estaba seguro de poder deslizarme fácilmente de arriba abajo en cuanto el agujero estu­viera listo con ayuda de las sábanas, con las que haría una espe­cie de cuerda sujetando el extremo superior a una pata de la cama. Una vez en la sala, me mantendría oculto bajo la gran mesa del tribunal, y por la mañana, en cuanto viera la puerta abierta, habría salido, y antes de que hubieran podido seguirme

Epístolas, I, 2, 58: «Invidia Siculi non invenere tyranni maius tormen- tum» («Los tiranos sicilianos no inventaron suplicio peor que la envi­dia»).

2 1. Arma puntiaguda en forma de chuzo que en el siglo xv i utili­zaron los oficiales en sustitución de la pica.

22. Antes Casanova ha escrito que medía pie y medio (18 pulgadas).

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me habría puesto a salvo en lugar seguro. Me parecía verosímil que Lorenzo dejase de guardia en esa sala a uno de sus arqueros, y a este lo mataría enseguida hundiéndole mi espontón en el ga/ nate. Todo estaba bien ideado, pero como el suelo podía ser doble, o incluso triple, la obra habría podido llevarme uno o dos meses; era difícil que pudiera impedir a los arqueros barrer el calabozo durante un espacio de tiempo tan largo. Si se lo prohi bía, habría despertado sospechas, sobre todo porque, para li brarme de las pulgas, había exigido que barriesen todos los días; y la escoba misma les habría revelado el agujero; tenía que estar totalmente seguro de que no me ocurriría esta desgracia.

Por el momento prohibí barrer sin decir por qué lo prohi bía. Ocho o diez días después Lorenzo me preguntó el motivo; le respondí que el polvo que se levantaba del suelo se me metí.» en los pulmones y podía provocarme una tuberculosis.

-Echarem os agua en el suelo -m e respondió.-N o , porque la humedad puede producir congestión.Pero una semana después ordenó barrer; mandó sacar la

cama fuera del calabozo y, so pretexto de limpiar por todas par tes, encendió una vela. Com prendí que la sospecha animaba aquella iniciativa, pero me mostré indiferente. Pensé entonces en la manera de perfeccionar mi plan. A la mañana siguiente, en­sangrenté mi pañuelo pinchándome un dedo, y esperé a Lorenzo echado en la cama.

-H e tenido una tos tan violenta que se me ha roto una vena del pecho y me ha hecho escupir toda esta sangre; mandad lla­mar al médico.

Vino el doctor, ordenó que se me practicase una sangría y prescribió una receta. Le expliqué que la causa de mi mal era L o ­renzo, que se había empeñado en barrer. Después de reprochár­selo, contó que un joven peluquero acababa de morir del pecho1* por esa misma razón, pues según su parecer el polvo aspirado no se espiraba jamás. Lorenzo juró que sólo había pensado en hacerme un servicio, y que no volvería a mandar barrer en toda su vida. Yo me reía para mis adentros porque el doctor no habría

2}. Este joven peluquero, llamado Giacomo Gobatto, murió real­mente en los Plomos, a los veintiún años, el 25 de noviembre de 1755.

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podido hablar más a propósito si hubiera estado conchabado conmigo. Los arqueros presentes en aquella lección se alegra- ion mucho, c inscribieron entre sus actos de caridad el de ba- 1 rer únicamente los calabozos de quienes los trataban mal.

Después de marcharse el médico, Lorenzo me pidió perdón v me aseguró que todos sus demás presos se encontraban bien a pesar de que mandaba barrer sus habitaciones todos los días. I lamaba habitaciones a aquellos agujeros.

-Pero el asunto es grave -d ijo - , y voy a avisarles, porque considero a todos como si fueran mis hijos.

Por otra parte, yo necesitaba una sangría; me devolvió el sueño y me curó de ciertas contracciones cspasmódicas que a veces me inquietaban bastante.

Había ganado una baza importante, pero aún no había lle­gado el momento de iniciar mi obra. Hacía mucho frío24 y mis manos no podían empuñar el espontón sin congelarse. Mi em­presa exigía previsión, determinación para evitar cuanto pudiera ser fácilmente previsto, y audacia e intrepidez para dejarse llevar por el azar en todo lo que, a pesar de las previsiones, podía no ocurrir. La situación del hombre que se ve obligado a obrar así es bastante mala, pero un equilibrado cálculo político enseña que es preciso arriesgar el todo por el todo.

Las noches demasiado largas de invierno eran dcsoladoras; me veía forzado a pasar diecinueve mortales horas en completa tiniebla; y en los días de bruma, que no son infrecuentes en Ve- necia, la luz que entraba por la ventana y por el agujero de la puerta no iluminaba lo suficiente mi libro para poder leer. Y como no podía leer, me ponía a pensar en mi evasión, y un ce­rebro siempre ocupado por un mismo pensamiento puede aca­bar en la locura. La posesión de una lámpara de aceite me habría hecho feliz; pensé en ello, y me alegré mucho cuando creí haber encontrado la manera de procurarme una mediante la astucia. Para hacer aquella lámpara necesitaba los ingredientes que de­bían componerla: necesitaba un recipiente, pabilos de hilo o de

24. La noche del 5 al 6 de enero, Francesco Rossi, encarcelado hacía treinta años, y Michiel Zanuto, que llevaba cuarenta y cinco en los Plo­mos, hicieron fuego con carbón, aguardiente y otros ingredientes y mu­rieron asfixiados.

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algodón, aceite, un pedernal, un eslabón, fulminantes y yesca. El recipiente podía ser una escudilla de barro, y yo tenía la qui­se empleaba para cocer los huevos con mantequilla. Mandé com prar aceite de Lucca con el pretexto de que la ensalada aliñada con el aceite corriente me sentaba mal. Extraje de mi colcha su ficiente algodón para fabricar las mechas. Fingí que me ator mentaba un fuerte dolor de muelas y le dije a Lorenzo que necesitaba piedra pómez, que él no conocía; la sustituí por un pedernal explicándole que haría el mismo servicio después de tenerla a remojo todo un día en vinagre fuerte; aplicada luego sobre la muela, me aliviaría el dolor. Lorenzo me dijo que mi vi nagre era excelente, y que yo mismo podía meter en él la piedra, y echó tres o cuatro. Una hebilla de acero que tenía en el cintu rón de mis calzones debía servirme de eslabón; sólo me faltaban el azufre y la yesca, y tuve que exprimirme el cerebro para con seguirlos. He aquí cómo lo logré a fuerza de pensar en ello, y cómo me ayudó la Fortuna.

Había tenido una especie de sarampión2' que, una vez seco, me había dejado en los brazos unas manchas que me causaban una molesta comezón. Encargué a Lorenzo que pidiera al mé­dico un remedio. Al día siguiente me trajo una nota que el se cretario había leído y en la que el médico había escrito: «Un día de dieta, y cuatro onzas de aceite de almendras dulces, y la piel curará; o una unción de ungüento de flor de azufre; pero este tópico es peligroso».

-M e importa un rábano el peligro -le dije a Lorenzo-; com pradme ese ungüento y traédmelo mañana; o dadme azufre, tengo aquí mantequilla y yo mismo me haré el ungüento; ¿te­néis fósforos? Dadme alguno.

Sacó de su bolsillo todos los que tenía y me los dio. ¡Qué fácil es consolarse cuando se está en la miseria!

Pasé dos o tres horas pensando en la forma de sustituir la yesca, único ingrediente que me faltaba y que no sabía con qué pretexto procurarme; pero me acordé de que había recomen dado a mi sastre forrarme de arpillera mi traje de tafetán en las sobaqueras, y cubrir esa arpillera con tela encerada para impe

2{. Sin duda, un eritema tóxico de origen alimentario.

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dn la mancha de sudor que, sobre todo en verano, estropea en ■ ».i zona todos los trajes. Tenía el traje delante de mí, totalmente nuevo, y mi corazón palpitaba; mi sastre podía haberse olvidado di mi orden, y yo dudaba entre la esperanza y el temor. Sólo U nía que dar dos pasos para saberlo con certeza, pero no me .11 revía. Tenía miedo a no encontrar la arpillera y verme obli­gado a abandonar una esperanza tan acariciada. Al final me de- 1 ido, me acerco al estante donde estaba el traje, y de repente, 1 onsiderándome indigno de aquella gracia, me postro de rodillas rogando a Dios que el sastre no haya olvidado mi orden. Tras esa 1 .dida plegaria, despliego el traje, descoso la tela encerada y en- t ucntro la arpillera. ¡Qué alegría! Era natural que diese las gra­nas .1 D ios, porque si había buscado la arpillera había sido confiando en su bondad; y lo hice con efusión de corazón.

Analizando esta acción de gracias no me encontré tan estú­pido como me parecí a mí mismo cuando pensé en la plegaria que había dirigido al dueño de todo antes de buscar la arpillera. Nunca la hubiera hecho antes de estar en los Plomos, ni la haría hoy; pero la privación de libertad del cuerpo alela las facultades del alma. Debe pedirse a Dios que nos conceda gracias, pero no que perturbe el orden natural con milagros. Si el sastre no hu­biera puesto la arpillera en las sobaqueras, debía estar seguro de no encontrarla; y si la había puesto, debía estar seguro de en­contrarla. ¿Qué quería yo entonces del dueño de la naturaleza? I I espíritu de mi primera plegaria sólo podía ser el de decir: ■Señor, haced que encuentre la arpillera aunque al sastre se la haya olvidado, y si la puso no la hagáis desaparecer». Algún teólogo, sin embargo, podría encontrar mi plegaria piadosa, santa y muy razonable, por parecerle fundada en la fuerza de la le, y llevaría razón, como la llevo yo, que no soy teólogo, al en­contrarla absurda. Además, no necesito ser un sublime teólogo para juzgar loable mi acción de gracias. Di gracias a Dios por que al sastre no se le hubiera olvidado hacer lo que le había en­cargado, y mi gratitud fue justa de acuerdo con las reglas de una santa filosofía.

Fn cuanto me vi en posesión de la arpillera, eché el aceite en una cacerola, le puse un mecha y ya tenía una lámpara. ¡Qué sa­tisfacción la de no tener que agradecer ese beneficio más que a

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mí mismo, y la de transgredir una orden de las más crueles! Para mí se habían acabado las noches. Adiós a la ensalada: me gustaba mucho, pero no la echaba de menos; me parecería que el aceite sólo estaba hecho para alumbrarnos. Decidí empezar .1 romper el suelo el primer lunes de cuaresma,16 porque en los desórdenes del carnaval temía visitas todos los días; y mis te mores se vieron confirmados. El domingo de carnaval oí el ruido de los cerrojos, y vi a Lorenzo seguido de un hombre muy gordo a quien enseguida reconozco: era el judío Gabriele Scha Ion,27 famoso por su habilidad para conseguir que los jóvenes encontraran dinero por medios poco ortodoxos. N os conocía mos, así que nuestros saludos fueron los de rigor. La compañía de este hombre no era la más apropiada para agradarme, pero debía tener paciencia; lo encerraron. Dijo a Lorenzo que fueran a su casa y recogiesen su cena, una cama y todo lo que neccsi taba; y Lorenzo le respondió que ya hablarían de eso al día si guíente.

Este judío, un atolondrado ignorante, charlatán y necio, ex cepto en su oficio, empezó felicitándome porque me habían pre­ferido a cualquier otro para estar en su compañía. Por toda respuesta le ofrecí la mitad de mi comida, que rechazó dicién dome que sólo comía alimentos puros, y que esperaría a cenar mejor cuando estuviera en su casa.

-¿Cuándo?-Esta noche. Ya veis que cuando he pedido mi cama me ha

dicho que mañana hablaremos. Evidentemente, eso quiere decir que no la necesito. ¿O s parece verosímil que se pueda dejar sin comer a un hombre como yo?

-A mí me hicieron eso mismo.-Bueno, pero entre nosotros hay cierta diferencia; y, sea

dicho en confianza, los Inquisidores de Estado han cometido un error ordenando detenerme y ahora deben de estar en un aprieto tratando de reparar su falta.

26. El 12 de febrero de 1756 fue miércoles de Ceniza, por lo que el primer lunes de cuaresma fue el 17 de febrero.

27. Gabriele Schalon, o Salom, judío paduano, habría sido compañero de celda de Casanova desde el 29 de diciembre de 1755, día de su arresto. El carnaval veneciano había empezado tres días antes.

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-Tal vez os den una pensión, pues a un hombre de vuestra importancia hay que tratarlo bien.

-L o que decís está muy puesto en razón: no hay mediador enl.i Bolsa28 más útil que yo para el comercio interior, y los Cinco Sabios2’ han sacado buen partido de mis consejos. Mi detención es un hecho singular que gracias al azar hará vuestra fortuna.

-¿M i fortuna? ¿Cóm o?-N o pasará un mes antes de que os haga salir de aquí. Sé a

quién debo hablar, y de qué manera hacerlo.-Cuento entonces con vos.Aquel granuja imbécil se creía algo. Quiso ponerme al co­

rriente de lo que se decía de mí; y como sólo me contaba lo que podía decirse en las charlas de los mayores necios de la ciudad, me aburrió. C ogí un libro, y tuvo la desfachatez de rogarme que 110 leyese. Su pasión era la de hablar, y siempre de sí mismo.

N o me atreví a encender mi lámpara, y, como la noche se acercaba, se decidió a aceptar pan, y vino de Chipre, y mi jergón, que se había convertido en la cama de todos los que iban lle­gando. Al día siguiente le trajeron de su casa comida y una cama. Tuve que soportar el peso de este fardo ocho o nueve semanas,»0 porque el secretario del tribunal tuvo necesidad, antes de con­denarlo a las cuatro, de hablar con él varias veces para esclarecer sus bellaquerías y obligarlo a rescindir contratos ilícitos que había hecho. Él mismo me confesó que había comprado al señor Domenico Michiel rentas que sólo podían pertenecer al com­prador después de la muerte de su padre, el caballero Antonio.

-E s cierto que el vendedor perdía el cien por cien -m e dijo-, pero hay que tener en cuenta que el comprador habría perdido todo si el hijo hubiera muerto antes que el padre.

Cuando vi que este malvado compañero no se iba, me decidí a encender mi lámpara; me prometió ser discreto, pero sólo lo lúe mientras estaba a solas conmigo; porque, aunque sin conse-

28. En Rialto.29. Los Cinque Savi alia Mercanzia constituían una especie de mi­

nisterio de comercio desde 1 5 0 6 ; en el siglo XVII se convirtieron en una especie de tribunal para juzgar a turcos, judíos y armenios que vivían en Venecia.

jo . Tachado en el manuscrito: casi tres meses.

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cuencias, Lorenzo se enteró. En fin, este hombre era una carga para mí y me impedía trabajar en mi fuga.

También me impedía divertirme leyendo; exigente, igno rante, supersticioso, fanfarrón, tímido, de vez en cuando se des esperaba y, deshecho en lágrimas, quería que compartiese con él

su indignación porque, según sus palabras, aquel arresto man chaba su reputación; le aseguré que, por lo que se refería a la re­putación, no tenía nada que temer, y tomó mi ironía como un cumplido. N o quería admitir que era avaro, y, para convencerlo, un día le demostré que si los Inquisidores de Estado le diesen cien cequíes diarios y al mismo tiempo le abrieran la puerta de la prisión, no saldría nunca para no perder los cien cequíes. Tuvo que admitirlo, y se echó a reír.

Era talmudista, como todos los judíos de hoy, y quería ha­cerme creer que tenía en gran estima su religión por haberla es­tudiado mucho. H ijo de rabino, conocía al detalle el ceremonial; pero luego, estudiando al género humano, me he dado cuenta de que la mayoría de los hombres cree que lo más esencial de la religión consiste en la disciplina.

Este judío, enormemente gordo, no salía nunca de la cama, y como dormía de día, no conseguía conciliar el sueño por la noche, mientras que yo descansaba bastante bien. En cierta oca­sión, cuando me hallaba en lo mejor de mi descanso, se le ocu­rrió despertarme.

- ¡P o r Dios! -le dije-, ¿qué queréis? ¿Por qué me habéis des­pertado? Os perdono si os pasa algo grave.

- ¡A y !, mi querido amigo, no puedo dormir, tened compasión y charlemos un poco.

- ¿ Y me llamáis querido amigo? ¡Hom bre execrable! Creo que vuestro insomnio es un auténtico tormento, y os compa­dezco; pero si otra vez, para aliviar vuestra pena, se os ocurre privarme del mayor bien del que me permite gozar la naturaleza en la gran desgracia que me abruma, me levantaré de mi cama para estrangularos.

-O s pido perdón, y estad seguro de que no volveré a des­pertaros en el futuro.

Quizá no lo hubiera estrangulado, pero estoy seguro de que tuve la tentación de hacerlo. Un hombre encarcelado que está

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en los brazos de un dulce sueño no está en prisión, y el esclavo que duerme no siente las cadenas de la esclavitud, lo mismo que tampoco reinan los reyes en ese momento. El preso debe mirar .il indiscreto que lo despierta como a un verdugo que viene a privarlo de su libertad para hundirle de nuevo en la miseria; añá­dase que, por lo general, el preso que duerme sueña que es libre, y para él esa ilusión hace las veces de realidad. Me felicitaba a mí mismo por no haber iniciado mi trabajo antes de la llegada de este hombre. Pidió que barriesen, los arqueros del servicio me hicieron reír cuando le dijeron que eso me costaría la vida; lo exigió; fingí ponerme enfermo, y los arqueros no habrían ejecu­tado su orden si yo me hubiera opuesto; pero mi interés quería t|ue me mostrase complaciente.

El Miércoles Santo,»1 Lorenzo nos dijo que después de terza, el señor circospctto Secretario subiría para hacernos la visita de costumbre con motivo de las fiestas de Pascua, que sirve para tranquilizar el alma de los que quieren recibir el santo sacra­mento, así como para saber si tienen alguna queja contra el car­celero.

-P o r lo tanto, caballeros -nos dijo Lorenzo-, si tenéis alguna queja de mí, quejaos. Vestios de arriba abajo, pues ésa es la eti­queta.

Ordené a Lorenzo que hiciera venir un confesor para el día siguiente.

Me vestí de punta en blanco, y el judío hizo lo mismo despi­diéndose de mí, porque estaba seguro de que el circospetto lo pondría en libertad en cuanto hubiera hablado con él; me dijo que su presentimiento era de los que nunca lo habían engañado. Lo felicité. Llegó el secretario, abrieron el calabozo, el judío salió y se postró de rodillas; no oí más que llantos y gritos que duraron cuatro o cinco minutos sin que el secretario abriese la boca. El judío entró de nuevo en la celda, y Lorenzo me dijo que saliese. Con mi barba de ocho meses y un traje hecho para el amor, veraniego, apropiado para los calores del mes de julio cuando en aquel momento hacía un frío horrible, era un perso-

3 1 . El miércoles 14 de abril de 1756, dado que el domingo de Pas­cua caía el 18 de esc mes.

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naje que debía provocar la risa y no inspirar compasión. Aquel frío tremendo me hacía temblar como el borde de la sombra cau sada por el sol que va a ponerse, y eso me desagradaba por una sola razón, que el secretario pudiera pensar que temblaba de miedo. Com o salí del calabozo inclinado, la reverencia ya estaba hecha; me erguí, lo mire sin orgullo ni vileza, sin emocionarme y sin hablar. El circospetto, inmóvil, también guardó silencio; esta escena, muda por ambas partes, duró dos minutos. Viendo que no le decía nada, me hizo una inclinación de cabeza de media pulgada y se fue. Entré de nuevo en la celda, me quité la ropa y me metí en la cama para recuperar mi calor natural. Al judío le asombró mucho que no hubiera dirigido la palabra al secretario, cuando mi silencio había dicho mucho más de lo que él creía haber dicho con sus cobardes lamentos. Un preso como yo sólo debía abrir la boca en presencia de su juez para respon der al interrogatorio.

Al día siguiente vino a confesarme un jesuita, y el Sábado Santo un sacerdote de San Marcos vino a administrarme la co­munión. Com o mi confesión le parecía demasiado lacónica al misionero que la escuchó, se sintió obligado a hacerme diversas amonestaciones antes de absolverme.

-¿Rezáis a Dios? -m e preguntó.-L e rezo de la mañana a la noche y de la noche a la mañana,

incluso cuando como y cuando duermo, porque, en mi situa­ción, todo lo que ocurre dentro de mí, hasta mi agitación, mis desasosiegos y los extravíos de mi espíritu, no puede ser más que oración a ojos de la divina sabiduría, la única que ve en mi co­razón.

El jesuita acompañó con una ligera sonrisa mi especioso doc­trinal sobre la oración y me devolvió un discurso metafísico de una índole que no cuadraba en absoluto con la del mío. Yo le habría refutado todo si, versado en su oficio, no hubiera tenido la habilidad de sorprenderme, y de empequeñecerme más que una pulga con una especie de profecía que me impresionó.

-Y a que aprendisteis de nosotros la religión que profesáis - me dijo-, practicadla como nosotros, y rogad a Dios como os hemos enseñado, y sabed que nunca saldréis de aquí hasta el día dedicado a vuestro santo patrón.

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I ras estas palabras me dio la absolución y se marchó. Es in- > leíble la impresión que me causaron; por más que lo intenté, 110 conseguí quitármelas de la cabeza. Pasé revista a todos los santos que encontré en el calendario.

I'l jesuita era director espiritual del señor Flaminio Córner, viejo senador y en ese momento Inquisidor de Estado. Este se- nador era un literato célebre, gran político, muy devoto y autor de obras piadosas y de extraordinarios escritos en la t ín .S u re­putación era intachable.

Informado de que saldría de allí el día de mi santo patrón por un hombre que tal vez podía saberlo, me alegré de tener un santo patrón y de saber que estaba interesado en mí; dado que debía rezarle, debía conocerlo. ¿Quién es? Ni el propio jesuita habría podido decírmelo de haberlo sabido, porque habría violado el secreto; veamos, me dije, si puedo adivinarlo. N o podía ser San­tiago de Compostela, cuyo nombre llevaba, pues fue precisa­mente el día de este santo cuando Messer grande había echado abajo mi puerta. C ogí el almanaque y, buscando el santo más cercano, encontré a san Jorge,15 santo de cierto predicamento, pero en el que yo nunca había pensado. Me aferré entonces a san Marcos, cuya fiesta caía el 25 de aquel mes, y a quien en mi ca­lidad de veneciano podía reclamar su patrocinio; le dirigí en­tonces mis plegarias, pero fue inútil: pasó su festividad y yo seguía en prisión. Escogí entonces al otro Santiago,*4 hermano de Jesucristo, que viene con san Felipe; pero volví a equivo­carme, y entonces me aferré a san Antonio,11 que hace, según dicen en Padua, trece milagros al día; pero también fue inútil. Pasé así de un santo a otro e insensiblemente me acostumbré a no poner mi esperanza en la protección de los santos. Me con­vencí de que el santo en el que debía confiar era mi cerrojo es- pontón. Pese a ello, la profecía del jesuita se cumplió. Salí de allí el día de Todos los Santos, como verá el lector, y lo cierto es que,

32. Flaminio Córner (1692-1776), senador y literato veneciano cuya principal obra se titula EcclesiA venetx et torcí-llana* antiquis monu- mentis (1749).

33. Festividad el 23 de abril.34. Su festividad se celebra el 1 de mayo, junto con san Felipe.35. Festividad el 13 de junio.

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si tengo uno, mi protector debía encontrarse entre los que se fes tejan ese día, dado que es la fiesta de todos ellos.

Dos o tres semanas después de Pascua me libraron del judío; pero aquel pobre hombre no fue devuelto a su casa; fue conde­nado a las cuatro, donde permaneció dos años; luego se fue a ter minar sus días en Trieste.

En cuanto me vi solo, volví a mi tarea con renovados bríos. Tenía que darme prisa antes de la llegada de algún nuevo huésped que pretendiese barrer el calabozo. Retiré mi cama, encendí mi lámpara y me tumbé en el suelo, espontón en mano, tras haber extendido a mi lado una toalla para ir recogiendo las virutas di- madera a medida que iba raspando con la punta del cerrojo. Había que destruir la tabla a fuerza de hundir en ella el hierro; al principio de mi tarea, esos fragmentos no eran mayores que un grano de trigo, pero en seguida fueron aumentando de tamaño. La tabla era de madera de alerce de dieciséis pulgadas*6 de an­chura. Empecé a atacarla en el punto de unión con la otra tabla; como no había clavos ni lámina de hierro mi tarea avanzaba re­gularmente. Tras seis horas de trabajo anudé la toalla y la escondí con la intención de vaciarla al día siguiente detrás de la pila de cuadernos que había en el fondo de la buharda. El volumen de los trozos de madera que había sacado era cuatro o cinco veces ma­yor que la cavidad de donde los había extraído; el agujero podía tener treinta grados de un círculo y un diámetro de diez pulga­das17 poco más o menos. Volví a colocar la cama en su sitio, y al día siguiente, al vaciar mi toalla, me di cuenta de que no tenía motivo alguno para temer que mis fragmentos fueran vistos.

El segundo día encontré bajo la primera tabla, de un espesor de dos pulgadas, una segunda que me pareció igual a la primera. Aunque no había recibido visitas, siempre me atormentaba el temor a esa eventualidad. Al cabo de tres semanas había conse­guido horadar las tres tablas, bajo las que encontré un suelo con incrustaciones de trocitos de mármol que en Venecia recibe el nombre de terrazzo marmorin,j8 y que es el suelo de los apo­sentos de todas las casas de Venecia, salvo las de los pobres.

36. 43,2 centímetros.37. 27 centímetros.38. Embaldosado de mármol.

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I lasta los grandes señores prefieren el terrazo al parqué. Me quedé consternado al comprobar que mi cerrojo no conseguía penetrarlo; por más que apretara y golpeara, mi punta resbalaba.I I incidente abatió mi fuerza. Me acordé de Aníbal, quien, segúnliio Livio, se había abierto paso a través de los Alpes rompiendo .1 hachazos la roca que antes había ablandado a fuerza de vina­gre.”’ Eso siempre me había parecido increíble, no porque el acido no tuviera suficiente fuerza corrosiva, sino por la enorme cantidad de vinagre que se habría requerido. Supuse que Aníballo había conseguido, no con aceto, sino con asceta, que en el latín de Padua podía significar ascia, y que el error podía provenir de los copistas. De todos modos, eché en mi concavidad una bote­lla de vinagre fuerte que tenía, y al día siguiente, bien por efecto del vinagre, bien por una mayor paciencia de mi parte, vi que lo conseguiría, pues no se trataba de romper los trocitos de már­mol, sino de pulverizar con la punta de mi herramienta el ce­mento que los unía; y me alegró mucho comprobar que la parte más difícil sólo estaba en la superficie; en cuatro días destruí iodo aquel suelo sin dañar la punta de mi espontón. El brillo de sus facetas era más bello incluso.

Bajo el pavimento marmorin encontré, como esperaba, otra labia; debía de ser la última, es decir, la primera desde la parte superior de toda la armazón cuyo techo sostienen las vigas. Em ­pecé a desgastar esa tabla con alguna dificultad mayor debido a que mi agujero había alcanzado las diez pulgadas de profundi­dad. Constantemente me encomendaba a la misericordia de 1 )ios. Los incrédulos que dicen que la plegaria no sirve para nada no saben lo que dicen. Sé que después de haber rezado a Dios, siempre me encontraba más fuerte; y basta eso para demostrar su utilidad, sea que el aumento de las fuerzas provenga directa­mente de Dios, sea que resulte una consecuencia física de la con­fianza que se tiene en él.

El 25 de junio es el día en que sólo la República de Venecia celebra la prodigiosa aparición del evangelista san Marcos bajo la simbólica forma de un león alado en la iglesia ducal hacia fi-

39. En Ab urbe candila, X X I , 36, el historiador latino Tito Livio escribe: aceto (con vinagre); asceta, ascia: hacha.

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nales del siglo XI, suceso que demostró a la sabiduría del Senado que había llegado la hora de dar las gracias a san Teodoro,40 cuyo crédito ya no bastaba para ayudar a la República en sus miras expansionistas, y de tomar por patrón a este santo discípulo de san Pablo, o de san Pedro, según Eusebio,4' que Dios lo enviaba. Ese mismo día, tres horas después de mediodía, cuando, com­pletamente desnudo y chorreando sudor, trabajaba echado boca abajo en el agujero, en el que, para ver, había metido mi lámpara encendida, oí con mortal espanto el estridente chirrido del ce­rrojo de la puerta del primer corredor. ¡Qué momento! Apago la lámpara, dejo en el agujero el espontón, echo dentro la toalla, me levanto, coloco deprisa los caballetes y las tablas de la cama en la alcoba, pongo encima el jergón y los colchones y, como no me daba tiempo a meter las sábanas, me dejo caer encima como muerto en el mismo instante en que Lorenzo ya abría mi cala­bozo. Un segundo antes, y me hubiera sorprendido. Lorenzo me habría pisado de no ser por un grito que lancé y que lo hizo retroceder encorvado bajo la puerta, diciendo con énfasis:

- ¡D io s mío!, os compadezco, caballero, porque aquí se asa uno de calor como en un horno. Levantaos y dad gracias a Dios, que os envía una compañía excelente. Entrad, entrad, ilustrísimo señor -le dijo al desdichado que le seguía.

El muy imbécil no reparó siquiera en mi desnudez. El ilus­trísimo entra esquivándome, mientras, sin saber lo que hago, re­cojo mis sábanas y las echo sobre la cama; como no encontraba por ninguna parte una camisa que la decencia me obligaba a po­nerme, el recién llegado creyó entrar en el mismísimo infierno. Exclamó:

40. El patriarca de Alejandría estaba bajo la protección de san Er- magoro, discípulo de san Marcos, pero, a principios del siglo IX , los v e ­

necianos pensaron sustituir aquel por este, santo de origen oriental martirizado bajo Diocleciano y muy venerado a principios de la Edad Media. Para ello trasladaron clandestinamente las reliquias de san Mar eos desde Alejandría a Vcnecia y erigieron en su honor una capilla ducal que terminaría convirtiéndose en San Marcos. Desde entonces, el le ó n

alado, símbolo de este santo, se convirtió en emblema de la Serenísima.4 1. Eusebio (ca. 260-340), historiador cristiano de lengua griega,

obispo de Cesarea; en su Historia eclesiástica (II, 15) nombra a Marcos como compañero de san Pedro.

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-¿Dónde estoy? ¿Dónde me meten? ¡Qué calor! ¡Qué hedor! ¿Con quién estoy?

Entonces Lorenzo lo mandó salir, y me rogó que me pusiera una camisa y saliese a la buharda; al preso le dijo que tenía orden de ir a su casa a buscar una cama y cuanto ordenase, y que hasta su vuelta podía pasear por la buharda. Durante esc tiempo, la puerta abierta haría evaporarse el hedor del calabozo, que sólo era aceite. ¡Qué sorpresa para mí oírle decir que el mal olor pro­venía del aceite! En efecto, procedía de la lámpara que yo había apagado sin despabilar la mecha. Lorenzo no me preguntó nada sobre este particular; por lo tanto, lo sabía todo, el judío se lo había dicho. ¡Cóm o me alegré de que no hubiera podido decirle más! En ese momento sentí cierta consideración por Lorenzo.

Salí después de coger una camisa y un batín. El nuevo pri­sionero escribía con un lápiz lo que quería que le trajesen. Fue él quien dijo al verme:

- ¡A h !, Casanova.Inmediatamente reconocí al abate conde Fenarolo,4* de Bres-

cia, de cincuenta años, hombre amable, rico y apreciado en la buena sociedad. Se acercó para darme un abrazo y, cuando le dije que hubiera esperado encontrar allí dentro a todo el mundo antes que a él, no pudo contener sus lágrimas, que provocaron las mías.

En cuanto nos quedamos a solas le dije que, cuando llegase su cama, le ofrecería la alcoba, pero que me complacería recha­zando mi oferta, y que no pidiese que barrieran el calabozo, re­servándome para más adelante decirle los motivos. Le expliqué la razón del hedor a aceite, y tras asegurarme que guardaría el se­creto de todo, se consideró feliz por el hecho de que lo hubie­ran metido en mi celda. Me contó que todo el mundo ignoraba mi delito y que, por consiguiente, todo el mundo quería adivi­narlo. Se decía que yo era el jefe de una nueva religión; otros de­cían que la señora Mcmmo había convencido al tribunal de que enseñaba ateísmo a sus hijos. Se decía también que el señor A n ­tonio Condulmcr, Inquisidor de Estado, había mandado ence-

42. Fue encarcelado del 20 al 30 de julio en los Plomos acusado de mantener relaciones con el embajador de Austria; luego fue expulsado de Vcnecia.

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rrarmc como perturbador de la paz pública porque silbaba las comedias del abate Chiari y tenía el proyecto de ir expresamente a Padua para asesinarlo.

Todas estas acusaciones tenían algún fundamento que las vol­vía verosímiles, pero todas eran falsas. La religión no me preo­cupaba lo suficiente para pensar en fundar una nueva. Los tres hijos de la señora Memmo, muy inteligentes, eran más capaces de seducir que de ser seducidos, y el señor Condulmer habría tenido demasiado trabajo si hubiera querido arrestar a todos los que silbaban al abate Chiari. Por lo que respecta a este abate, que había sido jesuíta, yo lo había perdonado. El famoso padre Ori go,45 también jesuita, me había enseñado a vengarme hablando bien de él en sociedad. Mis elogios animaban a los asistentes a expresar comentarios irónicos, y así me veía vengado sin m o­lestarme.

Al atardecer le trajeron una cama, un sillón, ropa blanca, per­fumes, una buena comida y buenos vinos. El abate no pudo comer nada, pero yo no lo imité. Colocaron su cama sin des­plazar la mía, y volvieron a encerrarnos.

Empecé sacando fuera del agujero mi lámpara, y mi toalla, que, caída en la cacerola, se había empapado de aceite. Me reí mucho. Cuando un accidente de poca monta se produce por ra­zones que podían haber tenido consecuencias trágicas, uno tiene derecho a reírse. Puse todo en orden y encendí la lámpara, cuya historia divirtió mucho al abate. Pasamos la noche sin dormir, no tanto debido al millón de pulgas que nos devoraban como a los cien interesantes temas de conversación que no acababan nunca. He aquí la historia de su detención tal como él mismo me la contó:

«Ayer, a las veinte,44 la señora Alessandri, el conde Paolo Martinengo y yo subimos a una góndola; a las veintiuna llega­mos a Eusina y tres horas después a Padua para ver la ópera y volver aquí inmediatamente después. En el segundo acto mi genio malo me llevó a la sala de juego, donde vi al conde de Ro- senberg, embajador de Viena, que estaba sin máscara, y a diez

43. Ex jesuita que estuvo al servicio del embajador de Francia en Venecia.

44. Tres horas y media aproximadamente antes de la puesta del sol.

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pasos de él a la señora Ruzzini, cuyo marido45 está a punto de ir .1 esa misma corte en calidad de embajador de la República. Hice mi reverencia a ambos e iba a marcharme cuando el embajador me dijo en voz alta: “ Sois muy afortunado por poder hacer la corte a una dama tan amable; en estos momentos, el personaje que represento hace que el más bello país del mundo se con­vierta en mi galera. Decidle, por favor, que las leyes que me im­piden hablarle aquí no están en vigor en Viena, donde la veré el próximo año y donde le declararé la guerra” . La señora Ruzzini, dándose cuenta de que hablaban de ella, me preguntó qué había dicho el conde, y se lo referí palabra por palabra. “ Responde­dle” , me dijo, “ que acepto la declaración de guerra y que ya ve­remos cuál de los dos sabe luchar mejor.” N o sospeché que cometía un crimen reproduciendo esta respuesta, que no era más que un cumplido. Después de la ópera comimos un pollo y a las catorce ya estábamos de vuelta. Iba a acostarme para dormir hasta las veinte, cuando un jante me entregó un billete que me ordenaba estar en la bussola a las diecinueve para oír lo que el iircospetto Busincllo, secretario del Consejo de los Diez, tenía que decirme. Sorprendido por aquella orden, siempre de mal au­gurio, e irritadísimo por tener que obedecer, a la hora prescrita me presenté ante el ministro, quien sin decirme la menor pala­bra ordenó encerrarme aquí».

Era difícil imaginar algo más inocente que esta falta; pero en el mundo hay leyes que pueden violarse inocentemente y cuyos transgresores no son por eso menos culpables. Lo felicité porque conocía el delito que había motivado su encierro y por la forma de su detención. Com o su falta era leve, le dije que no estaría conmigo más de ocho días y que luego le ordenarían ir a vivir en su casa de Brescia seis meses. Me respondió que, sinceramente, 110 creía que lo dejasen allí ocho días, y es que el hombre que no se siente culpable es incapaz de imaginar que puedan castigarlo. No quise desengañarlo; y lo que le dije ocurrió. Decidí ser un buen compañero con él y aliviar como pudiera el gran dolor que le causaba su arresto. Hice mío su infortunio, hasta el punto de

45. Giovanni Antonio Ruzzini, embajador en Viena del 25 de mayo de 1757 al 22 de julio de 1761. F21 20 de septiembre de 1755 fue nom­brado, sin embargo, sucesor de Correr.

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olvidar por completo el propio durante todo el tiempo que pasó conmigo.

Al día siguiente, al amanecer, Lorenzo trajo café, y en un gran cesto la comida del conde abate, a quien le parecía imposi ble que un hombre tuviera ganas de comer tan pronto. Pudimos pasear una hora, y luego volvieron a encerrarnos. Las pulgas que nos atormentaban lo movieron a preguntarme por qué no man daba barrer. N o pude soportar que me creyese un cerdo y pen sase que mi piel era más dura que la suya; le conté todo y hasta se lo mostré. Lo vi sorprendido, e incluso mortificado, por ha berme obligado en cierto modo a hacerle aquella importante confidencia. Me animó a trabajar y a terminar el agujero ese mismo día, para, si se podía, bajarme él mismo y retirar luego la cuerda, pues no quería agravar su situación con una fuga. Le en señé el modelo de una máquina con la que estaba seguro, una vez que hubiera descendido, de poder recoger la sábana que me habría servido de cuerda; era una varita atada por un extremo a un largo hilo; la sábana sólo debía estar amarrada al caballete de mi cama por aquella varita, que debía pasar la cuerda por debajo del caballete por ambos lados; el bramante atado a la vara debía llegar hasta el suelo de la sala de Inquisidores, donde, en cuanto me pusiera de pie, tiraría de él. El conde no dudó del éxito de la operación y me felicitó, tanto más cuanto que esa precaución era absolutamente necesaria, pues, si la sábana hubiera tenido que quedarse allí, habría sido el principal objeto para atraer in­mediatamente la atención de Lorenzo, que no podía subir hasta donde estábamos sin pasar por esa sala; enseguida me habría buscado, encontrado y detenido. Mi noble compañero estaba convencido de que debía interrumpir mi tarea, pues era de temer alguna sorpresa, dado que aún necesitaba varios días para ter­minar aquel agujero que debía costar la vida a Lorenzo. Pero la idea de conseguir mi libertad a expensas de su vida, ¿podía mo- derar mi celo por conseguir la libertad? Habría obrado igual aunque la consecuencia de mi fuga hubiera significado la muerte de todos los arqueros de la República c incluso del Estado. El amor a la patria se convierte en un verdadero fantasma en el co­razón de un hombre a quien la patria oprime.

Pero mi buen humor no impedía a mi querido compañero

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1 aer de vez en cuando en la tristeza. Estaba enamorado de la se­ñora Alessandri, que había sido cantante y era amante o esposa »le su amigo Martinengo, y debía sentirse feliz; pero, cuanto másli li/ es el amante, más desdichado se vuelve si lo arrancan de los brazos de la persona amada. Suspiraba, las lágrimas brotaban de­sús ojos y admitía que amaba a una mujer que reunía en sí todas las virtudes. Yo lo compadecía sinceramente, sin que se me ocu- 1riera consolarlo diciendo que el amor es una bagatela, consuelo desolador que sólo los necios dan a los enamorados; ni siquiera es cierto que el amor sea una bagatela.

Los ocho días que yo había predicho pasaron enseguida. Perdí a tan querido compañero, pero no me di tiempo para echarlo de menos. Nunca se me ocurrió recomendarle discre- 1 ion; la menor de mis dudas habría sido una ofensa para su noble corazón.

El 3 de julio Lorenzo le dijo que se preparase para salir a lorza, que en ese mes la campana tañe a las doce. Por ese motivo i h ) le llevaron su comida. En esos ocho días sólo se alimentó de sopa, de fruta y de vino de Canarias. Fui yo quien comió de una manera exquisita, con gran satisfacción de mi amigo, que admi­raba mi feliz temperamento. Pasamos las tres últimas horas in- tercambiando promesas de afectuosa amistad. Apareció L o ­renzo, bajó con él y reapareció un cuarto de hora más tarde para llevarse todas las pertenencias de aquel hombre encantador.

Al día siguiente Lorenzo me rindió cuenta de los gastos del mes de junio, y lo vi emocionarse cuando, tras ver que me que­daban cuatro cequíes, le dije que se los regalaba a su esposa. N o le dije que era por el alquiler de mi lámpara, pero quizá lo pensó.

Completamente dedicado a mi tarea, vi mi obra culminada y perfecta el 23 de agosto. Motivó el retraso un incidente muy na­tural. Tras horadar la última tabla, siempre con la m ayor cir­cunspección para que quedara lo más fina posible, llegué muy cerca de la superficie opuesta, apliqué el ojo a un agujerito por el que debía ver, como en efecto vi, la sala de los Inquisidores; pero al mismo tiempo observé muy cerca del mismo agujerito, que no era mayor que una mosca, una superficie perpendicular »le unas ocho pulgadas. Era lo que siempre me había temido: una de las vigas que sostenían el techo. Por eso me vi forzado a

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agrandar el agujera por el lado opuesto a la viga, pues ésta ha­bría estrechado tanto el paso que mi cuerpo, bastante robusto, nunca hubiera podido caber. Hube de aumentar el agujero más de un cuarto, siempre con el temor a que no fuera suficiente el espacio entre las dos vigas. Terminada la ampliación, un segundo agujerito del mismo calibre me demostró que Dios había ben decido mi obra. Tapé los orificios para impedir que cayese a la sala algún trocito de madera, o que un rayo de luz de mi lámpara diera indicios de mi operación a alguien y se hubiera podido ver.

Había fijado el momento de mi evasión para la noche ante­rior al día de San Agustín/6 pues sabía que el Gran Consejo se reunía en esa festividad y, por consiguiente, no habría nadie en la bussola contigua a la habitación por la que necesariamente debía pasar en mi fuga. Fijé pues la fecha de salida para la noche del 27.

La jornada del 25, a mediodía, me ocurrió algo que aún me hace temblar ahora cuando lo escribo. Justo a mediodía oí el chi­rrido de los cerrojos, y creí que me moría. Un violento latido de corazón que palpitaba tres o cuatro pulgadas por debajo de su zona habitual, me hizo temer que había llegado mi última hora. Me dejé caer enloquecido en mi sillón. Lorenzo entró en el desván y metió la cabeza por la reja diciéndome con un tono de júbilo:

-O s felicito, caballero, por la buena noticia que vengo a trae­ros.

En un primer momento creí que se trataba de mi libertad, pues no conocía otra que pudiera ser buena, y me vi perdido: el hallazgo del agujero haría revocar mi gracia.

Lorenzo entra y me dice que lo siga.-Esperad a que me vista.-D a lo mismo, porque no vais a hacer otra cosa que pasar de

esta inmunda celda a otra clara y completamente nueva, donde por dos ventanas veréis la mitad de Venecia, donde podréis estar de pie, donde...

Yo no podía más, me sentía morir.-D adm e vinagre -le dije-. Id a decir al señor secretario que

46. Festividad el 28 de agosto.

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agradezco al tribunal esta gracia, y que le suplico en nombre de I )ios dejarme aquí.

- ¡N o me hagáis reír! ¿O s habéis vuelto loco? Quieren saca­ros del infierno para poneros en el Paraíso ¿y os negáis? Vamos, vamos, hay que obedecer. Levantaos, os daré el brazo y man­daré que lleven vuestras cosas y vuestros libros.

Atónito y obligado a no replicar, me levanté, salí de la celda y en esc mismo instante sentí cierto alivio al oírle ordenar a uno de los suyos que lo siguiese con mi sillón. Mi espontón estaba escondido, como siempre, entre la paja de su asiento, y tenerlo ya era algo. Me habría gustado que también viniera conmigo el bello agujero que había hecho con tanto esfuerzo y que debía abandonar; pero era imposible. Mi cuerpo iba, pero mi alma se quedaba allí.

Con el brazo apoyado en la espalda de aquel hombre que con sus risotadas creía darme valor, pasé dos estrechos corredores y, tras bajar tres escalones, entré en una gran sala muy clara. Al final, por el ángulo que había a mi derecha pasé por una puerte- cita a un corredor de dos pies de ancho y doce de largo,47 y dos ventanas enrejadas a mi derecha por las que se veían con toda claridad los tejados de toda la parte de la gran ciudad que iba desde aquel lado hasta el Lido. Pero no estaba en situación de consolarme con un bello panorama.

La puerta del calabozo se hallaba al fondo de ese corredor; vi una ventana enrejada frente a una de las dos que iluminaban el corredor, de manera que el preso, aunque encerrado, podía gozaj: de buena parte de aquella agradable perspectiva. Lo más importante era que la ventana, si estaba abierta, dejaba pasar un viento suave y fresco que templaba el insoportable calor y era un verdadero bálsamo para la pobre criatura que debía respirar allá dentro, sobre todo en aquella estación.

N o hice estas observaciones en ese momento, como el lector bien puede suponer. En cuanto Lorenzo me vio en la celda, mandó colocar en ella mi sillón, sobre el que enseguida me dejé caer; luego se marchó diciéndome que iba a ordenar que me tra­jesen de inmediato mi cama y todo lo que me pertenecía.

47. 0,65 x 3,90 metros.

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El estoicismo de Xenón-'* y la ataraxia49 de los pirroniano» ofrecen al entendimiento humano imágenes prodigiosas. Imá genes que unas veces se exaltan, otras se ridiculizan, y son oh jeto de admiración o de burla. Los propios sabios no se ponen de acuerdo sobre su práctica salvo dentro de ciertos límites Todo hombre llamado a juzgar sobre la imposibilidad o la posi bilidad moral hace bien si parte siempre de sí mismo: si obra de buena fe, no puede admitir una fuerza interior en nada si no siente antes sus gérmenes dentro de sí. Si me analizo a mí mismo en esta materia, creo que el hombre, recurriendo a una fuer/.i adquirida mediante un gran trabajo, puede llegar a no gritar en los dolores y a mantenerse fuerte controlando la energía de sus primeros impulsos. Ahí radica todo. El absline y el sustines° ca racterizan a un buen filósofo, pero los dolores materiales que afligen al estoico no serán menos que los que atormentan al epi cúreo, y las penas serán más punzantes para quien las disimula que para otro que, lamentándose, consigue un alivio real. El hombre que quiere mostrarse indiferente a un hecho que decide su suerte sólo lo parece, a menos que sea un imbécil o esté loco. Quien se vanagloria de tranquilidad perfecta, miente, y pido mil perdones a Sócrates. Creeré todos los argumentos de Zenón cuando me diga que ha hallado el secreto de impedir que la na turaleza palidezca, se ruborice, ría o llore.

Permanecía en mi sillón como un hombre estupefacto; in­móvil como una estatua, veía que había perdido todas las penas que me había tomado, y no podía arrepentirme de haberlas su frido. Despojado de todas mis esperanzas, el único alivio que podía procurarme era no pensar en el futuro.

Mi pensamiento se elevaba hasta Dios, el estado en que me hallaba me parecía un castigo que venía directamente de él por-

48. Filósofo griego, fundador de la escuela estoica, oriundo de Ki tión, Chipre (ca. 335-264 a.C.).

49. La imperturbabilidad, según el ideal ético de Epicuro y de los discípulos de Pirrón de Elide (360-271), fundador de la escuela es céptica.

50. Sustine et abstine: «soporta y abstente»,'según una sentencia griega de Epícteto que se encuentra en Aulo Gelio, Noches áticas, X V II, 19, 6.

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que, después de haberme dejado tiempo para terminar mi obra, yo había abusado de su gracia retrasando tres días la evasión.1 n i 10, habría podido bajar tres días antes; pero no creía mere- . et semejante castigo sólo por haber retrasado la fuga guiado por1.1 mas prudente de todas las reflexiones y por previsión: al con-11,1110, merecía una recompensa, porque si hubiera obedecido a utural impaciencia habría desafiado todos los peligros.

Para desafiar a la razón que me había hecho aplazar la fuga Insta el 27 de agosto habría necesitado una revelación; y la lec-1111.1 de María de Agreda no me había vuelto lo bastante loco para llegar a ese extremo.

C A P Í T U L O XI V

PRISIONES SU BTERRÁN EAS LLAMADAS LOS POZOS.

VENGANZA DE LO R EN ZO . INICIO CORRESPO N D EN CIA

CON OTRO PRISIO NERO , EL PADRE BALBI;

s i l C A R Á CT ER . CO N CIERTO MI FUGA CON ÉL. DE QUÉ FORMA.

ESTRATAGEMA QUE UTILIZO PARA HACERLE LLEG A R MI

ESPONTÓN. ÉXITO. ME DAN UN COMPAÑERO INFAME;

SU RETRATO

Un minuto después, dos esbirros me trajeron mi cama y se fueron para volver enseguida con el resto de mis cosas; pero pa­saron dos horas sin que volviera a ver a nadie, pese a que las puertas de mi calabozo estaban abiertas. Este retraso me hacía concebir muchas hipótesis, pero no podía adivinar nada. Com o podía temer cualquier cosa, trataba de conseguir una calma con la que resistir todas las cosas desagradables que pudieran ocu-

rrirme.Además de los Plomos y de las cuatro, los Inquisidores de

Estado también disponen de diecinueve prisiones más, espanto­sas y subterráneas, en el mismo Palacio Ducal donde condenan a los criminales que han merecido la muerte. Todos los jueces soberanos de la tierra siempre han creído que, dejando con vida a quien ha merecido la muerte, se le hace una gracia, por más que la pena que sustituye a esa última sea horrorosa. En mi opi­

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nión, sólo puede ser una gracia lo que así parece al culpable, pero se la otorgan sin consultarlo, y eso se vuelve una injusticia.

Esas diecinueve mazmorras subterráneas son similares en todo a tumbas, pero las llaman pozos' porque siempre están in undadas por dos pies de agua del mar que penetra por el mismo agujero enrejado por donde reciben un poco de luz; esos aguje ros apenas miden un pie cuadrado. A menos que el prisionero quiera estar todo el día en un baño de agua salada hasta las ro dillas, se ve obligado a permanecer sentado en un sotabanco en el que también tiene su jergón y donde le dejan al amanecer su agua, su sopa y su pan de munición, que debe comer deprisa porque, si tarda, unas ratas marinas muy gordas irían a arran cárselo de las manos. En esa horrible mazmorra, donde los de tenidos suelen estar condenados por los días que les quedan de vida, y con una alimentación así, hay algunos que llegan a la vejez. A un criminal que murió en esa época lo habían encerrado a los cuarenta y cuatro años. Convencido de haber merecido la muerte, aquella mazmorra tal vez le pareció una gracia. Hay gente que sólo teme a la muerte. El hombre del que hablo se lla­maba Beghelin, y era francés.1 Había servido con el rango de ca pitán en las tropas de la República en la última guerra que Venecia sostuvo contra los turcos el año 17 16 , y en C orfú a las órdenes del mariscal conde de Schulenburg, que obligó al Gran Visir a levantar el asedio. Este Beghelin servía de espía al maris cal disfrazándose de turco e introduciéndose valerosamente en el ejército enemigo; pero al mismo tiempo hacía de espía para el Gran Visir. Reconocido culpable de este doble espionaje, mere

1. / pozzi eran cárceles directamente unidas por escaleras secretas a las cámaras de los Inquisidores y de los jefes del Consejo de los Diez. Había dieciocho, nueve en un piso más elevado y otras nueve subte rráncas. Según otros autores, había diez camerotti (celdas oscuras) éntre­las que estaban las cuatro, situadas en el piso superior, y nueve pozzi, en el piso inferior.

2. El mantuano Domcnico Ludovico Beghelin (Bighelin), encar­gado de levar tropas, tenía cuarenta y siete años en 1743, fecha en quefue expulsado de Venecia; por contravenir ese destierro y volver a Ve-necia en 1750, fue condenado a los pozzi. Aún vivía en 1775, año en que fue trasladado a los camerotti. Evidentemente, en 1716 no pudo ser condenado por espionaje como Casanova pretende.

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no la muerte, y seguro que enviándolo a morir a los pozos se le hizo un favor, porque lo cierto es que vivió allí treinta y siete años. Sólo pudo haberse aburrido y haber tenido siempre ham­bre. Tal vez se dijo: Dum vita superest bene estJ Pero las maz­morras que yo vi en Spielberg,4 en Moravia, donde la clemencia metía a los culpables de asesinato y donde los malvados nunca conseguían soportar más de un año, son tales que la muerte que causan siculi non invenere tyranni.'

Durante las dos horas de espera no dejé de imaginar que tal vez me trasladarían a los pozos. En un lugar donde el desgraciado se alimenta de esperanzas quiméricas, también debe sufrir terro­res pánicos irracionales. El tribunal, dueño de las alturas y de los subterráneos del gran palacio, también habría podido enviar al infierno a alguien que hubiera intentado escapar del purgatorio.

Por fin oí los pasos furiosos de alguien que venía hacia donde yo me encontraba. Vi a Lorenzo desfigurado por la cólera. Echan­do espuma de rabia por la boca, blasfemando contra Dios y iodos los santos, empezó por ordenarme que le diese el hacha y las herramientas que había utilizado para perforar el suelo, y le dijese el nombre del esbirro que me los había dado. Le res­pondí, sin pestañear, que no sabía de qué estaba hablándome. Ordena entonces que me registren. Pero al oír esta orden, me levanto deprisa, amenazo a los esbirros y, desnudándome, yo mismo les dije que cumplieran con su oficio. H izo registrar mis colchones y vaciar mi jergón, e incluso fisgar en el hediondo ori­nal. Cogió entre sus manos el almohadón de mi asiento y, al no encontrar nada resistente, lo arrojó por despecho contra el suelo.

-N o queréis decirme dónde están los instrumentos con los que habéis hecho el agujero, pero alguien os obligará a hablar.

-S i es cierto que he hecho un agujero en el suelo diré que he recibido las herramientas de vos, y que os las he devuelto.

3. «Mientras haya vida, todo va bien», verso de Mecenas, citado por Séneca, Epístolas, CI.

4. Spielberg, fortaleza junto a Brünn, en Moravia (hoy Brno, Re­pública Checa); fue destruida por los franceses en t8o9 y luego aban­donada.

5. «Que los tiranos sicilianos no inventaron»; cita incompleta. Véase nota 20, págs. 1050-1051.

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Ante esta respuesta, que sus propios esbirros, a los que en apariencia había irritado, aplaudieron, lanzó un chillido, se puso a dar cabezadas contra los muros y pataleó furioso; creí que iba a perder la razón. Se marchó, y sus esbirros me trajeron mis ropas, los libros, las botellas y todo lo demás, excepto la lám­para y el pedernal. Después, antes de irse del corredor, cerró los cristales de las dos ventanas por donde yo recibía un poco de aire. De este modo me encontré encerrado en un lugar angosto donde el aire no podía entrar por ninguna abertura. Confieso que, después de marcharse Lorenzo, pensé que había salido bien parado. A pesar de toda su experiencia en el oficio, no se le ocu­rrió volver del revés el sillón. Gracias a la Providencia, yo se­guía teniendo mi cerrojo, y vi que aún podía seguir contando con él para convertirlo en instrumento de mi fuga.

El excesivo calor y las emociones de la jornada me impidie­ron dormir. Al día siguiente, muy temprano, me trajo un vino que se había vuelto vinagre, un agua apestosa, una ensalada po­drida, carne echada a perder y un trozo de pan durísimo. N o mandó que me limpiaran la celda, y cuando le rogué que abriese las ventanas, ni siquiera me respondió. Una singular ceremonia cuya celebración empezó ese día fue la de un arquero que, con una barra de hierro, recorría la celda golpeando el suelo y los muros por todas partes, y, de manera especial, debajo de la cama. Observé que el arquero nunca golpeaba el techo. Esta observa­ción me hizo idear el proyecto de salir de allí por el techo. Pero para madurar el plan debían darse circunstancias que no depen­dían de mí, pues no podía hacer nada que no quedase expuesto a la vista. El calabozo era completamente nuevo, el menor ras­guño habría saltado a la vista de cualquier arquero que entrase.

Pasé una jornada terrible. El fuerte calor empezó a apretar hacia mediodía. Creí que iba a asfixiarme. Me encontraba en un verdadero baño turco. N o pude comer, ni beber, porque todo estaba corrompido. Mi estado de debilidad, provocado por el calor y el sudor que salía de todo mi cuerpo a gota gorda, no me permitía ni comer ni leer. Al día siguiente mi comida fue la misma; la hediondez de la carne que Lorenzo me trajo llegó en­seguida a mi olfato. Le pregunté si tenía orden de hacerme morir de hambre y calor, y se marchó sin responderme. H izo lo mismo

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al día siguiente. Le pedí que me diera un lápiz, porque quería escribir algo al secretario y volvió a irse sin responderme. Com í la sopa por despecho y mojé el pan en el vino de Chipre para conservar fuerzas y matarlo al día siguiente hundiéndole mi es- pontón en el pecho. Mi situación se había vuelto tan grave que comprendí que no me quedaba otro remedio. Pero al día si­guiente, en vez de ejecutar mi proyecto, me contenté con jurarle i|ue lo mataría cuando me pusieran en libertad; se rió, y se mar- olió sin responderme. Empecé a creer que actuaba así por orden del secretario, a quien debía de haber revelado mi intento de fuga. N o sabía qué hacer; mi paciencia luchaba con la idea de matarme; me sentía morir de inanición.

Fue al octavo día cuando, con voz fulminante, y en presen­cia de sus arqueros, le pedí cuentas de mi dinero llamándolo ver­dugo infame. Me respondió que al día siguiente las tendría; pero antes de que cerrase el calabozo agarré con violencia la tina de las inmundicias y le hice ver con mi postura que iba a tirar su contenido al corredor; ordenó entonces a un arquero cogerla y, como el aire se había vuelto infecto, abrió una ventana; pero en cuanto el arquero la vació, volvió a cerrarla y se fue sin hacer caso de mis gritos. Tal era mi situación; pero, viendo que lo que había conseguido era consecuencia de las injurias que le había lanzado, me dispuse a tratarlo todavía peor al día siguiente.

Al día siguiente mi rabia se calmó. Antes de presentarme las cuentas, me entregó un cesto de limones que el señor de Braga- din me enviaba, y vi una gran botella de agua que me pareció buena, y en mi comida un pollo que tenía una pinta excelente; además, un arquero abrió las dos ventanas. Cuando me presentó las cuentas, me limité a echar una mirada a la cantidad y le dije que le diera el resto a su mujer, salvo un cequí que le ordené re­partir entre sus criados, que estaban allí y que me dieron las gra­cias. Cuando se quedó a solas conmigo, me dirigió en un tono bastante sereno estas palabras:

-Y a me habéis dicho, caballero, que fue de mí de quien reci­bisteis lo necesario para hacer el enorme agujero de la otra celda, así que no quiero saber más. Pero ¿podría saber a título de favor quién os dio lo necesario para hacer una lámpara?

-Vos mismo.

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-D e verdad, no creía que ser inteligente consistiese en ser desvergonzado.

-N o miento. Fuisteis vos quien me disteis con vuestras pro­pias manos todo lo necesario: aceite, pedernal y fósforos, el resto lo tenía yo.

-Tenéis razón. ¿Podríais demostrarme con esa misma facili­dad que también os di lo necesario para hacer el agujero?

-S í, con esa misma facilidad. Aquí no he recibido nada salvo de vos.

-D ios mío, tened piedad de mí. ¿Qué oigo? Decidme cómo os di un hacha.

-O s diré todo si queréis, pero en presencia del secretario.-N o quiero saber más, y os creo. Callaos, y pensad que soy

un pobre hombre, y que tengo hijos.Y se marchó apretándose la cabeza entre las manos.Me alegró mucho haber encontrado el modo de infundir

temor a aquel granuja, al que estaba escrito que yo había de cos­tarle la vida. Entonces supe que su propio interés lo obligó a no decir nada de lo que yo había hecho.

Había ordenado a Lorenzo que me comprase todas las obras del marqués Maffei;6 ese gasto le desagradaba y no se atrevía a decírmelo. Me preguntó qué necesidad podía tener de libros si ya tenía tantos.

-L o s he leído todos, y necesito nuevos.-H aré que os preste libros algún otro prisionero, a cambio de

que también prestéis los vuestros: así ahorraréis vuestro dinero.-E sos otros libros son novelas, y no me gustan.-H a y libros científicos; y si creéis ser la única cabeza inteli­

gente que hay aquí, os equivocáis.-D e acuerdo. Ya veremos. Aquí tenéis un libro que presto a

esa cabeza inteligente. Traedme uno a cambio.Le di el Rationarium7 de Petau, y cuatro minutos después me

trajo el primer tomo de Wolff.8 Me quedé bastante contento y le

6. Scipione Maffei (1675-1755), literato e historiador genovés, cuyas obras completas no fueron publicadas hasta 1790.

7. El Rationarium temporum (París, 1633), del jesuita Denis Petau, llamado Petavius (1583-1652), filólogo y teólogo francés.

8. No puede saberse con exactitud de qué obra se trata, porque

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1 evoqué la orden de comprarme las obras Maffei; y, muy satis- lecho de haberme hecho entrar en razón sobre aquel importante punto, se fue.

Me alegré mucho, pero menos por la idea de leer aquel docto libro que por la ocasión que se me daba de iniciar una corres­pondencia con alguien que podría colaborar en el proyecto de luga que ya tenía esbozado en mi cabeza; al abrir el libro en­contré un papel en el que leí seis buenos versos que parafrasea­ban estas palabras de Séneca: Calamitosas est animus futuri anxius.* Enseguida escribí yo otros seis. Me había dejado crecer la uña del dedo meñique de la mano derecha para limpiarme la oreja, la corté en punta y así me hice una pluma; en lugar de tinta me serví del zumo de moras maduras y escribí mis seis versos en el mismo papel. Además, hice el listado de los libros que tenía, y lo escondí en el canto del mismo libro. En Italia todos los li­bros encuadernados en cartón forman en el lomo, bajo la en­cuadernación, una especie de bolsa. En el lomo del mismo libro, justo donde se pone el título, escribí latet.'0 Impaciente por tener una respuesta, a la mañana siguiente, en cuanto apareció L o ­renzo, le dije que ya había leído el libro, y que me gustaría que la misma persona me enviara otro. Inmediatamente me trajo el segundo tomo.

Un billete volante entre las hojas del libro, escrito en latín, decía lo siguiente: «Nosotros dos, que estamos juntos en esta prisión, sentimos el mayor placer viendo que la ignorancia de un avaro nos procura un extraordinario privilegio. Yo, que es­cribo esto, soy Marino Balb i," noble veneciano, somasco regu­lar. Mi compañero es el conde Andrea Asquin,12 de Údine, ca­

ntinea hubo edición completa de las obras del filósofo alemán Christian Wolff (1679-1754); probablemente se refiera a Philosophia moralis sive cibica meth. scientif. per tract., 5 vols., 1750-1753.

9. «La mente preocupada por el futuro sufre», Séneca, Cartas a1.11 cilio, XVI, 98, 6.

10. «Oculto.» En el manuscrito se ha tachado qu<xre: «¡busca!».11. Marino Balbi (1719-1793) fue encarcelado en los Plomos en no­

viembre de 1754.12. El conde Andrea Asquin, de Údine, fue condenado a galeras

perpetuas el 20 de noviembre de 1753, porque, siendo canciller de su ciudad natal, se había rebelado contra el gobierno y había infringido

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pital del Friuli. Me manda deciros que podéis disponer de todos sus libros, cuyo listado encontraréis en el canto de la encuader nación. Tenemos que emplear, señor, toda clase de precauciones para ocultar a Lorenzo nuestro pequeño trato».

El hecho de que ambos hubiéramos tenido la idea de enviar nos el listado y esconder un escrito en la cavidad del lomo del libro, no me sorprendió, porque era fruto del más elemental sen tido común; pero la recomendación de precaución me pareció singular, ya que el escrito donde decía todo era una hoja volan dera. Lorenzo no solo podía, sino que debía, abrir el libro, y al ver la carta, aunque no supiera leer, se la habría guardado en el bolsillo para hacérsela leer en italiano por el primer cura que hu biera encontrado en la calle, y todo habría sido descubierto nada más empezar. Enseguida llegué a la conclusión de que el tal padre Balbi debía de ser un insigne atolondrado.

Leí el catálogo de sus libros, y en la mitad de la hoja les conté la forma en que había sido detenido, la ignorancia en que me en­contraba sobre mi delito, y la esperanza que tenía de ser de­vuelto pronto a casa. En el nuevo libro que recibí, el padre Bal­bi me escribía una carta de dieciséis páginas. El conde Asquin no me escribió nunca. El monje se entretuvo en contarme por escrito toda la historia de sus infortunios. Estaba bajo los Plo­mos desde hacía cuatro años'» por haber bautizado, dándoles su apellido, a tres bastardos que había tenido de tres pobres mu­chachas, las tres vírgenes. El padre superior'4 lo había repren­dido la primera vez, amenazado la segunda, y la tercera lo había denunciado ante el tribunal, que había mandado encerrarlo; el padre superior le enviaba comida todas las mañanas. Su defensa ocupaba la mitad de la carta, donde contaba cosas miserables. Su superior, lo mismo que el tribunal, me decía, eran auténticos tiranos, porque no tenían derecho alguno sobre su conciencia. Seguro de que sus bastardos eran suyos, no podía privarlos de

los derechos de la autoridad pública. Trató de disuadir a Casanova de su fuga, pero él mismo terminó por evadirse en pleno día, con otros dieciséis prisioneros -entre ellos M azzetta-, en 1762, sin que consi­guieran apresarlo de nuevo.

13 . N o fue detenido hasta el 5 de noviembre de 1754.14. Luigi Barbarigo. Véase nota 28, pág. 135.

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l is ventajas que podrían obtener de su apellido; además, sus rua­dles eran, aunque pobres, respetables, porque no habían cono- 1 ido a ningún hombre antes de él. Terminaba explicando que su roncicncia lo obligaba a reconocer públicamente por suyos los lujos que aquellas honradas muchachas le habían dado para im­pedir la calumnia de que los atribuyeran a otros. Y que no podía d.tr un mentís a la naturaleza ni negar el afecto paterno que sen­tía en sus entrañas de padre por aquellos pobres inocentes. «No lu y peligro alguno», me decía, «de que mi superior cometa la misma falta que yo, porque su piadosa ternura sólo se manifiesta tmi sus alumnos.»

No necesité más para conocer a mi hombre: un original, un sensual, un mal razonador, un malvado, un tonto, un impru­dente, un ingrato. Después de haberme dicho en su carta que se sentiría muy desgraciado sin la compañía del conde Asquin, que tenía setenta años, libros y dinero, empleaba dos páginas para hablarme mal de él, describiéndome sus defectos y los aspectos ndículos de su persona. Fuera de la prisión yo no habría res­pondido a un individuo de esa especie, pero allí dentro necesi­taba sacar partido de todo. En el lomo del libro encontré lápiz, plumas y papel, lo que me permitió escribir con toda comodi­dad.

El resto de su larga carta contenía la historia de todos los pri­sioneros que estaban bajo los Plomos, y que habían permanecido allí en los cuatro años que él había estado. Me dijo que Nicola era el arquero que, en secreto, le compraba cuanto quería y le decía el nombre de los presos y todo lo que pasaba en las otras celdas; y para convencerme, me decía todo lo que sabía del agu- jero que yo había hecho. «Os han sacado de allí», me decía, «para meter al patricio Priuli Gran Can,'* y Lorenzo tardó dos horas en taponar la abertura que hicisteis ayudado por un car­pintero y un cerrajero, a los que había conminado, igual que a todos sus arqueros, a guardar silencio so pena de la vida. Nicola

15. Apodo sacado bien del nombre del célebre Can Grande della Si ala (1292-1329) de Verona, bien del título oriental can (Jan). El pa­tricio Alvise Priuli, apodado Granean, nacido en 14 de marzo de 17 18 , fue encarcelado en los Plomos en agosto de 1755; trató de evadirse, sin éxito, en 1763.

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me ha asegurado que sólo os faltaba un día para evadiros me diante un sistema que habría dado mucho que hablar, y que I.o renzo habría sido ahorcado, pues es muy evidente que, aunque haya querido aparentar sorpresa a la vista del agujero, y haya fingido estar irritado contra vos, sólo él podía haberos dado pai .1 romper el suelo unas herramientas que debéis de haberle de vuelto. Nicola también me dijo que el señor de Bragadin le había prometido a Lorenzo mil cequíes si podía ayudarme a huir, y que Lorenzo espera poder ganarlos sin perder su empleo gra cias a la protección del señor Diedo, amigo de su mujer. También me dijo que ningún arquero se había atrevido a contar al secre tario lo ocurrido por temor a que Lorenzo, si conseguía salir del paso, se vengase del soplón despidiéndolo. Os ruego que con fiéis en mí y me contéis con todo detalle la historia de este su ceso, y, sobre todo, cómo os las arreglasteis para tener las herramientas necesarias. O s prometo que mi discreción sera igual a mi curiosidad.»

N o tenía yo ninguna duda de su curiosidad, pero sí muchas de su discreción, pues su misma pregunta me indicaba que era el más indiscreto de los hombres. Vi, sin embargo, que debía con temporizar: un individuo así resultaba muy apropiado para poner en práctica cuanto yo le dijese y me serviría para recupe rar mi libertad. Me pasé todo el día escribiendo la respuesta; pero una fuerte sospecha nic indujo a retrasar su envío. Se me ocurrió que aquel intercambio epistolar habría podido ser una trampa de Lorenzo para descubrir quién me había dado las he­rramientas para hacer el agujero y dónde las tenía. Por eso le es cribí unas pocas líneas diciendo que el gran cuchillo con el que había hecho el agujero se encontraba debajo de la repisa de la ventana del corredor del calabozo en que me hallaba, donde al entrar yo mismo lo había escondido allí. Esta falsa confidencia me tranquilizó en menos de tres días, porque Lorenzo no ins peccionó la repisa, y la habría inspeccionado de haber intercep­tado mi carta.

El padre Balbi me respondió que sabía que yo podía tener un enorme cuchillo porque Nicola le había dicho que, antes de encerrarme, no me habían cacheado. Era lo que Lorenzo había sabido, y esta circunstancia tal vez habría salvado a Lorenzo si

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mi luga hubiera salido bien, pues pretendía que, cuando recibía nn hombre de manos de Mcsscr grande, debía suponer que ya lo habían registrado. Messer grande habría dicho que, al verme s.ilu de mi cama, estaba seguro de que no llevaba armas con­migo. Concluía su carta rogándome que le enviase el cuchillo por medio de Nicola, del que podía fiarme.

Tanta ligereza por parte de aquel monje me sorprendía.< uando me creí seguro de que mis cartas no eran interceptadas, le escribí que no me sentía con fuerzas para confiar en su N i­mia, y que ni siquiera podía confiar mi secreto al papel. Sus car- i .i s me divertían, sin embargo. En una me informó del motivo por el que tenían bajo los Plomos al conde Asquin, que ni si­guiera podía moverse, porque, además de sus setenta años, se veía afligido por una gran panza y por una pierna rota tiempo .»i r as y mal soldada. El conde, que no era rico, ejercía en Údine, según la carta del monje, el oficio de abogado, y defendía en el< Consejo de la ciudad a los campesinos frente a la nobleza, que i|ucría privarlos del derecho de voto en las asambleas provin- 1 iales. Las pretensiones de los campesinos alteraban la paz pú­blica, y los nobles recurrieron al tribunal de los Inquisidores de I M ido, que ordenaron al conde Asquin abandonar a sus clien­tes. El conde respondió que el código municipal lo autorizaba a defender la constitución, y desobedeció; entonces los Inquisi­dores ordenaron su detención a pesar del código y meterlo bajo los Plomos, donde se encontraba desde hacía cinco años. Tenía, como yo, cincuenta sueldos diarios, pero, a diferencia de mí, go­zaba del privilegio de administrar él mismo su dinero. El monje, que nunca tenía dinero, acusaba duramente a su compañero de avaricia; me dijo que, en el calabozo del otro lado de la sala, había dos gentilhombres de las siete comunas, '6 también deteni­d o s por desobediencia; el mayor de ellos se había vuelto loco ylo tenían atado. En otro calabozo había dos notarios.

En esos días, un marqués veronés de la familia Pindcmonte había sido encerrado por desobedecer la orden que recibió de

16. Zona del altiplano de Asiago, entre los ríos A sneo y Brenta (provincia de Venecia). Los gentilhombres eran los hermanos Bernardo y Domenico M arcolongo; y los dos notarios, Giovanni Boldrin y Pie- iro Zuccoli.

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comparecer ante el tribunal. Este caballero gozaba de grandes privilegios: se había permitido a sus criados entregarle las cartas en mano. Sólo estuvo allí ocho días.

Cuando se disiparon mis sospechas, mi estado de ánimo me hizo razonar de la siguiente manera: quería conseguir la libertad; el espontón que tenía era excelente, pero no se presentaba la oportunidad de utilizarlo porque todas las mañanas los esbirros golpeaban con la barra de hierro todos los rincones de mi celda, salvo el techo; por lo tanto, sólo podía pensar en salir por el techo si conseguía romperlo por fuera. La persona que lo rom­piese podría escapar conmigo ayudándome a hacer un agujero en el tejado del palacio esa misma noche. Sólo con la ayuda de un compañero podía aspirar a tener éxito. Una vez en el tejado, ya decidiría yo lo que había que hacer; por lo tanto, era preciso decidirse y empezar. Sólo podía contar con aquel monje, que con treinta y ocho años, '7 aunque sin muchas luces, podía llevar a cabo mis instrucciones. Por lo tanto, debía decidirme a con­fiarle todo y pensar en la manera de enviarle mi cerrojo. Empecé preguntándole si deseaba la libertad, y si se sentía dispuesto a hacer lo que fuera para conseguirla escapando conmigo. Me res­pondió que, tanto él como su compañero, estaban dispuestos a cualquier cosa para romper sus cadenas, pero que era inútil pen­sar en algo que era imposible; y a continuación me detallaba las dificultades, que ocupaban cuatro páginas y con las yo que nunca habría terminado si hubiera querido superarlas. Le con­testé que las dificultades generales no me preocupaban, y que, como ya tenía mi plan, sólo había pensado en solucionar difi­cultades concretas que no podía confiar al papel. Le prometí la libertad si me daba su palabra de honor de ejecutar ciegamente mis órdenes. Me prometió que haría todo cuanto le dijese.

Le escribí entonces que tenía una barra puntiaguda de veinte pulgadas de largo, que debía servirle para perforar el techo de su calabozo para salir, y que, en cuanto saliese, debía hacer el mismo agujero en el muro que nos separaba, pasar por esa bre­cha hasta el tejado de mi celda, hacer otro agujero y ayudarme a salir. «En cuanto hayáis hecho todo eso», le decía, «vuestra

17. Balbi había nacido en 17 19 .

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Urca habrá concluido, porque seré yo quien se encargue del resto. Os devolveré la libertad, a vos y al conde Asquin.»

Me respondió que, cuando él me hubiera sacado del cala­bozo, yo seguiría estando encarcelado, con la única diferencia de que mi nueva celda tendría mayores dimensiones que la an­terior. En la buharda, me escribía, todavía nos encontraremos ton tres puertas cerradas con llaves. «Lo sé, reverendo padre», le respondí, «y también que no es por las puertas por donde quiero que escapemos. Mi plan está decidido, estoy seguro de el, y sólo os pido exactitud en su ejecución, y no objeciones. Sólo tenéis que pensar en la manera de hacer que pase a vuestras manos mi barra de veinte pulgadas de largo sin que quien os la entregue sepa que os la entrega, y comunicadme lo que pensáis sobre este punto. Mientras tanto, encargad a Lorenzo que os compre cuarenta o cincuenta imágenes de santos lo bastante grandes para tapizar toda la superficie interior de vuestro cala­bozo. Todas esas estampas religiosas no permitirán sospechar a I orenzo que os sirven únicamente para tapar la abertura que ha­réis en el techo, y por la que saldréis. Necesitaréis varios días para hacer la abertura, y Lorenzo no podrá ver por la mañana la labor que hayáis hecho la víspera, porque volveréis a colocar la estampa donde estaba, y vuestro trabajo no podrá verse. Yo no puedo hacerlo porque soy sospechoso, y no me creen devoto de estampas. Hacedlo y pensad en la manera de haceros llegar mi barra.»

Pensando también yo en ello, mandé a Lorenzo comprarme una Biblia infolio recientemente impresa que contenía la Vul- gata^ y la versión de los Setenta.'9 Pensé en esc libro bastante grueso con la esperanza de poder esconder la barra en el lomo de la encuadernación, y enviársela así al monje; pero cuando recibí esa Biblia vi que el cerrojo tenía dos pulgadas más de largo que el volumen, que medía exactamente pie y medio. El fraile ya me había escrito que había tapizado de estampas el techo, mientras

18. Versión latina de la Biblia, preparada en gran parte por san J e ­rónimo y utilizada por la Iglesia como única versión admitida.

19. Traducción griega del Antiguo Testamento, hecha por orden de Ptolomeo Filadelfo (283 ó 282 a.C.). Se llamó así porque intervinieron en ella setenta y dos judíos de Egipto.

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que yo le había comunicado mi pensamiento sobre la Biblia y la enorme dificultad derivada de la longitud de mi barra, imposi ble de recortar sin forja. Me contestó burlándose de la falta de fecundidad de mi imaginación: bastaba con que le enviara el ce­rrojo dentro de mi pelliza de zorro. Lorenzo les había dicho que yo tenía una hermosa pelliza, y el conde Asquin no provocaría sospechas si pedía verla para comprarse otra igual. Bastaba, me decía, con enviársela doblada, pero yo estaba seguro de que Lo renzo la desdoblaría en el camino, porque una pelliza doblada crea más dificultades al portador que si está desplegada; pero, para no desanimarlo y convencerlo al mismo tiempo de que yo era menos atolondrado que él, le escribí que podía enviarlo a re­coger la pelliza. A la mañana siguiente me la pidió Lorenzo, y yo se la di doblada, pero sin el cerrojo. Un cuarto de hora después me la devolvió, diciéndomc que le había parecido magnífica.

Al día siguiente el monje me escribió una carta en la que se declaraba culpable de un mal consejo; pero también añadía que había hecho mal en seguirlo. Según él, el espontón se había per­dido, porque Lorenzo había llevado la pelliza desdoblada y había debido guardarse la barra en el bolsillo. Así pues, toda es­peranza estaba perdida. Lo consolé desengañándolo y rogándole que en el futuro fuera menos audaz en sus consejos. Entonces decidí enviar al monje mi cerrojo en la Biblia, utilizando un medio seguro para impedir que Lorenzo mirase los extremos del grueso volumen. Le dije que quería festejar el día de San M i­guel20 con dos grandes platos de maccherom21 con mantequilla y queso parmesano; y necesitaba dos platos porque deseaba rega­lar uno a la respetable persona que me prestaba los libros. A este propósito, Lorenzo me comunicó que la misma respetable per­sona deseaba leer el grueso libro que costaba tres cequíes. Le respondí que se lo enviaría con un plato de maccherom, pero le dije que quería el mayor plato que hubiera en la casa, y que yo mismo lo sazonaría; me prometió seguir mis indicaciones al pie de la letra. Mientras tanto, envolví el cerrojo en el papel y lo

20. El 29 de septiembre.2 1. N o se trata de «macarrones», sino d e g nocchi. Véase nota 6, pág.

170.

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metí en el lomo de la encuadernación de la Biblia. Repartí las J o s pulgadas: cada extremo del cerrojo sobresalía de la Biblia una pulgada. Si ponía sobre la Biblia un gran plato de mac- iheroni lleno de mantequilla, estaba seguro de que los ojos de I orenzo se centrarían en la mantequilla por temor a derramarla sobre la Biblia, y de esta forma no tendría tiempo de mirar los extremos de las esquinas del volumen. Advertí al padre Balbi de lodo, recomendándole estar muy atento en el momento de reci­bir los maccheroni de las manos de Lorenzo, y de tener mucho cuidado de no coger el plato primero y la Biblia después, sino los dos al mismo tiempo, porque si cogía el plato dejaría la Bi­blia al descubierto y entonces a Lorenzo no le costaría mucho ver las dos puntas que sobresalían.

El día de San Miguel apareció Lorenzo muy temprano con una gran perola donde hervían los maccheroni; lo primero que hice fue poner la mantequilla en un hornillo para fundirla, y luego preparé mis dos platos rociados con queso parmesano que me había traído rallado. C ogí el cazo agujereado, y empecé a re­llenarlos, poniendo sobre cada estrato mantequilla y queso. N o terminé hasta que en el gran plato destinado al fraile no podía caber más. Nadaban en la mantequilla, que llegaba hasta el ex­tremo de sus bordes. El diámetro de aquel plato era casi el doble de ancho22 que la Biblia. Lo cogí y lo puse encima del gran libro que tenía en la puerta de la celda, y, sosteniéndolo entre las manos, con el lomo vuelto hacia Lorenzo, le dije que estirara los brazos y extendiera las manos; de esta forma le entregué todo con cuidado y muy despacio, para que la mantequilla no reba­sara del plato y corriese sobre la Biblia. Al entregarle la impor­tante carga 110 separé un instante mis ojos de los suyos, compro­bando con gran satisfacción que no se apartaban de la superficie de la mantequilla por temor a derramarla. Él quería llevar los maccheroni y volver luego a por la Biblia, pero yo, riendo, le dije que mi regalo perdería entonces toda su belleza. Por fin lo cogió, quejándose de que había echado demasiada mantequilla y protestando de que, si se derramaba sobre la Biblia, no sería por

22. Las medidas del volumen in-folio: 33 centímetros de ancho, 42 de largo.

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culpa suya. En cuanto vi la Biblia en sus brazos canté victoria, porque los dos extremos del espontón, visible a mis ojos al ale jarme del libro, resultaban invisibles para él cuando sostenía el conjunto; estaban a la altura de sus hombros, y no había nin guna razón que pudiera hacerle apartar los ojos para mirar cual quiera de aquellas esquinas del libro, que no podían interesarlo en absoluto. Su única preocupación debía ser la de mantener el plato en horizontal. Lo seguí con la vista hasta que empezó .1 bajar los tres escalones para entrar en la antecámara del calabozo del fraile, quien, sonándose tres veces, me dio la señal concertada de que todo había llegado en buen orden a sus manos. Lorenzo volvió para decirme que mi regalo había sido debidamente en tregado.

El padre Balbi tardó ocho días en practicar una abertura su ficiente en su techo, que siempre ocultaba con una estampa que despegaba y volvía a pegar con miga de pan.

El 8 de octubre me escribía que había pasado toda la noche trabajando en el muro que nos separaba, y que no había conse­guido extraer más que una baldosa. Lo más difícil era, según es cribía, separar los ladrillos, unidos por un cemento muy sólido. Me prometía seguir con la tarea, y en todas las cartas me repetía que empeoraríamos nuestra situación, porque no conseguiría­mos escapar. Yo le respondía que estaba convencido de lo con­trario.

¡A y de mí!, yo no estaba seguro de nada, pero había que ac­tuar de acuerdo con el plan trazado o abandonarlo todo. ¿Cómo habría podido decirle lo que ni yo mismo sabía? Quería salir de- allí; era lo único que sabía, y trataba de seguir adelante y no de­tenerme hasta encontrar un obstáculo insuperable. En el gran libro de la experiencia había leído y aprendido que no hay que reflexionar sobre las grandes empresas, sino ejecutarlas sin ne­garle a la fortuna el poder que tiene sobre todo lo que los hom bres emprenden. Si hubiera comunicado estos altos misterios de- filosofía moral al padre Balbi, me habría dicho que estaba loco.

Su trabajo sólo fue difícil la primera noche; en las siguientes, cuantos más ladrillos sacaba, más fácil le resultó sacar otros. Al final de la tarea encontró que había quitado del muro treinta y seis ladrillos.

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I I 16 de octubre, a las dieciocho,21 en el momento en que me entretenía traduciendo una oda de Horacio, oí ruido de pasos encima de mi calabozo y tres puñetazos. Respondí enseguida ihii tres golpes parecidos; era la señal convenida para asegurar­nos de que no nos habíamos equivocado. Trabajó hasta la noche, v al día siguiente me escribió que, si mi techo no era más que dos hileras de tablas, su trabajo quedaría terminado esc mismo día, porque la tabla no tenía más que una pulgada de grosor. Me .rieguró que, como yo le había inelicado, haría un canalillo en (11 culo con mucho cuidado para no agujerear del todo la última1.il>la. Yo le había insistido mucho en este detalle porque el mí­nimo signo de rotura dentro de mi calabozo habría levantado sospechas sobre la rotura exterior. Me aseguraba el monje que seguiría excavando hasta que sólo quedase un cuarto de hora para rematar la tarca. Yo había decidido salir de mi calabozo dos días después, por la noche, y para no volver más, porque con la .»vuela de un compañero estaba seguro de practicar en tres o cua­tro horas una abertura en el tejado principal del palacio, subir a el y adoptar entonces el mejor medio que el azar me presentase para descender.

Ese mismo día, que era lunes,24 dos horas después de medio­día, cuando el padre Balbi estaba trabajando, oí abrir la puerta de la sala contigua a mi calabozo. Se me heló la sangre, pero tuve tuerzas para dar dos golpes, señal convenida de alarma para el padre Balbi, que debía pasar de nuevo el agujero del muro y vol­ver a su celda. Un minuto después vi a Lorenzo, que me pedía perdón por traerme un nuevo compañero de calabozo, un por­diosero, mal sujeto. Vi a un indiviefuo de entre cuarenta y cin­cuenta años,2* bajo de estatura, flaco, feo, mal vestido, con pe-

23. A la una de la tarde.24. Debería ser el 18 de octubre, pero en 1756 cayó en sábado.25. C om o Casanova dice más adelante, se trata de Francesco Sora-

daci, quien, según las cuentas de Lorenzo Basadonna, estuvo encarce­lado en los Plomos del 1 de septiembre al 31 de- diciembre de 1756. Por lo tanto, debió de estar más de mes y medio con Casaneiva, salvo que ,irites hubiera estado encerrado en otro lugar de los Plomos. Soradaci, soplón de la policía y de inteligencia bastante escasa, estaba acusado de tratar de engañar a los Inquisidores con un falso testimonio; luego se demostró su inocencia.

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luca negra y redonda, al que dos arqueros desataron. N o dudé de que se trataba de un granuja, pues Lorenzo me lo anunció como tal en su presencia sin que semejante título pareciera repeler al personaje. Respondí a Lorenzo que el tribunal era dueño de hacer lo que quisiera. Tras mandar que le trajesen un jergón, se marchó diciéndole que el tribunal le asignaba diez sueldos diarios. Mi nuevo compañero le respondió:

-D ios se los devuelva.Desolado por aquel fatal contratiempo, observé al granuja,

que tenía la maldad reflejada en el rostro. Estaba pensando en ti­rarle de la lengua cuando él mismo se puso a hablar para darme las gracias por el jergón que había pedido para él. Le dije que comería conmigo, y me besó la mano preguntándome si podía pedir al guardián los diez sueldos que el tribunal le asignaba, y le contesté que sí. Se puso entonces de rodillas y sacó del bolsi­llo un rosario mirando alrededor por todo el calabozo.

-¿Q ué buscáis, amigo?-Perdonadme, pero estoy buscando alguna imagen d e ll’ im-

macolata Vergine M aría,16 porque soy cristiano, o por lo menos algún pequeño crucifijo, porque nunca como en este momento he tenido tanta necesidad de encomendarme a san Francisco de Asís, cuyo nombre llevo indignamente.

Me costó contener una carcajada, no por su devoción cris­tiana, que respetaba, sino por la forma de expresar su lamento. Su petición de perdón me hizo pensar que me tomaba por judío; me apresuré a darle el oficio de la Virgen,27 cuya imagen besó al devolvérmelo, diciéndome humildemente que su padre, cómi- tre de galera, no se había preocupado de enseñarle a leer. Me dijo que era devoto del santísimo rosario, del que me narró gran cantidad de milagros que escuché con paciencia de ángel, y me pidió permiso para rezarlo poniendo ante sus ojos la santa ima­gen que había en el frontispicio de mi libro de horas. Después del rosario, que recité con él, le pregunté si había comido y me dijo que se moría de hambre. Le di todo lo que tenía: lo devoró con un hambre canina, se bebió todo mi vino, y cuando estuvo

26. «De la inmaculada Virgen María.»27. El Officium parvum, l ib r o d e o r a c io n e s m a r ia n a s , u t i l iz a d o des

d e el s ig lo XI.

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borracho se echó a llorar y luego a hablar de todo a tontas y a locas. Le pregunté los motivos de su desgracia, y ésta es la na­rración que me hizo:

-M i única pasión en este mundo, mi querido amo, fue siem­pre la gloria de esta santa República y el escrupuloso cumpli­miento de sus leyes. Siempre atento a las malversaciones de los malvados, cuyo oficio es engañar y privar de sus derechos a su príncipe y mantener en la sombra sus pasos, traté de descubrir sus secretos y siempre informé fielmente a Messer grande de todo lo que conseguía descubrir; cierto que siempre me pagaba, pero ese dinero nunca me agradó tanto como la satisfacción de ser útil al glorioso evangelista san Marcos. Siempre me burlé del prejuicio de quienes desprecian el oficio de espía: ese nombre sólo suena mal a los oídos de los que no aman al gobierno, por­que el espía no es otra cosa que el amigo del bien del Estado, el azote de los criminales y el fiel súbdito de su príncipe. Cuando se puso a prueba mi celo, el sentimiento de la amistad, que puede tener alguna fuerza sobre otros, nunca la tuvo sobre mí, y menos todavía eso que se llama gratitud; muchas veces he jurado callar para arrancar a alguien un importante secreto, que, nada más co­nocerlo, he referido con todo detalle, siempre con la seguridad que me daba mi confesor de que podía revelarlo, no sólo porque 110 tenía ninguna intención de mantener el juramento de silen­cio cuando lo había hecho, sino porque, tratándose del bien pú­blico, no hay juramento que no pueda ser violado. Estoy con­vencido de que, esclavo como soy de mi celo, habría traicionado a mi padre y habría acallado los instintos de la naturaleza.

»Hace tres semanas observé en Isola, pequeña isla donde vivía, una reunión especial de cuatro o cinco personas notables de la ciudad. Sabía que estaban descontentos con el gobierno de­bido a un contrabando sorprendido y confiscado que los prin­cipales responsables habían tenido que expiar con la cárcel. El primer capellán28 de la parroquia, que por nacimiento era súb­dito de la reina Emperatriz, participaba en el complot, cuyo mis­terio me decidí a desvelar. Todos ellos se reunían por la noche en un cuarto de la taberna, donde había una cama, y, después de

28. El capellán, oriundo de Mantua, se llamaba Pietro Madecich.

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beber y discutir, se marchaban. Un día que estaba seguro de que nadie me veía, encontré la habitación abierta y vacía, y tuve su­ficiente valor para esconderme debajo de la cama. Esas personas llegaron al anochecer y hablaron de la ciudad de Isola, de la que decían que no pertenecía a la jurisdicción de San Marcos, sino a la del Principado de Trieste, porque de ningún modo podía con­siderarse parte de la Istria veneciana. El capellán dijo al cabeci­lla del complot, que se llamaba Pietro Paolo,1’ que si quería firmar un escrito, y si los otros hacían lo mismo, iría en persona a ver al embajador imperial,10 y que la Emperatriz no sólo se apoderaría de la ciudad, sino que los recompensaría. Todos res­pondieron que estaban dispuestos, y él se comprometió a llevar al día siguiente la proclama y partir para presentarla cuanto an­tes al embajador. Decidí convertir en agua de borrajas el infame proyecto, pese a que uno de los conjurados era compadre mío en san Juan,»' parentesco espiritual que a mis ojos era un título in­violable y más sagrado que si hubiera sido mi propio hermano.

»Después de que se marcharon no me costó mucho salir, y consideré inútil exponerme a un nuevo riesgo escondiéndome otra vez al día siguiente debajo de la misma cama. Había descu­bierto suficientes cosas. A medianoche partí en una barca, y al día siguiente, antes de mediodía, ya estaba aquí, donde hice que me escribieran los nombres de los seis rebeldes y los denuncié al secretario de los Inquisidores de Estado contándole los hechos. Me ordenó que, a la mañana siguiente, muy temprano, fuera a ver al Messer, que puso bajo mis órdenes a uno de sus hombres, con el que iría a Isola y a quien indicaría quién era el capellán, que aún debía de encontrarse en la isla; después no debía inter­venir en nada. Cum plí la orden. Messer puso a mi servicio un hombre, lo llevé a Isola, le indiqué quién era el capellán y me fui a mis asuntos.

»Después de comer, mi compadre en san Juan me mandó lla-

29. Cabecilla de la pretendida conspiración, a quien Casanova nom­bra por las iniciales P. P. en la Historia de mi fuga, dando lugar a una confusión con el Prete (sacerdote) Pictro Madecich, que fue quien de­nunció la conspiración.

jo . En 1756 lo era el conde Rosenberg. Véase nota 16, pág. 963.3 1 . Compadre de san Zuane, en veneciano: compadre de bautismo.

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mar para que lo afeitara, porque soy barbero. Después de arre­glarle la barba, me dio un exquisito vaso de refosco y algunas ro­dajas de salchichón al ajo, que compartió conmigo como buenos amigos. Mi afecto de compadre dominó entonces mi alma, le cogí la mano y, llorando de todo corazón, le aconsejé que no Irecuentase al capellán y, sobre todo, que se guardara de firmar el escrito que él ya sabía. Me dijo entonces que no era más amigo del capellán que de cualquier otro, y me juró que no sabía de qué escrito estaba hablándole. Entonces me eché a reír, le dije que estaba bromeando, y me marché, arrepentido de haber es-1 uchado la voz de mi corazón.

»Al día siguiente no vi al hombre ni al capellán, y ocho días después dejé Isola para venir aquí. Hice una visita a Messer grande, que, de buenas a primeras, ordenó que me encerraran; y aquí estoy con vos, mi querido amo. D oy gracias a san Fran­cisco por verme en compañía de un buen cristiano, que está aquí por razones que, como no soy curioso, ni siquiera me preocupa saber. Mi nombre es Soradaci y mi mujer es una Lcgrenzi,12 hija de un secretario del Consejo de los Diez, que, sin hacer caso de prejuicios, quiso casarse conmigo. Debe de estar desesperada por no saber qué ha sido de mí, pero no creo que me quede mu- dios días. Evidentemente, sólo estoy aquí para mayor comodi­dad del secretario, que quizá tenga necesidad de interrogarme.

Después de esta desvergonzada narración que me permitió conocer la ralea de aquel monstruo, simulé compadecerlo y, tras elogiar su patriotismo, predije su libertad para dentro de pocos días. Media hora después se durmió; le conté todo por escrito al padreJBalbi haciéndole ver la necesidad en que estábamos de sus­pender nuestro trabajo en espera de otra oportunidad favorable. Al día siguiente ordené a Lorenzo que me comprase un crucifijo de madera y una estampa de la Virgen y que me trajera un fras­co de agua bendita. Soradaci le pidió sus diez sueldos, y Lorenzo le dio veinte con aire despectivo. Le ordené que me trajera cua­tro veces más de vino, y de ajo, porque a mi compañero le gus­taba mucho. Cuando se marchó, saqué hábilmente del libro la

32. Alvise Legrenzi fue uno de los magistrados encargados de las ejecuciones contra la blasfemia en 1749.

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carta del padre Balbi, que me describía su espanto. Había vuelto a su calabozo más muerto que vivo, y rápidamente había tapado el agujero con la estampa. Pensaba que si a Lorenzo se le hubiera ocurrido poner a Soradaci en su calabozo en lugar de ponerlo en el mío, todo se habría echado a perder. Lorenzo no le habría en­contrado en su celda y habría visto el boquete de la pared.

El relato que Soradaci me hizo de su caso me llevó a pensar que, sin duda, le harían sufrir algunos interrogatorios, porque el secretario sólo podía haber ordenado su prisión por sospecha de calumnia, o porque su informe no era claro. Por eso decidí confiarle dos cartas, que de haber entregado a sus destinatarios no me beneficiarían ni me perjudicarían, mientras que me bene­ficiarían si el traidor se las entregaba al secretario para darle una prueba de su fidelidad. Pasé dos horas escribiendo aquellas car­tas a lápiz. Al día siguiente Lorenzo me trajo el crucifijo, la ima­gen de la Virgen, la botella de agua bendita y todo lo que le había pedido.

Después de alimentar bien a aquel granuja le dije que nece­sitaba pedirle un favor del que dependía mi suerte.

-Cuento, mi querido Soradaci, con vuestra amistad y vues­tro valor. Aquí tenéis dos cartas que os ruego entreguéis en sus direcciones en cuanto os hayan puesto en libertad. Mi suerte de­pende de vuestra fidelidad, pero tenéis que ocultarlas, porque si os las encuentran al salir de aquí los dos estamos perdidos. Te­néis que jurarme sobre este crucifijo y sobre esta imagen de la Virgen que no me traicionaréis.

-E sto y dispuesto a jurar todo lo que queráis, amo mío; os debo demasiado para que pueda traicionaros.

Se echó a llorar y a llamarse desgraciado por que yo pudiera pensar que fuese capaz de traicionarme. Tras haberle regalado una camisa y un gorro, me quité el mío, rocié el calabozo con agua bendita y, ante las dos santas imágenes, pronuncié una fór­mula de juramento con conjuros sin el menor sentido pero es­pantosos. Tras santiguarme varias veces le hice ponerse de rodi­llas, y con imprecaciones capaces de hacer temblar a más de uno le hice jurar que llevaría las cartas. Luego se las entregué, y fue él mismo quien quiso coserlas en la espalda de su chaqueta, entre la cara del tejido y el forro.

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Moralmente estaba convencido de que se las entregaría al se- i retario, y por eso empleé toda mi malicia para que el estilo no dejara al descubierto mi estratagema. Estaban hechas para ga­narme la indulgencia del tribunal e incluso su estima. Escribía al señor de Bragadin y al señor abate Grimani diciéndoles que es­tuvieran tranquilos y no se afligieran por mi suerte, porque tenía motivos para esperar muy pronto mi liberación. Añadía que, »uando saliera, descubrirían que aquel castigo me había hecho mas bien que mal, porque no había nadie en Venecia más nece­sitado que yo de un correctivo. Rogaba al señor de Bragadin que me enviase unas botas forradas para el invierno, porque mi ca­labozo era lo bastante alto para permitirme estar de pie y pasear. No quise que Soradaci supiera que mis cartas eran tan inocen­tes, pues podría haberle venido el capricho de cometer una buena acción y entregárselas a sus destinatarios.

C A P Í T U L O XV

T RAICIÓ N DE SORADACI. MEDIOS QUE EMPLEO

l’ARA ATONTARLO. EL PADRE BALBI C O N C L U Y E FELIZMENTE

SU TR A BA JO . SALGO DE MI CALABOZO. REFLEXIONES

INTEMPESTIVAS DEL C O N DE ASQUIN.

MOMENTO DE I.A PARTIDA

Dos o tres días después Lorenzo subió a terza, y se llevó a Soradaci con él. Viendo que no regresaba, pensé que no volve­ría a verlo, pero al final del día lo trajeron de nuevo con gran sorpresa de mi parte. Después de irse Lorenzo, me dijo que el secretario sospechaba que él había advertido al capellán, dado que este cura nunca había estado en casa del embajador y no se le había encontrado ningún escrito encima. Añadió que, tras un largo interrogatorio, lo habían metido completamente solo en una celda pequeñísima, donde lo habían dejado siete horas. Des­pués lo habían maniatado otra vez y lo habían llevado de nuevo ante el secretario; éste pretendía hacerle confesar que le había dicho a alguien de Isola que el cura no volvería; pero no ha­bía podido confesarlo porque no le había dicho semejante cosa

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a nadie. Por último, el secretario había llamado y lo habían de­vuelto conmigo.

N o sin amargura reconocí que tal vez me lo dejarían allí por mucho tiempo. Com o es lógico, por la noche le escribí todo al padre Balbi. Fue entonces cuando me acostumbré a escribir a oscuras.

Al día siguiente, después de tomar mi caldo, quise asegu­rarme de lo que ya sospechaba.

-Q uiero añadir algo a la carta que escribí al señor de Braga- din -le dije al espía-; dádmela, luego volveréis a coserla.

-E s peligroso -m e respondió-, porque podrían venir en este momento y pillarnos.

-Pues que vengan. Devolvedme mis cartas.Entonces aquel monstruo se echó de rodillas a mis pies y me

juró que, en su segunda comparecencia ante el temible secreta­rio, le entró un temblor muy fuerte y una insoportable sensa­ción de peso en el sitio mismo donde estaban las cartas, y que, cuando el secretario le había preguntado qué le pasaba, no había podido evitar declarar la verdad. El secretario había llamado en­tonces y Lorenzo, tras desatarlo y quitarle la chaqueta, había descosido las cartas, que el secretario había guardado en un cajón una vez leídas. Añadió que, según el secretario, si hubiera llevado aquellas cartas a su destinatario, se habría sabido, y que eso le habría costado la vida.

Fingí entonces que me encontraba mal. Me cubrí el rostro con las manos, me eché de rodillas en la cama, delante del cru­cifijo y de la Virgen, y les pedí venganza contra aquel mons­truo que me había traicionado violando el más solemne de todos los juramentos. Luego me tumbé de costado con la cara vuelta hacia la pared, y me mantuve en esa posición sin articu­lar la menor palabra durante todo el día, simulando no oír los llantos, los gritos y las protestas de arrepentimiento de aquel infame. Representé mi papel de maravilla en una comedia cuya trama tenía ya en la cabeza. Por la noche escribí al padre Balbi diciéndole que viniera a las diecinueve en punto, ni un minuto antes ni un minuto después, para acabar su tarea y trabajar sólo cuatro horas, de manera que sin excusa alguna debía irse exac­tamente cuando oyera dar las veintitrés. Añadí que nuestra li­

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bertad dependía de esa fiel puntualidad, y que no había nada que temer.

Estábamos a 25 de octubre, y se acercaba el momento en que debía poner en práctica mi plan o abandonarlo para siempre. Los Inquisidores de Estado, así como el secretario, iban todos los años a pasar los tres primeros días de noviembre a algún pueblo de tierra firme.1 En esos tres días de vacaciones de sus amos, L o ­renzo se emborrachaba por la noche, dormía hasta terza y no aparecía por los Plomos sino muy tarde. Flacía un año que yo sabía todo esto; para escapar, la prudencia me aconsejaba esco­ger una de esas tres noches para estar seguro de que mi fuga sólo sería descubierta bien entrada la mañana. Para ese apresura­miento había otro motivo que me hizo tomar esta resolución en1111 momento en que ya no albergaba ninguna duda de la maldad »le mi compañero de celda; era muy poderoso, y merece en mi opinión ser descrito.

El mayor alivio que un hombre que vive en la angustia puede experimentar es la esperanza de que su pena cese pronto; con­templa el afortunado instante en que verá el fin de su desdicha, se hace la ilusión de que no ha de tardar mucho en llegar y haría cualquier cosa por conocer el preciso momento en que ha de producirse; pero no hay nadie que pueda saber en qué instante ocurrirá un hecho que depende de la voluntad de otro, a menos que esc otro lo haya dicho. Sin embargo, cuando el hombre se vuelve impaciente y débil, llega a creer que por algún medio oculto se puede descubrir ese momento. «Dios», piensa, «debe saberlo, y Dios puede permitir que ese momento me sea revela­do por el destino.» Cuando el curioso ha razonado así, no vacila en consultar al destino, dispuesto o no a creer en la infalibilidad de la respuesta. Con ese espíritu se consultaban antiguamente los oráculos; con ese espíritu se interrogan hoy en día las cába- las y se buscan esas revelaciones en un versículo de la Biblia, o en un verso de Virgilio, como demuestra la celebridad de las sortes virgilian¡e,! de las que tantos autores nos hablan.

1. En los primeros días de noviembre había un breve periodo de vacaciones oficiales que los nobles y ciudadanos ricos pasaban en sus villas en la Terra ferma.

2. Especie de adivinaciones que se practicaban abriendo al azar un

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Com o no sabía que método utilizar para obligar al destino a

revelarme por medio de la Biblia el momento en que recupera­ría la libertad, decidí consultar el divino poema de Orlando fu ­rioso de messer Ludovico Ariosto, que había leído cien veces y que hasta en la prisión me deleitaba. Idolatraba su talento y lo creía mucho más idóneo que Virgilio para predecirme la felici dad.

Con este propósito, formulé una breve pregunta en la que pedía a la supuesta inteligencia el canto del Ariosto en que se encontraba la predicción del día de mi libertad. A continuación construí una pirámide invertida* formada por los números re­sultantes de las palabras de la pregunta, y, restándole el número nueve a cada pareja de cifras, obtuve como último número el nueve. Deduje entonces que la predicción que buscaba se ha­llaba en el canto noveno. Seguí el mismo método para saber en qué estancia se hallaba la misma predicción, y el número resul tante fue el siete. Por último, para saber en qué verso de la misma estancia se encontraba el oráculo, el mismo método me dio el número uno. Obtenidos los números nueve, siete y uno, abrí el poema y con el corazón palpitante encontré el primer verso de la estancia séptima del canto noveno:

Tra il fin d ’Ottobre, e il capo di Novembre4

La precisión de este verso y lo adecuado que era a mi situa­ción me parecieron tan admirables que no diré que lo creyese por completo, pero el lector me perdonará si me dispuse a hacer cuanto de mí dependía para contribuir a la realización del orá­culo. Lo más singular del hecho es que tra il fin d ’ottobre, e il capo di novembre sólo está la medianoche, y fue exactamente cuando sonó la campana de medianoche del 31 de octubre cuan­do salí de allí como enseguida verá el lector, al que ruego que,

volumen de las obras de Virgilio e interpretando el primer fragmento que saltaba a la vista.

3. Operación cabalística, familiar a Casanova. Véase vol. }, cap. V, págs. 1242-1243.

4. «Entre finales de octubre y principios de noviembre», Ariosto, Orlando furioso, IX , 7, v. 1.

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por esta fiel narración, no me tenga por hombre más supersti-I loso que cualquier otro, pues se equivocaría. Narro los hechos porque son verdaderos y extraordinarios, y porque, si no me hubiera fijado en ellos, tal vez no me habría escapado. Este lu cho enseñará a todos los que aún no han llegado a ser sabios que, de no ser por las predicciones, muchos hechos que ocurren jamás habrían ocurrido. El hecho sirve para verificar la pre­dicción. Si el hecho no se produce, la predicción no tiene ningún valor. Remito a mi bondadoso lector a la historia general, donde encontrará muchos acontecimientos que nunca habrían ocu-II ido si no hubieran sido predichos. Pido excusas por la digre­sión.

Pasé toda la mañana, y casi hasta mediodía, tratando de in- lundir miedo en la mente de aquel malvado y necio animal, intentando llevar la confusión a su débil mente con imágenes ex- iraordinarias y así volverlo incapaz de perjudicarme. Por la ma­ñana, cuando Lorenzo se marchó, invité a Soradaci a comer la sopa. El muy infame estaba acostado, y le había dicho a Lorenzo que se encontraba enfermo. N o se habría atrevido a acercarse a mí si no lo hubiera llamado. Se levantó y, echado boca abajo a mis pies, me los besó y me dijo, prorrumpiendo en llanto, que, si no lo perdonaba, se veía muerto ese mismo día, pues ya notaba el efecto de la maldición con que yo había invocado la venganza de la Virgen contra él. Sentía espasmos que le desgarraban las entrañas y tenía la lengua cubierta de úlceras: me la enseñó y vi que realmente estaba cubierta de llagas; no sé si ya las tenía la víspera. N o me preocupé mucho de examinarlo para ver si decía la verdad; mi interés consistía en fingir creerlo, e incluso en ha­cerle esperar el perdón. Tenía que empezar por darle de comer y de beber. Quizás el muy traidor tenía la intención de engañarme, pero, decidido como estaba a engañarlo yo a él, se trataba de ver cuál de los dos sería más astuto. Le había preparado un ataque contra el que estaba seguro de que no tenía defensa.

Poniendo acto seguido cara de iluminado, le mandé sentarse.-Com am os esta sopa -le dije-, y después os anunciaré una

buena noticia. Sabed que la santa Virgen del Rosario se me ha aparecido al despuntar el día y me ha ordenado perdonaros. N o moriréis, y saldréis de aquí conmigo.

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Totalmente pasmado comió conmigo la sopa de rodillas, por­que no había asientos, y luego se sentó en el jergón para escu­charme. Esto fue lo que le dije:

-E l dolor que vuestra traición me ha causado me ha hecho pasar toda la noche sin dormir, porque las cartas que habéis dado al secretario, una vez leídas por los Inquisidores de Estado, po­drían condenarme a pasar aquí el resto de mi vida. Mi único con­suelo era, debo confesarlo, la certeza de que vos moriríais en un plazo de tres días ante mis ojos. Con la cabeza ocupada por este sentimiento indigno de un cristiano, pues Dios nos manda per­donar, me adormecí al despuntar el alba y tuve una verdadera visión. He visto la imagen de esa Virgen que ahí veis, y la he visto cobrar vida, moverse, ponerse delante de mí, abrir la boca y hablarme en estos términos: «Soradaci es devoto de mi santo Rosario; yo lo protejo, quiero que lo perdones; y la maldición que se ha ganado dejará de tener efecto sobre él. En recompensa por tu generoso acto, ordenaré a uno de mis ángeles tomar figura humana, bajar inmediatamente del cielo hasta llegar a romper el techo de este calabozo, y sacarte dentro de cinco o seis días. Este ángel empezará su obra hoy mismo, a las diecinueve,' y trabajará hasta media hora antes de que se ponga el sol, porque debe subir al ciclo en pleno día. Al salir de aquí acompañado por mi ángel, llevarás contigo a Soradaci, y cuidarás de él, a condición de que abandone el oficio de espía. Dilc todo esto». Concluido este dis­curso, la Virgen ha desaparecido y me he despertado.

Yo mantenía la mayor seriedad mientras observaba la fiso­nomía de aquel traidor que parecía petrificado. C ogí entonces mi libro de horas, rocié con agua bendita el calabozo y empecé a fingir que rezaba a Dios, besando de vez en cuando la imagen de la Virgen. Una hora después, aquel animal, que no había abierto la boca en ningún momento, me preguntó a bocajarro a qué hora debía bajar del cielo el ángel, y si lo oiríamos cuando rompiese el techo del calabozo.

-E sto y seguro de que vendrá a las diecinueve, que lo oire­mos trabajar, y que se irá a las veintitrés; un trabajo de cuatro horas me parece suficiente para un ángel.

5. En octubre, hacia las dos de la tarde.

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-¿N o lo habréis soñado?-E sto y seguro de que no. ¿Estáis decidido a prometerme que

abandonaréis el oficio de espía?En lugar de responderme se durmió, y no despertó hasta dos

horas después para preguntarme si podía aplazar el juramento de que dejaría su oficio.

-Podéis aplazarlo -le respondí- hasta el momento en que el ángel entre aquí para llevarme con él; pero os advierto que si no renunciáis mediante juramento a vuestro malvado oficio, os de- jaré aquí, pues ésa es la orden de la Virgen.

Lo vi satisfecho, porque estaba seguro de que el ángel no vendría. Parecía compadecerme. Yo no veía la hora de oír que daban las diecinueve: aquella comedia me divertía enormemente porque estaba seguro de que la llegada del ángel debía provocar vértigos en la miserable razón de aquel animal. Estaba seguro de que todo aquello no podía dejar de realizarse, a menos que a l orenzo se le hubiera olvidado llevar el libro.

A las dieciocho quise comer, y bebí agua. Soradaci se bebió todo el vino, y comió de postre todo el ajo que yo tenía: era su golosina preferida. Cuando oí dar las diecinueve, me puse de ro­dillas ordenándole hacer lo mismo en un tono de voz que le hizo temblar. Me obedece mirándome como un imbécil con los ojos extraviados. Cuando oí el leve ruido que me indicaba que el padre Balbi había pasado el muro, le dije:

-Y a llega el ángel.Me tumbé entonces boca abajo en el suelo, dándole al mismo

tiempo un golpe en la espalda que le hizo caer en la misma po­sición. Los golpes de la rotura del techo eran fuertes, y yo me maqtuvc prosternado durante un cuarto de hora largo. Ver que aquel granuja había permanecido inmóvil en la misma posición tnc daba risa, pero no me reía: mi meritoria intención era vol­verlo loco, o al menos energúmeno. Su maldita alma sólo podía volverse humana inundándola de terror. Pasé tres horas y media leyendo, mientras él rezaba el rosario sin atreverse a abrir la boca y limitándose a mirar el techo cuando oía el ruido de la ta­bla que el monje raspaba. En medio de su estupor hacía con la cabeza gestos a la imagen de la Virgen: no había nada más có­mico. Cuando sonaron las veintitrés le dije que me imitara, por­

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que el ángel tenía que irse. Nos prosternamos; el padre Balbi se fue y no volvimos a oír el menor ruido. Al levantarme vi en la fi­sonomía de aquel malvado confusión y terror más que una ra­zonable sorpresa.

Me entretuve un rato hablando con él para ver cómo razo­naba. Sin dejar de llorar, decía frases que asociaba de un modo extravagante: era una reunión de ideas sin la menor ilación. Ha­blaba de sus pecados, de sus devociones particulares, de su ve­neración por san Marcos, de sus deberes para con su príncipe, atribuyendo a todos estos méritos la gracia que había recibido de la Virgen: en este punto tuve que soportar un largo relato de los milagros del Rosario, porque su mujer, que tenía a un dominico por confesor, se los había contado. Terminó diciendo que no veía qué podía hacer yo por él, ignorante como era.

-Estaréis a mi servicio, y tendréis todo lo necesario y ya no necesitaréis hacer el peligroso y vil oficio de espía.

-Pero no podremos quedarnos en Venecia.-N o , por supuesto. El ángel nos llevará a un Estado que no

pertenezca a san Marcos. ¿Estáis dispuesto a jurarme que aban­donaréis ese oficio? Y si juráis, ¿volveréis a ser perjuro otra vez?

-Si juro, no faltaré a mi juramento, desde luego; pero admi­tid que, de no ser por mi perjurio, no habríais obtenido de la Virgen la gracia que os ha hecho. Mi falta de palabra es la causa de vuestra fortuna. Por lo tanto, debéis estarme agradecido y amar mi traición.

-¿Amáis vos a Judas, que traicionó ajesucristo?-N o.-Ya veis que se detesta al traidor y al mismo tiempo se adora

a la providencia que hace salir el bien del mal. Hasta ahora ha­béis sido un malvado, amigo mío. Habéis ofendido a Dios y a la Virgen, y ahora ya no puedo aceptar vuestro juramento a menos que expiéis vuestro pecado.

-¿Q ué pecado he cometido?-Habéis pecado de orgullo al suponer que debo estaros agra­

decido porque hayáis entregado mis cartas al secretario.-¿Cuál es entonces la expiación de mi pecado?-La siguiente: mañana, cuando venga Lorenzo, debéis man­

teneros inmóvil en vuestro jergón, de cara a la pared, sin mirar

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nunca a Lorenzo. Si os habla, debéis responder sin mirarlo que no habéis podido dormir. ¿Me prometéis ser obediente?

-O s prometo que haré todo lo que me decís.-Prometédselo a esta santa imagen. Deprisa.-O s prometo, Santísima Virgen, que cuando Lorenzo llegue

no lo miraré ni me moveré de mi jergón.-Y yo, Santísima Virgen, os juro por las entrañas de Jesu­

cristo vuestro Dios e hijo que si veo a Soradaci volverse hacia Lorenzo me abalanzaré inmediatamente sobre él y lo estrangu­laré a mayor honra y gloria vuestra.

Le pregunté si tenía algo que objetar a mi juramento, y me respondió que estaba satisfecho. Le di entonces de comer y le dije que se acostara, porque yo tenía necesidad de dormir. Pasé dos horas escribiendo a mi monje toda esta historia, y le expli­qué que, si el trabajo estaba acabado, ya no necesitaba volver al techo de mi calabozo más que para romper la tabla y entrar. Le decía que saldríamos la noche del 31 de octubre, y que seríamos cuatro contando con su compañero y el mío. Estábamos a 28. Al día siguiente muy temprano, el fraile me advirtió que el ca- nalillo estaba terminado, y que ya no había necesidad de subir encima de mi calabozo más que para abrirlo, tarea que estaba seguro de hacer en cuatro minutos. Soradaci, por su parte, obe­deció mis órdenes de maravilla. Simuló dormir, y Lorenzo no le dirigió siquiera la palabra. Yo no lo perdía de vista ni un mo­mento, y creo que lo habría estrangulado si le hubiera visto vol­ver la cabeza hacia Lorenzo, pues para traicionarme le habría bastado guiñar un ojo.

Pasé la jornada dirigiéndole sublimes peroratas que inspira­ban fanatismo, y sólo lo dejaba en paz cuando lo veía borracho y dispuesto a dormirse, o a punto de caer en convulsiones por la fuerza de una metafísica totalmente extraña y nueva para su ce­rebro, que nunca había ejercido sus facultades más que para in­ventar tretas de espía.

Me abrazó diciéndome que no concebía cómo un ángel podía necesitar tanto trabajo para abrir mi celda, pero salí del aprieto diciéndole que no trabajaba en calidad de ángel, sino en calidad de hombre, advirtiéndole además que, desde luego, su malicioso pensamiento había ofendido a la Virgen.

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- Y ya veréis -añadí- que a causa de este pecado el ángel no vendrá hoy. Seguís pensando no como un hombre honrado, pia­doso y devoto, sino como un malvado pecador que cree tratar siempre con Messer grande y con esbirros.

Se echó a llorar entonces, y su desesperación cuando sonaron las diecinueve y no oyó la llegada del ángel me causó una gran alegría. Lancé amargas quejas que aumentaron su desolación, y durante todo el día lo dejé afligido. Al día siguiente no faltó a la obediencia, y, preguntado por el estado de su salud por Lorenzo, le respondió sin mirarlo. Se comportó así todo el día siguiente, hasta que por fin vi a Lorenzo por última vez el 31 por la ma­ñana cuando le di el libro en el que avisaba al fraile para que vi­niese a romper el techo a las diecisiete. En ese momento ya no temía contratiempo alguno: por el propio Lorenzo supe que no sólo los Inquisidores sino también el secretario ya se habían ido al campo. N o podía temer la llegada de un nuevo preso, y ya no era necesario tratar con miramientos al infame granuja que tenía por compañero.

Quizá tenga que disculparme ante algún lector que podría formular un juicio siniestro de mi religión y de mi moral por haber abusado de nuestros santos misterios, por el juramento que exigí de aquel imbécil y por las mentiras que le dije sobre la aparición de la Virgen.

Mi propósito era narrar la historia de mi fuga con todas las verdaderas circunstancias que la acompañaron, y he creído que no debía ocultar nada. N o puedo confesarme culpable por­que no me siento mortificado por arrepentimiento alguno, ni tampoco puedo vanagloriarme de lo que hice, pues si me serví de la impostura fue contra mi voluntad. Si hubiera dispuesto de me­jores medios, claro que los habría preferido. Para recuperar mi libertad estoy seguro de que hoy seguiría haciendo lo mismo, y tal vez mucho más.

La naturaleza me ordenaba escaparme, y la religión no podía prohibírmelo. N o tenía tiempo que perder; había que poner al espía que tenía en mi celda, y que me había dado un ejemplo evi­dente de perfidia, en la incapacidad moral de advertir a Lorenzo que estábamos rompiendo el techo del calabozo. ¿Q ué debía hacer? Sólo tenía a mi alcance dos medios, y debía optar por

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uno. O hacer lo que hice, encadenando por el terror el alma de aquel bellaco, o estrangularlo, como cualquier otro hombre ra­zonable y más cruel que yo habría hecho. Esto último hubiera «ido mucho más fácil, y no ofrecía peligro alguno, porque hu­biera dicho que había muerto de muerte natural, y no se habrían molestado demasiado para saber si era cierto o no. ¿Y qué lec­tor es capaz de pensar que hubiera hecho mejor estrangulán­dolo? Si hay alguno, que Dios lo ilumine: su religión nunca será la mía. C reo haber cumplido con mi deber, y la victoria que co­ronó mi empresa puede ser una prueba de que la Providencia eterna no desaprobó los medios que empleé. En cuanto al jura­mento que le hice de cuidar siempre de él, él mismo, gracias a I )ios, me liberó, pues no tuvo valor para escaparse conmigo; pero, aunque lo hubiera hecho, confieso al lector que no me ha­bría considerado perjuro si no lo hubiera cumplido. Me habría desembarazado de aquel monstruo a la primera ocasión, aun­que para ello me hubiera visto obligado a colgarlo de un árbol. ( Atando le juré ayuda eterna sabía que su lealtad duraría tanto como la exaltación de su fanatismo, que debía desaparecer en cuanto hubiera visto que el ángel era un monje. Non merta fé tbi non la serba altrui.6 El hombre lleva más razón cuando in­mola todo a su propia conservación de la que tienen los sobera­nos para conservar el Estado.

Tras la marcha de Lorenzo le dije a Soradaci que el ángel ven­dría para hacer un boquete en el techo de mi calabozo a las die­cisiete; «traerá tijeras», le dije, «y vos nos cortaréis la barba a mí y al ángel».

-¿E s que tiene barba el ángel?-S í, ya lo veréis. Después saldremos, c iremos a romper el te ­

jado del Palacio; y de noche descenderemos a la plaza de San Marcos y nos iremos a Alemania.

N o me contestó; comió solo, porque yo tenía el corazón y la mente demasiado ocupados en mi empresa como para disponer de la facultad de comer. N i siquiera había podido dormir.

6. «Quien no confía en otro no merece que se confíe en él», má­xima que Casanova atribuye a Tasso en la Histoire de ma fuite; Char­les Samaran la ha encontrado sin embargo en la Didone abbandonata de Mctastasio (I, IV, 302).

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Dan las diecisiete, y llega el ángel. Soradaci quería prostei narse, pero le dije que ya no era necesario. En menos de tres mi ñutos caló el agujero; el trozo de tabla, bello y redondo, cayo a mis pies, y el padre se deslizó para llegar a mis brazos.

-Vuestros trabajos han terminado -le dije abrazándolo ; ahora empiezan los míos.

Me entregó el espontón y me dio unas tijeras que pasé a So radaci para que nos cortase inmediatamente la barba. En ese mo mentó no pude contener la risa observando a aquel bruto que, muy asombrado, miraba al ángel, que más parecía diablo. A pesar de que estaba fuera de sí, nos cortó la barba a los dos con la punta de las tijeras con gran maestría.

Impaciente por explorar el lugar, le dije al fraile que se que dara con Soradaci, pues no quería dejarlo solo. Salí y me pare ció estrecho el agujero de la pared, pero pasé por él. Me encontré sobre el tejado del calabozo del conde, me deslicé y abracé cor dialmente al desdichado anciano. N o me pareció que tuviera un físico adecuado para afrontar las dificultades y peligros a los que una fuga como aquélla debía exponernos sobre un gran tejado inclinado y cubierto por placas de plomo. Me preguntó ense guida por mi plan, diciéndome que en su opinión lo había hecho demasiado a la ligera.

-L o único que quiero -le respondí- es ir hacia delante, hasta que encuentre la libertad o la muerte.

Estrechándome la mano me dijo que si pensaba agujerear el tejado y buscar un camino para descender sobre los Plomos, él no veía la manera de conseguirlo, a menos que tuviese alas.

-Y o no tengo valor para acompañaros -añadió-; me quedaré aquí rezando a Dios por vos.

Salí entonces para inspeccionar el tejado principal, acercán dome tanto que pude ver los bordes laterales del desván. Cuan do conseguí llegar a la parte inferior del tejado, me senté entre las vigas maestras de que están llenos los desvanes de todos los grandes palacios. Tanteé las tablas con la punta de mi cerrojo y me parecieron carcomidas. A cada golpe de espontón, todo lo que traspasaba caía reducido a polvo. Con la certeza de hacer un agujero suficientemente grande en menos de una hora, volví a mi calabozo, donde tardé cuatro horas en cortar sábanas, toa-

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lias, colchón y todo lo que tenía para hacer una cuerda. Quise hacer yo mismo los trozos con nudos de tejedor, porque un nudo mal hecho habría podido soltarse y el hombre que en ese momento estuviera colgando de la cuerda se habría precipitado iontra el suelo. Me vi dueño de una cuerda de cien brazas.7 En las grandes empresas hay detalles que lo deciden todo, y de los que el jefe que merece triunfar ha de ocuparse personalmente sin liarse de nadie.

Una vez preparada la cuerda, hice un paquete con mi traje, mi abrigo de seda, algunas camisas, calzas y pañuelos, y los tres luimos al calabozo del conde llevando con nosotros todo ese equipaje. El conde felicitó a Soradaci por su suerte al tenerme por compañero de celda y estar a punto de recobrar la libertad. Ante el aspecto desconcertado de Soradaci me entraban unas enormes ganas de reír. Ya no me preocupaba de cautelas; había mandado al diablo la máscara de Tartufo que desde hacía una semana llevaba puesta todo el día para impedir que aquel doble bribón me traicionara. Ya se había dado cuenta de que lo había engañado, pero no entendía nada: no lograba adivinar cómo había podido comunicarme con el supuesto ángel para hacerle aparecer y desaparecer a la hora que yo quería. Soradaci oía al conde decirnos que íbamos a exponernos al riesgo más evidente de muerte, y, cobarde como debía ser, rumiaba en su cabeza la idea de librarse del peligroso viaje. Dije al monje que hiciera su paquete mientras yo iba a perforar el agujero en el borde del des­ván.

Sin necesidad de ninguna ayuda, mi boquete estaba listo a las dos de la noche.8 Convertí en polvo las planchas. Mi agujero era dos veces mayor de lo que se necesitaba, y podía tocar toda la plancha de plomo; el fraile me ayudó a levantarla porque es­taba clavada, o curvada en el borde del canalón de mármol; pero a fuerza de meter el espontón entre el canalón y la plancha, con­seguí desprenderla; luego, con nuestros hombros la doblamos lo suficiente a fin de abrir el espacio necesario para poder pasar.

7. Medida de longitud veneciana: el braccio, que varía de 63 a 68 centímetros. La cuerda habría tenido entre 60 y 80 metros.

8. Dos horas y media después de la puesta del sol en otoño (las 8 en octubre).

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Metiendo la cabeza por el agujero vi con mucho dolor la gran claridad del creciente de la luna, que debía de estar en su primer cuarto.9 Era un contratiempo que había que soportar con pa­ciencia, y esperar para salir a medianoche, momento en el que la luna se habría ido a iluminar a nuestros antípodas. En una noche magnífica, donde toda la gente elegante debía estar paseando por la plaza de San Marcos, no podía exponerme a que me vieran andando por los tejados. Se habría visto nuestra alargada som­bra sobre el suelo de la plaza, habrían alzado los ojos, y nuestras personas habrían ofrecido un espectáculo muy insólito que ha­bría despertado la general curiosidad, sobre todo la de Messer grande, cuyos esbirros, única guardia de la gran ciudad de Ve- necia, vigilan toda la noche. Messer grande habría encontrado rápidamente la manera de enviar a los tejados una cuadrilla, que habría desbaratado todo mi hermoso plan. Por lo tanto, decidí categóricamente que saldríamos de allí después de la puesta de la luna. Invoqué la ayuda de Dios, pero no pedía milagros. E x­puesto a los caprichos de la Fortuna, no debía dejar nada a su merced. Si mi empresa fracasaba, no debía poder reprocharme el menor paso en falso. La luna debía ocultarse sin falta a las cinco,'0 y el sol se levantaría a las trece y media;“ nos quedaban siete horas de total oscuridad durante las que habríamos podido actuar.

Le dije al padre Balbi que pasaríamos tres horas charlando con el conde Asquin, y que fuera enseguida, él solo, a decirle que necesitaba que me prestase treinta cequíes, que podrían ser­virme tanto como me había servido el espontón para hacer todo lo que había hecho. H izo mi encargo, y cuatro minutos después vino a comunicarme que me reuniera con el conde a solas, pues quería hablarme sin testigos. Aquel pobre viejo empezó dicién- dome en tono afectuoso que para escapar yo no necesitaba di­nero, 12 que además él no lo tenía, que poseía una numerosa familia, que si yo moría el dinero que me diese sería dinero per­

9. La luna entraba en su primer cuarto el 31 de octubre.10. Hacia las once de la noche.1 1 . Hacia las siete y media de la mañana.12 . Asquin había prestado dinero al padre Balbi poco antes de su

fuga, por el que le dio un recibo.

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dido, y muchos otros argumentos que sólo pretendían enmas­carar su avaricia. Mi respuesta duró inedia hora: razones exce­lentes, pero que, desde que el mundo es mundo, nunca tuvieron el menor peso porque el orador no puede erradicar la pasión. Es el caso del nolenti baculus;'* pero yo no era lo bastante cruel para utilizar la violencia con aquel pobre viejo. Terminé dicién- dole que si quería huir conmigo lo llevaría sobre mis hombros, como Eneas a Anquises;'* pero que si prefería quedarse para rogar a Dios que nos guiase, le advertía que su oración sería in­consecuente, porque estaría pidiendo a Dios que ayudase al triunfo de una empresa a la que él se había negado a contribuir con los medios que tenía a su disposición. El sonido de su voz me permitió ver que estaba llorando, y eso me conmovió. Me preguntó si dos cequíes me bastaban, y le respondí que debía bastarme cualquier cosa. Me los dio rogándome que se los de­volviese si después de haber dado una vuelta por el tejado del palacio principal tomaba la sabia decisión de volver a mi cala­bozo. Se lo prometí, algo sorprendido de que pudiera suponer que me decidiría a volver sobre mis pasos; yo estaba seguro de no volver nunca más.

Llamé a mis compañeros y colocamos junto al boquete todo nuestro equipaje. Separé en dos paquetes las cien brazas de cuerda, y pasamos dos horas hablando y recordando, no sin pla­cer, todas nuestras vicisitudes. La primera muestra que el padre Balbi me dio de su noble carácter fue repetirme diez veces que había faltado a mi palabra, porque en mis cartas le había asegu­rado que mi plan estaba ultimado y era seguro, cuando no era así; y me decía descaradamente que si lo hubiera sabido, no me habría sacado del calabozo. El conde, con la gravedad de sus se­tenta años, me decía que la decisión más sabia que podía tomar era la de no seguir adelante, pues era tan evidente la imposibili­dad de bajar del tejado como el peligro que podía costarme la vida. Con gran calma le respondí que esas dos evidencias no me parecían evidentes, pero como era abogado de oficio, pretendió convencerme con la siguiente arenga. Lo que en realidad le ani-

13 . «Al desobediente, palo.»14. Príncipe troyano, padre de Eneas, a quien éste llevó a hombros

hasta los navios (Virgilio, Eneida, II, 707 y ss.).

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maba eran los dos cequícs que habría tenido que devolverle si me hubiera convencido para que me quedase.

-L a inclinación del tejado -m e dijo-, recubierto de placas de plomo, no os permitirá caminar por él, pues apenas consegui réis manteneros en pie. En ese tejado hay siete u ocho tragalu ces, pero todos están cerrados por rejas de hierro y son inacce­sibles para mantenerse en ellos a pie firme, porque distan mucho de los bordes del canalón. Las cuerdas que lleváis con vos serán inútiles, pues no encontraréis lugar adecuado para sujetar un cabo, y, en caso de que lo encontrarais, un hombre descendiendo de una altura tan grande no puede sostenerse colgado de sus bra­zos, ni deslizarse por sí solo hasta el suelo. Uno de los tres de­bería atar al mismo tiempo a los otros dos y hacerlos bajar de uno en uno como baja un cubo en un pozo; y el que hiciera esto tendría que quedarse y volver a su celda. ¿Quién de los tres se siente dispuesto a tan caritativa acción? Y suponiendo que uno de los tres tenga el heroísmo de resignarse a quedarse, decidme, ¿por qué lado bajaréis? N o puede ser por el lado de la plaza que da a las columnas, porque os verían. Tampoco por el lado de la iglesia, porque os quedaríais cerrados dentro. N i tampoco por el lado del patio del palacio, porque la guardia de los arsenalotti" está haciendo continuamente la ronda. A sí que sólo podríais bajar por el lado del canal, y allí no tenéis una góndola ni una barca que os espere; estaríais obligados a lanzaros al agua y nadar hasta Santa Apollonia,1'’ donde llegaríais en un estado de­plorable, sin saber adonde ir en plena noche para esconderos y poder continuar la huida. Pensad que los plomos son resbaladi­zos y que, si caéis en el canal, no tendríais ninguna esperanza de evitar la muerte, aunque supierais nadar, porque es tal la altura y tan escasa la profundidad del canal que la caída os haría morir aplastados antes que ahogados. Tres o cuatro pies de agua no forman un volumen fluido suficiente para moderar la violencia de la zambullida del cuerpo sólido que cae. Vuestra menor des­gracia sería romperos las piernas o los brazos.

i j . Obreros del arsenal de Venecia, que formaban además la guar­dia armada del Gran Consejo.

16. Barrio veneciano que debía su nombre a la Scuola, también de­dicada a santa Apolonia, en el sestiere di San Marco.

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l scuché este discurso, imprudente en aquellas circunstan- i us, con una paciencia impropia de mi carácter. Los reproches del fraile lanzados sin ningún miramiento me indignaban y me incitaban a rechazarlos con dureza; pero si me hubiera dejado llevar por mi temperamento habría arruinado todo mi plan, pues lema que vérmelas con un cobarde capaz de responderme que no estaba tan desesperado como para desafiar a la muerte, y que, por lo tanto, podía fugarme yo solo; y solo no podía tener esperanzas de éxito. Traté a aquellos pobres de espíritu con de­licadeza; declaré que estaba seguro de que conseguiríamos fu­farnos, pese a que no estaba en condiciones de comunicarles de­talladamente mis medios. Al conde Asquin le aseguré que sus prudentes razones me ayudarían a obrar con prudencia, y que la confianza que tenía en Dios era tan grande que suplía cualquier fallo.

De vez en cuando alargaba las manos para saber si Sora- ilaci aún seguía allí, porque nunca decía una palabra. Me reía pensando en lo que podía estar rumiando su malvado cerebro, ahora que debía saber que lo había engañado. A las cuatro y media le dije que fuera a ver en qué parte del cielo estaba la luna. Al volver me dijo que, de allí a media hora, ya no se vería, y que una niebla muy espesa volvería a hacer muy peligrosos los plo­mos.

-M e basta, querido amigo, con que la bruma no sea aceite. Meted vuestra capa en un paquete con una parte de nuestras cuerdas, que también hemos de repartirnos por igual.

Quedé profundamente sorprendido al sentir que aquel hom­bre se echaba a mis rodillas, me cogía las manos, las besaba y me decía llorando que me suplicaba que no lo llevara a la muerte.

-E sto y seguro de que me caeré al canal -m e d ijo-; no puedo seros de ninguna utilidad. Por caridad, dejadme aquí, y pasaré toda la noche rezando a san Francisco por vos. Sois dueño de matarme, pero nunca me decidiré a seguiros.

El muy necio no sabía que estaba convencido de que su com­pañía me acarrearía la desgracia.

-Lleváis razón -le dije-; quedaos, pero a condición de que recéis a san Francisco y vayáis ahora mismo a recoger todos mis libros, que quiero dejar al señor conde.

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Me obedece al instante. Mis libros valían cien escudos'7 porlo menos. El conde me dijo que me los devolvería cuando re­gresase.

-Podéis estar seguro -le respondí- de que no me volveréis a ver, y me alegra mucho que ese cobarde no tenga valor suficiente para seguirme. Para mí sería un estorbo, y además el muy co­barde no es digno de compartir con el padre Balbi y conmigo el honor de tan hermosa fuga. ¿N o es cierto, amigo mío? -le dije al monje, otro bellaco cuyo sentido del honor quería yo excitar.

-S í, es cierto -m e respondió-, con tal de que mañana no tenga motivos para felicitarse.

Pedí entonces al conde pluma, tinta y papel, que él tenía a pesar de estar prohibidos, pues las prohibiciones no significa­ban nada para Lorenzo, que por un escudo me habría vendido al mismo san Marcos. Escribí entonces la siguiente carta, que entregué a Soradaci y que no pude releer, porque la escribí en la oscuridad. La encabecé con una divisa sublime que en aquellas circunstancias me pareció muy oportuna:

Non monar sed vivam, et narrabo opera dommi'*

«Nuestros señores Inquisidores de Estado deben hacer cuan­to esté en su mano para mantener encarcelado a un culpable; el culpable, contento de no estar preso bajo palabra, ha de hacer también todo lo que pueda para recuperar su libertad. El dere­cho de los Inquisidores se funda en la justicia; el del culpable, en la naturaleza. Así como aquéllos no necesitan su consenti­miento para encerrarlo en la cárcel, éste no necesita el suyo para escapar.

»Giacomo Casanova, que escribe esto con toda la amargura de su corazón, sabe que podría ocurrirle la desgracia de ser apre­sado de nuevo antes de que pueda salir del Estado, y lo devuel­van a manos de aquéllos de cuya espada se dispone a huir; en

17 . Escudo de oro veneciano, acuñado por primera vez en el siglo xv i, cuyo valor era de unos 160 soldi\ 100 escudos equivalían a unos 46,5 cequíes.

18. «N o moriré, sino que viviré, y narraré las alaban/as del Señor», Vulgata, salmo 1 17 , 17.

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este caso, suplica de rodillas la humanidad de sus generosos jue­ces para que no traten de hacer más cruel su destino castigán­dole) por un paso que sólo ha dado obligado por la razón y el instinto. Suplica que, si lo vuelven a coger, le sea entregado i nanto le pertenece y que deja en el calabozo del que ha huido. Pero si tiene la fortuna de escapar, hace don de cuanto aquí deja .1 Francesco Soradaci, que se queda en la cárcel porque teme los peligros a que yo voy a exponerme, y no ama como yo su liber- i.id más que su vida. Casanova suplica de la magnánima virtud de LL. E E .1’ que no priven a este miserable del don que le hago. Escrito una hora antes de medianoche, sin luz, en el calabozo del conde Asquin este 31 de octubre de 1756.»

Castigans castigavit me Deus, et morti non tradidit me10

Le entregué esta carta advirtiéndole que no se la diese a Lo­renzo, sino al secretario mismo, que sin ninguna duda no deja­ría de subir. El conde le dijo que el fruto de aquella carta era infalible, pero que debía devolverme todo si yo reaparecía, y el estúpido le respondió que deseaba volver a verme y devolverme todo.

Pero había llegado el momento de partir. Ya no se veía la luna. Até a un lado de la espalda del padre Balbi la mitad de las cuerdas, y al otro el paquete con sus pobres harapos. Hice lo mismo conmigo. Ambos en mangas de camisa y con los som­breros puestos fuimos a la aventura.

E quindi uscimmo a rimirar le stelle (Dante)21

19. Loro Eccellenze: Vuestras Excelencias.20. «Dios me ha castigado duramente, pero no me ha entregado a la

muerte», Vulgata, salmo 1 17 , 18.2 1. «Y luego salimos para contemplar las estrellas», Dante, Divina

Comedia, «Infierno», X X X IV , 139.

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C A P Í T U L O XVI

MI SALIDA DLL CALABOZO. PELIGRO EN QUE ESTOY A PUNTO

DE PERDER LA VIDA EN EL TEJA D O . SALGO DEL PALACIO

DUCAL, ME EM BARCO Y LLEG O A TIERRA FIRME.

PELIGRO AL QUE ME EXPONE EL PADRE BALBI.

ESTRATAGEMA QUE ME VEO OBLIGADO A EMPLEAR

PARA SEPARARME MOMENTANEAM ENTE DE ÉI.

Salí yo primero, y el padre Balbi me siguió. Ordene a Sora- daci que volviera a colocar la placa de plomo como estaba y le envié a rezar a su san Francisco. De rodillas y a cuatro patas, empuñé el espontón y estirando el brazo lo introduje oblicua­mente en el punto de unión de dos placas, de manera que, co­giendo con cuatro dedos el borde de la placa que había levan­tado, pude alcanzar la cima del tejado. Para seguirme, el fraile había metido los cuatro dedos de su mano derecha en el cintu­rón de mis calzones, justo en la hebilla, de modo que me en­contraba en la triste condición del animal que carga y arrastra un peso; y por añadidura, subiendo por una pendiente mojada por la niebla.

En mitad de esa peligrosísima ascensión, el fraile me dijo que me detuviera porque uno de sus paquetes se le había soltado del cuello y, rodando, quizás había ido a parar más allá del canalón. Mi primer impulso fue la tentación de soltarle una coz: habría sido suficiente para enviarlo a reunirse a todo correr con su pa­quete; pero Dios me dio fuerza suficiente para contenerme; el castigo habría sido excesivo para ambas partes, pues, completa­mente solo, nunca habría conseguido yo escapar. Le pregunté si era el paquete de cuerdas, pero cuando me dijo que era el pa­quete con su levita negra, dos camisas y un valioso manuscrito que había encontrado bajo los Piornos, y que según pretendía debía hacer su fortuna, le dije tranquilamente que había que tener paciencia y proseguir nuestro camino. El fraile suspiró y, sin dejar de agarrarse a mi trasero, siguió mis pasos.

Después de haber atravesado quince o dieciseis placas me en­contré en la arista del tejado, donde, separando las piernas, me senté cómodamente a horcajadas. El fraile, detrás de mí, me imi-

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tu I stábamos dando la espalda a la isleta de San G iorgio Mag- 1’n iie y, a doscientos pasos delante de nosotros, teníamos las nu­merosas cúpulas de la iglesia de San Marcos, que forma parte del Palacio Ducal. Es, de hecho, la capilla del Dux; ningún monarca sobre la tierra puede vanagloriarse de poseer otra igual. Me libré ile mi carga y le dije a mi socio que podía hacer otro tanto. C o ­lín o bastante bien su montón de cuerdas entre sus muslos, pero su sombrero, que quiso poner en el mismo sitio, perdió el equi­librio y, después de haber hecho todas las piruetas necesarias para llegar al canalón, cayó al canal. El pobre fraile estaba des­esperado.

Mal presagio -d ijo -. Acabamos de empezar y ya estoy sinI ainisa, sin sombrero y sin un manuscrito que contenía la histo-11.1 preciosa y desconocida para todo el mundo de todas las fies­tas del Palacio de la República.

Menos enfadado en ese momento que cuando trepaba, le dije 1011 mucha calma que los dos accidentes que acababan de ocu-II irle no eran algo tan extraordinario como para que un supers- ncioso pudiera darle el nombre de presagios, que yo no los tomaba por tales y que no me desanimaban; pero que debían servirle como postrera lección para ser prudentes y precavidos, y para tomar conciencia de que si su sombrero, en vez de caer a su derecha, hubiera caído a su izquierda, habríamos estado per­didos, porque hubiera caído en el patio del palacio, donde los ursenalotti lo habrían recogido y, sospechando que podía haber gente en el tejado del Palacio Ducal, 110 habrían dejado de cuín plir con su deber encontrando el modo de hacernos una visita. Después de pasar unos minutos mirando a izquierda y derecha, ordené al fraile que se quedara allí con los paquetes y sin mo­verse hasta mi vuelta, v dejé aquel punto llevando únicamente el espontón en la mano y avanzando sobre mi trasero, siempre a horcajadas sobre la arista, sin ninguna dificultad, la rd é casi una hora en recorrerlo todo, en inspeccionar, en observar, en exami­nar, y, al no ver en ninguno de los bordes punto alguno donde poder asegurar un cabo de la cuerda para descender hasta un lugar donde estuviera seguro, me encontraba perplejo. N o había que pensar ni en el canal ni en el patio del palacio. La parte su­perior de la iglesia no ofrecía a mis ojos otra cosa que precipicios

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entre las cúpulas que no iban a parar a ningún lugar no cerrado. Para ir más allá de la iglesia, hacia la parte de la Canónica,' hu­biera tenido que trepar por superficies inclinadas y en curva; era natural que descartase por imposibles todas las soluciones que no me parecían practicables. Me encontraba en la necesidad de ser temerario sin imprudencia: un punto medio, el más imper­ceptible, según creo, que la filosofía conoce.

Detuve mi vista y mi atención en una claraboya que estaba en el lado del rio de Palazzo, 1 a dos tercios del tejado. Estaba lo bastante lejos del lugar por el que había salido para tener la cer­teza de que el desván al que daba luz no pertenecía al recinto de los calabozos en los que habíamos hecho los boquetes. Sólo podía iluminar algún tugurio, habitado o no, por encima de algún aposento del palacio, donde al amanecer encontraría lógi­camente las puertas abiertas. Estaba seguro de que los sirvientes del palacio, o los de la familia del D ux' que pudieran vernos, se apresurarían a facilitar nuestra huida, y harían cualquier cosa menos entregarnos a la justicia inquisitorial, incluso aunque re­conocieran en nosotros a los peores criminales del Estado. Con esta idea debía inspeccionar la parte delantera de la claraboya: le­vante enseguida una pierna y me dejé deslizar hasta encontrarme como sentado en el tejadillo paralelo a la claraboya, que tenía tres pies de largo y pie y medio de ancho.4 Entonces me incline sujetándome con las manos en el borde y asomando la cabeza para acercarme. Vi, o mejor, sentí tanteando una delgada reja de hierro, y tras ella una ventana de cristales redondos unidos entre sí por pequeñas nervaduras de plomo. Aquella ventana, aunque cerrada, no me preocupaba, pero la reja, a pesar de ser muy del­gada, exigía una lima, y yo no contaba con más herramienta que mi espontón.

Pensativo, triste y confuso, no sabía qué hacer cuando el hecho más natural provocó en mi alma sorprendida el efecto de

1. M uy cerca de San Marcos, así llamada porque las casas perte­necían a los canónigos de San Mareos.

2. «Canal del Palacio», escribe en el margen Casanova.3. El dux vivía con su familia en el Palacio Ducal; en la época era

Francesco I.orcdan, que gobernó de 1752 a 1764.4. Aproximadamente 0,975 x metros.

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un verdadero prodigio. Espero que mi confesión sincera no me rebaje en la opinión de mi lector, buen filósofo, si piensa que en estado de desesperación y zozobra el hombre no es la mitad delo que puede ser en estado de tranquilidad. La campana de San Marcos, que en ese preciso momento dio la medianoche, fue el fenómeno que impresionó mi mente y que, con una violenta sa- i udida, la sacó de la peligrosa perplejidad que la abrumaba. Aquella campana me recordó que el día que empezaba en ese momento era el de Todos los Santos, entre los que mi patrón, si alguno tenía, debía figurar; pero lo que animó con mucha más tuerza mi valor y aumentó decididamente mis facultades físicas lúe el oráculo profano que había recibido de mi querido Ariosto: Ira il fin d'Ottobre, et il capo di Novembre. Si una gran desgra­cia vuelve devoto a un incrédulo, es casi imposible que la su­perstición no intervenga en ello. El sonido de aquella campana me habló, me invitó a actuar, me prometió la victoria. Echado boca abajo hasta el cuello, con la cabeza inclinada sobre la pe­queña reja, metí el cerrojo en el marco que la rodeaba y me de­cidí a romperla para sacarla. Sólo tardé un cuarto de hora en romper la madera de los cuatro lados de la armazón. Una vez en mi poder la reja intacta, la dejé al lado de la claraboya. Tam­poco tuve dificultad alguna para romper toda la ventana acris- talada, sin hacer caso de la sangre que salía de mi mano izquier­da, levemente herida al arrancar un cristal.

Con la ayuda de mi cerrojo seguí mi primer método para vol­ver a montar a horcajadas en la cima piramidal del tejado, y me encaminé hacia el lugar donde había dejado a mi compañero. Lo encontré desesperado, furioso, cabreado; me cubrió de impro­perios por haberle dejado allí completamente solo más de dos horas y me aseguró que sólo esperaba a las siete para regresar a

su calabozo.-¿Q ué pensabais de mí?-Q ue habíais caído en algún precipicio.- ¿ Y no os alegráis al ver que no he caído?-¿Q ué habéis hecho en tanto tiempo?-A ho ra lo veréis. Seguidme.Volví a atarme al cuello mi equipaje y mis cuerdas y me di­

rigí hacia la claraboya. Cuando llegamos al lugar en que la tení-

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amos a mano derecha, le explique puntualmente lo que había hecho, consultándole sobre la manera de entrar los dos en el des­ván. Me parecía fácil que uno de nosotros pudiera bajar me­diante una cuerda que el otro sostendría; pero no veía qué medio podría emplear el segundo para bajar, pues no había forma de sujetar la cuerda para atarme a ella y descender. Si me metía por la claraboya y me dejaba caer, podría romperme una pierna, pues ignoraba la distancia hasta el suelo de un salto demasiado aven­turado. A esta prudente reflexión, dicha en tono amistoso por mi parte, el fraile respondió que bastaba con bajarlo a él, y que luego yo dispondría de todo el tiempo del mundo para pensar en la manera de seguirlo hasta el punto donde lo hubiera dejado. Tuve que controlarme bastante para no reprocharle toda la co bardía de esa respuesta, pero no lo suficiente para renunciar a sacarlo del aprieto. Deshice enseguida mi paquete de cuerdas, se la pasé alrededor del pecho, pasándosela por debajo de las axi­las, le hice tumbarse boca abajo y bajar retrocediendo hasta el te­jadillo de la claraboya, donde, sentado a horcajadas en la arista y con la cuerda bien sujeta, le dije que se metiese en la claraboya por las piernas hasta las caderas y apoyase los codos en el te­jado. Tras esto, yo me deslicé por la pendiente como había hecho la primera vez, y, tumbado sobre el pecho, le dije que dejara caer el cuerpo sin miedo porque yo sujetaba firmemente la cuerda. Cuando llegó al suelo del desván se desató, y yo, tirando de la cuerda hacia mí, vi que la distancia de la claraboya al suelo era diez veces la longitud de mi brazo.’ Demasiada altura para arriesgar el salto. El fraile me dijo que podía tirar dentro las cuerdas, pero me guardé mucho de seguir su estúpido consejo. Volví a la arista del tejado y, sin saber qué decisión tomar, me dirigí hacia un punto cercano a una cúpula que no había inspec­cionado. Vi una terraza dispuesta a modo de plataforma, cu­bierta de placas de plomo y unida a una gran claraboya cerrada por dos batientes de postigos, y al lado, en un barreño, vi un montón de cal viva, además de una llana y una escalera4 lo bas­tante larga para permitirme descender a donde estaba mi com­

5. Aproximadamente 8 metros.6. Medía doce varas, entre 9 y 10 metros de largo.

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pañero; sólo me interesó la escalera. Pasé mi cuerda por el pri­mer peldaño y, a horcajadas sobre el tejado, tiré de ella hasta la 1 laraboya. Se trataba de introducirla. La longitud de esa esca­lera era de doce brazadas mías.

Las dificultades que encontré para llevar a buen término aquella operación fueron tan grandes que me arrepentí mucho de haberme privado de la ayuda del fraile. Había conseguido .ir rastrar la escalera hasta el canalón de modo que uno de sus ex­tremos llegaba hasta la embocadura de la claraboya mientras el otro sobresalía por encima del canalón un tercio de la longitud de la escalera, que asomaba al exterior. Me deslicé entonces sobre el tejado de la claraboya, arrastré la escalera de lado y, atrayéndola hacia mí, sujeté mi cuerda al octavo peldaño. Luego volví a empujarla hacia abajo y la coloqué paralela a la clara­boya; después tiré de la cuerda, pero no conseguí introducir la escalera más allá del quinto peldaño: su extremo tropezaba con el tejado de la claraboya y ninguna fuerza habría podido hacer que entrase más. Había que levantarla a toda costa del otro ex­tremo, provocando así la inclinación del lado opuesto; de este modo, la escalera habría podido entrar por completo. También habría podido colocar la escalera atravesada sobre la emboca­dura, atar a ella mi cuerda y descender sin riesgo alguno; pero la escalera se habría quedado allí, y por la mañana habría señalado a los esbirros y a Lorenzo el lugar en el que quizá todavía me en­contraba.

Así pues, tenía que introducir en la claraboya toda la escalera, y, como no podía contar con la ayuda de nadie, debía decidirme a ir yo mismo hasta el canalón para levantar su extremo. Fue lo que hice, exponiéndome a un peligro que, de no ser por una ayuda extraordinaria de la Providencia, me habría costado la vida. Me atreví a abandonar la escalera soltando la cuerda, se­guro de que no caería en el canal, pues estaba enganchada por su tercer peldaño al canalón. Me deslicé muy despacio, con el es- pontón en la mano, hasta quedar encima del canalón, al lado de la escalera; dejé el espontón y me volví de tal modo que tenía la claraboya enfrente de mí y mi mano derecha en la escalera. Me apoyaba con las puntas de los pies en el canalón de mármol, por­que no estaba de pie, sino echado boca abajo. En esa posición

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tuve la fuerza suficiente para levantar medio pie la escalera, em pujándola al mismo tiempo hacia delante. Tuve la satisfacción de verla entrar algo más de un pie; como el lector podrá darse cuenta, su peso había disminuido mucho. Ahora se trataba de levantarla otros dos pies para hacerla entrar otro tanto. Enton ces, volviendo enseguida al tejado de la claraboya y tirando hacia mí de la cuerda que había atado a la escalera, estaría seguro de hacerla entrar completamente. Para levantarla dos pies, intente ponerme de rodillas, pero la fuerza que hube de hacer para le vantarla hizo deslizarse las puntas de mis dos pies de manera que mi cuerpo resbaló, cayendo hacia fuera hasta el pecho, sos teniéndome sólo por mis dos codos. Fue en esc mismo espan toso instante cuando empleé todas mis fuerzas en ayudarme con los codos para apoyarme y fijarme sobre los costados; y lo con seguí. Atento a no desfallecer, logré ayudarme con el resto de los brazos hasta las muñecas y me apoyé en el canalón con todo el vientre. Ya no tenía nada que temer por la escalera, que había entrado gracias a mis dos esfuerzos más de tres pies y estaba allí, inmóvil. Apoyado pues en el canalón sobre las muñecas y las in gles, introduje el bajo vientre y la parte superior de mis muslos, dándome cuenta de que, levantando mi muslo derecho, lograría poner en el canalón primero una rodilla, y luego la otra, y me encontraría definitivamente fuera de peligro. El esfuerzo que hice para llevar a cabo este plan me produjo una contracción nerviosa cuyo dolor habría fulminado al más fuerte de los hom bres. Me sorprendió en el momento en que mi rodilla derecha ya tocaba el canalón; pero no sólo esa dolorosa contracción que se llama calambre me dejó como paralizados todos mis miembros, sino que me obligó a permanecer inmóvil hasta que desapare­ciera por sí solo, como ya me había ocurrido en otras ocasiones. ¡Qué terrible momento! Dos minutos más tarde volví a inten­tarlo y, gracias a Dios, conseguí poner en el canalón una rodilla y luego la otra. Cuando me pareció que había recuperado sufi­ciente aliento, muy tieso, aunque de rodillas, levanté la escalera cuanto pude, y pude lo suficiente para colocarla paralela a la em­bocadura de la claraboya. Com o conocía lo suficiente de las leyes de la palanca y del equilibrio, cogí entonces mi cerrojo y, siguiendo mi método habitual, trepé hasta la claraboya, donde

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in i me costó mucho introducir la escalera, cuyo extremo infe- i i i» recibieron los brazos de mi compañero. Arrojé entonces dentro del desván las cuerdas, mis pertenencias y todos los res- los del trabajo que había hecho, y me deslicé hasta el desván, bien recibido por el fraile, que se cuidó de retirar la escalera. Co- i idus del brazo recorrimos el tenebroso lugar donde estábamos, t|tie podía tener unos treinta pasos de longitud y unos diez de micho.

En uno de sus extremos hallamos una puerta de doble ba­ílente, hecha de barras de hierro; girando el picaporte que había en el centro la abrí. Recorrimos el lugar tanteando las paredes ion las manos, y cuando intentamos cruzarlo topamos con una gran mesa rodeada de taburetes y sillones. Volvimos al lugar donde habíamos palpado unas ventanas, abrí una, luego los pos- ngos, y a la luz de las estrellas no vimos más que precipicios entre cúpulas. N o perdí un solo instante pensando en bajar por allí; quería saber adonde iba y no conocía aquellos lugares. Volví a cerrar los postigos, salimos de la sala y regresamos al punto donde habíamos dejado el equipaje. Exhausto, me dejé caer al suelo; luego me tumbé poniendo debajo de la cabeza un paquete de cuerdas. Las fuerzas físicas y mentales me habían abando­nado y un dulcísimo sopor se apoderó de toda mi persona. Sin poder impedirlo me dormí creyendo que cedía al torpor de la muerte; por lo demás, de haber estado seguro de que era ella no me habría rebelado, porque el placer que sentí al dormirme era increíble.

Mi sueño duró tres horas y media; los penetrantes gritos y las violentas sacudidas del fraile fueron lo que me despertó. Me dijo que acababan de dar las doce7 y que, en nuestra situación, mi sueño era inconcebible. Lo era para él, pero mi sueño no había sido voluntario; mi naturaleza extenuada se lo había procurado, y la inanición, después de no haber comido ni dormido durante dos días. Pero aquel sueño me había devuelto todo mi vigor; me alegré mucho al ver que la oscuridad del desván había dismi­nuido algo.

Me levanté diciendo:

7. Hacia las seis de la mañana.

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-Este sitio no es una cárcel; debe de haber una salida senci lia fácil de encontrar.

N os dirigimos entonces al extremo opuesto a la puerta de hierro y en un rincón más bien estrecho creí notar una puerta. Palpo un ojo de cerradura, hundo en él mi cerrojo deseando que no sea un armario y, tras tres o cuatro sacudidas, consigo abrirlo, veo un cuartito y encuentro una llave sobre una mesa; pruebo esa llave en la puerta y veo que la cierra; la abro y le digo al fraile que vaya a recoger nuestros paquetes, y en cuanto me los en trega cierro la puerta y vuelvo a dejar la llave donde estaba. Al salir de aquel cuartito me encuentro en una galería de nichos lle­nos de cuadernos. Eran los archivos. Encuentro una escalera de piedra, corta y estrecha, y bajo por ella. Encuentro otra que daba a una puerta de cristales; la abro y me veo al final de una sala que conocía: estábamos en la cancillería ducal.1* Abro una ven tana: me habría resultado fácil bajar, pero me hubiera encon trado en el laberinto de pequeños patios que rodean la iglesia de San Marcos. Dios me libre. Veo sobre un escritorio un objeto de hierro con mango de madera y punta redondeada, el mismo que utilizan los secretarios de la cancillería para perforar los per­gaminos, a los que atan mediante un bramante los sellos de plomo;9 lo tomo; abro el escritorio y encuentro la copia de una carta que anuncia al provisor general10 de Corfú el envío de tres mil cequíes para la restauración de la vieja fortaleza. M iro en busca del dinero, pero no estaba. Dios sabe con qué placer lo habría cogido y cómo me habría burlado del fraile si se hubiera atrevido a decirme mínimamente que era un robo. Lo habría considerado un don de la Providencia, y, además, me habría apo­derado de él por derecho de conquista.

8. El «corazón del Estado», despachos donde se conservaban las leyes, los decretos y las ordenanzas.

9. Roma, la República de Venecia y el gran maestre de la Orden teutónica compartían el privilegio de sellar con plomo. Por lo general se sellaba con cera, y había severas reglas para el uso de los diferentes colores. La cera de España, inventada en el siglo XVI, no se difundió (al principio sólo para los documentos privados) hasta el siglo XVII.

10. El provveditore general di Mar administraba los fondos de la marina y tenía poderes ejecutivos respecto a los soldados. Residía en Corfú. Véase nota 3, pág. 338.

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Voy a la puerta de la cancillería e introduzco mi cerrojo en la 1 er radura; pero tardé menos de un minuto en tener la certeza de que mi espontón no conseguiría forzarla; decido entonces hacer1 ipidamente un agujero en una de las dos hojas," elijo el punto en que la tabla tiene menos nudos, y ataco la tabla en la hendi­dura que me ofrece su unión con la otra hoja, y el trabajo avan­za l e dije al fraile que fuera hundiendo el objeto con mango de madera en las hendiduras que yo abría con el espontón, y luego, empujando con todas mis fuerzas a derecha e izquierda, hendía, rompía y resquebrajaba la madera sin tener en cuenta el enorme mido que aquella forma de romper hacía; el fraile temblaba por­que debía de oírse muy lejos. Yo era consciente de esc peligro, pero estaba obligado a arrostrarlo.

Al cabo de media hora el agujero era bastante grande, y por suerte para nosotros fue suficiente, porque me habría resultado muy difícil agrandarlo más. Nudos a derecha e izquierda, arriba y abajo, habrían vuelto imprescindible una sierra para romper­los. El contorno de aquel agujero daba miedo: estaba todo eri­zado de puntas y podía desgarrar las ropas y lacerar la piel. Es­taba a una altura de cinco pies:1' puse debajo un taburete al que se subió el fraile; introdujo en el boquete sus brazos unidos y la cabeza, mientras yo, subido en otro taburete, lo sostenía por de­trás sujetándolo por los muslos y luego por las piernas. Final­mente lo empujé hacia fuera, donde estaba todo muy oscuro, pero no me preocupaba pues conocía el sitio. Cuando mi com­pañero estuvo al otro lado le eché todo lo que me pertenecía, dejando en la cancillería únicamente las cuerdas.

Bajo el agujero puse entonces dos taburetes, uno al lado del otro, y, tras añadir un tercero encima, me subí a él; de este modo el agujero estaba a la altura de mis muslos. Me metí por el bo­quete hasta el bajo vientre con dificultad y desgarrándome la piel porque era estrecho. Y como no tenía detrás nadie que pu­diera ayudarme a seguir avanzando, le dije al monje que me aga-

1 1 . De esta fracción, así como de los demás gastos causados por Ca- sanova durante la fuga, existe factura del carpintero Giambattista Pic- eini, por un valor de 30 libras.

12. 1,63 metros, es decir, 24 centímetros menos que la altura de Ca- sanova.

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rrase de lado y tirase de mí sin contemplaciones hasta sacarme a trozos si era preciso. Cum plió mi orden, y tragué en silencio todo el dolor que me hicieron sentir los desgarrones en los cos­tados y en los muslos.

En cuanto me vi fuera, recogí deprisa mis cosas, bajé dos es caleras y sin ninguna dificultad abrí la puerta que da al pasillo donde está el portón de la escalinata real,'1 y a su lado el gabinete del Savio alia scrittura.'* Esta gran puerta estaba cerrada, lo mismo que la de la sala de cuatro puertas. La puerta de la esca­lera era tan gruesa como la de una ciudad; 110 necesité más que una ojeada para darme cuenta de que sin un ariete o un petardo no conseguiría abrirla. En ese momento mi cerrojo pareció de­cirme hic fines posuit, ' ' no te sirvo para nada más: instrumento de mi querida libertad digno de ser colgado exvoto '6 encima del altar de la divinidad tutelar. Sereno y tranquilo me senté, di- ciéndole al monje que mi tarea había terminado y que hacer el resto correspondía a Dios o a la Fortuna:

Abbia chi regge il ciel cura del restoO la Fortuna se non tocca a lui. 17

-N o sé -le d ije- si a los que limpian el palacio se les ocurrirá venir aquí hoy, día de Todos los Santos, o mañana, dedicado a los Difuntos. Si viene alguien, escaparé en cuanto vea esa puerta abierta, y vos me seguiréis; pero si no viene nadie, no me moveré de aquí; y si muero de hambre, ¡qué le vamos a hacer!

Ante aquellas palabras, aquel pobre hombre montó en có­lera. Me llamó loco, desesperado, seductor, mentiroso y no sé cuántas cosas más. Mi paciencia fue heroica. Dieron las trece.'*

13. La Scala dei Giganti.14. Uno de los Savi Grandi, con las funciones de ministro de la

Guerra. Véase nota 44, pág. 143.15 . «He aquí el que fijó los límites.» Véase Salmos, 147, 14: «</«/

posuit fines tuos».16. «En cuadro votivo.»17 . «Que el que gobierna el cielo se cuide del resto, / o la fortuna si

no es asunto de él», Ariosto, Orlando furioso, X X II, 57, 3-4.18. Hacia las siete de la mañana.

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I )esdc que me desperté en el desván debajo de la claraboya hasta ese instante sólo había pasado una hora. Cambiarme de ropa fue el importante asunto que me ocupó. El padre Balbi parecía unI ampesino, pero estaba intacto. N o se le veía ni cubierto de ji-II mes ni ensangrentado; su chaleco de franela roja y sus calzo­nes de piel violeta no estaban desgarrados. Mi persona, en i.imbio, daba lástima y horror. Estaba totalmente desgarrado y ensangrentado. Me arranqué las medias de seda de las dos llagas sangrantes que tenía, una en cada rodilla. Me habían puesto en ese estado el canalón y las placas de plomo. El agujero de la puerta de la cancillería me había desgarrado el chaleco, la ca­misa, los calzones, las caderas y los muslos; tenía espantosas des­olladuras por todas partes. Hice tiras de los pañuelos y con ellas confeccioné vendajes que até como pude con bramante del ovi­llo que guardaba en el bolso. Me puse mi bonito traje, que en aquel día bastante frío resultaba ridículo; arreglé lo mejor que pude mis cabellos metiéndolos en la redecilla; me puse unas me­dias blancas, una camisa de encaje, la única de encaje que tenía; guardé dos camisas más, pañuelos y medias en los bolsillos, y tiré detrás de un sillón los calzones, mi camisa rota y todo lo demás. Eché mi hermosa capa sobre los hombros del fraile, y parecía que la hubiese robado. Mi aspecto era el de un hombre que, después de haber estado en el baile, hubiera ido a un lugar de mala nota donde lo habían despeinado. Pero los vendajes que se veían en mis rodillas echaban a perder toda la elegancia de mi personaje.

Así vestido, con mi bello sombrero de punto de España do­rado y mi penacho de plumas blancas en la cabeza, abrí una ven­tana. Mi figura no tardó en ser vista por algunos ociosos que estaban en el patio del palacio: al no comprender cómo alguien como yo podía encontrarse tan temprano en aquella ventana, tueron a avisar al que tenía la llave del lugar. El hombre, cre­yendo que sin darse cuenta podía haber dejado encerrado a al­guien la víspera, fue a por sus llaves y vino. Esto no lo supe hasta cinco o seis meses más tarde, en París.

Irritado conmigo mismo por haberme dejado ver en la ven­tana, estaba sentado junto al fraile, que soltaba impertinencias, cuando oí un ruido de llaves y de alguien que subía por la esca­

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F

linata real. Me pongo de pie presa de la emoción, miro por una rendija de la gran puerta, y veo a un hombre solo,19 con peluca negra y sin sombrero, que subía tranquilamente con un llavero en las manos. Con el tono más serio posible le dije al fraile que no abriese la boca, que se pusiese detrás de mí y siguiese mis pasos. Empuñé el espontón ocultándolo bajo el traje, y fui a apostarme junto a la puerta; una vez abierta habría podido echar a correr por la escalera. Hice votos a Dios para que aquel hom­bre no opusiera resistencia, pues en caso contrario me vería obli­gado a degollarlo. Estaba decidido.

En cuanto se abrió la puerta, lo vi petrificado ante mi as­pecto. Sin detenerme y sin decirle la menor palabra, eché a co­rrer escaleras abajo seguido por el monje. Sin caminar despacio pero sin correr, me dirigí hacia la magnífica escalera que llaman de los Gigantes, haciendo caso omiso de los gritos que a mi es­palda daba el padre Balbi repitiéndome:

-Vam os a la iglesia.La puerta de la iglesia estaba veinte pasos delante, en la esca­

linata, a mano derecha.Las iglesias de Venecia no gozan de la menor inmunidad para

proteger a delincuentes de cualquier tipo condenados por las leyes penales o civiles; por eso no hay nadie que se refugie en ellas para huir de los arqueros que tengan orden de arrestarlos. El fraile lo sabía, pero no tenía suficiente fuerza para alejar de su mente aquella tentación. Después me dijo que lo que lo impul­saba a recurrir al altar era un sentimiento religioso y que debía respetárselo.

-¿P o r qué no os refugiasteis solo en ella?-Porque no tenía valor para abandonaros. La inmunidad que

yo buscaba estaba más allá de los confines de la Serenísima R e­pública. En ese momento ya empezaba a dirigirme hacia esos confines y en espíritu los había alcanzado; pero había que tras­ladar también el cuerpo. Fui derecho a la puerta de la Carta,20 que es la puerta real del Palacio Ducal, y sin mirar a nadie (la

19. Se llamaba Andreoli; luego declaró que los dos fugitivos lo ha­bían tirado al suelo.

20. La porta della Carta, a la derecha, mirando a la fachada de San Marcos.

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lorma de ser menos mirado) crucé la piazzetta, me acerqué a la m illa y me metí en la primera góndola que encontré diciendo en v<>/ alta al gondolero que estaba a popa:

Quiero ir a Fusina; llama enseguida a otro gondolero.No tardó en subir otro barquero; me dejé caer sobre el cojín

del centro, el fraile se sentó en la banqueta, y la góndola empezó •i alejarse de la orilla. La figura de aquel fraile sin sombrero y t <>11 mi capa contribuyó en buena medida a que me tomasen por un charlatán o un astrólogo.

Nada más doblar la Aduana,2' mis gondoleros empezaron a hender vigorosamente las aguas del gran canal de la Giudecca por el que hay que pasar tanto para ir a Fusina como para ir a Mestre, adonde en realidad quería ir. Cuando vi que estábamos .1 mitad del canal, saqué la cabeza y le dije al gondolero de popa:

-¿Crees que estaremos en Mestre antes de las catorce?-M e habéis dicho que queríais ir a Fusina.-Estás loco, te he dicho a Mestre.Fl otro barquero me dijo que estaba equivocado; y el padre

Balbi, buen cristiano celoso de la verdad, también me dijo que estaba equivocado. Solté entonces una carcajada admitiendo que podía haberme equivocado, pero que mi intención era decir Mestre. Nadie replicó. El gondolero me dijo que estaba dispues­to a llevarme a Inglaterra.

-Llegarem os a Mestre -m e d ijo - dentro de tres cuartos de hora, porque vamos a favor de la corriente y del viento.

Miré entonces a mi espalda el hermoso canal, y al no ver un solo barco, contemplando el más hermoso día que uno pueda desear, los primeros rayos de un magnífico sol que surgía por el horizonte, a los dos jóvenes barqueros que remaban con todas sus fuerzas, y pensando al mismo tiempo en la terrible noche que había pasado, en el lugar en que estaba el día anterior, y en todas las circunstancias que me habían sido favorables, sentí una emoción tan intensa que mi alma se elevó a Dios misericordioso poniendo en marcha los resortes de mi gratitud y enternecién-

2 1. La Dogana da Mare, en el extremo de la ciudad, donde el Gran ( !anal se separa del canal de la Giudecca, que a su vez separa la Vene- cu propiamente dicha de la isla de San G iorgio Maggiore.

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dome con una fuerza extraordinaria, tanta que mis lágrimas abrieron de repente el camino más ancho para aliviar mi cora­zón, asfixiado por un exceso de alegría; sollozaba, lloraba como un niño al que llevan a la fuerza a la escuela.

Mi adorable compañero, que hasta entonces sólo había abier­to la boca para dar la razón a los gondoleros, se creyó obligado a calmar mi llanto, cuya hermosa fuente desconocía; y lo intentó de tal modo que me hizo pasar de repente de las lágrimas a una especie de risa tan extraña que, como no entendía nada, creyó, según me confesó días más tarde, que me había vuelto loco. Aquel fraile era un necio, y su maldad provenía de su necedad. Me vi en la dura necesidad de aprovecharme de ella, pero casi estuvo a punto de perderme, aunque sin tener esa intención, porque era un necio. N o conseguí convencerlo de que había dado la orden de ir a Fusina con la intención de ir a Mestre. Según él, la idea sólo se me podía haber ocurrido cuando está bamos en el Gran Canal.

Llegamos a Mestre. N o encontré caballos en la posta, pero en la posada de la Campana“ había suficientes cocheros que hacen tan bien el servicio como la posta. Entré en la cuadra y, viendo que los caballos eran buenos, prometí al cochero pagarle lo que me pidió por llegar en cinco cuartos de hora a Treviso. En tres minutos los caballos estuvieron enganchados y, suponiendo que el padre Balbi estaba detrás de mí, sólo me volví para decirle: «Subamos».

Pero no lo vi. Lo busco con los ojos, pregunto dónde está, nadie sabe nada. Le digo al mozo de cuadra que vaya a buscar­lo, decidido a reprenderlo aunque hubiera ido a satisfacer sus necesidades naturales, porque en nuestra situación debíamos aplazar todas las necesidades, incluidas las naturales. Vienen a decirme que no lo encuentran. Yo estaba furioso; se me pasa por la cabeza la idea de irme solo, y es lo que hubiera debido hacer, pero escucho un débil sentimiento de preferencia por mi fuerte razón, y corro fuera, pregunto, toda la plaza me dice que lo han visto, pero nadie sabe decirme dónde puede haber ido; recorro los soportales de la calle mayor, meto la cabeza en un café y lo

22. La Osteria delta Campana se hallaba en el centro de Mestre.

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veo de pie en el mostrador tomándose un chocolate y hablando i on la sirvienta. Me ve, me dice que la mujer es muy amable y me anima a tomar una taza de chocolate; me dice que pague por­que no tenía dinero. Consigo dominarme y le respondo que no quiero chocolate; le digo que se dé prisa mientras tiro de su brazo de tal modo que creyó que se lo había roto. Pagué; me si­guió; yo temblaba de rabia. Me dirijo al cochero que me espe­taba en la puerta de la posada, pero, nada más dar diez pasos, me encuentro con un ciudadano de Mestre, un tal Balbo Tomasi, buen hombre, pero con fama de confidente del Tribunal de los Inquisidores. Me ve, se me acerca y exclama:

¿Cóm o por aquí, señor? Estoy encantado de veros. Acabáis de escaparos, ¿verdad? ¿Cóm o lo habéis hecho?

N o me he escapado, señor, me han puesto en libertad.-E so es imposible, porque anoche estuve en casa Grimani,

en San Polo, y lo habría sabido.l’uedc figurarse el lector mi estado de ánimo en ese instante

al verme descubierto por un individuo al que creía pagado para arrestarme, y que para eso le bastaba guiñar un ojo al primer ar­quero que encontrase: Mestre estaba lleno de esbirros. Le rogué que hablara más bajo y que viniese conmigo detrás de la posada. Vino, y cuando vi que nadie nos veía, y que estaba junto a un toso tras el que sólo había campo raso, agarré con la mano de­recha el espontón y con la izquierda su cuello; pero, muy ágil, se me escapó, saltó el foso y echó a correr con todas sus fuerzas en dirección opuesta a la ciudad de Mestre, volviéndose de vez en cuando y lanzándome besos con la mano que querían decir: «Buen viaje, buen viaje, id tranquilo». Lo perdí de vista; y di gracias a Dios porque aquel hombre, al escapárseme, me había impedido cometer un crimen, pues estuve a punto de degollarlo y él 110 tenía malas intenciones. Mi situación era terrible: estaba solo y en guerra declarada contra todas las fuerzas de la Repú­blica. Debía sacrificar todo a la necesidad de ser previsor y pre­cavido. Volví a guardarme el espontón en el bolsillo.

Abatido como hombre que acababa de escapar de un gran peligro, lancé una mirada de desprecio al infame fraile que había visto el peligro a que me había reducido, y me metí en la calesa. Se sentó a mi lado, pero no se atrevió a dirigirm e la palabra;

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mientras tanto, yo pensaba en la manera de librarme de aquel desgraciado. Llegamos a Treviso, donde ordené al dueño de la posta que tuviera dos caballos preparados para partir a las die­cisiete;2» pero mi intención no era proseguir viaje por la posta: en primer lugar, porque no tenía dinero, y en segundo lugar, por­que temía que me persiguieran. El posadero me preguntó si que­ría desayunar; lo necesitaba para mantenerme con vida, porque estaba muriéndome de inanición; pero no tuve valor para acep­tar. Un cuarto de hora perdido podía resultar fatal; tenía miedo a que me atrapasen otra vez y a tener que avergonzarme el resto de mi vida, porque un hombre sensato en pleno campo debe- poder desafiar a cuatrocientos mil hombres a que lo descubran. Si no sabe esconderse, es realmente un idiota.

Salí por la puerta de San Tommaso como quien va a dar un paseo, y, tras caminar una milla por la carretera, me lancé a cam po traviesa con la intención de no volver a los caminos mientras me encontrase en tierra del Estado de Venecia. Lo más corto para salir era pasar por Bassano, pero tomé el trayecto más largo porque podían estar esperándome en la salida más cercana, y es­taba seguro de que no imaginarían que para salir del Estado iba a tomar el camino de Peltre, el más largo para llegar a la juris­dicción del arzobispo de Trento.24

Después de haber caminado tres horas, me dejé caer sobre la dura tierra porque realmente no podía más. Necesitaba tomar algún alimento, o prepararme a morir allí mismo. Le dije al fraile que dejara la capa a mi lado y fuera a una casa de campesi­nos que se veía para comprar algo de comer y me lo trajese don­de estaba. Le di el dinero necesario. Tras decirme que me creía más valeroso, fue a hacer el encargo. Aquel desgraciado era más fuerte que yo; no había dormido, pero se había alimentado bien la víspera, había tomado chocolate, era delgado, la prudencia y el honor no atormentaban su alma y era fraile.

Aunque aquella casa no era una posada, la buena campesina me envió con una moza comida suficiente que sólo me costó treinta sueldos. Cuando sentí que el sueño se apoderaba de mí,

23. Hacia las once de la mañana.24. El obispado de Trento lindaba por el este con el Estado de Ve-

necia; Bassano se hallaba a medio camino entre Treviso y la frontera.

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me puse de nuevo en camino teniendo bastante clara la direc- i ióii que debía seguir. Cuatro horas después me detenía detrás de una aldea, y supe que me encontraba a veinticuatro millas2' de Ireviso. Estaba rendido; tenía los tobillos hinchados y los za­patos desgarrados. Faltaba una hora para que anocheciese. Me tumbé en medio de una arboleda e hice sentarse a mi lado al ti aile.

Debemos ir -le dije- a Borgo di Valsugana,26 la primera po­blación que está al otro lado de los límites del Estado de Vene-1 ta. Allí estaremos tan seguros como en Londres, y descansare­mos; pero para llegar a esa ciudad, que pertenece al príncipe obispo de Trento, necesitamos tomar algunas precauciones esen-i tales, y la primera es separarnos. Vos iréis por el bosque del Montello,27 yo por las montañas; vos por el camino más fácil y más corto, yo por el más difícil y más largo; vos con el dinero, y yo sin un sueldo. Os regalo mi capa, que debéis cambiar por un capote y un sombrero, y entonces todo el mundo os tomará por campesino, porque afortunadamente lo parecéis. Aquí te­néis todo el dinero que me queda, los dos cequíes que me dio el conde Asquin; son diecisiete libras, tomadlas; estaréis en Borgo pasado mañana por la noche; yo llegaré veinticuatro horas des­pués. Me esperaréis en la primera posada a mano izquierda. N e­cesito dormir esta noche en una buena cama y la Providencia liará que la encuentre, pero para eso necesito tranquilidad, y con vos no la consigo. Estoy seguro de que en este momento están buscándonos por todas partes y que nuestras señas están tan bien dadas que nos detendrían en cualquier posada donde tu­viéramos la osadía de entrar juntos. Ya veis mi deplorable es­tado y la apremiante necesidad que tengo de descansar diez horas. Adiós, pues. Marchaos, y dejad que yo vaya solo por estos alrededores a encontrar un refugio.

-Y a me esperaba todo lo que acabáis de decirme -m e res­pondió-; pero por toda respuesta os recuerdo lo que me pro-

25. 42 kilómetros.26. Población del Trentino, en el alto valle del Brenta.27. Bosque de encinas, al norte de Treviso. Pertenecía a Venecia,

que se abastecía en él de madera para las construcciones del Arsenal. Desde 1587 existía una magistratura de tres patricios para vigilarlo.

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metisteis cuando me dejé convencer para hacer el boquete en vuestro calabozo. Me prometisteis que no nos separaríamos; por lo tanto, no esperéis que os deje; vuestro destino será el mío, mi destino será el vuestro. Encontraremos un buen refugio con nuestro dinero, sin necesidad de ir a las posadas; no nos deten­drán.

-Estáis decidido entonces a no seguir el buen consejo que os he dado.

-Totalmente decidido.-Ya veremos.Me levanté, no sin esfuerzo; tomé la medida de su estatura,

la tracé sobre el suelo, luego saqué de mi bolsillo el espontón, me tumbé sobre mi costado derecho y empecé a excavar con la mayor sangre fría, sin responder a las preguntas que me hacía. Tras un cuarto de hora de trabajo, le dije, mirándolo con aire afligido, que, como cristiano, me creía obligado a advertirle que debía encomendarse a Dios.

-Porque voy a enterraros vivo aquí -le dije-; y si sois más fuerte que yo seréis vos el que me entierre. Ved a qué extremo me reduce vuestra brutal cabezonería. Sin embargo, podéis echar a correr, porque no os seguiré.

Viendo que no me respondía, proseguí mi trabajo. Empecé a tener miedo de que aquel animal, del que estaba decidido a des­hacerme, me obligase a llegar hasta el final.

En fin, fuera por reflexión, fuera por miedo, se me acercó. Como no sabía sus intenciones, le mostré la punta de mi cerrojo; pero no tenía nada que temer. Me dijo que estaba dispuesto a hacer lo que yo quería. Entonces lo abracé, le di todo el dinero que llevaba y le repetí la promesa de reunirme con él en Borgo. A pesar de quedarme sin dinero y tener que pasar dos ríos, me felicité por haber sabido librarme de la compañía de un hombre de su catadura. En ese momento estuve seguro de que conse­guiría salir del Estado de Venecia.

U 32

JM e m o r i a m u n d i

I Las « M é m o i r e s » de Casanova c o n s t i tu y e n el c ua d ro m á s c o m p le toI y d e ta l la d o de las c o s tu m b r e s de la soc iedad de l s ig lo XVIII: una a u t é n ­

t ica a u to b io g ra f ía de ese pe r iodo . P ro b a b le m e n te n in gú n o t ro h o m b re en la h is to r ia haya de jado un t e s t im o n io tan s in ce ro de su ex is tenc ia ,

I ni haya te n id o una vida tan r ica, a m e n a y l i t e r a r ia ju n to a los m ás d e s ­tacados p e rs o n a je s de su t ie m p o .

[

Escr i to en f rancés , en sus años de dec l ive, cuando G iacom o Casa- nova (1725-1798) era b ib l io teca r io de l cas t i l lo del conde W alds te in en B o ­hem ia , el m a n u s c r i t o de sus m e m o r ia s fue vend ido en 1820 a l ed i to r

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II a le m án B rockhaus . Este encargó su ed ic ión a Jean La fo rgue , qu ien nose c o n fo rm ó con c o r r e g i r e l es t i lo , p lagado de i ta l ia n is m o s , s ino que adap tó su fo rm a de p e n s a r al gus to p r e r r o m á n t i c o de la época, c e n s u ­rando pasa jes que con s ide rab a sub ido s de tono. En 1928, Stefan Zweig se la m e n ta b a de la fa l ta de un tex to o r ig in a l de las « M é m o i re s » que p e r m i t i e r a « ju z g a r fu n d a d a m e n te la p rodu cc ión l i t e ra r ia de Casanova».

| No fue hasta 1960 cuando la e d i to r ia l B ro c k h a u s dec id ió d e s e m p o lv a r

I el m a n u s c r i to o r ig in a l para p u b l ic a r lo po r f in de fo rm a f ie l y com p le ta ,en co labo rac ión con la f rancesa Plon. La ed ic ión de B ro c k h a u s -P lo n se

i había t ra d u c id o a l ing lés , a lem án , i ta l iano y polaco, pero no al españo l .

A ta la n ta b r inda a l le c to r la o p o r tu n id a d de go za r po r p r im e r a vez en i e sp a ñ o l de la au té n t ica ve rs ión de este g ran c lás ico de la l i t e ra tu ra un i -

I. ve rsa l , t r a d u c id o y ano tado po r M auro A r m iñ o y p ro log ad o po r Fél ix deAzúa, con c rono log ía , b ib l io g ra f ía e índice o n o m ás t ico .

■ «Si sólo hub ie ra na r rado “ la v e rd a d ” , el l ibro conoc ido com o “ H is to i rede ma v ie ” creo que carece r ía de in te ré s l i te ra r io , a u nq ue bien podría habe r s ido un g ran d o c u m e n to para h is to r iado res y soc ió logos. Lo a s o m ­broso es que, en su es tado real, [...] es [...] t a m b ié n una obra m a e s t ra l i te ra r ia , un re la to que conm ueve , exa l ta , d iv ie r te , insp i ra , so laza y e x ­cita tan to la lu ju r ia com o el ra c ioc in io .»

Fél ix de Azúa

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