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La novela corta. Una biblioteca virtual www.lanovelacorta.com

 

colecc ión Novelas en Campo Abierto

México: 1922-2000

coordinac ión  y  ed ic ión

Gustavo Jiménez Aguirrey Gabriel M. Enríquez Hernández

El corsario beige

© Herederos de Renato Leduc

D.R. © 2012, Universidad Nacional Autónoma de MéxicoCiudad Universitaria, Del. CoyoacánC.P. 04510, México, D.F.Instituto de Investigaciones FilológicasCircuito Mario de la Cueva, s.n.

www.lologicas.unam.mxD.R. © 2012, Fondo Nacional para la Cultura y las ArtesRepública de Argentina 12, Col. CentroC.P. 06500, México, D. F.

Diseño de la colección: Patricia LunaIlustración de portada: D.R. © Andrea Jiménez

ESN: 6544612102995292367

Se permite descargar e imprimir esta obra, sin nes de lucro.Hecho en México.

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Índice

De cómo encontré al candidato Hipólito Buelnay de la breve conversación que tuve con él 5

Del riguroso escrutinio sentimental que practiqué

viajando de Guadalajara a México  21

Donde se verá que la vida en la capital no es tan

turbulenta como piensan los provincianos, ni

tan sosegada como las cónyuges

de los metropolitanos quisieran  37

En este capítulo interviene en una orma

incidental, pero importante, el por unos

bendecido y por otros vituperado amor  53

En donde se verá cómo el atildado licenciado don

Estanislado Maldonado abrió al coronel Buelna,

y por ende a un servidor, las puertas del hermético

porvenir  69Este capítulo es, para valernos de un giro

cervantino, el que sigue del anterior

y el anterior al siguiente  81

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Para Alejandro Elguezabal 

De cómo encontré al candidatoHipólito Buelna y de la breveconversación que tuve con él

Le dije —pero en el acto surge la duda de si, enbuen castellano, debe decirse le dije o la dije—;le dije: Lupita, ¿por qué no me guía usted porlos senderos del bien...? bien... bien... bien...

La lengua se queda pegada al paladar, ¿sed?,

¿resequedad?, y la vergüenza me perla de sudorlas sienes, Lupita...

No hay emoción posible rente a la mujer que pue-de ser, llegado el caso, presunta esposa; un día quizála verás parir; el niño llorará como es costumbre;

recordarás los consejos amistosos de los amigos y lanutritiva conversación que tuviste con el licenciadoÁlvarez, ex alegre ex condiscípulo, precisamenteel 15 de marzo anterior, en la barra del Salón París.

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Luego busca uno a los amigos para diva-gar, porque la elicidad hogareña es pavorosa; a

la vuelta de los años la dulce compañera huelemal y rememoramos y conmemoramos entonceslas bellas partidas de carambola —¡ay! cuandoéramos preparatorianos— y la época eliz enque podíamos impunemente cultivar la gonorrea.

Por enésima vez en esta semana contemploal soslayo la endrina cabellera de Lupita, quien,por enésima vez, dibuja con técnica inantil solesy ojos, ojos y soles en su cuaderno de taquigraíay remato, al n, el poema que hace cinco meses

escribo aanosamente para ella: “Y el carameloque la inancia chupe / será siempre tu nombre,Guadalupe...”

¿Proseguimos? Prosigamos... Ciudadano Jeedel Departamento: tengo el honor de inormar

a usted... ¡oh Lupita! ha de saber usted que enciertos países del globo el azul de papel de ocioes menos desvaído que el innito azul del cielo...¡ah Lupita! ¿se ha jado usted en mi compañe-

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ro de mesa, el neurasténico Huerta? A veces susexabruptos son a modo de un toque de atención:

el sexto, no umarás, el séptimo, sí ornicarás.Lupita —preciosa muchacha—, aún tiene

paciencia para escucharme; aún tiene perseve-rancia suciente para trazar a cordel la rayade su peinado; aún tiene en las arterias sangre

bastante para enrojecer de rubor; aún tiene enlos ojos negros el brillo necesario para refejar,cuando sonríe, el tintero sucio de negra tinta.Además, al andar proyecta sobre el arco del cie-lo, a la manera de mástil de una goleta, ángulos

isócronos y casi, casi imperceptibles. Además, alhablar cecea graciosamente.

Las diecisiete, las diecisiete y media, las die-ciocho. No hay plazo que no se cumpla; tal díahará un año, parodiando a D’Annunzio, escribía

yo a Magdalena: “Maravilloso atardecer de oto-ño aquel en que tuvimos nuestra primera cita...”y ahora, en este otro maravilloso atardecer deotoño, en el instante en que salgo de la oci-

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na, el ex inmortal yace tuerto y pelón en cual-quier repliegue de su decrépita Europa y la con-

signataria de aquella apasionada epístola ruedaobesa y eliz por los senderos del mundo.

Pasa la vieja beldad de ojos de brasa y nal-gas trepidatorias, moviendo éstas, quién sabecon qué oculto designio. Amor... amor... así las

movería en el desierto, rente a la Esnge y enel vértice de las pirámides, así las seguiría mo-viendo por los siglos de los siglos si Dios se lopermitiera y si tuviera siempre a jurisdicción elojo atento de un hombre.

Las 18:00, las 18:30, las 19:00. Hay un momen-to en que la luz del sol casi no alumbra ya y las lucesde la ciudad no alumbran todavía; se amortiguaentonces el ruido de la calle, se amortiguan los másvehementes impulsos y las esperanzas, superlativa-

mente radiosas, brillan inocuas y lejanas como laprimera estrella de la noche. Luego la ciudad seentrega a los trasnochadores y a las prostitutas,a los ladrones, a las lechuzas, a los gendarmes y

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a mí, a mí que de pronto rente a los guiñas delos anuncios luminosos me siento, sin razón os-

tensible, el hombre más taciturno de la repúblicay por cuadragésima vez, en medio de la calle, meatenaza el dolor de vivir sin esperanza; mientrascomienza a brillar tímidamente, como la segundaestrella de la noche, el anhelo premioso de amar a

alguien: a una mujer, a dos mujeres, a diez muje-res, al ángel de la Independencia, a la patria, a laciudad, a mi ciudad, precisamente a esta ciudadque de niño me atormentó y me intrigó, que deadolescente me sedujo y me humilló y de hombre

me agotó y me arrojó lejos de ella, comportándoseen todo como una mala querida. Amarla, poseer-la, recorrerla de ida y vuelta en los treinta y dosrumbos de la rosa de los vientos, desde Peralvillohasta San Antonio Abad, desde San Lázaro has-

ta la Tlaxpana. Amarla, porque lo esencial paraun hombre íntegro es arder siquiera dos minutos—nada más dos minutos— en la fama de unamor puro, sea por quien sea.

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Pero, entre tanto, ¿adónde ir? Desde lostiempos más remotos la pobreza ue motivo de

misantropía para los hombres jocundos; belloejemplo, por ejemplo, el de Timón de Atenas:conciudadanos, poseo una vieja pistola queintento pignorar y tengo el honor de participarloa ustedes por si alguno pretende suicidarse.

Solo, en la alta noche, de cara al occiden-te, persigo largas horas sin qué ni para qué uncuadrante melancólico de luna que está a puntode nauragar entre nubes y azoteas, pero la per-secución me cansa y busco en la calle desierta

un oasis, banca o remanso, un jardín, un ordo cabaret, sitios, los seis, propicios para la me-ditación, porque me complace divagar mientrasdescanso, engarzando a la manera de los anti-guos, pueriles refexiones sobre esto y sobre aque-

llo: Dios no puede ser perecto, porque si ueraperecto, pues ya no tendría objeto y si no tuvie-ra objeto... o bien, ¿por qué será que, como diceGirondo, se descomponen con más acilidad los

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cadáveres que los automóviles…?, o bien, si yotuviera tus ojos, si tus ojos yo tuviera... o bien...

La silueta plegadiza de un gato se inscribedurante medio minuto en el rojizo segmentolunar, y en el acto, mediante un suave rumor desu ollaje, los árboles absortos de la Alamedame advierten, a la izquierda, su presencia, y el

espasmo gutural de un saxoón me anuncia, a laderecha, la ubicación de un cabaret.

Mi ánimo, como el de los héroes homéricos,fuctúa breves instantes entre los cuernos berme-jos de la luna al occidente; y la sombría rescura

de los árboles, a la izquierda; y la conortableperspectiva de una cena, a la derecha; y graciasa los resabios clásicos que aún poseo, mi ánimogeneroso, otra vez como el de los héroes homé-ricos, se deja persuadir al n por la derecha.

El chino, propietario, empresario y em-prendedor, ha colocado insidiosa e inconscien-temente un reloj y un calendario en la partemás visible de su cabaret; ignorando quizá que

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al tiempo hay que dejarlo en la calle, que altiempo hay que cerrarle las puertas, pues ¿qué

necesidad tienen los pobres trasnochadores ana-crónicos —yo entre ellos— de sentirlo correr?

A estas horas me atormenta el alma una pasióndesdichada y la echa eímera que maniesta el o-lio del calendario y el minuto mil cuatrocientas

cuarenta veces más eímero que marcan las agujasdel reloj, me hacen recordar que este día, sábadoquince de julio, cuando los relojes de la ciudadsuenen las dos veinte de la madrugada hará exac-tamente ciento cuarenta y tres horas que en este

mismo cabaret, rente a esta misma mesa, oyendoeste mismo blues, estuve a punto de ahogarme,¿en un vaso de agua? No, en dos tazas de caé.

Dramático destino el de los hombres debuena voluntad. Yo, por ejemplo, hace apenas

dos meses... Pero no es hora de hacer, como di-cen los enamorados, reminiscencias; ni es horade hacer, como dicen los detectives, reconstruc-ciones.

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El mesero ha puesto cautelosamente al al-cance de mi mano un pingüe y pulcro roastbee ;

es hora, en consecuencia, de ejercitar la artecisoria discriminando suavemente una a una lasbras de esta cruenta pulpa que después, segúnsea nuestra peculiar concepción del mundo yde la vida, duplicaremos la propina al mesero

o exclamaremos traduciendo al más vegetarianode los poetas: caray, qué triste es la carne...

Pero de cualquier manera, hoy es sábado, ya juzgar por la intemperancia de los honestospadres de amilia que llenan el cabaret, mañana

será domingo, ya que a pesar de todo, el domin-go es y seguirá siendo consecuencia del sábadoy la noche del sábado es y seguirá siendo nochede juerga y aquelarre para la gente de pro.

La alegría detonante y sana de los animales

entristece a los espíritus de noble vida interior;soy, antes que nada, gente de pro; existe toda-vía quien puede atestiguarlo, pero los domingosy estas de guardar me inspiran un invencible

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horror; siento que me ahoga la ola bizarra y mu-cilaginosa de proletarios engalanados, nodrizas

albeantes, suntuosos burgueses y atletas en trajede carácter que el ocio arroja en esos días —do-mingos y estas de guardar— por las calles yjardines de la ciudad.

Las grotescas parvadas de niños proponen a

uno punzantes interrogaciones, y los globitos degoma bajo el cielo azul insinúan, quién sabe porqué, la angustiosa sospecha de que la vida notiene más objeto que soltarle el hilo y dejarla ir.

Por eso cada sábado en cuanto el sol desapa-

rece penetro en la cantina más próxima y des-pués en el cabaret más lejano y bebo sistemáticay melancólicamente hasta la hora en que el otrosol, el del domingo, se digna teñir de ópalo lasviejas copas de los volcanes y vibra en el aire la

llamada a la primera misa y en el asalto de lascalles repiquetea el trote apresurado de beatasy panaderos. A esa hora en que acaecen tantascosas, siento un anhelo enorme de huir de mí

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mismo y con la az lívida y el estómago asquea-do me meto en la cama y duermo beatícamente

veinticuatro horas consecutivas.Pero repito, soy antes que nada, gente de

pro. Hipólito Buelna, sonorense, coronel y ami-go mío, debe comprenderlo así, de otro modono me invitaría aquí, en pleno cabaret, a correr

con él una divertida aventura electoral; porquesucede que es candidato a gobernador del esta-do en que, a decir de su madre, vio la luz y qui-siera que yo, y nadie más que yo, me encargarade la propaganda y verdaderamente no puedo

negarme, porque Hipólito Buelna en la campa-ña del Yaqui me prestó señalados servicios y mesalvó, entre otras cosas, la honra comprometidapor deudas de juego y la vida arriesgada en lan-ces de cantina; por otra parte, tampoco quisiera

salir de México, porque amo en orma trágicaa una mujer y esa mujer vive aquí, en la capi-tal, y no quiero perderla y si me voy la pierdo,pues ella sabe y yo también y todos sabemos

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que, como dice muy bien el rerán, amor de le-jos es consuelo de pendejos.

Hipólito Buelna ríe estruendosamente comosólo puede uno reír en el desierto o en el mar.

En el salón danzan en amoroso contubernio—espléndidas bestias— la hija de un caciqueque ue asesinado por otro cacique y el hijo del

cacique que asesinó al cacique que ue asesinadopor otro cacique; danzan las taquígraas más be-llas —¡oh quién tuviera su juventud!— con losuncionarios más gordos —¡oh quién tuviera sucinismo!— y por un agujero practicado en el te-

cho descienden pausadamente —¡oh renamien-to!— globitos de goma de todos colores que losseñores y señoras —¡oh coincidencia!— aplastancon las nalgas, burla burlando, sin temor a unaexplosión, y entre tanto el jazz, montaña rusa,

quejumbre de torcaz y ulular de coyote, susci-ta —¡oh gloria!— impulsos opacos y generosos,v. gr., caminar a gatas o mandar a chingar a sumadre al diablo; y mi coronel Buelna ríe:

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—Pero hombre, parece mentira que por unamujer... pero hombre, es posible que los que pre-

sumen de liebres corridas vengan saliendo ahoracon eso de que por una mujer...

Hipólito Buelna ríe; las parejas de baile, losbebedores de las mesas vecinas voltean a vernos.

—¡Oh! Baldomero, Baldomerito, tú sí que

a la vejez viruelas. ¿Hembras...? Cuántas quie-res... nada más dime la pinta y por allá te lasconsigo, pero acompáñame...

La risa de Hipólito Buelna comienza a pro-vocar siseos...

Sin embargo, es la verdad; llega un momen-to en que da uno dado, una mujer, la cosa rágily alsa que es una mujer, se convierte en el moti-vo, en el eje de todo lo que hacemos y yo, ni másni menos, estoy en ese caso, no niego que es una

idiotez; pero...La mirada proundamente despectiva de Hi-

pólito Buelna me corta la palabra, vuelvo a verlos nítidos perles del Bacatete, vuelvo a sentir

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aquellas horas de áspera libertad en que el cieloera más cielo y el amigo más amigo, porque la

mujer no nos achicaba ni nos enloquecía; por-que la mujer no era entonces sino una presa o unrecuerdo, y comprendo de pronto que lo trágicono es la muerte que nos acechaba allá detrás decada matorral, sino esta vida torturada y preca-

ria que nos impone aquí el capricho de las tristesmuchachas a quienes, con las manos atadas, nosentregamos de vez en cuando.

En verdad no hay conversación como el soli-loquio; señor Güiraldes, sombra raternal de don

Segundo Sombra: “Miseria es eso de andar conel corazón zozobrando en el pecho; miseria an-dar pensando en la injusticia del destino, comosi éste tuviera que ocuparse de los caprichos decada uno; miseria afojar la voluntad sugiriendo

la posibilidad de volver atrás con un ruego deamor para la hembra enredadora...”

En verdad no hay como ser uno y único...Señor Güiraldes, noble y austero antasma

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de don Segundo, venga esa mano y en cuanto austed, mi coronel, ya sabe, yo soy como siem-

pre, Baldomero López, a sus órdenes y puedecontar conmigo si quiere, desde ahorita; ya sabeque yo soy, como siempre, materia dispuesta,pero vámonos cuanto antes, mi coronel, que larutina de la vida ciudadana es inamante: hoy

como ayer y mañana como hoy...

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Del riguroso escrutinio sentimentalque practiqué viajando

de Guadalajara a México

—No puede uno desvincularse...—Desvin... ¿qué?

—No puede uno desvincularse impunemen-te de las cosas que ama...

En vano pretendo hacer comprender a Hipó-lito Buelna esta verdad resplandeciente.

—¿Usted ha querido alguna vez...? ¿a su mu-

jer?, ¿a sus hijos?—Pero eso no es amor, mi coronel, eso es a-

milia...—¿Armida? ¿La putita aquella de Guaymas,

que siendo de usted, se suicidó por otro? —eso

ya se va pareciendo más al amor ...Hipólito Buelna no sabe de estas cosas: todo

esuerzo especulativo le atiga; rehúye la dis-cusión y preere, con los pies en el asiento de

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enrente y la cabeza ladeada y caída hacia atrás,cerrar los ojos, abrir la boca y echarse a roncar.

—La Baaaarca... ¿A usted le gustan los que-sos de La Barca...? A mí, rancamente, no...

Ahora, el paisaje se oscurece; a lo lejos brillancon brillo no muy semejante, las estrellas del cieloy las hogueras del monte; Hipólito Buelna me deja

como siempre con la palabra en la boca, pero másvale, así podré mientras corre el tren hacer balancede la desesperada situación en que por su amistadme he metido; además, es dulce decirse a sí mismolo que otros no pueden o no quieren escuchar.

Nos ue mal; perdimos, triunó, como todosesperaban, el candidato ocial; sólo nosotros,¡ay!, no esperábamos semejante cosa a pesar deque el pueblo, con intuición emenina, nos anun-ció: ustedes perderán, porque el candidato que

apoya el señor gobernador, es carirredondo, ca-carizo y duerme con la hija del señor gobernador.

Y luego Hipólito Buelna empeñado dizqueen luchar con lealtad por más que yo, hacién-

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dome eco del sentir popular, intenté poner lospuntos sobre las íes a este respecto:

—¿Qué cosa entiende usted por lealtad, micoronel? ¡Contra lo que usted se imagina, lealtadno es jugar con cartas limpias, sino con cartasiguales, porque jugar limpio contra quien jue-ga sucio, no es lealtad, mi coronel, es, si acaso,

forete contra ametralladora, resistencia pasiva,gandhismo, teosoía, y, aquí entre nosotros, pu-reza de convicciones, vasconcelismo, jugar alpendejo, dieta vegetariana y ludibrio de amigosy enemigos.

Hipólito Buelna reía, reía como ríe hoy, comoríe siempre, ante la evidencia de nuestra derro-ta, y su risa era un testimonio ehaciente de quecontra lo que opinan los sociólogos, nosotros losmexicanos también sabemos perder, y de que lo

único que sucede es que no resulta lo mismo aspi-rar apaciblemente a un ascenso, como acostum-bran en los países civilizados, que jugarse el todopor el todo en un albur, como se estila por acá.

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Porque un honorable Monsieur, ministro sincartera, puede aspirar a la presidencia del conse-

jo, en atención a que viene a ser remoto colate-ral de Bonaparte; en razón de que puso en vigor,con inesperado éxito, la ley de Gresham; tenien-do en cuenta que ostenta una barba venerable yla roseta de la Legión de Honor; en gracia a que

su calva es la calva más reluciente, o su mujer lamás discreta cocotte de París... y si no asciende,se queda como estaba.

Mister Babbitt dejará de ser el gángster másdistinguido o el rotario menos imbécil, para

transormarse en el primer mandatario de laUnión; es posible que pierda en dólares lo quegana en dignidad, pero si la permuta no se reali-za, seguirá como estaba.

En cambio nosotros, inelices de nosotros...

aquí está por ejemplo este pobre candidato queahora duerme plácidamente, sin saber aún cómopagará mañana el dineral que le costó la propa-ganda.

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Y sin ir más lejos, aquí estoy yo. Por seguir aun amigo en su aventura he quedado, como dice

el Magnifcat : sin cosa alguna... Perdí lo más ylo menos; perdí las cosas pequeñas y las gran-des, el mezquino modus vivendi, el empleo queme daba decorosamente el sustento, y el idealsupremo de mi vida, la paz que estaba a punto

de alcanzar.Apoyado, conorme a la órmula estoica, en

la salud, en la virtud y en una moderada renta,me encontraba ya a menos de diez kilómetros dela ataxia locomotriz y de la ataraxia peripatética:

No desplazarse sino en el ala leve y aleve dela imaginación; vivir al margen, mirando corrercon ojos en absoluto limpios de interés la sucia,limpia, bella, horrible, jacarandosa, luctuosa,verde, blanco y roja realidad; ya sin uerza para

desear, ya sin capacidad para surir, escuchar losllantos y las risas de los niños, de las señoras yde los caballeros, como quien oye llover y no semoja; oler el sudoroso aliento del planeta con

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el asco estrictamente indispensable para estornu-dar; saborear las viandas y los vinos, las bebidas,

las vituallas y las beldades con el parco, displi-cente y exacto paladar del catador; y con las ye-mas de los dedos, tentar todas las tentaciones eintentar todas las tentativas, y así, penetrar conlos cinco sentidos —ni uno más ni uno menos—

en los duelos y jolgorios, en las bacanales y en lossepelios de nuestros más distinguidos coetáneos.

Ser ya para siempre el cabrón taciturno yasexuado, el glacial y sensitivo Lucier, que, conla desolación en el alma, la barba en la mano y

las piernas cruzadas, desata y preside el aquela-rre, pero no participa en él; y recordar como unmal sueño edicante la época estorbosa, ridícu-la y dorada en que nos atormentaban penas deamor, piernas de mujer, anhelos de gloria y pre-

tensiones de supervivencia.Y, en n, limpiarnos las uñas con hiperbórea

suciencia, mientras aconsejamos al hijo que,por angas o por mangas, creemos nuestro:

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—Yo también, como tú, ui universitario,y como tal, libresco e inhumano; yo también,

como tú, creí cándidamente que una cierta glo-ria cientíca o literaria era camino hacia el co-razón de las mujeres, y aun creí, como tú, quelas mujeres eran la única razón plausible de vivirentonces y como tú, escribí versos y dije discur-

sos. Dije uno —recuerdo— acerca de la misióndel hombre en la vida, así como suena: la-mi-sión-del-hombre-en-la-vida, el cual, para qué esmás que la verdad, me ue muy aplaudido; perocuando bajé de la tribuna se me acercó el crítico,

la única persona cuyo asentimiento, como a ti,me interesaba, y dándome palmaditas en la es-palda, me dijo exactamente como a ti:

—Parece que pretendías abarcar en tu dis-curso todos o casi todos los aspectos de la vida...

¿por qué no lo hiciste?El crítico, al hablar, ostentaba la más soez

ironía, y en su pregunta involucraba insidiosa-mente estas otras:

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—¿Verdad que la vida es un tema inconmen-surable? ¿Verdad que no es tema al alcance de

cualquier imbécil? ¿Verdad que no es tema a tualcance?

Bajé los ojos avergonzado y conesé al críticoque había sido y sería por esa única vez audaz enmis propósitos.

Pero en realidad ocurría otra cosa: en aque-llos días la vida estaba circunscrita para mí entrecuatro paredes y entre esas cuatro paredes unamujer a quien tú no conociste, era el sol de miuniverso, todas mis empresas estaban suspensas

de la arbitraria meteorología de sus ojos, y lavida, en consecuencia, no tenía a mi ver sino unsolo aspecto, el más limitado y deleznable, el queaquella mujer, a capricho, quería darle.

El crítico estornudó, luego insistió:

—Espero que en otra ocasión seas menos audazo más aortunado, pero de cualquier manera, deplo-ro tu racaso y quiero darte un consejo: trata siem-pre de medir tus uerzas, no sea que alguna vez...

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Pero en esto el crítico vio venir un tran-vía, y con intención quizá de abordarlo, corrió

desatentado hacia la esquina.No por eso eché en saco roto el buen consejo,

antes bien, desde entonces consagro dos días dela semana a la mesura y ponderación de mis uer-zas, otros dos a la crítica despiadada de mis es-

uerzos, otros dos al ejercicio bamboleante de misesperanzas, y el séptimo, como Dios, al descanso.

Hebdomadariamente, por vía de lo mismo—de descanso—, rememoro las vicisitudes demi pasión por aquella mujer que, unas veces por

el recto camino de la carne y otras veces por lastortuosas veredas del espíritu, me llevó, en eltranscurso exacto de un año, desde la duda queen amor como en todo es inquietud y dolor, has-ta el conocimiento que en todo, como en amor,

es paz y desencanto.En el transcurso de ese año, el renesí pasio-

nal me elevó por instantes a la región en quelo perecto, lo sublime, lo absoluto, etc., etc.,

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lanzan vislumbres eternas, pero la luz de los ar-quetipos ue demasiado cruda para mis débiles

ojos mortales y hube de buscar atmóseras másadecuadas para ellos.

Descendí como tú a la poesía, escribí ver-sos, como tú, desoladamente románticos; tan-to, que no altó quien por semejante debilidad

se burlara de mí; más por tres razones no mearrepiento ni reniego de aquellos pobres poe-mas:

Una razón temperamental: que me daba lagana escribirlos, porque estaba yo en la edad

forida de los deseos incontenibles; y la poesía,como el amor, es necesidad imperiosa en la ado-lescencia, saludable deporte en la juventud, ymanía detestable en la madurez.

Una razón extralógica: que le encantaban a

aquella mujer, y, como el amor, la poesía sólopuede hacerse en unción de una mujer, si ereshombre, o de un hombre si eres pederasta, o delpaisaje si eres onanista.

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Y una razón histórica: que el tono de mispoemas era el tono de la época; los jóvenes can-

taban canciones en que alternativamente juga-ban o rompían “el bacará de su tristeza”; lasseñoritas exhibían en paños menores la “misti-cación de sus quimeras”; los lósoos rezuma-ban la nostalgia de una vida más bella y hasta

los asesinos más protervos y hasta los unciona-rios más ladrones y desaprensivos, en ratos deabandono, musitaban al oído de sus queridas,queridos o secretarios particulares: no crea us-ted, en el ondo, yo soy un sentimental…

Qué más que yo lo uese, qué más que den-tro de la rígida estructura de hierro y de concretoen que me tocó vivir, añorara el rococó novecen-tista; que más que soñara escribir con mi propiasangre una apasionada biograía que oponer a la

escueta hoja de servicios que la administraciónpública me coneccionó, porque también —y deesto sí me arrepiento como de mis pecados— uiburócrata; sobre los escritorios de un ministerio se

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me desvió el hombro izquierdo, adquirí unadesenrenada ación al trámite y realicé absolu-

tamente a conciencia el mínimum ético de todoempleado público, esto es: cumplí con mi deber,aspiré a un ascenso, y, llegado el caso, protestélas seguridades de mi más distinguida considera-ción...

Irapuato…

—Mi coronel, perdone que interrumpa su blan-do sueño, pero sólo tenemos veinte minutos para

cenar; además, según recuerdo, quería ustedcomprar resas; me parece muy bien que lleveusted una canasta de resas a la amilia; las a-milias agradecen siempre estos regalitos; sí, lleveusted a su mujer resas de Irapuato o cajetas de

Celaya, eso es barato y conmovedor... Desgra-ciadamente, el auge de los quick-lunchs y la de-testable educación culinaria de las taquígraasestán minando los cimientos de esa venerable

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institución que nuestros abuelos se complacíanen llamar amilia... Y a propósito... ¿Cuántos

tiene usted de amilia, mi coronel? ¿seis? ¡Québarbaridad!... ¡Ah! Si yo tuviera amilia, otrogallo me cantara; el motivo principal de la acen-drada melancolía que usted me reprocha a ve-ces, es ése, la nostalgia de un hogar, de un sweet-

home, como dicen en los Estados Unidos; debeser muy dulce desvelarse oyendo llorar a un bei-bi, como dicen en los Estados Unidos, aunquea mí, si he de ser ranco, me disgustan los niñosporque hablan el español como los chinos; debe

ser altamente satisactorio suscitar los celos dela propia consorte; debe ser delicioso arontar laraternidad postiza de los cuñados, y la conten-ciosa patria potestad de los suegros...

Por Navidad, especialmente, se me despier-

ta un anhelo atroz de vivir en amilia disru-tando goces tranquilos: la cristalería brillandoen la mesa y yo en pantufas y una esposa eay gruesa pero abnegada, sonando los mocos a

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los niños. Desdichadamente, mi coronel, pareceque no nací para eso; desconozco en absoluto la

pequeña y dulce ciencia de colgar cuadritos enla pared; como experiencia prematrimonial qui-se mantener a un gato y se me murió de hambrey una mujer con la que pretendí desposarme, seexcusó diciendo que era yo un hombre de la ca-

lle; imagínese usted, un hombre de la calle comoSócrates, como Gabriela Mistral...

Hipólito Buelna incrusta un ajo entre los bos-tezos, y en el acto ronca otra vez, camino de lacapital.

Cansancio del viaje, noche sin sueño, lividezhelada del amanecer, desolación en la pradera,de la pradera interminable; postura y aposturagrotesca de los pasajeros dormidos, olor nau-seabundo del vagón, coro de ronquidos bes-

tiales, llanto de una criatura, asco, vacío, ascoy, fotando en una viscosa somnolencia, comocorchos a la deriva, aquella rase de aquel brin-dis que pronunció aquel diputado en el ban-

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quete aquel: “...el país ha entrado en un ran-co periodo de institucionalidad...” y el estribillo

de aquella canción que cantó aquel trovador enaquella serenata que aquellos estudiantes dierona la muchacha aquella: “Me importa madre quetú…”, y cierto grito que cierto señor de calcetínblanco y choclos amarillos lanzó cierta vez en

cierto baile: “Hey... amilia... danzón dedicadoa Juanita la lloviznita...” y el traqueteo de lasruedas del tren y el cerebro repitiendo irónica,isócronamente: institucionalidad… institucio-nalidad... institucionalidad... madre... madre...

madre... lloviznita... lloviznita... lloviznita...Morir... dormir... Proesional del adiós, ex-

perto en hastaluegos, muy más triste que la des-pedida ue siempre para mí el retorno; cuántasveces salí de mi casa, ahíto de esperanzas y ávido

de paisaje; cuántas veces me despedí de las cosasamiliares con la alegría de quien abandona unlastre y cuántas veces caí de nuevo en lo con-suetudinario como en una cárcel, cuántas veces

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volví de mis andanzas repitiendo tristemente elrotundo dístico de Giraudoux:

¿Quieres descubrir el mundo...?Cierra los ojos...Pues en verdad no hay París, ni Estambul, ni

Nueva York que supere a las ciudades que pornuestra cuenta y riesgo edicamos...

—Teoloyucan... Tlalnepantla... Tacuba...—Señores, por avor, sus boletos para Mé-

xico...

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Donde se verá que la vida en la capitalno es tan turbulenta como piensan

los provincianos, ni tan sosegadacomo las cónyuges

de los metropolitanos quisieran

—Tiene razón aquel señor que nos decía la otranoche con persistente gangueo y ademán de di-rector de orquesta: “Como arma no sé quién,el estado que las personas provectas acostum-bran añorar bajo el nombre de juventud, sólo

es plausible en las prostitutas y en los caballosde carrera”. Tienen razón las leyes de la repúbli-ca que no conceden validez jurídica a los actosque los jovenzuelos concluyen antes de cumplirveintiún años; todos los muchachos que ayer a

mediodía comenzaron con nosotros esta baca-nal...

—Perdone, licenciado, usted que sabe grie-go, dígame ¿de dónde viene bacanal?

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—Mire, Baldomero, ba-ca-nal no viene pro-piamente del griego; si usted tiene cierto espíritu

de observación y se ha jado en los tangos ar-gentinos, recordará que usan con bastante re-cuencia este giro: me tiré a la bacana... te tirastea la bacana... se tiró a la bacana, etc.; ahora bien,reere la leyenda que había una vez en Buenos

Aires una mujer maravillosamente bella a la quellamaban, no se sabe por qué, la Bacana; ahorabien...

Pues como le iba diciendo, coronel, todos losjóvenes que comenzaron ayer con nosotros este

pequeño agasajo, están a estas horas ahogadosde borrachos o durmiendo con una mujer, locual quiere decir que juventud signica debili-dad, puesto que los susodichos jóvenes no hansabido resistir ni al alcohol ni a la tentación.

—Hombre, no; lo que pasa es que a los jó-venes les pegan en sus casas; la amilia es unatemible institución y por lo que respecta al mitode la juventud y de la rebeldía juvenil...

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—Pues de cualquier manera, coronel, los jó-venes se ueron; vea usted en cambio al pintor,

vea usted al ingeniero soportando la juerga a pe-sar de sus años, con una ortaleza y una sereni-dad verdaderamente dóricas.

—¿Dóricas…?—Dóricas…

Hipólito Buelna ríe de este, para él, inusita-do gentilicio; Hipólito Buelna que ha sido, entreotras cosas, uncionario público y padece comotodos nuestros uncionarios el plausible —¡ay!—aunque tardío anhelo de instruirse o, como él

dice, de limarse, saca del bolsillo un lápiz y unvoluminoso vademécum o memorándum, en elque consigna las palabras que oye por primeravez en la vida, y, mojando el índice con saliva yvolteando las hojas femáticamente, llega por n

a la página cuatrocientos sesenta y ocho en laque escribe con orgullo y mala letra el famantevocablo: Dóricas...

Y entre tanto su interlocutor prosigue:

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—Cuando más, al ingeniero le da por can-tar famenco, cuando más, al pintor se le ocurre

pronunciar arengas, alegando que su verdaderavocación está en la tribuna, y que si no triunóen la tribuna ue porque jamás le permitieronsubir a ella; en cuanto a mí, tengo la pretensiónde ser uno de los mejores bebedores de la repú-

blica, aquí está Meche que puede atestiguarlo,cierta Semana Santa...

La niña Mercedes —Meche— ostenta porhoy la sonrisa más deportiva y alegre de la tem-porada; sus dientes son exactamente como dijo

el poeta: perlas del luminoso oriente; usa los ojosen consonancia con el cabello: brillantes y casta-ños, y la cabellera en consonancia con los ojos:undívaga y sedeña.

—Meche, a mi vez puedo atestiguarlo, no es

testigo de cosas alsas; si usted uera buen be-bedor no lo estaría proclamando, pues sólo esborracho de veras el que sabe ocultar su borra-chera, como sólo es inteligente el que tiene el

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pudor de disimular su inteligencia; en cuanto austed, Meche, quisiera aprovechar esta opor-

tunidad para preguntarle si ha llorado algunavez, porque tengo noticia de que ignora usteden absoluto ese eo arte; pero que no obstante,hay una cosa en el mundo que la hace derramarcopiosísimas lágrimas, y es el panorama que se

divisa desde su balcón...—¿El panorama? ¿Cuál panorama?—¡Ah!, pues el panorama. Dicen que desde

su balcón se divisa un corral y en medio un ár-bol seco y más lejos un cobertizo de lámina gris

y mucho más lejos un viejo campanario sin cam-panas y muchísimo más lejos una serranía azul,azul, y a veces también una luna amarilla, ama-rilla, amarilla...

—¡Caray! Licenciado, lo que son las cosas...

—De ser verdad, Meche, eso acusa en usteduna sensibilidad que me hace amarla; aunque yade antemano la amaba, porque cuando ríe, losojos se le vuelven dos crucecitas...

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—¿Dos crucecitas?—Sí, dos crucecitas como los ojos de Mutt 

and Je ...—¡Caray! Licenciado, para que vea usted lo

que son las cosas, yo que pensaba que así comode Brumel se deriva bloomer...

—No crea, Meche, no es cuestión de copas

ni ociosa curiosidad la mía, pero quisiera sabercómo se le hacen los ojos cuando llora; es unaduda que me ha desvelado noches enteras; exis-ten, se habrá usted dado cuenta, existen proble-mas mínimos que desvelan; por ejemplo: ¿se ha

puesto usted a pensar alguna vez qué haría unhombre tan pequeñito, tan pequeñito que parasubir al suelo tuviera que saltar? ¿Se ha puestousted a pensar alguna vez cómo puede un hom-bre normal resolverse a ser agente de inhumacio-

nes? ¿En qué preciso momento, con qué motivopuede despertarse en uno semejante vocación?¿Se ha jado usted cómo en los ensueños nuncaencuentra uno sillas en qué sentarse?

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Esta última circunstancia, según recuerdo,provocaba largos y dolorosos insomnios a mi

condiscípulo José Antonio que hace diez añosvive en París, diciendo que es pintor y esperandoque alguien le demuestre lo contrario...

—¡París!...—¡Oh! París...

—Cuando París era París...—¡Ay! Quién estuviera en París...—Pues en París, joven amigo, lo mismo que

aquí, lo mismo que en cualquier parte del an-cho mundo, si es usted gente que sepa divertir-

se se divierte, y si no, se aburre. ¿Qué ciudadgaya y placentera hubiera divertido al dispépti-co y ya diunto señor Rockeeller o a los archi-millonarios proletarios que nos han dado paz ylibertad? ¿Qué páramo, por espantoso que sea,

podrá apagar la carcajada renética de nuestrocomún amigo el coronel Buelna? ¿Qué yermopodría extinguir la alegría inextinguible que lle-va dentro la niña Mercedes...?

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—¡París!... Una mañana, casi de madruga-da, llegué a París; el agua de un cielo turbio caía

monótona y monocroma sobre un París negro ymaloliente; busquemos, dije, al camarada JoséAntonio; y recorriendo calles en busca del su-sodicho camarada, sentí que me invadía pocoa poco la más grata sorpresa, la sorpresa de no

sentir emoción alguna rente al tantos años aca-riciado, algunas veces galvanizado y en ocasio-nes rerigerado sueño, hecho ya en ese momen-to, realidad: ¡París!...

Luego, en el hotel, ¿para qué salir a la calle?

Llueve y no vale la pena salir a mojarse paracontemplar casas y gente, porque casas y gente lashay hasta en la patria más miserable, y a mi regre-so, en la mía, Dios mediante, las veré… En cambio,aquí en el hotel, al despertar, José Antonio me rela-

ta invariablemente, de las tres de la tarde a las ochode la noche, su pesadilla de la mañana anterior.

“Era yo pequeño como una liendre y me per-dí entre las arrugas de una hoja de papel…

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Visitaba yo las ciudades portentosas de Cí-bola y Quivira colgado de las barbas de Álvar

Núñez Cabeza de Vaca...Era yo, por parte de madre, sobrino del Pa-

dre Eterno, pero una vez…”Una hora de silencio y a las nueve de la no-

che José Antonio arreglándose la corbata, me

decía: salgamos a la calle a comer algo.Otra hora de silencio y a las diez de la noche

saltamos y no comíamos, pero bebíamos hastael amanecer, rente a la sonrisa renadamenterancesa de las prostitutas, y José Antonio, tar-

tamudo, mareado y conmovido, me decía:—Nunca te haré el agravio, querido Baldome-

ro, de llevarte a visitar museos o edicios, tampocote oenderé nunca llevándote a visitar la tumba deNapoleón; haz examen de conciencia y dime since-

ramente si te interesaron alguna vez las artes plás-ticas; dime si no te parecieron más bellos los pala-cios y las catedrales en tarjeta postal; acuérdate detus más remotas amistades, y dime con lealtad si

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conociste alguna vez a un tipo llamado Bonaparte.Iremos en cambio a los mercados a comer caraco-

les, como en otro tiempo íbamos de madrugada acomer mondongo a Santiago Tlatelolco...

Y al amanecer, más conmovido aún y menostartamudo y más borracho:

—Cuánto te envidio, Baldomero, pronto co-

merás mondongo; pronto abandonarás este mun-do mezquino y atormentado, este continente deesclavos; pronto vivirás otra vez la vida esplén-dida de América; espléndida, porque sólo allápueden correr los ojos desenrenadamente sobre

la llanura ilimitada, ondulante, huidiza; esplén-dida, porque sólo allá puedes brincar triunal-mente desde el abigeato hasta la presidencia dela república, y viceversa; espléndida, porque sóloallá pueden orjarse sin ahorro ni previsión, or-

tunas bastantes para comprar la honorabilidadde un continente; espléndida, porque sólo allá esposible romper los espejos de las tabernas me-diante un módico estipendio; porque solamente

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allá puedes, sin desdoro alguno, golpear a losgendarmes y mearte en las buenas costumbres;

espléndida porque solamente allá se disruta ladiaria, personal, amplia, anárquica y anonimís-tica libertad, porque solamente allá se hicieronlas leyes precisamente para violarlas... París... yen cuanto al placer...

—En cuanto al placer, señores, en cuanto alplacer, ¡el pintor tiene ganas de cenar! ¿Algunode ustedes podría recomendarnos algún restau-rante económico y decente?

—¿Usted se va, licenciado? ¿Pero por qué,

si apenas son las dos de la mañana? ¿Su mu-jer? ¡Oh! Una mentira piadosa lo arregla todo.Es verdad, las mujeres nunca pueden entenderque un grupo de amigos se pase la noche, comoahora nosotros, jugando al dominó, bebiendo

amontillado y discutiendo de toros, de política yde otras artes; pero de eso ni usted, ni nosotrostenemos la culpa, señor licenciado; por lo demás,abundamos en su misma opinión, las mujeres

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sólo resultan deseables en muy escasos momen-tos y lo único malo estriba en que esos escasos

momentos son precisamente los más trascenden-tales de la vida; pero de cualquier manera, licen-ciado, usted es muy joven y la juventud autorizaciertos esparcimientos.

¿Lo hace usted sólo por evitarse enojosas

discusiones? Pero licenciado, ¿es usted capazde discutir con su mujer? Como decía muy bienun diputado, compadre de mi coronel Buelna,a la mujer, como al indio, hay que darle la ra-zón aunque no la tenga, pero eso sí, no hay que

darle sino la razón monda y lironda; ¿que el in-dio quiere tierras?, pero hombre, para qué si yale dimos la razón; ¿que la mujer quiere alhajas,vestidos, etc.?, pero mujer, para qué, si ya tienesla razón... de manera es que insistimos, licencia-

do, acompáñenos, que una mentira piadosa loarregla todo, ¿no es verdad, coronel Buelna?

¿Que si no cree la verdad, menos creerá lamentira? ¡Oh! es que una mentira no se dice

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para que la crean, sino únicamente para llenarel trámite, y un hombre de la imaginación de us-

ted, licenciado, puede coneccionar muy bellas yútiles mentiras.

—Mira, Manolo, cerveza para todos... ¡Ah! No,

Manolo; mira, mi coronel Buelna toma coñac;antes tomaba mezcal, pero ahora —pues paraqué peleamos—, preere el coñac...

—¿Quién es aquel señor despampanante-mente ataviado?

—No sé, mi coronel, pero si usted se empe-ña, puedo presentarlo con él; tengo entendidoque es un obrero organizado... ¡Ah! ya lo creoque trae buenos anillos, pero...

—Mire, artista, sea usted muy servido de de-

jar en paz al obrero organizado y vaya a traerseaquellas dos muchachitas que están solas y pa-recen estar muy aburridas, pues según entiendo,aquí hemos venido a divertimos...

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—Cierto, no hay que meterse en vidas aje-nas, pero un hombre público, lo mismo que una

mujer pública...—Mire, artista, deje en paz a los hombres pú-

blicos, y ya que habla de mujeres públicas, vá-yase a traer a aquellas dos muchachitas... ¿ustedno es mi alcahuete? ¡Hombre!, artista, qué más

quisiera usted, pero de cualquier manera, aque-llas dos muchachitas… ¡Caray!, artista, yo nohe querido oenderlo, pero de cualquier manera.

El vaho azulenco de la gasolina comienza a des-alojar de las calles eso que Ramón López Velar-de, con singular olato, llamó “el santo olor dela panadería”; los magnates de la banca, del co-mercio y de la política, seguros ya del porvenir de

su tribu, hasta la décima generación, roncan conestruendo y placidez en alcobas horrendamentesuntuosas, en tanto que los tristes malhechoresal pormenor regresan a sus pocilgas desvelados

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y hambrientos, después de arriesgar inútilmentela libertad o la existencia entre las sombras de la

pérda noche; las vírgenes de buena amilia in-cuban entre las sábanas su postrimer ensueño, ylas putuelas mercenarias, junto al macho brutalsienten, al peso de la madrugada, las primeraspunzaduras de la sílis o de la tuberculosis; y

el sol, sudoroso gañán, se despereza y barnizaoblicuamente de amarillo canario los cimborriosde las iglesias, mientras las chimeneas de bañosy panaderías hacen ostensible poco a poco suluengo y parsimonioso penacho de humo en la

atmósera sucia de las cinco de la mañana.Entonces, nos despedimos aectuosamente el

pintor, el coronel Buelna y yo, después de quemi coronel y el pintor hubieron dirimido, en unpequeño match a seis rounds, humos de juerga,

motivos nimios y discrepancias de criterio.

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En este capítulo intervieneen una forma incidental,

pero importante, el por unos bendecidoy por otros vituperado amor

A veces sure uno porque se le despega la sue-

la del zapato, porque se le rompe el pantalón oporque entre todos los hijos de los hombres sóloel nuestro —desdichado— no tiene un juguetepara jugar o un dulce que llevarse a la boca; yestos dolores, no por ser pequeños, dejan de ser

grandes...Pero como dijo el diputado Anguiano en aquel

memorable discurso que pronunció en ocasiónde las estas patrias, encaramado en el kioscode música de la plaza principal de Indaparapeo,

como dijo el diputado Anguiano, ¿recuerda us-ted?: “hay que hacer caso omiso de todas aque-llas cuestiones que no constituyen un problemanacional”.

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No se desmoralice, pues, mi coronel, que eneste mundo no hay cosas irremediables salvo la

muerte, y eso porque la muerte es, en cambio, elremedio supremo... Alguien dijo al rey Midas:lo mejor para el hombre sería no haber nacido,pero una vez que nacimos hay que vivir y quemorir cuanto antes…

—¿Quién es el rey Midas...?—Pues no lo conocí personalmente, mi coro-

nel, pero de todas maneras mientras nos quedela vida nada habremos perdido, y si la perdemos¿qué nos importan ya las cosas de la vida? Y si

no la perdemos, repito, nada habremos perdido,mi coronel, puesto que aún tenemos la vida.

Lo peor que puede sucedemos es morir, perouna vez muertos, mi coronel, ¿qué nos importanya la vida y la muerte? Y mientras la muerte no

llegue, ¿qué cosa peor que morir puede sucede-mos en la vida?

No se preocupe, pues, y mucho menos porcuestiones de dinero, que en esta tierra bendita,

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hambre nadie padece, y las cuestiones de dinero,si tiene usted dinero, se arreglan con dinero; y si

no tiene dinero, se arreglan sin dinero; provisio-nalmente, mande al carajo sus compromisos, yno pierda la línea, pues más vale ser ladrón quelimosnero; tome las cosas de donde las haya, y nopida ni llore a nadie; que el hombre que pretende

guarecerse de la lluvia bajo los árboles, mi coro-nel, se moja dos veces, primero con el agua de lalluvia, y después con el agua de los árboles…

Aquí donde usted me ve, yo iba para licen-ciado que volaba, y en los libros aprendí muchas

cosas, entre otras ésta, mi coronel, que el que notiene derechos tampoco tiene obligaciones.

Nada debemos a nadie, la poca alegría de quehemos disrutado siempre la pusimos nosotros,porque la vida, a lo que parece, se ha propuesto

regarnos de un hilo; y si no, dígame usted micoronel, ¿qué le dieron los amigos, sino desenga-ños?, ¿qué le dieron sus queridas, sino disgustos?,¿qué le dieron los cantineros, sino venenos?, ¿qué

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le dio a usted su mujer, sino hijos?, ¿y qué le da-rán sus hijos, sino nietos?, ¿y qué le darán sus

nietos, sino biznietos?... Y ni quejarse es bueno,porque demasiado sabemos que el encino no hade dar sino bellotas.

Pero no se desmoralice, mi coronel, que us-ted tiene madera de político de éxito, hombre

de triuno, y algún día, pronto tal vez, le llegará suturno... ¡Ah! Yo quisiera tener esa noción primariade las cosas, esa avidez de todo, esa acilidad paraolvidar injurias y para recordar onomásticos, esecertero instinto predatorio, esa sordera que le per-

mite a usted no escuchar lo que no quiere, mi co-ronel, porque con todas esas cosas tendría yo au-tomóvil, queridas, dinero y a media república bajomis plantas, aunque el automóvil sólo me sirvierapara encandilar muchachitas idiotas; las queridas

para solaz de mis amigos, y el dinero para hacermependejo solo creyéndome muy rico.

Ésta es la primera vez que no le oigo reír, éstaes la primera vez que le veo allar por pequeñas

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cuestiones de crédito que guardar y honra quemantener; como luego dicen: la mejor mula se me

está echando, y usted, mi coronel, se me está vol-viendo purpurino o puritano, que no sé a puntojo cómo se dice; se me está volviendo puritanoo purpurino cuando menos debe hacerlo.

Recuerde aquel dicho que dice que el cabrón

siempre es cabrón y el chivo hasta cierto punto;que el borrego es agachón y el pobre lo es todojunto: chivo, borrego y cabrón. Hay que salirde pobres, porque estamos ya en la edad en quenada se consigue sin dinero y, como dijo Lerdo,

mi coronel: ahora o nunca...El cartelito de abigeo, tahúr y contraban-

dista, que, sin merecerlo, conquistó usted en larontera, ya ni Dios Padre se lo quitará de enci-ma, pero cuando sea usted poderoso, nadie osa-

rá echárselo en cara; aproveche pues la opor-tunidad que le brindan para irse arriba y no seande con remilgos, que si va usted escarbandoen el pedigree de cada amilia prócer —de las de

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antes y de las de hoy—, se encontrará con queel undador ue siempre un abigeo, un estaador,

un gángster, un alcahuete, un cómico de la legua,una puta de postín o un abogado de prestigio.

Sea usted el undador de una casa ilustre, seausted la primera piedra, dicho sea sin oenderlo,de una rancia estirpe; que mañana, mi coronel,

luzca su egie venerable en el salón de recep-ciones de sus biznietos, que ya para entonces,en la nariz de su egie venerable nadie encontra-rá las rojeces que dejaron el tequila de Jalisco, elmezcal de Oaxaca, la charanda de Michoacán,

el sotol de Chihuahua, el bacanora de Sonora, elresacao de Guerrero, el tepemete de Durango, elnanche de Veracruz, el pinos de Zacatecas, el ce-rro prieto de San Luis, el periqueño de Sinaloa, elxtabentún de Yucatán y los chumiates de Toluca.

Funde usted una casa ilustre, mi coronel, quedesde hoy le propongo para ella esta divisa uer-te y altanera: vale verga hacer zapatos —valemás comprarlos hechos...

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A caballo dado no se le ve colmillo, acep-te usted sin regatear la comisioncita que le dan,

que si la cumple con ecacia se le abrirán, ipsoacto, todas las puertas que hasta hoy se le hancerrado. ¿Quiere usted llevar una vida ejemplara estas alturas? Pues yo le garantizo que mientrasvayamos como hemos ido siempre, racasando

sin truco, de pueblo en pueblo, ni sus propioshijos le agradecerán el ejemplo.

¿No quiere usted salir de México? ¿Esa mu-chachita? ¿Su taquígraa? ¡Ah! Sí; bastante gua-pa, pero permítame que le repita lo que usted

me dijo hace año y medio, cuando nos encontra-mos en aquel cabaretucho de mala muerte, pocoantes de salir para Sonora: todavía me suena enlos oídos la carcajada que soltó usted cuando leconesé que yo no quería salir de México porque

estaba enamorado... ¡Ah! Mi coronel, parecementira que a su edad. Parece mentira que unaliebre corrida como usted… Conque enamora-do a los cuarenta y cinco años... ja... ja... ja…

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Ridículo, mi coronel, tan ridículo como si ahorase le uera ocurriendo a usted hacerse utbolis-

ta… ¿Conque pretende usted volver a casarse?¿No? Ja... ja... ja… Permítame que me ría, y per-mítame que le dé un buen consejo.

Ya que enviudó usted, ya que Dios le hizo lamerced de quitarle a esa excelente señora que

ue su esposa, respete la voluntad divina, perma-nezca viudo y aproveche la circunstancia; que lamujer, por buena que sea, no deja de ser un lastrepara el hombre de aspiraciones. Y no se vuelvaa casar. Ya sé que su perro vicio son las muje-

res, y ahora a mí me toca hacerle el orecimientoque me hizo usted hace año y medio: ¿cuántasquiere? Dígame nada más la pinta, y yo se lasconsigo; porque además, en esto como en todo,debemos ser consecuentes con los principios so-

cialistas por los que hemos venido propugnandodesde hace quince años.

No sabe usted, mi coronel, lo molesto y hu-millante que resulta para el conglomerado social

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la pública, pacíca y no interrumpida posesiónde una sola y única mujer, por un solo y único

individuo... ¡Oh! El día en que todas las mujeressean de todos... “E pluribus unum - in God we

trust ”, como dice la leyenda de los dólares...Y no me alegue usted la razón clásica: mis

hijos necesitan el calor de un hogar. Los niños,

mi coronel, solamente deben interesar al Estadoen vista de las posibilidades que encierran; si dehombres realizan las posibilidades que encerra-ban cuando niños, nos interesa el hombre y no elniño; si de hombres no realizan las posibilidades

que encerraban cuando niños, entonces, mi co-ronel, no nos interesa ni el niño ni el hombre; ypara que el niño se realice, hay que dejarlo libre,libre sobre todo de esos morbosos problemas deternura y amor lial tan caros a nuestros ma-

yores. ¿Para qué quiere usted, mi coronel, quesus hijos le amen? ¿Para qué necesitan sus hijosque usted les ame? Provea a la alimentación deesos muchachos en orma competente y no se

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emocione, que la emoción es el peor enemigode las grandes empresas: de la guerra, del co-

mercio, de la industria, de la política y de todoaquello que requiere eso que don Carlos Pereyrallamaba alma sin alma y que en mi tierra, conmás sustancioso criterio, llaman huevos.

Una de las causas —la principal quizá— de

que nuestro Pancho Villa diera dado y a la pos-tre no convenciera sino a los turistas, consistióen que nuestro Pancho Villa, al igual que las se-ñoritas quedadas, los niños consentidos, y losasesinos madrugadores, era cobarde y sentimen-

tal, irascible y llorón... y como usted, mi coro-nel, tenía el perro vicio de las mujeres.

¿Conque la muchachita esa, no? Claro queen lo tocante a piernas no anda mal la mocosa,es además una chica excelente, sin más deecto

que una madre anciana y una desmesurada va-nidad que sostener. Desde luego no sería usted elprimer uncionario que se casara con su taquí-graa, pero no creo que haya necesidad de recu-

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rrir a tal extremo. Ocurre que como dicen losclásicos, está usted conundiendo el amor con las

ganas de olgar, que esa muchachita se ha dadocuenta de ello y por eso le está poniendo las pe-ras a veinticinco; pero si usted me autoriza, yotrataré de convencerla de que un uncionario delimpios antecedentes socialistas como usted, no

puede, sin grave detrimento de su prestigio polí-tico, incurrir en vicios tan notoriamente burgue-ses como undar un hogar, comprar un radio opagar a sus acreedores.

Por lo demás, éstas son cuestiones en las que

yo, por más adicto amigo y el servidor que seade usted, no quisiera inmiscuirme; usted sabe sucuento, si está por el casorio, cásese, pero le ga-rantizo que en cuanto sea usted gente y esa niñase percate de ello, en cuanto asegure su posición

cerca de usted, le dará por adquirir notoriedad;en cuanto se dé cuenta de que lo tiene a ustedcogido por el sexo, se pondrá sistemáticamenteen plan de neurastenia superior y para distraerse

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le dará por patrocinar, a costa de usted natural-mente, sociedades de benecencia, por organi-

zar estecitas sociales, por jugar jueguitos aris-tocráticos, por practicar gimnasia sueca, lésbicao del país con sus amiguitas, por enamorarse decualquier pendejete esnob y, en n, ponerlo austed en evidencia ante los ojos de nuestros co-

rreligionarios y amigos...¿Qué quiere decir esnob...? Hoy en la noche

veo en el diccionario y mañana le inormo a us-ted, mi coronel...

Pero desde luego, nada de eso sería bochor-

noso para usted puesto que siendo usted un hom-bre a carta cabal tendría, por denición, que sercornudo. Y no se extrañe ni se oenda, su ídolo,el inmenso Bonaparte, ue, sin menoscabo de suama, el más estupendo cabrón. Llegado el caso

podría yo orecer a usted para su consuelo otrosmuchos ejemplos además del de Napoleón y, porsi acaso no uera bastante, podría orecerle tam-bién una bien sentada jurisprudencia: “el que no

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es cabrón no es hombre”; “no es deecto ser ca-brón cuando la mujer es puta”; “desde nuestro

padre Adán hasta los santos varones todititosson cabrones y los que no son, serán...”, etc., etc.

Es verdad que la muchachita vale la pena,como ha observado usted muy bien, tiene ungran temperamento, pero si se casa usted con

ella, lleva usted el riesgo de adquirir —como di-cen los juristas— la nuda propiedad pero no elusuructo de ese temperamento. No sé dónde leí,mi coronel, que las mujeres son como los violi-nes, que no cualquier idiota las hace vibrar.

Los hombres serios, los hombres consagra-dos a una alta misión, los hombres a quienestodo el mundo tiene interés en engañar, debendarse por engañados de antemano y procederen consecuencia... Como decía el risueño y ge-

neroso Manco de Celaya: no hay general queresista un cañonazo de cincuenta mil pesos, nimujer que resista un automóvil. Obséquiele us-ted a esa muchacha un packard y una casita;

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duerma usted con ella tres o cuatro veces en esacasita; mande usted a buscar al novio o amante

desdeñado, reconcílielos y cáselos, sea usted elpadrino de la boda, hágale a la eliz pareja unregalo decoroso en numerario, mueva usted susinfuencias y consígale a él un honesto modus vi-vendi, y, déjelos en paz, que ellos le vivirán eter-

namente agradecidos y usted quedará satisechodel pasado y tranquilo para el porvenir...

No quisiera yo verlo, mi coronel, distraídode sus graves deberes políticos por una mujer,permítame que le diga, abusando de la conan-

za que usted me dispensa, que eso es ridículoy peligroso, sobre todo a su edad, sobre todocuando está usted a punto de conquistarse unaenvidiable posición...

Y hablando de cosas más serias, siga usted

mi consejo, acepte la comisioncita que le ore-cen, que ése puede ser el primer escalón de sugrandeza... ¿qué porvenir le espera en ese empleí-llo que ahora tiene? Hay que mirar adelante, mi

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coronel, a pesar de nuestras convicciones debe-mos tener en cuenta que el dinero sigue siendo el

amo del mundo y, como decía yo antes, estamosya en edad en que nada se nos da gratuitamente.Ya que no tenemos madera de mártires, ni ta-maños para renunciar a todo, tengamos porlo menos la necesaria enjundia para conseguirlo

todo a cualquier costa... y vámonos de aquí, vá-monos de esta ciudad cuya dulzura nos está ae-minando, vámonos a donde haya que pelear conlos hombres o con las eras, con los elementoso con nosotros mismos; vámonos a donde no

haya mujeres que ya sabe usted, mi coronel, quelas mujeres, como el tomate, le quitan la uerzaal chile...

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En donde se verá cómo el atildadolicenciado Don Estanislado Maldonado

abrió al coronel Buelna, y por endea un servidor, las puertasdel hermético porvenir

El atildado licenciado don Estanislado Maldona-do, jee del Departamento de llagas, hecatombesy conmemoraciones, me recibe con la mundanadisplicencia de quien vio la luz en Tecamachalcoy mamó —honni soit qui mal y pense— la edu-

cación en Oxord o en la Sorbona.—Señor licenciado —dije—, vengo de par-

te de mi coronel Buelna para ultimar con ustedlos detalles del asunto aquel de la concesioncita...

El atildado licenciado cruza la pierna, se

arregla la raya del pantalón, se lima cuidado-samente la uña del dedo meñique de la manoizquierda, sopla levemente sobre la menciona-da uña del reerido dedo de la susodicha mano,

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sigue con la vista el vuelo precario de una mosca,me ve como si acabara de descubrirme y dice:

—Pero ¿por qué no se sienta usted, joven?Y luego, dirigiéndose a la taquígraa:—Chabela, dígale a Felipe el ujier que si vie-

ne a buscarme la señorita rubia y delgada quevino el otro día, la haga pasar en el acto... con-

que ¿decía usted, joven...?—Vengo, señor licenciado, de parte de mi

coronel Buelna para tratar el asuntito aquel dela concesión...

—Ah sí, es verdad, dígale al coronel Buelna

que... Mire Chabela, dígale a Felipe que si vienea buscarme una señora gorda y morena le digaque estoy en acuerdo con el ministro... Caray jo-ven, a veces se le amontona a uno el quehacer...conque ¿decía usted?...

—Vengo de parte del coronel Buelna, señorlicenciado, para tratar con usted el asuntito aquelde la concesioncita...

El atildado licenciado mira con ojos absor-

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tos el cordón del transparente que, a impulsosdel viento, se balancea en el viento, se balancea

en el vano de la ventana; el atildado licenciadomira con ojos más absortos aún el puntito deluz que un rayo de sol, entrando por la ventana,pone en el latón de una escupidera; el atildadolicenciado mira con ojos mucho menos absortos

la eliz combinación que orman los zapatos dela taquígraa con las medias de la misma y lasmedias de la misma con las piernas de la taquí-graa; el atildado licenciado eectúa, en suma,eso que en jerga de tauromaquia se llama: des-

parramar la vista... y el atildado licenciado medice, al n:

—Mire, joven, me dispensa, pero no podríaen estos momentos tratar ese asunto con la am-plitud que requiere; no hay nada peor que las

ocinas públicas para tratar los asuntos ocia-les, de manera es que tenga la bondad de decir alcoronel Buelna que mañana, si gusta, lo espero alas dos de la tarde en La Fama Italiana para to-

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mar el aperitivo y charlar de este negocio... ¡ah!Y a ver si comemos juntos... ¡ah! y si usted quiere

acompañarnos, joven, tendría yo mucho gusto

—Desde luego, coronel, yo no pretendo queel asuntito este sea absolutamente limpio, pero

tampoco es absolutamente sucio, además nospuede dejar algún dinero y váyase lo uno por lootro.

—¿…?—¡Ah! Sí, desde luego, quiero que usted se

encargue de él, no porque yo tenga miedo de sa-lirle al toro; pero, como usted debe comprender,mi situación social y política me impide por elmomento aparecer como juez y parte en nego-cios de esta índole.

—¿…?—¡Oh! No tenga cuidado, coronel; es lástima

que usted no sepa historia, la erudición históri-ca ayuda mucho a quitarnos escrúpulos pende-

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jos, pero además no necesitamos saber historiapara darnos cuenta de la clase de tipos que son

nuestros más conspicuos contemporáneos; íje-se, por ejemplo, en aquel señor gordo suntuo-samente ataviado, que preside aquel comelitón;pues allí donde usted lo ve tan serio, es un señoromnipotente además de ser un pobre idiota; es

un señor que con su adiposa, paternal y enjo-yada mano reparte ceses y canonjías, conormea la vieja órmula aristotélica: a cada emplea-do según sus relaciones, y a cada mecanógraasegún sus gracias; aquel señor es el árbitro en

los destinos de la pequeña burocracia que, comousted sabe, constituye las tres cuartas partes denuestra población; aquel señor es, en suma, unalto uncionario y según parece está hoy de plá-cemes y ¿sabe usted por qué, coronel?, pues por-

que a creer lo que se arma, la inasequible Che-lito Montespán cayó al n en sus redes, como élllama, con bello euemismo, a esa parte de loshombres en que suelen caer las mujeres...

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Me contaron que el alto uncionario estuvoanoche a cenar con la Chelito; ue, naturalmen-

te, una cena íntima; el alto uncionario y ella es-tuvieron solos, es decir, en rigor no estuvieronsolos, pero como si lo hubieran estado, pues úni-camente les acompañó ese diablo de Cabreritaque conoce a tanta gente, que es tan divertido

y que sabe retirarse tan a tiempo...Pero como la elicidad no es completa si no se

comparte, hoy, en esta onda de medio pelo, el altouncionario —que maguer sus nalgas gigantescasse siente bohemio y sentimental— ha invitado a

comer a sus amigos para reerirles de sobremesao si preeren, entre platillo y platillo, la estupen-da aventura galante que corrió ayer. Cierto quela aristocrática Chelito recomendó al alto uncio-nario, como recomienda a todos sus amantes, la

más absoluta reserva, pero el hecho de que el altouncionario relate pormenorizadamente su aven-tura, no signica en modo alguno indiscreción,

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puesto que las catorce personas que usted ve a lamesa son, todas ellas, dis-cre-tí-si-mas...

Pues qué barbaridad, aunque ustedes no locrean, el uncionario no se presenta desde ayerpor su casa; apenas tuvo tiempo, hoy en la ma-ñana, para darse un baño turco, un masaje ypasar a la ocina precipitadamente a rmar el

acuerdo y a invitar a sus amigos a esta peque-ña convivialidad; pero es que esa amosa Che-lito, quién sabe qué se unta que materialmenteno puede uno desprenderse de ella; a su lado elalto uncionario no sintió correr las horas; toda

la noche estuvo encantadora, como es ella, a ra-tos inantil y a ratos complicada, con un algode Washington y cuatro de Nemrod, que diríaDarío; cantó, bailó, bailó desnuda, lloró e hizootras muchas cosas excelentes, y todo para él,

exclusivamente para él.¡Ah! Y también dijo versos, a los que es muy

acionada, e instó al alto uncionario para querecitara, a su vez, los que supiera, y el alto un-

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cionario deploró no recordar en ese momen-to unos muy apasionados y, aquí entre nos, un

poco uertes, que él mismo, el alto uncionario,compuso hace ya más de diez años a los senosturgentes de una mujer morena... pero otra vezsería; ya organizarían una estecita bohemia conguitarras, trovadores, poetas y todo...

—¿…?—Pues bien, coronel, ¿cree usted en la hon-

radez de ese tipo? Hace cinco años era un ine-liz que no tenía en qué caerse muerto, un pobrediablo que andaba a salto de mata, sableando

a todo mundo, y ahora, ya lo ve usted: brillan-tes en los dedos, en la corbata y hasta en la na-riz; automóviles de todas marcas; palacete en lasLomas; quinta en Cuernavaca, leonero en Aca-pulco; queridas rubias, morenas y entreveradas,

que si es cierto que se pitorrean de él a diestra ysiniestra, en cambio le cuestan un ojo de la cara,y todo ¿por qué, coronel?, ¿qué tiene ese tipoque no podamos tener nosotros y por qué no

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hemos de poder tener nosotros todo lo que tieneese tipo?

—¿…?—¿Cómo...? Ahorita vaya explicarle, coro-

nel; el mundo de hoy no es el mundo de antes,o mejor dicho, el mundo de hoy sigue siendo elmundo de antes; la gente de hoy, como la gente

de antes, se paga sobre todo de palabras que noentiende, por una palabra armamos una broncay después de la bronca venimos a caer en la cuen-ta de que la palabra por la que se armó la broncano quería decir lo que creíamos que quería decir.

No sé si se habrá usted jado que de prontouna teoría, una rase y hasta una palabra con-mueven al mundo; de pronto una teoría, unarase y hasta una palabra se lanzan a la circu-lación sin que nadie sepa de dónde salieron, ni

por qué ni para qué salieron; y la teoría, rase opalabra rueda, se propaga y crece como la clá-sica bola de nieve con la única dierencia de queen el caso de la bola de nieve, todo mundo sabe

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que se trata de una bola de nieve, pero en el casode la teoría, rase o palabra, nadie sabe nunca

de qué se trata.No sé, por ejemplo, si se habrá usted jado

que desde hace más de veinte años, los políticos,los periodistas, los estudiantes, etc., nos acata-rran con esta rasecita: la inquietud del momen-

to... por la inquietud del momento —una ra-se—, la romántica juventud de 1910 se lanzó ala conquista de otras dos rases: el suragio eec-tivo y la no reelección. Y nos aconteció lo queal tartamudo del cuento, que practicó durante

años y años la pronunciación de la palabra cine-matógrao y cuando logró decir correctamentecinematógrao, ya todo el mundo decía simple-mente cine; pues ahora resulta, que ya ni en lospaíses bárbaros, ni mucho menos en las nacio-

nes civilizadas, se usa el suragio eectivo y la noreelección.

Por la inquietud del momento, los campesi-nos de la república se lanzaron hace tiempo, u-

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sil en mano, a la deensa de este lema o rase:tierra y libertad. Han corrido los años, ha corri-

do la sangre y con excepción de algunos líderesaprovechados que acapararon la tierra y arro-jaron sobre los ingenuos agraristas la culpa dehorrendos crímenes, los campesinos seguirán,¿quién sabe hasta cuándo?, siendo esclavos de

una tierra que no es de ellos, y que cuando es deellos, no la pueden, no la saben o no la quierentrabajar. No se ha realizado, pues, el agrarismocomo lo soñó Zapata, aquel Quijote nostálgi-co y generoso, aquel aristócrata del sentimiento,

aquel hombre de la más na ley espiritual. Nose ha realizado el agrarismo —problema unda-mental de nuestra patria—, pero en cambio aho-ra sabemos —maravillosa rase— que al indiohay que darle la razón aunque no la tenga y que

—espléndido lema— la tierra debe ser —aunquenaturalmente no es— de quien la trabaja...

Cuando el atildado licenciado llegaba a estepunto de su peroración y mi coronel Buelna es-

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cuchaba casi dormido, Marta, la mesera de lin-dos ojos de venado, se acercó a nuestra mesa y

preguntó:—¿Qué cosa van a tomar los señores...?Y cuando los señores hubimos expresado

nuestro deseo, la graciosa muchacha se alejó mo-viendo las caderas con aquel rítmico ritmo que

endereza los más muertos anhelos; y entonces,el atildado licenciado, mi coronel Buelna y yo,comprendimos cuánta razón asiste a quien ar-mó que todo es vano e inútil ante una aleatorianalga de mujer, que, como en el conocido verso,

pasa sobre el abismo de nuestras tristezas... y,tras breve silencio el atildado licenciado dijo:

—Carne para choeres...Y una vez que mi coronel Buelna y yo, con

honda melancolía, movimos la cabeza en señal

de asentimiento, el atildado licenciado con lavoz trémula y los labios resecos prosiguió:

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Este capítulo es, para valernosde un giro cervantino, el que sigue

del anterior y el anterior al siguiente

(¡Oh Girodoux, maestro inecaz! Las leyesinexorables de la herencia y el contrastado cli-

ma en que discurrió mi vida, no me permitiránjamás sentir las cosas con aquella risueña pleni-tud con que usted las siente, ni decirlas con esaprecisa volubilidad con que usted las dice, perode todos modos creo que tiene usted razón; de

todos modos creo como usted que no hay, sobrela az variolosa de este bajo mundo, satisaccióncomparable a la del escritor que estampa las pri-meras rases de un capítulo, sobre todo si las es-tampa acuciosamente con esa bella letra inglesa

hoy en desuso, y, sobre todo, si las rases queestampa con esa bella letra inglesa hoy en desu-so, son tan vacuas e inmortales como las que elatildado licenciado don Estanislado Maldonado

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pronunció con labios resecos una vez que Mar-ta, la mesera de lindas caderas, se alejó de nues-

tra mesa).El atildado licenciado, dirigiéndose al atento

auditorio que constituíamos mi coronel y yo, dijo:—Los gobiernos, coronel Buelna, los gobier-

nos, joven amigo, han tratado siempre de en-

cerrar en una órmula salvadora y ácil el anhelosupremo de sus gobernados: “Liberté, egalité, ra-

ternité ”, “Caminos y escuelas”, “Suragio e irri-gación”, “Salud y pesetas”, “Dios, rey y dama”,“Jotos y ases”, “Chocolate de metate y música pa-

ra bailes”, “Administración y derrumbes”, “Sae-ty frst ”, “Amor, orden y progreso”, “Deutschland 

über Alles”, “Ruleta y economía”, “Constitucióny reorma”, “Peralvillo Belem”, “Lo tuyo mío yLo mío mío”, etc., etc., etc... Palabras, coronel

Buelna, palabras joven amigo, palabras que noremedian ninguna necesidad, que no satisacenningún anhelo, que, incluso, no señalan ningúnrumbo; palabras que no son otra cosa que an-

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zuelo para pendejos, calce para ocios y regoci-jo para burócratas y taquígraas.

Ahora bien, coronel Buelna, ahora bien, jovenamigo, aunque me vean ustedes tan bien peinado,aunque tenga ya como cualquier líder los bajosapetitos de un sucio y acomodaticio burgués, nadahay —se los juro—, nada hay que me encabrone

tanto como la precaria situación del proletario.Demasiado sé —¿ue Marx quien lo dijo?—,

demasiado sé que los problemas del proletariosólo el mismo proletario será capaz de resolver-los, será, óiganlo ustedes bien, será capaz pero

todavía no es capaz y hay que ayudarle a que seacapaz... el viento está soplando de la izquierda yes idiota ponerse contra el viento y yo, coronelBuelna, yo, joven amigo, hombre de mi tiempo,he resuelto consagrar todas las luces de mi in-

teligencia, he resuelto poner en juego todos losresortes de mi voluntad para la consecución deeste único y noble n: contribuir en cuanto mesea posible a la pronta redención de las masas,

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combatir en la medida de mis uerzas contra elanatismo, el vicio y la miseria en que, desde

hace siglos, se debaten las masas...Al decir esto, el atildado licenciado cruzó

el cuchillo y el tenedor y los depositó delicada-mente sobre el plato, ya vacío, de langosta a lamayonesa que acababa de niquitar; llenó con

pulso rme su copa y las nuestras con un ru-bio y delicado Chablis; apuró el contenido desu copa; tomó una servilleta y con ella se limpióla boca con la mano izquierda y emitió discre-tamente un pequeño regüeldo o eructo, retiró el

plato, puso los codos sobre la mesa y prosiguió:—Pero es tiempo ya de mandar al carajo las

órmulas, coronel, al carajo las palabras, las ra-ses hechas, las teorías y los teorizantes; ha llega-do la hora de obrar, coronel, que ya san Cuilmas

lo dijo: el bien es acto puro...En esto Hipólito Buelna que desde hacía mu-

cho rato se debatía en su asiento, presa de una ex-traña inquietud, se levantó diciendo tímidamente:

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—Dispénseme un momento, licenciado, aho-rita regreso, ¿por dónde queda el W. C.?

A lo cual el atildado licenciado, descendien-do del tono tribunicio al amiliar, contestó:

—Camine usted por la izquierda hasta el on-do y luego a la derecha, coronel...

Y mientras Hipólito Buelna atravesaba el sa-

lón con su lento y seguro paso de hombre delcampo, el atildado licenciado, todavía en tonoamiliar, dijo dirigiéndose a mí: —Buena piezaeste coronel Buelna, ¿no?

Y al ormular esta pregunta extrajo del bol-

sillo una hermosa cigarrera de Eibar y me ore-ció un cigarro que no acepté, entonces él sacóuno displicentemente, guardó la cigarrera y sacóel encendedor que prendió al tercer intento; en-cendió su cigarro, displicentemente guardó el

encendedor y umó con ruición y elegancia entanto que a mí una negra melancolía me llena-ba el espíritu no sé si porque en aquel momen-to se me recrudecía el largo e insatisecho deseo

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de eectuar acto de varón con la dulce Marta, oporque, como dijo el poeta, después de comer

todo animal es triste.Ya en esto Hipólito Buelna regresaba hacia

nuestra mesa abrochándose la bragueta y di-ciendo cosas a las meseras; llegó al n, se sentócon el aire hondamente satisecho de quien se

ha quitado un gran peso de encima, y mientrasmasticaba un palillo de dientes, inquirió:

—Conque ¿decía usted, licenciado?Y el licenciado:—¡Ah!, pues decía yo que ya es tiempo de

movernos, coronel, y voy a explicarle mis ideasy mis proyectos sobre este particular.

Dos cosas mueven al mundo: la necesidad yel amor, decía no sé qué ridículo lósoo; pordos cosas trabaja el hombre: por comer y por

olgar con hembra placentera, decía no sé cuálcura glotón y risueño. En nuestra patria, coronelBuelna, el pan, a Dios gracias, no es tan escasoni cuesta tanto trabajo conseguirlo; en nuestra

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tierra providente se necesita ser pendejo de lospropiamente dichos para morirse de hambre, y

el problema de la subsistencia, hasta hoy, no esdichosamente ningún problema; pero no sólo depan vive el hombre, y, tratándose de la carne, lacosa cambia, coronel.

Ese cúmulo de prejuicios imbéciles que dejó la

religión católica a nuestras mujeres; esa serie dedañosas tonterías que andan por ahí en senten-ciosa orma de reranes: o la ruta bien vendida opodrida en el huacal... más vale pájaro en manoque ciento volando... etc., etc.; esa idea israelita

de que las cosas son para venderse y no para dis-rutarse hacen que uera de la capital, por todoslos ámbitos de la república, las mujeres langui-dezcan altas de riego, en tanto que los jóvenes seven torturados por una inextinguible sed de amar

que recuentemente se resuelve en onanismo, lite-ratura, pederastia, bestialidad o matrimonio.

¿Faltan mujeres...? No, coronel, no altan;conorme a las últimas estadísticas corresponden

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a cada varón en la república diecinueve mujeresy tres hermaroditas, pero dentro del régimen

capitalista en que vivimos el problema de la car-ne, como el de toda otra riqueza, es problema dedistribución.

El atildado licenciado tomó un sorbo de vinoy dejando caer lentamente las palabras, prosi-

guió:—Pues bien, coronel. Yo, con la ayuda de us-

ted y de otros hombres de buena voluntad, queespero no nos altarán, me propongo resolverese problema...

Aquí el atildado licenciado hizo un silencioo pausa que ni el coronel Buelna ni yo osamosinterrumpir y luego añadió:

—Pero aún hay más, coronel, pero aún haymás, joven amigo, a la sentencia del reseco -

lósoo, al adagio del clérigo libidinoso y gordo,debo agregar algo de mi cosecha, pues el hombrede nuestros días, además de hambre de pan, y dehambre de mujer, padece hambre de esperanza...

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—Esperanza... esperanza... todos hemos teni-do alguna Esperanza en nuestra vida... ¿se acuer-

da usted, coronel, de aquella Esperanza que metrajo de cabeza hace dos o tres años? Gracias alos consejos de usted no me casé con ella... ¡aycoronel!, quizá allí estaba mi elicidad; se acuer-da usted, tenía los ojos verdes con rayitas dora-

das... ¡ah! coronel, ¿por qué se interpuso usteden mi camino cuando iba yo que volaba hacia laelicidad que ya nunca en la vida volveré a encon-trar...? ¿Se acuerda usted, coronel, qué bonitaspiernas tenía Esperanza?, ¿de quién serán ahora

aquellas piernas?... Esperanza… se acuerda us-ted, coronel... en ninguna parte hemos vuelto acorrer aquellas juergas gloriosas que corríamoscon Esperanza, en las orillas del Yaqui cuandobajábamos de los campamentos del Bacatete en

busca de carne, anovillados por un mes de or-zosa castidad... ¿recuerda usted, coronel, la casade aquella faquita ¿cómo se llamaba...? ¡ah!, sí,Eloísa... ¿Se acuerda usted del mayor Manrique

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a quien borracho se le despertaban instintos decirquero y se ponía a echar saltos mortales desde

lo alto de la pianola?... ¿y el capitán Lionel queponía cátedra de tango argentino y renamientorancés a aquellas pobres putas montaraces? Ycuando en la madrugada, todavía borrachos, en-derezábamos rumbo al Bacatete cantando a coro

aquella canción del “Mundo engañoso” que tan-to le gustaba a usted... ¡Ah! coronel, en ningunaparte hemos vivido con el ímpetu dionisiaco conque vivimos en Sonora... ¿dionisiaco...? No séqué quiere decir, coronel; es una de esas palabri-

tas que aprende uno de chico en la escuela y se lepegan para toda la vida... no sé qué quiere decir,pero aquí el señor licenciado, que es tan culto,podría ilustrarnos... Conque, ya oye usted, co-ronel, Dionisiaco viene de Dionisio, nombre de

un dios... íjese usted qué coincidencia, en Sono-ra a los Dionisios les dicen Nichos... ¿Se acuerdausted de Nicho Montemayor? Murió aquí, en elHospital Militar, de una prostatitis mal curada;

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yo no quise separarme de él hasta que exhalóel último suspiro, pues era mi amigo y ya sabe

usted que en la cama y en la cárcel se conocenlos amigos... qué cosa más conmovedora, coro-nel, poco antes de morir se acordó tal vez de laprovincia amada, de la patria chica que ya novolvería a ver; se acordó del hogar lejano; de

la amilia ausente; de los amigos de la brumosaniñez y haciendo un esuerzo supremo se incor-poró en su lecho de muerte y gritó con toda lauerza de sus ya débiles pulmones: ¡Ay! Sonora,qué ancho meas... Pero, dispénseme, señor licen-

ciado, que le haya interrumpido; por un instanteme abrumaron los recuerdos y ya sabe usted quecuando le abruman a uno los recuerdos... con-que decía usted que el hombre de nuestros díastiene hambre de esperanza…

—¡Ah! Sí; decía yo que el hombre de nues-tros días…

Y el atildado licenciado siguió diciendo…Pero para no atigar a la república eludo repetir

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lo que el atildado licenciado siguió diciendo, por-que, como si el coronel Buelna y yo uésemos la

república, el atildado licenciado nos habló en elmismo tono en que desde hace muchos años vienenhablando a la república sus más desinteresados re-dentores; en el mismo tono en que han aprendidoa dirigirse a la república los jóvenes precoces que

en 1910 lactaban todavía pero que no obstante hi-cieron, cantando, la revolución; en el mismo tonomuy hombre en que hablan los ex “dorados” dePancho Villa que ignoran que los “dorados” de Pan-cho Villa se acabaron en la carga épica de Otates;

en el mismo tono en que hablan todos los pinto-rescos pergeñadores de lmes y anécdotas de larevolución que tanto prestigian a la república; enel mismo tono proundamente generoso en quehablan siempre los tracantes, y al n, el atildado

licenciado, como los toros de bandera, rematóvalerosamente en las tablas:

—Se impone pues una mejor distribución dela riqueza y para ello es preciso que se realice

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cuanto antes en nuestra patria la primera eta-pa del marxismo integral, es preciso que la ri-

queza hoy dispersa del capitalismo se concentreen unas cuantas manos para que esas cuantasmanos, a su tiempo, la distribuyan mejor y másequitativamente, y, ¿por qué no han de ser lasnuestras esas cuantas manos...?

Mas… ¿cómo canalizar hacia nuestras ma-nos la riqueza hoy dispersa del capitalismo?Muy ácil, coronel; muy ácil, joven amigo. Hedicho antes que el hombre de nuestros días tienehambre de pan, hambre de mujer y hambre de

esperanza, y esto es lo que pudiéramos llamar elresorte psicológico de mi proyecto.

Dejemos a los honestos asturianos que vie-nen al país, el comercio del pan; pero organi-cemos en provecho de las masas trabajadoras,

el comercio del amor y el comercio de la espe-ranza.

Al pronunciar estas palabras, el atildado li-cenciado viose interrumpido por la carcajada es-

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pléndida de Hipólito Buelna, por aquella mismacarcajada que en las noches purísimas del Baca-

tete hacía enmudecer el aullido ondulante de loscoyotes.

—¿Qué le pasa, coronel...?—Nada, licenciado; nada, dispénseme, pero

eso del comercio de la esperanza me trajo a la

memoria el recuerdo de una tía mía muy gracio-sa que tenía un estanquillito que se llamaba pre-cisamente así: la Esperanza, y ella, mi tía, decíasiempre así: mi pequeño comercio, el pequeñocomercio de la esperanza. ¡Ah! Si usted supiera

lo que me pasó con aquella tía, pero prosiga us-ted, licenciado prosiga usted...

Y el atildado licenciado, ligeramente mos-queado por el exabrupto de mi coronel, esbozóuna leve sonrisa y agregó:

—Pues bien, éste no será el pequeño comerciode la esperanza, sino el gran comercio de la es-peranza, o, mejor dicho, el comercio de la granesperanza.

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Todo mundo sabe que el trabajo no enrique-ce a nadie, todo mundo sabe que sólo la política,

la lotería, o un pariente rico que allece a tiempopueden enriquecer a un hombre; pero si son po-cos aquellos que están dotados para la política,son menos aún los que tienen parientes ricos dequienes heredar; en cambio, ¿quién no tiene un

peso o diez pesos o cien pesos para jugarlos enun albur, a la ruleta o en un billete de lotería?y, ¿por qué no hemos de ser nosotros quienescanalicemos hacia nuestras arcas ese peso, esosdiez pesos, esos cien pesos que los ciudadanos

ávidos de esperanza pueden gastarse en un albur,en la ruleta o en un billete de lotería? ¿Por quéno hemos de organizar, aprovechando mi actualinfuencia política, eso que pudiéramos designar,con una expresión cien por ciento jurídica: com-

pra de esperanza...?Y si combinamos esta empresa con la del re-

parto sistemático y organizado de ese otro satis-actor humano que es el placer, el placer senci-

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llo, puramente siológico de echar uera lo queya no nos cabe dentro, habremos contribuido con

nuestro grano de arena al equilibrio y al bienestarde la juventud —de las juventudes, como ahora sedice— de la república; porque en el ondo de losmás vergonzosos vicios y de las más bajas pasio-nes de la juventud y aun de la senectud —desde

la masturbación hasta el misticismo, desde el sim-ple acto de quitarle la querida a un amigo hastael acto un poco más complicado de realizar nues-tra gloria literaria publicando en letras de molde,para regocijo de los coetáneos, las intimidades de

nuestras más dulces amadas—, no hay sino eso:represión sexual y alta del necesario satisactor, ypermítanme ustedes —agregó el atildado licencia-do— que vaya a cambiarle agua a las aceitunas...

Y mientras el atildado licenciado se ausenta-

ba con el propósito antes dicho, Hipólito Buel-na me dijo al oído: no entiendo ni jota de cuantome ha dicho este cabrón... en nal de cuentas¿qué quiere?

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—Si no me equivoco, mi coronel, este señorquiere que sea usted una especie de gerente o

responsable de un negocio de casas de juego ycasas de asignación, que este propio señor deseaestablecer en grande; como negocio, seguramen-te, no es malo...

Habiendo desahogado su pequeño menester,

el atildado licenciado volvió a nuestra mesa, yyo, anticipándome al deseo de Hipólito Buelna,le pregunté:

—Señor licenciado, mi coronel Buelna quisie-ra saber concretamente qué papel desempeñaría

él en este negocio o, en otros términos, qué...Entonces el atildado licenciado nos explicó

pormenorizadamente el mecanismo de esta em-presa de alta envergadura en la que mi coronelBuelna se transormaría, como por arte de ma-

gia, en un tipo antástico que sería a la vez IvánKruger, el Príncipe de Mónaco y María la Japo-nesa; nos explicó en qué orma se organizarían,por todos los ámbitos de la república, bajo un

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severo control, y según la importancia de cadalugar, grandes casinos y pequeñas barracas, as-

tuosos lupanares y sórdidas accesorias; cómose organizarían, incluso, caravanas terrestres ymarítimas, que por campos, montañas y lito-rales, llevarían a los habitantes de la república—a cada cual según sus recursos— la carne pla-

centera y la esperanza consoladora, respectiva-mente, en una mórbida nalga y en un imprevis-to albur.

Insidiosamente, con habilidad sin par, mos-tró a mi coronel Buelna las grandezas del mun-

do, como dicen que Satán las mostró a Jesús,pero —¡oh, dolor!—, mi coronel Buelna no era Jesús, y mi coronel Buelna se dejó tentar...

En esto volvió hasta nosotros nuevamenteMarta, la mesera de caderas irreprochables, y

preguntó:—¿La cuenta, señores...?Y el atildado licenciado, mi coronel Buelna

y yo, llevando unánimes la mano a los bolsillos,

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aprobamos esta proposición con trémulas perodierentes voces:

—La cuenta, Martita...Entonces, Martita enarboló el lápiz de aplas-

tada punta, y el block de hojas tornadizas; lue-go, mientras sonreía con los dientes al atildadolicenciado, con los ojos al coronel Buelna, y con

la tez alabastrina a este seguro servidor, ue enu-merando platillos y anotando en el block can-tidades alícuotas y de las otras. Después sumó,sumó en voz alta y cantarina, mientras hacía gi-rar la aplastada punta del lápiz entre “sus car-

nosos labios de rompope”:—Cinco es cinco y no llevamos nada, siete y

siete catorce y nueve veintitrés; tres y llevamosdos; dos y nueve once y ocho, diecinueve y seisveinticinco.

Y a continuación resumió su esuerzo enesta síntesis, como ninguna otra brillante: —Sonveinticinco pesos, treinta y cinco centavos...

Entonces, con rápido gesto, el atildado licen-

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ciado sacó y exhibió un billete de cien pesos, micoronel Buelna sacó, pero no llegó a exhibir, dos

billetes de veinte pesos cada uno, y yo exhibí,sin sacar, tres pequeños billetes de diez pesos; yel licenciado, el coronel y yo, exclamamos a untiempo: —Cóbrese usted de aquí, Martita…

Pero la linda doncella, con aquel nunca des-

mentido instinto marxista que tienen las muje-res honestas; con aquella propensión que tienela inocente inancia para guiarse única y exclu-sivamente por la magnitud o cantidad, despre-ció los dos billetes del Coronel Buelna, desdeñó

mis tres pequeños billetes y tomó delicadamenteentre el índice y el pulgar de su mano desnuda,el billete de cien pesos que la mano cuajada deanillos del atildado licenciado le tendía... y unavez que éste recogió su cambio y otorgó pingüe

propina a la adorable muchacha, salimos del res-taurante con gentil compás de pies, como dicenlos clásicos; y al pasar rente a un espejo, de sos-layo, nos vimos en él como acostumbran hacer

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los indomables atletas, los bizarros militares, losinvictos héroes del cine nacional, los apolíneos

cantantes del radio igualmente nacional, los po-líticos jóvenes, y demás personajes mucho muyhombres y mucho muy importantes que pululanen los caés, cantinas y burdeles de nuestra mag-níca ciudad.

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En este capítulo aparece —al fin—el mar océano un poco traído

de los cabellos, y exclusivamenteporque corsario sin mar es como flor

sin aroma, como ave sin nido,como cuerpo sin alma…

Desaando los más unestos presagios y los deci-res más prudentes nos embarcamos hoy, martestrece, en este veloz y antasmagórico balandro.En previsión de cualquier contingencia, vesti-

mos overol turquí, calzamos alpargatas imper-meables, y exornamos el cuello con una corbataazul; enarbolamos además bandera de pendejos,que es, arman, la mejor bandera para navegar.

—Hay que viajar, coronel, hay que viajar,

que los viajes ilustran mucho, sobre todo, sise viaja a título de experiencia, con modestoequipaje y boleto de segunda... Cuántas co-sas se aprenden entonces, coronel, y cuántos

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vanos terrores se disipan; pero también —¡ay!—cuántas doradas ilusiones se desvanecen.

Comienza uno por enterarse de que en lascostas, por lo común, no hay moros, sino aros,y consecuentemente empieza uno a creer ya notanto en la providencia de Dios, cuanto en la pre-visión de los hombres... Pero ya estamos embar-

cados, coronel; dentro de tres días estaremos enSanta Cruz de Cozumel, conozco allí un sitio es-tupendo, conozco una plaza a la que dan sombra,cobijo y rescura cinco laureles de Indias, cincogigantescos laureles de Indias; allí estableceremos

nuestro cuartel general, desde allí, de acuerdo conlos propósitos magnícos del señor licenciado,enviaremos a todo lo largo del litoral generosasprostitutas de cabotaje, y mirícos vigésimos deesperanza, para solaz y alegría de los proletarios

del mundo unidos, y aun de los desunidos; a esaplaza afuirán los turistas, y con ellos la ortuna, ydentro de uno o dos años seremos ricos, mi coro-nel... Ya estamos embarcados, ahora, Dios dirá...

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En tanto preparan la maniobra, los marine-ros cantan una sombría balada:

“Estaba negra la mar como no lo estuvonunca —dijeron unos que un pulpo gigantescose desangraba en el mar— otros dijeron: los es-critores del mundo vaciaron sus plumas-uente—todo el ango de la Tierra se ha desbordado en

el mar...— Petróleo, camisas negras; corrieronmuchas leyendas, como aceite sobre el mar...”

Mientras acodados en la borda pretendemosen vano divertirnos con los peces de colores, un rá-pido incidente rompe de pronto la secular mono-

tonía del ponto: en el borde de aquella barca quecabecea rítmicamente, un buzo canta, con músi-ca de tango, la inconundible canción del buzo:

“Mar, no obstante tu inmensidad, eres ungolo... Mar, marcito, marecito, marezue1o, gus-

toso hiciera con tu caudal un buche de agua si noueras tan chico...”

Y acto continuo, el mar se encrespa y bramay ejerce represalias; el mar engulle al buzo con

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todo y escaandra, provocando un turbión deburbujas en el agua, y en nosotros una onda

de despecho y una honda consternación, e, ítemmás, este propósito inquebrantable:

En lo sucesivo, por vía de revancha, comere-mos el pescado sin quitarle las escamas.

Pero al n levamos anclas y largamos ama-

rras. Foque... ooque... orza... Poco a poco lascasas y la gente del puerto se alejan, y luego senos van dulcemente de los ojos, y el balandrocomienza a cabecear sobre el lomo jovial de lasondas.

Y aquí estamos ya sobre el mar, aquí tenemosya vivito y coleando al mar océano con su an-tigua inmensidad azul, con su manoseada rágilespuma, con su viejo estruendo dispendioso ypatético. Aquí tenemos al viscoso mar, al amar-

go ponto, al mar salobre, al pérdo océano, alproceloso mar; al mar, en suma, propicio al tro-po, al trapo, al truco y al imperialismo británicode las naciones; aquí tenemos al mar propenso

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al adjetivo, invitándonos como a Homero, comoa Lautréamont, a calicarlo una vez más...

Pero no, si acaso, cambiaremos nombres...¿Atlántico? Tanto honor, yo, Chas. A. Lind-

bergh, a sus órdenes...¿Pacíco? El gusto es para mí, Vasco Núñez

de Balboa...

Si acaso, cambiaremos nombres, pero antes,escuchemos a ese viejo que sentado sobre un ro-llo de calabrotes habla como cualquier maestrouniversitario, con lentitud y suciencia, ante unauditorio compuesto de un solo hombre; escu-

chemos qué dice, y quizá aprendamos algo deél... Pero, ¿quién es ese viejo? ¡Ah!, pues ese vie-jo es el inevitable charlatán de todos los viajes,es el ineludible lobo de mar; ese viejo es don Es-pergencio Montejo, ex catedrático de la Escuela

Náutica de Cádiz, ex propietario del almacén deultramarinos La Puerta del Sol, ex combatientede la Gran Guerra, ex patrón de la goleta boot-

legger Viriate, de la matrícula de Holbox; ese

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viejo es héroe de ciento veintisiete nauragios,cuatro combates singulares, cuarenta y nueve

quiebras raudulentas, dieciséis juicios por esta-a, abuso de conanza, contrabando, trata deblancas y otras pequeñas omisiones a la ley, y enel ejercicio de sus diversas proesiones, perdióuna pierna —la izquierda— y aprendió a tutear-

se con todos los meteoros del aire, de la tierray del agua; con todos los borrachos de la repú-blica, y con todos los agentes de la prohibición,que, como tiburones, pululaban en el Golo deMéxico, en los tiempos crapulosos en que impe-

raba la ley Volstead.Escuchemos, pues, lo que dice el viejo lobo

de mar a ese imberbe mancebo:—¿Conque, sediento de innito, te embar-

caste en este sucio balandro? Permíteme, ¡oh!

adolescente, que, como decía mi egregio amigo,el conde Bobby, esboce una leve sonrisa, porqueaunque este mar tiene suciente agua, y por lopronto no deraudará tus esperanzas, mi honra-

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dez proesional me obliga a advertirte que estemar no es innito, ni siquiera inconmensura-

ble... Innito... ¿estás hidrópico?, ¿de dónde hassacado a tu tierna edad esa morbosa sed de in-nito? Tu inocencia me inspira simpatía y quierodescubrirte la técnica alaz de las cosas innitas.

Tomaré, para mi demostración, cualquiera

de los objetos que suelen llamarse innitos: elalma de algún genio, los ojos de la mujer ama-da, el mar océano, el desierto, un cielo estrella-do o sin estrellas, aunque, a decir verdad, paralos eectos de la demostración, vale más tomarlo

con estrellas.Aquí está ya el cielo, ahora observemos...

aquí hay una estrella, allá otra, acullá otra. Tras-ladémonos ahora acullá: la estrella de aculláes ahora la estrella de aquí y la estrella de aquí es

ahora la estrella de acullá, y todas son iguales,desoladoramente iguales, las estrellas del cie-lo y las ondas del mar; desoladoramente igua-les las ondas del mar y las arenas del desierto;

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desoladoramente iguales las arenas del desiertoy las pupilas y demás adminículos de las mujeres

amadas y por amar...Cuando el viejo lobo de mar, don Espergen-

cio, llegaba a este punto de su peroración la cam-pana de a bordo llamó a comer y don Espergen-cio, el viejo lobo de mar, agarrando el toque al

vuelo, insinuó:—Pero la desoladora monotonía del Univer-

so no debe ser motivo de desaliento ni obstácu-lo para regalar al cuerpo; tenemos a bordo uncocinero gidiano, políglota y cosmopolita que

conecciona, para edicación de pescadores yalivio de navegantes, una indescriptible sopa deasteriscos aderezada con inmensidades azules,rágiles espumas, ondas procelosas y otros va-riados productos del mar, de manera es que...

bajemos al comedor.Y precedidos del viejo lobo, bajamos al co-

medor, en donde, atenazados por el recuerdotrágico del buzo y empujados por un viento río

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y áspero que a la sazón bajaba de la luna, lacual, a la sazón, ascendía por el oriente, devo-

ramos los detritus del océano con aquel apetitobroncíneo que allá, en la otra punta del tiempoy del espacio, usaba al devorarlos el ilustre hijode Laertes. Y entonces, don Espergencio, el vie-jo lobo de mar, con euoria de pez en el agua,

gritó:—Mesero, por avor, el pescado y un buen

vino...Y el mesero, solícito, aportó el plato, des-

de cuyo ondo cantaban los peces —música de

rumba y añoranzas de pez uera del agua— laconocida canción del pez:

“Mar mare nostrum, maremagnum, abismoglutinoso, sepulcro osorescente donde se pu-dren los atlántidas; quien te miró una vez ener-

mó para siempre...”Desde el ondo del plato, no obstante, los

pescados irradiaban salud, una egregia salud enmayonesa.

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Pereza del aire y de las aguas; el mar —¡oh,Darío!—, “como un vasto cristal azogado”;

vapores que se condensan en la atmósera so-ocante y las velas del balandro lacias como elpelo de un chino, y sucias como la conciencia deun leader.

Calma en el vasto mar, calma gongorina:

“los delnes van nadando por lo más alto delagua”, y mi coronel, sudando la gota gorda, yseñalando al cielo: —¿qué clase de pájaros sonaquéllos...?

Y don Espergencio, una vez más didáctico y

zahorí: —Esos pájaros son cernícalos, dentro deuna hora tenemos bailongo...

Y don Espergencio, desde su eminente rollode calabrote, continúa explicando al joven gru-mete y a todo el que quiere oírle, las alacias de

la religión, de la política y del amor, a travésde las edades; las vicisitudes del comercio deultramarinos desde los egipcios hasta nuestrosdías; los secretos de la navegación loxodrómica

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y de la carambola a tres bandas, y la manerade encender una pipa o enrollar un cigarro de

hoja, aun en el oco de un ciclón, sin que sepierda en la operación ni una brizna de tabaco.

Mientras, los advertidos marineros comien-zan a arriar el velamen, y nuestro balandro singlapor las aguas verdosas, cada vez con más dicul-

tad, con la proa puesta hacia el cabo Catoche.Conorme al pronóstico lanzado una hora

antes por el ex patrón de la goleta Viriato, unahora después de lanzado, el supradicho pronós-tico comenzó a realizarse.

Minutos antes de caer la noche, por todoslos intersticios del horizonte comenzaron a su-bir raudamente nubarrones negros surcados devez en vez por uribundos relámpagos que co-rrespondían con rabiosa delidad a la denición

genial de Gómez de la Serna: “El rayo es un sa-cacorchos encolerizado”.

Y el viento en el exiguo cordaje del balandro,como en las cuerdas de una guitarra, comenzó

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a tañer guajiras y cantejondo, en tanto que unoleaje rudo y desapacible nos zarandeaba a más

y mejor.Hipólito Buelna, hombre a toda prueba, hom-

bre en la plena acepción de la palabra, pero hombreal n de tierra rme, acostumbrado a correr las lla-nuras, a escalar las montañas, y desaar la muerte

con los pies bien puestos en los estribos de una sillavaquera, tenía un horror santo a las cosas escurri-dizas o simplemente inestables, tales como el mar,los empleos municipales, las víboras de cascabel,los viajes en aeroplano, y el amor de las tiples con

madre o sin ella, de manera que en cuanto se inicióel bamboleo, me susurró al oído, pálido como unmuerto, esta proposición a todas luces románticae improcedente:

—Bebamos para no darnos cuenta...

A lo cual hube de argüir que en cuestión denauragios vale más darse uno cuenta.

No obstante, instantes después, ya tiempoque el cielo desataba sus cataratas sobre el mar,

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y literalmente hacía llover sobre mojado, Hipó-lito Buelna, alternando con don Espergencio, co-

menzó a vaciar a pico de botella toda la provisiónque llevaba nuestro balandro de ron habanero yotros alcoholes propios para reconortar nave-gantes primerizos, y alumbrado por los cuales,y aterrorizado por la tormenta, hacía partícipe

al viejo bootlegger de sus proyectos antásticosy de sus ambiciones desmesuradas; pero el vie-jo bootlegger exhibía entre dos relámpagos suoblicua sonrisa de escéptico, y aconsejaba:

—No se haga ilusiones, coronel, que la ilusión

es de suyo alaz y engañadora; viva una vida am-plia, simple, tendida al sol; déjese llevar por la co-rriente, y no busque dinero, que el dinero propioda cuidados y vuelve a los hombres avarientos yegoístas; si acaso, gaste el dinero de sus amigos,

y aun el de sus enemigos, si es que ellos se dejan.Como ya en esto las olas barrían la cubierta, se

oyó el gangueo costeño del patrón, que ordenaba:—Todo el mundo a la cala...

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Y todo mundo ue a la cala, excepto HipólitoBuelna, cuya embriaguez alcanzaba el paroxis-

mo. En vano se le suplicó, en balde se trató desalvarle. Todavía, mientras empujado por el pa-trón, entraba yo por una escotilla, alcancé a ver-lo a la claridad lívida de los relámpagos, agarradoa la borda, desenundar su pistola y descargarla

contra el irritado cielo; todavía alcance a oírlegritar: —Yo no moriré como rata, ahogado enuna bodega... ¡A mí las olas me la relujan!...

Éstas ueron las palabras postreras que oí delnoble amigo, del jee incomparable; después, un tre-

mendo golpe de mar nos echó a unos contra otrosen la oscuridad de la cala y no supe más de mí.

Desperté, tumbado sobre cubierta, como deuna pesadilla. En vez del proverbial “¿en dóndeestoy...?”, interrogué:

—¿En dónde está el coronel?Don Espergencio, con un gesto vago, señaló

la inmensidad verdosa del Caribe, sobre la cual,

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entre las nubes sonrosadas del amanecer, tem-blaba como una gelatina la grandeza de Dios.

París, 1937 

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El corsario beige, de RenatoLeduc, se terminó de editarel 21 de junio de 2012. En sucomposición, a cargo de Pa-tricia Luna, se emplearontipos Sabon de 23 puntos.

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