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Schutz, Roger - La Violencia de Los Pacificos

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ROGER SCHUTZ Prior de Taizé

LA VIOLENCIA DE LOS

PACÍFICOS

BARCELONA

EDITORIAL HERDER 1970

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Versión castellana de M.* LUISA MBDRANO, de la obra de R. SCHUTZ, Violence des pacifiques.

Les Presses de Taizé, 1968

© Les Presses de Taizi, Taizé (S.-et-L ) Francia 1968

Editorial Herder S.A., Provenza 388, Barcelona (España) 1970

Bj rtOMDAD DEPÓSITO LÍOAL: B. 4.514-1970 PHNTED IN SPANI

GRAPESA - Ñapóles, 249 - Barcelona

Al Padre Pedro Arrupe

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¿UN TERCER CAMINO?

Todo hombre, sea o no cristiano, lleva en sí la violencia. Lo único que difiere es el uso que hace de ella.

Entre los cristianos, dos actitudes contradictorias. Para unos, la violencia queda reprimida, se trans­

forma en angelismo. De ello resulta una pasividad pietista, una falta de compromiso en defensa de los que sufren la injusticia. Basta la oración. Todo lo demás puede manchar las manos.

En el extremo opuesto, otros cristianos son par­tidarios de una violencia destructora, incluso a mano armada si es eficaz. No ven otra salida para gritar su oposición a la opresión de los pobres por los po­derosos, sobre todo cuando éstos usan de una vio­lencia disimulada.

El Evangelio vomita a los tibios l, en cambio los ardientes tienen entrada. Sólo los violentos arre-

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batan2 la realidad de Cristo. ¿ Habría, pues, un ter­cer camino, entre la pasividad y la violencia des­tructora ?

Este camino cada cual lo descubre por sí mis­mo. La violencia por Cristo se adapta según la edad y las circunstancias de la vida. Este camino no se traza de antemano.

de.

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La página que precede es una pagina de diario. Este libro está compuesto de un texto con páginas de diario in­tercaladas. No tienen fecha. No siguen un orden cronoló­gico, se han elegido para ilustrar los temas del libro. El manuscrito ya estaba terminado cuando se produjeron los acontecimientos de mayo de 1968 en Francia y en otros lugares. Entonces se le añadieron unas páginas de diario, es­critas durante estos acontecimientos. La traducción del texto original reproducido en la página anterior es del tenor si­guiente:

¿Por qué tengo ocasión de escuchar a tantos jóvenes, violentos contra las instituciones de la Iglesia?

Sin algunas de ellas, no habría continuidad de Cristo entre los hombres.

Alégrate. Muchos jóvenes aman a Cristo como tal vez jamás se haya visto. El profetismo no ha muerto. Entre unas estructuras agobiantes y el vacío pasará otro camino.

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Mal de crecimiento

En estos últimos años se está produciendo una conmoción de la fe. Sería inútil minimizarlo.

Utilizando la violencia destructora, algunos di­cen de toda realidad de Iglesia: «¡ Esto está supe­rado h Tienen la certeza de que las Iglesias, a pesar de todas sus reformas, se mantienen estáticas.

Incluso para el cristiano que no se halla afec­tado en su ser íntimo, plantea un problema la per­turbación de tantos hombres y mujeres.

Sería una cobardía refugiarse en sí mismo y esperar. Manifestarse violentamente en contra de aquellos que, por motivos muchas veces opuestos, re­chazan las columnas de la fe, sólo aumentaría las contradicciones presentes.

A veces nuestra amistad no encuentra otro ca­mino que escuchar. Toda afirmación de una certeza interior se convierte en objeto de discusión.

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Escuchar, escuchar siempre, con un corazón de carne para comprender. No conmoverse, no por in­sensibilidad, sino para no forzar a nadie.

(Diario)

En el deambulatorio de nuestra iglesia, donde a menudo, antes de la plegaria común, hablo unos instantes con los que llegan, he escuchado esta no­che a unos jóvenes llenos de violencia contra las instituciones. Exigen realizaciones, son severos con la Iglesia en la que no ven más que muerte y ruina. Si no descubren el rostro de Dios en el cristiano, ya no creen en la Iglesia.

A principios de siglo, cuando empezaban a pre­sentirse las consecuencias de la ciencia sobre la vida cristiana, se había ya planteado la cuestión de la relación entre la fe y la ciencia. Más tarde, apa­reció, como una respuesta, el existencialismo cris­tiano y en él había puesto su esperanza la genera­ción joven de hace veinticinco años.

Hoy día, la resonancia, de esta corriente es débil. El mundo de la técnica, cuya evolución acaba de empezar, ha provocado en los medios juveniles unas corrientes nuevas.

Estamos ahora próximos a un neomodernisrno y más aún, con taies filosofías contemporáneas, nos hallamos en marcha hacia un neapasitivismo.

Para favorecer un acuerdo, algunos han relati-

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vizado a ultranza las afirmaciones de la fe. Para ellos, todo puede reconsiderarse de nuevo, con tal que se llegue a un acuerdo. Para ellos también, la comunión con Dios es uno abstracción de la que quieren deshacerse para reunirse a cualquier precio con los hombres.

Ante tal conmoción de la fe, durante la cele­bración litúrgica, en la paz de la plegaria en común, por mi interior corren las lágrimas. Y, en un sueño, me sorprendo esperando la muerte, cuando a lo largo del día me maravillo del don de la vida.

Cada vez aumenta más el número de los lla­mados «ex cristianos»: muchos jóvenes, principal­mente, que han abandonado toda institución de Iglesia durante los últimos años. El aislamiento de los cristianos ante el hombre secularizado es una realidad.

En nuestra colina de Taizé tengo ocasión de dialogar con ex cristianos de diversas procedencias. Me pregunto qué valor tienen para los hombres de mi edad, las cuestiones que plantean.

¿Y los jóvenes que permanecen en la Iglesia? También es imposible pronunciar juicios sobre ellos, lanzando el descrédito sobre unas iniciativas a veces desconcertantes.

A nosotros, hombres de edad, tal vez cargados de experiencia, nos corresponde preguntarnos: ¿ ten­dremos monopolios? Aunque se manifiesten con vio-

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lencia, aunque no nos reconozcamos siempre en ellos, ¿estarán estos jóvenes desprovistos de una vida en Cristo? Ea severidad de los mayores se hace into­lerable cuando sabemos que se halla en juego el porvenir de la Iglesia.

Preocupados por adaptar un compromiso cris­tiano en el interior de unas sociedades en rápida mutación, nada más normal que los jóvenes en plena búsqueda conozcan situaciones de crisis, un mal de crecimiento. ¿No hay también enfermedades de la edad madura, las de los hombres que ya se han si­tuado? Se reconocen cuando estos hombres se vuel­ven difíciles de soportar. Es cierto que hay ancianos que irradian la luz de Dios. De ello sabemos algo nosotros, los contemporáneos de Juan xxn i .

*

En Taizé, tratando de estar a la escucha, ad­vertimos aspiraciones contradictorias a través de los miles de jóvenes que desfilan por nuestra casa. Es imposible hallar una nota dominante que los en­globe a todos. Precisamente lo que los caracteriza es su gran diversidad. Ea juventud es multiforme. Todo lo más que puede descubrirse en ella son dos grandes corrientes de indiferencia y de violencia.

Eos indiferentes. Están aprisionados por algu­nos intereses inmediatos, completamente egocéntri­cos. No están vueltos hacia los hombres. Ea cons-

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tracción de la ciudad humana les importa poco. A la salida del despacho o del taller, nada les atrae ex­cepto las competiciones deportivas con que la prensa y la televisión los inundan. Otros, bien provistos de dinero, sólo sienten interés por las diversiones de los hijos de familia acomodada. El bien común, el de la ciudad, la política, los dejan fríamente indi­ferentes, a menos que ellos lo transformen en un juego suplementario.

Eos violentos constituyen la otra corriente. Ees persigue el deseo de penetrar el sentido de la vida. Unos buscan, con una honestidad que a veces no puede compararse a la de sus mayores. Otros, cris­tianos o no, concretan en seguida. Algunos llegan hasta a dar su vida y se entregan espontáneamente a los más pobres. En cuanto a los jóvenes del he­misferio Sur, de lejos o de cerca ven la imagen de nuestras sociedades ricas. Pero están excluidos de ellas. Y sienten una amargura que origina la re­belión.

A menudo violencia y rebelión expresan el ar­diente deseo de comunicarse con el mayor número posible. Y, por lo que se refiere a muchos jóvenes cristianos, su propósito indiscutible es lograr una comunicación con el hombre secularizado. Quieren vivir a Cristo con y todo hombre y para él. Desean que todo hombre se beneficie de la amistad de Dios.

¿Y nosotros, los mayores, no estamos de acuer­do sobre estas preocupaciones esenciales ? ¿ Por qué

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entonces, con argumentos, realizamos una ruptura suplementaria? Al pronunciar un juicio sobre unos jóvenes cristianos que se hallan en plena búsqueda, atentamos contra su libertad religiosa. Incesante­mente, en los medios cristianos, renacen formas de intransigencia y un purismo que linda con la into­lerancia.

(Diario)

Por la noche, ya tarde, pienso en lo que hoy me han dicho algunos jóvenes. Vuelvo a ver algunos de sus rostros, la mirada clara pero llena de ansie­dad de una muchacha muy joven. Oigo aún la voz ruda y grave de un muchacho oponiéndose a la Iglesia. No dudo de que en el fondo de su rebelión hay un sufrimiento legítimo ante las inconsecuencias de alguna institución de Iglesia. Pero todo mi ser pre­siente los tumultos que levantará esta violencia.

Es verdad que, desde hace dos mil años, se ha hablado con gran frecuencia del fin del cristianis­mo. En vísperas del año mil, durante el renacimien­to, en el siglo de las luces, hubo muchos que estaban convencidos de este fin.

*

A los que están turbados les puede sosegar una convicción. La conmoción de la fe ha hecho que en

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muchos jóvenes madurase lo que hasta entonces no era más que conformismo con un pensamiento cris­tiano recibido. Para muchos no es una muerte, sino una vida que empieza.

En el pueblo de Dios van reapareciendo, sin cesar, unas directrices esenciales. Y en la medida en que se hallan libres de todos los elementos pa­rásitos o que las obstaculizan, son capaces de po­nerse al ritmo de la creación de la historia. Pero cuando los elementos secundarios se confunden con las líneas directrices, sólo retrasan los avances ne­cesarios y las instituciones de Iglesia se hunden en él inmovilismo. La violencia de los jóvenes se di­rige principalmente contra las formas instituciona­les ya marchitas y contra todo lo que no es reali­zación concreta. Si su intransigencia a veces se transforma en fanatismo, acordémonos de esto: nos hallamos en un período de alumbramiento.

Tal vez no lo sepamos. La amistad con Cristo no es objeto de discusión, sino que tiene un sentido para estas jóvenes generaciones. No ha mucho eran accesibles a unos argumentos de libre pensamiento, que trataban de prescindir de Cristo en la reflexión.

Muchos jóvenes cristianos no soportan ya llevar una careta. Querrían no tener que adoptar una ac­titud forzada, en la que, para hacer reaccionar, se exageran las posturas. Quieren desterrar lo artifi­cial, desterrar lo que no deja ya paso a la vida e impide toda verdadera comunicación.

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Una lectura pesimista de los acontecimientos de la historia contemporánea será siempre parcial. El espíritu de análisis da autoridad. Utilizado para emitir juicios sin apelación frente a los jóvenes, con­duce a profesar una postura sin esperanza.

(Diario)

En París, los estudiantes hacen manifestaciones. Recibo un mensaje del que entresaco estas lineas:

«¿Puede rezar por nosotros? Nos sentimos terriblemente solos y desamparados. Nos hemos he­cho "apcdizar" por solidaridad y ahora nos desper­tamos burlados por todos lados, tanto por nosotros mismos como por los demás. No hay medio de com­prender nada. Estamos aún demasiado atontados por lo que ha pasado para poder analizar realmente en nuestro interior.

^Hablar me parece inútil. Rezar: hay momentos en que ya no se puede.'»

Durante las manifestaciones en las universida­des, algunos estudiantes vienen a Taizé para departir. Se advierten diversas tendencias. Una gran mayoría reflexiona con una seriedad característica de las nuevas generaciones. Muchos están muy delgados. Un fuego interior les consume.

Por encima de la congestión y de la participación en la vida de sus universidades domina una reflexión sobre el futuro.

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He encontrado en tres ocasiones a un estudiante de la Sorbona que ha participado en todos los su<-cesos de mayo en París. Al principio, había ido a mirar, sin más.

Le conozco desde que era niño. En un mes ha adquirido una madurez insospechada.

Su honradez intelectual es rara. Una de sus pri­meras palabras a su llegada a Taizé ha sido:

«Durante este último mes no podía saber cuán­do era artificial y cuándo era auténtico. Buscaba. Después de haber sido aporreado, pero sobre todo al ver a otros maltratados, entre ellos muchachas, nuestra solidaridad era evidente, ni siquiera era pen­sada. »

De la segunda conversación he retenido estas palabras:

«La mayor dificultad consiste en comprender lo que determina al otro, comprenderse entre hombres, ir más allá del propio ámbito de reflexión.»

¿Cómo conserva tal serenidad después de lo que ha vivido? Los jóvenes de este temple exigen. Hasta ahora se ha dejado demasiado de lado a los jóve­nes. O bien construiremos todos juntos una socie­dad nueva, o habrá divorcio entre dos sociedades paralelas, y a nosotros, los mayores, no nos que­dará más que la espera de la muerte en el aisla­miento, en el hastío y la abundancia de las socie­dades de consumo.

Desde hace más de un mes, la mayoría de los

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estudiantes buscan con inteligencia un modo nuevo de relaciones entre los hombres. Ya utilizan su ardor para armonizar sus propias relaciones entre sí, para que su barco no vaya dando bandazos.

Quien quiera reprimir en una sociedad o en un grupo la dignidad del hombre y sus manifestaciones expone a esta sociedad y a este grupo a la rebelión y a sus consecuencias.

Un mar de fondo atraviesa o va a atravesar el mundo universitario en todas las naciones. Ha em­pezado, desde hace tiempo, en las universidades de la América latina. El crecimiento demográfico de las generaciones jóvenes dejaba presentir el mal de cre­cimiento que nos ha atacado y que permitirá un em­pujón hacia adelante.

En los estudiantes se da una constante: el recha­zo de una sociedad que los aliena, la negación a que se les mantenga, durante el tiempo de sus estudios, en un grupo humano cerrado, y como consecuen­cia, el deseo de participar en los procedimientos de decisión. Para ellos, nuestra sociedad se halla presa en unos engranajes que se llaman temnocracia, po­deres financieros, pequeñas políticas partidistas, em­botamiento producido por un mecanismo de sobre­abundancia.

Se manifiesta una aspiración latente en favor de una sociedad que substituya a una economía de con­sumo. Y se destacan dos medios de expresión :

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Para unos, llenos de desesperación ante la si­tuación actual, es necesario, ante todo, destruir por medio de la revolución, único lenguaje para hacerse oir y poder llegar a una nueva sociedad. En cuanto a construir, ya se verá después.

Para la mayoría, se trata de que todos se bene­ficien de los bienes que la publicidad presenta, pero que sólo son accesibles a una parte de la población.

La intransigencia de los primeros evoca irresis­tiblemente el puritanismo de algunos predicadores cristianos, cuando censuran el frigorífico o la lava­dora, cuando estos aparatos liberan a la mujer de una esclavitud. ¿A través de todos los tiempos, no es en definitiva la mujer siempre la que lleva las cargas de que el hombre se ha descargado?

L,os segundos creen en una marcha irreversible hacia la abundancia, producto de las últimas téc­nicas de automatización. Pero su postura puede ser un egoísmo de grupo, si su fin inmediato es sola­mente la participación de los bienes en el interior de una misma nación cada vez más provista de todo. Una de sus consecuencias será, como en Suecia, el nihilismo de unos jóvenes sin ideales, entre los que se multiplican los suicidios.

Si la marcha hacia la abundancia es irreversi­ble, ¿no hay un estilo de vida, otro modo distinto de relaciones, que permitan el acceso a una nueva sociedad de participación, cuyo fin no sea el consu­mo? llevadas por la generosidad, las jóvenes ge-

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neraciones sabrán entonces compartir lo que tienen con las naciones pobres.

De otro modo, los problemas no harían más que desplazarse y muy pronto surgiría de los pobres del hemisferio Sur una violencia explosiva contra las sociedades ricas del hemisferio Norte.

Entre una sociedad de consumo a la americana y la de la burocracia de tantos países europeos, hay lugar para una sociedad de participación. Esta so­ciedad no se instaurará por medio de reformas, sino por un cambio' radical.

Para traer una era nueva, los cristianos tienen trazado un camino: no ir a remolque de los acon­tecimientos, sino mantenerse en la encrucijada de los caminos.

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Minimalismo y maximalismo

En el fondo de la crisis presente, una de las lu­chas que enfrentan a ciertos cristianos se halla en­tre los dos extremos del minimalismo y del maxi­malismo.

Estas dos expresiones llevan al orgullo espiri­tual. Tendríamos que procurar desterrarlas algún día de nuestro vocabulario.

De un lado, el puritano. Cree haber hallado una formulación más pura del Evangelio. Califica de fa­riseo al que, según él, viva bajo la ley y los man­damientos de las rúbricas. I^e desagrada todo lo que le llega de la oración de los siglos. Pero, ¿puede vi­virse la actualidad del Evangelio sin permanecer vinculado a los grandes temas que atraviesan la vida de la Iglesia y aseguran la continuidad de Cristo en la historia de los hombres?

Frente al puritano, se levanta el heredero autén-

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tico, el hijo mayor. Quiere preservar a todo precio aquello que sólo transmite a un pequeño número el conocimiento de la fe. En todas las confesiones apa­rece la misma argumentación, los mismos temores escondidos. Toda transformación del patrimonio se califica de abandono. Toda simplificación se consi­dera como un empobrecimiento. Es posible que al­gunas reformas, a fuerza de indecisiones, sean más o menos torpes. Pero su intención primera, ¿no es llegar al mayor número posible? Lejos de ser un empobrecimiento, tratan de expresar el mismo con­tenido con una mayor densidad.

¿Por qué dejarse encerrar en tales combates? Se va abriendo un foso cada vez mayor. La cólera de los rebeldes da la razón a los que no quieren los cambios.

La violencia de unos, su nihilismo (nada vale fuera de lo que ellos afirman) y el endurecimiento de los otros (se dedican a inmovilizarlo todo): este afrontamiento permite comprender hasta qué pun­to los errores son compartidos.

Por otra parte, aunque estas dos actitudes cali­ficadas también con poco acierto como progresis­mo e integrismo, aparentemente son antinómicas, a menudo proceden de un mismo fondo. ¡ Cuántos hombres compensan unas estructuras mentales fosi­lizadas con unos razonamientos bien construidos, ocultándose a sí mismos y a los demás la realidad de su ser íntimo! A veces sucede que un cristiano,

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conservador durante largo tiempo, bajo la presión de un acontecimiento, cambia de postura. Se pasa al campo de los hombres que todo lo discuten: ya nada lo sujeta ni lo retiene.

Entre las dos corrientes extremas se sitúa el gran número de aquellos que, dentro del espíritu de pobreza, consienten en la conversión de sus menta­lidades. Ensanchar su inteligencia no tiene otro fin que ir al encuentro de los hombres.

Estos abren un camino. Consideran que, en los años futuros, cuanto más avancen los cristianos, más tendrán que despejar el terreno: adherirse a los fundamentos primeros y dejar a un lado lo que es secundario.

Una verdadera conversión de las mentalidades, ¿no empieza por reconocer que cada hombre está condicionado por su primera formación? La con­versión es espíritu de misericordia para aquellos mismos que tienen referencias completamente dis­tintas. Comprende las limitaciones del ser. Y natu­ralmente se convierte en abandono a la sola certeza que sobrepasa a todas las demás, que es del orden de lo eterno.

A partir de ahora ya estamos cogidos entre unas fuertes tenazas: unos hombres que intentan recon­ciliar el presente con el futuro. Esto supone una

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atención vigilante a todas las corrientes, pero sin dejarse arrastrar por una o por otra.

(Diario)

Un joven hermano me hacía notar cómo lo que vivimos en Taizé nos obliga a considerar una serie de puntos. ¡Cuánta rasan tiene!

En todo momento, nuestra posición nos sitúa en medio de serias tensiones. Para estimular a la uni­dad en el cuerpo de Cristo, tenemos que escuchar aspiraciones diversas según las nacionalidades o la formación básica. Esta necesidad en que nos halla­mos nos preserva, según espero, de tendencias parti­distas.

Esta noche, en la pequeña asamblea que nos reúne a todos diariamente, comentaba el texto: llegar hasta a dar la propia, vida por Cristo \ Y decía, a mis her­manos-, 'en nuestras reuniones diarias, yo no hablo de las pruebas, de aquella afirmación sin funda­mento que se nos ha hecho y a la que no debemos responder para evitar la polémica. No digo nada que haga sufrir. ¿Por qué este silencio? ¿Por que, por el contrario, no indico más que lo que estimula? Por temor de poner algún obstáculo ai camino de éste o de aquél. Pero en el transcurso de la madru­gada solitaria, cuántas veces me he repetido: si el grano no muere...

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Nuestra audacia cobra su valor si opera sin ata­que contra nadie. Si Pascal sólo hubiese dejado sus Cartas provinciales, sería superficial y estaría ol­vidado. Esto consuela de las obras panfletarias que aún se escribirán.

Si, para conseguir explicitar en un lenguaje de nuestro tiempo* los grandes temas de la fe, entráse­mos en una polémica, nuestra humanidad se conver­tiría en una ortodoxia fría y completamente cere­bral. Haría que huyesen de nosotros.

¿Puede construir aún, aquel que dice de todo «esto está superado»: lenguaje cristiano, oración, autoridad, vida común, celibato ? ¿ Cómo buscar más bien cuáles son los elementos que se han quedado atrás y cuáles son los fundamentos esenciales, ca­paces de transmitir el Evangelio al hombre con­temporáneo ?

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Una ola cubre la otra

Si unos se inmovilizan en el conservadurismo para mantener privilegios y seguridades, otros creen que la novedad de ciertas expresiones posee en sí misma valor de liberación. Pero, estas expresiones, ¿no pertenecen también a un sistema? ¿No está na­ciendo un conformismo del lenguaje que, a su vez, ya necesita ser desmitiñcado ?

Nada hay más temible que los doctrinarios. ¡ Qué fácil es refugiarse en un sistema! Ahora bien, el que se ha encerrado en un sistema lleva una marca indeleble: quiere atraer a los demás hacia él. Cree participar en una corriente de vida mientras que todo se está inmovilizando.

Aquel que de todo afirma «esto está superado», corre el peligro de quedar preso en su propio juego y ceder a una actitud infantil: creyendo arrastrar a un cambio, no procura más que desconcertar. Sin

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duda, en todo avance, algo queda en seguida atrás. Pero esta expresión puede adquirir una fuerza de convicción suficiente para detener la vida.

Esto está superado. Es éste tal vez un nuevo clisé y quizá una expresión ya estereotipada. Eos conformismos del lenguaje han abundado siempre, en todas las épocas. Nosotros debemos procurar no entrar, a través de ellos, en nuevas esclerosis.

Si, como algunos preconizan, el cristiano viviese siempre en un constante replanteamiento de todo, ¡ qué ahogo produciría! Progresar no significa vol­ver a partir indefinidamente de cero, cosa, por otra parte, imposible en la práctica. ¿No consiste más bien en desembarazarnos de lo que no es esencial para vivir mejor a Cristo?

En nuestro espíritu y en nuestro cuerpo se en­cuentran una herencia próxima y lejana, la marca de una primera educación que determina unas ac­titudes. Abordamos la vida con un bagaje recibido, positivo y negativo. Forma parte de él el inagota­ble tesoro de la perseverancia de veinte siglos de fe. Esta cuenta y siempre nos apoyamos en ella para actualizar el lenguaje y la comunicación. ¡ Cuántas revisiones lacerantes supone la continuidad de toda una existencia! Pero, sin esta continuidad, la vida desaparece.

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(Diario)

Nuestros hermanas franciscanos nhshatidado los detalles de la acogida de Pablo VI al capit^ general- de su orden. •••;•••••••'•••

Después de haberles leído un mensaje, el papa

se dirige espontáneamente a todos y dice-. «Vuestro camino, que la caprichosa afición de la nueva gene-ración no desconoce, es el camino del anticonfor­mismo» 2. Que un papa invite a los católicos a ser no conformistas debería llenar de alegría a muchas familias protestantes: ellas han combatido para man­tenerse en esta actitud.

Pero, una ves que el no conformismo ha quedado erigido en sistema, surge la peor equivocación.

La actitud no conformista exige una revisión constante. El hombre se contenta muy pronto con profesar una postura de palabra, lo que le dispensa de ponerla en práctica.

*

¡ Cuántas veces un clisé no hace más que sustituir a otro! Las olas se suceden y su ritmo' se acelera, según un proceso contemporáneo. En los tiempos presentes una ola cubre inmediatamente a la otra. ¿ Cuál será la explicación del hombre en el año 2000 ?

Ya se discute el tema del hombre secularizado. Un físico atómico me decía que, entre los que lo

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rodean en su ambiente profesional, no había des­cubierto más que dos verdaderos ateos. Un número pequeño se declara cristiano, pero todos están bus­cando.

Es completamente cierto que la vida secularizada y la oración no están en conflicto. Por el contrario, están en relación. En ellas se puede buscar a Dios del mismo modo.

Una secularización ayuda a volver a encontrar el sentido de lo provisional. Puede convertirse en un valor constructivo para liberar unas fuerzas enca­denadas : hay hábitos de religiosidad, algunas expre­siones de la oración, un estilo de las instituciones eclesiásticas que alienan a la persona, le impiden una comunión con Dios y con los hombres.

De ahí a sentir un entusiasmo sin reserva res­pecto de la marcha hacia la secularización, hay un margen. Esto sería un optimismo ingenuo:

En primer lugar, está comprobado que toda desa-cralización radical lleva a una resacralización pro­fana. El hombre no soporta el vacío. Lo llena con el renacimiento de un sagrado que ha sido abolido. Crea ceremonias, inauguraciones solemnes, condeco­raciones, banderas...

Después es fácil caer en el secularismo. Y éste es un nuevo sistema. Querría exorcizar los ídolos pero, lejos de conseguirlo, vacía al hombre, enajena su libertad, le quita la sed de comunión. Algunos piden entonces un cristianismo arreligioso. Para ellos

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la oración es solamente un monólogo. Y contra una antigua formulación según la que se encontraba a Dios sólo en la relación vertical, pretenden encon­trarlo solamente en el hombre, en la dimensión ho­rizontal. Sitúan a Dios en las profundidades del hombre, en la comunicación humana, y en ningún otro lugar. Bastaría profundizar en uno mismo para descubrirlo.

Pero, ¿no está Dios, de nuevo, magníficamente encerrado en un lenguaje? ¿Estas nuevas afirma­ciones hacen algo más que cambiar los términos? En otro tiempo se veía a Dios solamente en las al­turas, y hoy sólo se le vería en lo más íntimo de la persona.

Felizmente, Dios rebasa nuestras categorías. Cris­to descendió a las regiones inferiores de la tierra* para dar a todos los que le precedieron una posibi­lidad de conocerlo4. Y al mismo tiempo descendió a cada ser humano. Pero también subió. Se sitúa en todas las dimensiones, altura, profundidad, anchu­ra5. Con tal que estemos atentos, lo descubrimos en todas las encrucijadas de nuestros caminos.

(Diario)

Reunido, durante dos días, con ateos y ex cris­tianos, el diálogo se hace imposible. Los que dicen que ya no creen manifiestan una violencia apasio­nada. En definitiva, parece volverse contra ellos.

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Perturban el diálogo. Los ateos tienen motivos para asombrarse: ¿por qué esta agresividad en los que han perdido una vida en Diosf ¡Cuántas trampas hay que desarmar en ellos!

Por nuestra parte, en estos años, descubrimos que, en los jóvenes, la desacralización erigida en mé­todo se destruye por sí misma con la presencia en la oración común. Incluso en reuniones que agru­paban a mil seiscientos jóvenes, acudían a la ora­ción común, tres veces por día. Se tenía una oración continua durante la noche, en la cripta de la iglesia. A ella, también, asistían en gran número.

¿Por qué vienen a rezar con nosotros? El hecho de que muchos de mis hermanos sean llamados a vivir uno tras otro un compromiso difícil en el mun­do de los trabajadores suscita, por parte de muchos, una reacción positiva. Y a su vez, estos jóvenes ten­drán que continuar en una situación imposible, entre la indiferencia de muchísimos hombres.

•«

¿Para qué rezar todavía?

Las sociedades de abundancia nos producen de­seos de evasión y, sobre todo, tedio. Ya no hay tanta necesidad de luchar por la vida, y un gran hastío se apodera del hombre. Todo está asegurado de an­temano, estamos instalados en la mediocridad.

Por ello, de todas partes, surge la misma pre­gunta y se repite en boca de tantos cristianos : «¿ Para qué?» ¿Para qué abrirse a Dios, para qué la oración cuando conocemos el exceso de sufrimientos, la en­fermedad, la guerra y, aún próximo a nuestra me­moria, el terror que inundaba los ojos de millones de niños, de mujeres y de hombres arrojados a los hornos crematorios?

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(Diario)

Mientras hablo con un grupo de laicos, una voz se eleva y me apostrofa secamente: ¿Puede la ora­ción ser otra cosa que un monólogo consigo mismo?

Después de algunos segundos de silencio, me atre­vo a responder: En la comunicación con Dios, el hombre entabla un diálogo no consigo mismo, sino en sí mismo. Lo que califica este diálogo es que lo rea­liza manteniéndose conscientemente delante de Dios. ¿Lo vive siempre con la certeza de una presencia? Hay momentos en que ésta no es sensible de ninguna manera. La fe está en el estado puro, sin apoyo, ca­mina en la noche.

El diálogo en sí mismo prosigue. Es un intercam­bio de pobre. Pero llega un momento en que, al fi­nal de un largo período, aparece la dulzura de una presencia. El silencio de Dios no tenía, pues, nada de inquietante.

Es verdad que algunos se pierden en discusiones consigo mismos. Creen meditar. Irresistiblemente se encuentran con la ilusión de un diálogo.

*

En lo que nos concierne, yo querría algunos días ver fijado en la puerta de nuestra iglesia: «La. for­ma de nuestra oración común es provisional en vis­tas a la unidad.»

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Pero si yo dijese de ella «esto está superado», más valdría que nos hubiésemos marchado : la ora­ción nunca quedará superada. Constituye un orden de comunicación que no nos pertenece. Sólo puede resultar inaceptable cierto lenguaje que no tenga relación con la vida.

Algunos jóvenes rezan en estos tiempos más que nunca. Y esto llega a molestar a algunos hom­bres de edad madura que proyectan sobre los jó­venes sus propias imposibilidades.

(Diario)

Un religioso me pregunta por qué en Taizé tan­tos jóvenes entran con tanta fuerza en la oración. Yo le cuento que, en estos últimos días, acaba de repetirse por dos veces una experiencia que nos asom­bra a todos.

Un grupo de jóvenes asiste por primera vez a la oración y se marcha. Al día siguiente, desandan lo andado y regresan para pasar aquí los pocos días que habían destinado para ir a la playa.

La misma experiencia se ha repetido con otro grupo, una semana más tarde, sin que haya habido relación entre ellos. Algunas horas después de su marcha, estaban de regreso para pasar varios días.

Les pregunté la razón. Su respuesta fue: que buscaban a Dios. Para ellos aquí lo más esencial ha sido la oración común. ¿Por qué? Porque la re-

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nuevan diariamente unos hombres en los que ellos presienten un compromiso.

Por otra parte, ¿no es la oración común un lu­gar en el que el tiempo se califica de otro modo, en donde adquiere un peso de eternidad? Por la ora­ción de la Iglesia todos juntos quedan provisional­mente arrancados al tiempo. Y esto es lo que cuenta para el hombre moderno, acaparado por la exigencia de una civilización de rendimiento y de tecnicismo.

Rezar con tantos jóvenes ¿nos podría inclinar a olvidar a los mayores? Nada es menos cierto. Quien ha sabido escuchar a los viejos casi siempre ha re­cibido un tesoro.

Y cuando, en ciertos períodos del año, algunos niños permanecen con nosotros para orar, se da entonces un signo complementario. Todas las gene­raciones juntas llevan una palabra viva.

Aquí, como en todo, entran en juego las recipro­cidades. Si una comunidad como la nuestra persevera día tras día, lo debe a la fidelidad de tantas muje­res, hombres y niños. Están ahí, presentes y nos sostienen.

Unos padres estaban hace poco aquí con cinco de sus hijos. Por ser de lengua extranjera no po­dían comprender una palabra. La asiduidad de los niños a la oración preocupa a los padres. En con­ciencia creen que deben poner fin a ello. Res­puesta de los niños: « Vosotros podéis ir a continuar

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las vacaciones a otro lugar; nosotros nos quedamos.'» Por encima de ¡a comprensión de las palabras, algo más esencial había penetrado en ellos.

*

El hombre, libre de determinarse hacia Dios, puede elegir el despreciar a su prójimo. Metido en un proceso de injusticia, ¿consigue todavía resta­blecer la relación con Dios? Sin ella, la humanidad queda a merced de la ley de la jungla en su totalidad.

En realidad, ¿ quién podría decir «para qué» fren­te a la presencia de cristianos repartidos en pequeño número sobre toda la tierra? Por ellos quedan des­truidos ciertos determinismos de brutalidad y de odio. Ellos restablecen una armonía con Cristo.

Toda su audacia consiste en asegurar a los hom­bres que una fuente de frescor pase a través de una oración ininterrumpida.

Y por esta perseverancia los violentos se apo­deran del reino6. Es verdad que, muchas veces, el fin inmediato se escapa.

(Diario)

Un joven hermano, apenas llegado a un barrio de chabolas de Recife, al Nordeste del Brasil, en donde nadie sabe nunca de qué vivirá mañana, me escribía: «Ante todo lo que aquí puede verse, es nece-

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sarta una búsqueda constante de equilibrio para cal­mar las reacciones provocadas por la injusticia Se hacen estas preguntas: si Dios existe, ¿por qué hay el mal? Si Dios es bueno, ¿por qué hay sufrimiento ? Si Dios es bueno y todopoderoso, ¿por qué se pro­duce la humillación y el odio? No hay explicación definitiva. Hay que buscar una respuesta viva. Se encuentra de nuevo el tema: Dios es un hombre que llora.»

Otro joven hermano, al volver a la fraternidad, me hablaba de la aparente inutilidad que tenia el aho­garse en pleno Chicago, en el ghetto1 de los hom­bres de color. ¿Qué pueden algunos cristianos, sin eficacia, en estas enormes sociedades contemporáneas tan organizadas, que buscan febrilmente el rendi­miento? Y algunos hermanos que vuelven de África dicen lo mismo.

Esta impresión de inutilidad puede ser verdadera para todos. Hace poco encontré un hombre que afir­maba no haber conocido ninguna victoria en su vida. Yo veía en su rostro una expresión de desánimo, llena de pena. Apenas había él cerrado la puerta, me apresuré a escribirle unas palabras que no había sabido decirle: «Los hombres rectos ¿pueden triun­far en el combate del mundo de los negocios?; usted es un hombre de infinita rectitud. Su victoria está en la confianza sin limites que en usted tienen los que le han comprendido interiormente. Permanezco cerca de usted, rezo una pobre oración.'»

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Inutilidad de mi existencia: Tal es el grito que surge de lo más profundo de la mayoría de hombres.

Piensan en el sentido de su vida. ¿Qué ha apor­tado a los hombres? Algunos padres al final de su vida son víctimas del fracaso. Han amado a sus hijos hasta el punto de constituir una célula fami­liar que vivía de su propia felicidad. Pero ha sur­gido un acontecimiento, por ejemplo la rebelión de un ser demasiado mimado, y la catástrofe aparece en toda su extensión.

Para el que se ha consagrado sin medida a alguien, puede haber la impresión de no haber hecho nunca bastante. I<a necesidad del sacrificio, que se ha hecho intensa, domina, le vence.

¿Quién cree verdaderamente en la utilidad de lo que ha vivido? Tal vez podría encontrarse en algún místico una capacidad tan grande de tomar a la hu­manidad sobre sí que puede decir que reúne a todos los hombres.

¿ Quién podría pretender ser plenamente útil ? En el fondo de la vida más colmada seguimos siendo siervos inútiles7, pero al mismo tiempo colabora­dores con Dios8. No hay nada contradictorio en la dialéctica del Evangelio. I<os que siembran con las lágrimas de la inutilidad, siegan cantando9. Un día llegan las flores y la alegría íntima. Después la flor muere y sigue el tiempo de la espera, la del fruto. Una vida entera apenas basta para ello.

I a perseverancia última está en una gratuidad,

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aunque el hombre de las sociedades de abundancia es poco sensible a ella: este hombre quiere éxitos, pero, apenas los consigue, desaparece el sosiego para dejar paso a la búsqueda de nuevos éxitos.

(Diario)

Conversación con unos monjes. Trato de expli­carles nuestra solidaridad con ellos. ¿Tal vez no se encuentran a gusto en nuestra oración común? Y sin embargo nosotros no hemos inventado nada, sim­plemente hemos adaptado la oración de todos los siglos.

Les digo que, en el otro extremo, algunos pro­testantes sienten desagrado ante toda expresión li­túrgica. Ellos consideran con simpatía el que nuestros hermanos vivan entre los más pobres de América latina, los negros de Estados Unidos o de África, pero comprenden menos el sentido de la vida con­templativa, y sin embargo todo se desprende de ella.

Por lo demás, cada cual coge lo que puede. Nues­tra oración común aparece como un mosaico, para unos bella, informe para otros. Lo que para uno carece de significado, halla resonancia en otro. Uno aprecia los salmos, o los largos silencios que siguen a las lecturas de las Escrituras, o las letanías. Hay otros que esperan, ante todo, el órgano, al terminar la oración común.

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Cada cual toma su migaja. Pensar que todo pueda ser comprendido con la misma intensidad, aunque sólo fuese por uno, es una utopía.

Cualquiera que sea nuestra situación, no existen privilegiados. Todos los días hay que reanudar el diálogo con Dios y volver a aprender cómo orar. En todos nosotros, una parte de nosotros mismos no llega a volverse hacia Cristo.

Sería ilusión creer en una vía progresiva. Algu­nos días todo queda dicho en unas pocas palabras. Otras veces, todo se alarga y se corre el riesgo de recurrir a unos clisés sin contenido. A todo lo largo de la vida hay que aceptar el aprender a rezar siem­pre de nuevo. ¡ Cuántos descubrimientos por delan­te y qué frescor proporciona tener siempre que buscar!

Al envejecer, el hombre adquiere una certeza. Queda anclada en él, aunque no cubra la totalidad de la persona. Con los años, la insistencia lleva a la certeza. El «creo» gana. Pero nunca adquirimos el privilegio de no decir ya al mismo' tiempo «ayúdame en mi falta de fe» 10.

(Diario)

Pensando en el encuentro con Cristo, en el último día, este encuentro no temido, he estado escribiendo: ¿Qué se me pedirá en este primer encuentro cara a

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cara, del que no sé gran cosa, si no es que será el principio de otros, por un tiempo sin límites?

Tal vez algunos tienen razón cuando dicen que es prematura toda representación de las realidades últimas. Sin embargo, yo he intentado responderme y he imaginado el diálogo. Tal vez me oiré decir:

...en cuanto a la comunidad, en ella he amado algo que muchos no imaginaban. Ellos han apreciado Taizé por su apertura, por el diálogo que sostenía con tantos hombres. Y más que esta participación, yo he considerado como el valor primero la espera contemplativa.

Habéis sufrido. También habéis querido vivir la llamada evangélica a la castidad. Habéis intentado ser, entre los hombres y para ellos, un.os signos de lo intemporal, signos que se debían reinventar y reanimar cada día.

Esta espera se situaba más allá de los dones de la inteligencia. Se ha hecho posible a todos, incluso al que se creía el menos dotado. Fue lo más fuerte que había.

Sí, lo esencial fue el combate íntimo, vivido en una recreación cotidiana.

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Violencia contra la autoridad

En muchos crece la violencia contra el ministe­rio de autoridad. Las acusaciones que se le dirigen provocan nuevas desgarraduras.

Incluso para los mejores, el ejercicio de la auto­ridad se convierte en un carga.

(Diario)

Esta noche en la televisión, una emisión con un obispo y unos laicos. La dureza de uno de ellos creaba malestar. La amargura de algunos, su rebelión, no son gratas de ver. El obispo, tímido, se hizo sim­pático, aun cuando sus respuestas hubiesen podido ser más acogedoras.

Con demasiada frecuencia, la autoridad se ha ejercido como una función que daba derechos sobre

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unos «subordinados». Y ha provocado abusos de poder. Cuando se identifica con un poder temporal, no logra ya una comunidad capaz de ser semilla de unidad, sino una sociedad humana, tal vez cohe­rente, pero nada más. Y surge la equivocación y el error grave cuando el cargo conferido a unos hom­bres para guiar a ía Iglesia se asimila o con el prin­cipio monárquico, o con una función del hombre de Estado, aunque sea democrática.

Entre una estructura monárquica y una estruc­tura democrática, ¿no hay otro camino?

Un mínimo de estructuras no ensombrece la amistad, si en cada responsable permanece viva la realidad de hermano de sus hermanos.

Si una Iglesia local no quiere ser a semejanza del cuerpo de Cristo, se convierte en una república de camaradas. Por el contrario, cuando se reproduce la imagen del cuerpo, se establece una comunión. Si la cabeza desaparece, la unidad del conjunto se atenúa. Si los miembros no están en relación íntima con la cabeza, se produce la atrofia del cuerpo.

llegan a fines contrarios los que querrían re­forzar la autoridad aumentando sus poderes. Su actitud destruye la Iglesia.

Hoy día, obediencia y autoridad ya no se traducen en términos de poder, sino en términos de comu-nion .

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(Diario)

Cuento una pequeña a/ventura a algunos herma­nos. Por primera ves he hecho una observación a los franciscanos que están en Taizé.

Un hermano predice que, en los dios próximos, me esforzaré en hacer olvidar mis palabras. ¡Qué bien me conoce! Si es conveniente procurar el res­peto a la autonomía de la persona, en cambio, esta preocupación inmoviliza muchas fuerzas en mí.

*

La autoridad es una comunión. Es también un servicio de misericordia. Sin ella, no hay ninguna esperanza de unidad en la comunidad. ¿Hasta cuán­do unos hablarán de príncipes de la Iglesia, otros de grandes hombres de Iglesia? Este lenguaje es abe­rrante. No hay grandes y pequeños en el pueblo de Dios. Sólo hay hombres que buscan amar y servir.

Si la autoridad es comunión, es, ante todo, pas­toral. Ejerce una vigilancia para mantener la con­ciencia de solidaridad con él conjunto. En verdad, es posible vivir el Evangelio sin lazo orgánico con todo el cuerpo. Pero, ¡a qué precio! I,a libertad, que en seguida se confunde con la necesidad par­ticularista, conduce a aislarse. Se construye en la soledad, en nombre mismo de la pureza del Evan­gelio, en lugar de ser fermento en la masa.

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Para que domine siempre la comunión, el que ejerce la autoridad se libera, en la medida de lo posible, de Jas gestiones que preceden a una deci­sión. Las encarga a unos grupos. De este modo él avance no se prepara solamente en la cumbre. El ministerio de autoridad consiste en tomar la deci­sión, una vez que ésta ha sido elaborada en la base.

Los siglos pasan pero este ministerio de comu­nión, confiado, a un hombre, sigue siendo siempre el mismo: dirigir una palabra viva que llega a las coyunturas de la persona12 y estimula a cambiar de dirección. La carga de rebelión, que todo ser posee, no inclina a escuchar esta palabra. Es más cómodo descalificar la autoridad de este hombre para dárselas de hombre libre.

(Diario)

Quien ejerce la autoridad lo sabe muy bien: debe contar con una realidad, la de la dureza de los jui­cios y las humillaciones.

El hombre se ve más o menos humillado según haya corrido riesgos o no: todo avance valiente su­pone la crítica.

Demasiadas humillaciones repetidas pueden pro­ducir una debilitación. Y el hombre más arraigado en Cristo siente la tentación de buscar unas com­pensaciones totalmente psíquicas. A menudo las en­cuentra en la vanidad de los honores o también en

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la manera de defender sus decisiones. Puede verse llevado a la exaltación de su yo sin saberlo.

Y, sin embargo, aquel mismo que dejará tras si una vasta obra escrita, ¿qué animará? Todo lo más algunos grupos relativamente limitados. En el mun­do de las Iglesias, el más estimado sólo lo es por un grupo siempre limitado. Las excepciones son raras. ¿Por qué entonces esta necesidad de brillar? Si nos fijamos bien, los admiradores que alimentan un mal fuego son muy pocos. Todas las Iglesias conocen esta tara.

Otra forma de compensación, es la violencia contra los hombres que nos han humillado. Quien se entrega a ella es desgraciado. Ve por todos lados la acusación y se hunde en las tinieblas. Olvida qué felices son los pacíficos^.

Hay algunos días en que querríamos gritar: Aca­ba esta guerra contigo mismo, busca en la benevo­lencia de Dios y en algunas amistades seguras tus únicas compensaciones.

¿No se le pide a todo hombre, incluso al más herido por la humillación, que vuelva a coger cada mañana su cruz y que no enseñe a los demás de su alrededor que la lleva?

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La vida común en la prueba del fuego

Hablando de la vocación a la vida común, algunos también dicen: «Esto está superado.» Y hacen pre­guntas : ¿ Por qué los hombres de la vida común a me­nudo retrasan las adaptaciones necesarias, y sus­citan la discusión y no la reconciliación?

¿Por qué hacer sufrir por una segregación entre generaciones? Ya no son signo de una comunidad fraternal y no saben más que gemir por la indife­rencia que se les manifiesta.

¿Dónde están aquellos hombres que, al principio, se habían consagrado comprometiéndose por toda la vida, para estar disponibles para todos?

(Diario)

Conversación penosa con un sacerdote, un amigo. Cree ayudar a un religioso ayudíndole a salir de su

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congregación. La considera como una institución ya muerta. Sin embargo, dos mil quinientos hombres forman parte de ella.

Yo le explico el drama de la Reforma. En un momento dado se fia dejado llevar por la desespera­ción de ver que las reformas no venían al catolicis­mo. Se ha querido emprender una nueva marcha sin todos sus hermanos. Dios permitió a su Espíritu emitir su soplo sobre esta creación nueva: ama de­masiado a los suyos para abandonarlos. Pero la ima­gen de la unidad del cuerpo de Cristo se borraba.

Hace algunos días, otro sacerdote me aseguraba que él monasterio en donde había permanecido unos días no tenía ya posibilidades de continuar existien­do. Y, sin embargo, cuando las instituciones están fatigadas, aún es posible contar con los hombres que las animan. Estoy convencido, porque lo co­nozco, que si se da la circunstancia, el responsable de este monasterio es capaz de reanimar a toda su comunidad.

Todo cambio en el hombre se opera desde el interior. Nuestras estructuras mentales se modifican por dentro. Y en la intimidad del ser es donde se realiza una continua conversión hacia Cristo, cons­tantemente olvidado, negado.

Sin duda, debe hacerse todo para reformar unas estructuras antiguas. Pero si no las sostienen hom­bres llenos de generosidad, las reformas les darán

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tal vez una buena apariencia, tendrán el mérito de una lógica interna, pero no iluminarán nada.

Uno de mis hermanos, que vive en fraternidad en Chicago, me escribe a propósito de la crisis de la «vida común-» en los Estados Unidos. Y termina con estas palabras: «La mayor parte de las medidas de renovación están tan influidas por la simple reac­ción contra el pasado, que temo el desastre.-»

En las dos Américas en particular, la vida común está pasando por la prueba del fuego. Y no saldrá indemne. Pero, ¿por qué dejarse influir por una vi­sión pesimista y decir que ya no tiene razón de ser ?

Ya es posible presentir que renacerá de su solij

daridad con los laicos. En estos tiempos, por ellos pasa un dinamismo de excepción.

Una parte de los laicos no se deja trastornar por la crisis presente. Entre otras, este laicado cree en una vocación a la contemplación. Exigente, capaz de compromisos audaces, permite a muchos sacerdotes y pastores sostenerse en medio de la tormenta. Su reacción saludable enderezará muchas veces unas vocaciones pastorales que, sin este ayuda, habrían-zozobrado en la rebeldía o en el derrotisma

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(Diario)

He visitado las parroquias de una gran, ciudad del Sur de Italia. He tomado contacto también con una parroquia universitaria.

El domingo por la mañana, todas las iglesias es­taban llenas a rebosar. Había una participación evi­dente en italiano, el sermón estaba basado en las Escrituras. La desconfianza de algunos —entre los que me encuentro — respecto de las regiones de cristiandad, ¿está justificada? Cuando sopla el Espí­ritu Santo, como es evidente a través de las renova­ciones propuestas, no es raro ver a todo un pueblo de laicos, que hasta entonces estaban dominados por un formalismo, entusiasmarse con lo que descubre.

Por el contrario, allí en donde todo ha desapa­recido, como, entre otros lugares, en nuestro Md-connais, nadie sabe lo que significa la incansable generosidad de los pastores y de algunos pocos laicos que viven como en el desierto. A su alrededor no hay ninguna resonancia del testimonio de su vida. ¡Qué paciencia será necesaria, para ver como vuel­ven a florecer estas áridas tierras!

Sin la reciprocidad entre los laicos comprome­tidos y los que están llamados por una vocación contemplativa, no hay plenitud posible, ni para los unos, ni para los otros. Si la solidaridad se viviese solamente entre laicos, o sólo entre «religiosos»,

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desaparecería una dimensión ecuménica totalmente irreemplazable.

Para los laicos, apasionados por el tecnicismo, influidos por un mundo de la imagen, las comunida­des pueden ser como nunca un signo de eternidad.

Pero, a su vez, para enriquecer su vocación a la vida común, hay algunos que viven, algunos y por algún tiempo, en el corazón de las masas, entre los laicos.

Para ellos, la alternancia entre una vida de pe­queña fraternidad en las ciudades y el retorno regu­lar a las raíces de su vida de familia, al lugar de su comunidad, es una fuente de equilibrio humano.

(Diario)

Durante estos días, la presencia entre nosotros de las •«.familias espirituales» de Charles de Foucauld nos ha dado ocasión de examinar conjuntamente nuestra amistad de siempre.

Si la unidad de la Iglesia hubiese sido una reali­dad en los comienzos de Taizé, no habríamos vaci­lado: la familia del padre de Foucauld reunía en sí nuestra esperanza de aquel momento. Pero, a causa de la vocación ecuménica, nuestros caminos se han hecho diversos.

En un momento dado, hemos tenido que salir del silencio para acoger, en particular a los jóvenes.

Y, por otra parte, en la época en que comenzá-

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hamos, una mujer,u nos expresó con fuerza su con* vicción: una dispersión de todos los hermanos en fraternidades se opondría al signo visible de la co­munidad como punto de referencia de los cristianos. En un mundo en el que todo nos invita a la dis­persión, este signo es esencial. Tal vez ella presen­tía las condiciones de la vida actual que dislocan las sociedades y los hombres, que los empujan a querer vivir unos momentos intensos al lado de una comunidad.

*

Algunos creen que en Taizé seríamos unos pri­vilegiados con relación a las instituciones, como si, para nosotros, el margen de libertad fuese más amplio que en otras partes.

Es verdad que no hemos querido crear unos mo­vimientos; unas instituciones aferradas a nosotros. Sin embargo sigue habiendo unas solidaridades. Ellas limitan nuestra libertad. Y nos inducen a no cons­truir sin los demás.

En ciertos períodos de nuestra existencia, el cam­po de libertad se estrecha para ensancharse de nuevo después. Debemos aceptar construir en el interior de barreras rnás o menos señaladas.

Cuando los límites se acercan y disminuye el es­pacio que se deja a la construcción común, podría venir la decepción! Día tras día, nuestro valor ss

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reanima con el uso de un campo limitado; pero que aún está ahí para la creación personal.

Del mismo modo que, en la creación artística, la obra de arte se elabora con reglas y cánones preci­sos, así también-, en. la Iglesia de Dios, nada se cons­truye sin las limitaciones de la solidaridad con el conjunto. Ahí está una parte de nuestra vocación a vivir la catolicidad de la Iglesia.

*

(Diario)

He vivido la noche que tal vez habrá sido la más notable del año. Recibo a unos amigos de Polonia. La conversación transcurre tranquilamente hasta el momento en que los oigo decir: en las grandes di­ficultades de su existencia, en este equilibrio que quieren mantener entre los marxistas y la Iglesia institucional, se refieren constantemente a una pe­queña comunidad, contemporánea de ellos y que sostiene su esperanza.

Oir una afirmación tan importante acerca de uno- mismo provoca asombro y malestar. Y aún no- transcribo todas sus palabras. Ningún cristiano puede decir nunca que ha llegado, por más que se le diga que alcanza una meta.

Por ello he interpelado a todos mis hermanos, reunidos en consejo, y les he dicho: »

¿Quiénes somos? Una reunión de hombres que

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no se han elegido y que tratan de reproducir oigo de la primera comunidad cristiana.

¿Quiénes somos? Una comunidad pequeña, frá­gil, con una loca esperanza: la de la reconciliación de los bautizados y de todos los hombres entre si; una comunidad de setenta cristianos llamados por unas tareas que son superiores a ellos pero que, a pesar de su pequeño número, intentan responder a las llamadas que les llegan de todas partes.

Nada ocurriría si no fuésemos ante todo una co­munidad de hombres que perseveran, cada cual en sí mismo, en un combate a veces muy duro, por Cristo y sólo por él.

Algún día puede infiltrarse en nosotros el or­gullo de la vida. Lo que ha sido pura respuesta a una llamada, desaparece. Y entonces el vacío se llena con algo, una necesidad de poder, una especie de triunfaiismo de la persona, el ataque frente a quien represente poco o mucho la llamada primera.

¡Perseverar! Éste es uno de los temas interiores que hallan cada día una resonancia, en un período de la historia en el que se multiplican los replanteamien­tos. No podríamos mantenernos en unos continuos fuegos artificiales. Nos cegarían y nos impedirían vi­vir la realidad. Aunque es bueno que, de vez en cuando, uno de estos fuegos venga a alegrarnos, ello ayuda a volver n la perseverancia, indefectible­mente. Perseverar con los que están cerca de nos­otros para intentar después una solidaridad con todos.

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Entonces, ¿quiénes somos? Una pequeña comu­nidad, a veces muy agitada. Pero siempre se vuelve a levantar porque la anima una presencia superior a ella y que la une a lo eterno.

¿Quiénes somos? Si fuese necesario resumir en una palabra nuestra situación presente: somos como una acumulación de debilidades personales pero una comunidad visitada por otro distinto de nosotros mismos.

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Impugnación del compromiso

Muchos temen el compromiso para toda la vida. Incluso hay quienes discuten su derecho a existir. Ellos querrían vivir el acontecimiento sin la fideli­dad de toda una existencia, el hoy sin continuidad, sólo provisionalmente.

Esto ocurre sobre todo con la llamada evangé­lica al celibato.

(Diario)

Un pastor me pregunta qué es lo que más nos ha hecho sufrir. Lo más duro ha sido la intole­rancia, en particular la de nuestras propias Iglesias.

¿Por qué, desde los primeros tiempos, esta nega­tiva a considerar como vocación el sí pronunciado para toda la vida en respuesta a una llamada? Des­pués de un silencio de más de cuatro siglos de Re-

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forma, queríamos vivir el celibato. Pero, cuántas veces hemos tenido que oir este argumento: no po­déis encerrar la libertad del Espíritu Santo en un compromiso para toda la vida.

Durante un primer período, hemos renovado año tras año el sí al celibato. Después hemos compren­dido que el Espíritu Santo era bastante fuerte para comprometer, durante toda su vida, a unos hom­bres que, a causa de Cristo, querían permanecer para siempre en el estado en que se les había encontrado cuando fueron llamadosn.

Al principio, estábamos lejos de presentir la ac­tualidad de este don último. Mucho tiempo después, descubrimos en él un ejercicio de apertura a todos los hombres.

Debería añadir aquí un hecho para mí significa­tivo. Poco antes de mi primera comunión traté de que mi padre, pastor, aplazase la fecha. Pero él no podía exponerse al reproche de tener un hijo que no se sometía a una obligación que ningún otro re­chazaba. Para pascua, ¡os muchachos y las chicas de dieciséis años hacían todos, sin excepción, su primera comunión.

Finalmente tuve que aceptar su decisión. Yo consideraba que él lomaba su responsabilidad y no quería saber si me perjudicaba.

El día de la primera comunión, mi padre me leyó este texto del Apocalipsis: «Sé fiel hasta la muer­te y te daré la corona de la vida» u.

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No le presté atención hasta mucho más tarde. Esta palabra viva tal vez no volvió a Dios sin efecto ".

*

Desde la Reforma, nunca el clero católico se ha visto tan sacudido. Muchos creen que la razón de ello es el celibato de los sacerdotes. Algunos psiquia­tras afirman que no es ésta la única causa: «Sin duda la situación de célibe lleva consigo unas ten­siones, frustraciones, problemas, como se dice. No hay que olvidar que la situación conyugal también lleva consigo otros tantos, aunque de un orden ra­dicalmente distinto. En términos sencillos, sería in­genuo creer que un ser humano sólo puede ser feliz estando casado, y que un célibe obligatoriamente es desgraciado y está desequilibrado. La experiencia contradice masivamente este esquematismo algo pueril» 18.

1& crisis presente concierne ante todo al minis­terio. En el protestantismo, en el cual los pastores casi todos están casados, la conmoción es idéntica. Se manifiesta por una violenta reacción contra toda identificación de los pastores con un estado ecle­siástico. A través de los siglos se ha elaborado una clericatura, en el protestantismo y fuera de él.

I^os pastores y los sacerdotes buscan lo que es específico de su ministerio. Rechazan todo lo que los haga funcionarios.

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Algunos sostienen que es necesario ganarse la vida con un oficio. Hallan su pleno equilibrio en una actividad profana. Partiendo de una comunidad de trabajo con los hombres, les resulta posible vivir la separación que significa la consagración a un ministerio. Otros encuentran un auténtico trabajo y una plenitud, en el solo ejercicio del ministerio. ¿No habrá, de ahora en adelante, un pluralismo en este dominio?

(Diario)

He recibido en mi mesa a unos pastores ginebri-nos. Hablan de sus catecúmenos. Después de haber­les dado unos años de instrucción religiosa en la escuela pública, los siguen durante dos años de catc­quesis. Luego hacen su primera comunión. Después de ésta sólo un tres o cuatro por ciento continúan en la vida de su Iglesia.

Entre estos pastores algunos jóvenes dejan en­trever su inquietud. Dicen: «Nada debilita más que ser considerados como funcionarios de la religión. Los actos pastorales que hay que realizar, bautis­mos, matrimonios, entierros, acaban por convertirse en un peso intolerable. ¿Por qué no se nos deja ga­nar nuestra vida como todo hombre? Las horas con­sagradas al ministerio serían mucho más densas.»

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*

Aquel que, por el compromiso al celibato, se ha convertido en signo de contradicción, ¿puede deci­dir no ser ya esta palabra viva? ¿No está llamado más bien a reanimar desde el interior una espera y un encuentro?

Sólo llega a ello viviendo a Cristo para los hom­bres. Si no, la castidad se convierte en una carga, la de un hombre que permanece en un condiciona­miento sociológico.

Si los valores de la contemplación han ido des­apareciendo poco a poco, la castidad se derrum­ba, pues toda privación definitiva y para siempre conduce irremediablemente a la pasividad o a la re­belión.

(Diario)

En mi mesa, un amigo antiguo, laico protestante de espíritu muy abierto. Me anuncia que una de sus alumnos va a casarse con un religioso que sale de su orden, después de doce años de vida común.

La conversación sigue sobre otros temas. Pero estoy muy apenado. Nuestras sensibilidades no pue­den estar de acuerdo, él como responsable de su enseñanza, y yo como hermano de mis hermanos.

¿Qué es lo que yo no dejaría para ayudar a al­gunos hombres a reflexionar sobre su decisión pri-

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mera y volver a encontrar el medio de ser fieles has­ta la muerte a un compromiso adquirido/

Atento a acoger a los que están en dificultades, he recibido ante todo, en algunos periodos de mi vida, a los visitantes del exterior, hasta el punto de des­cuidar los diálogos íntimos con mis hermanos. Y sin embargo son esenciales-, a través de ellos se opera una conversión recíproca de nuestras mentalidades.

En Chicago, la fraternidad en la que viven jun­tos unos franciscanos y algunos de mis hermanos está aquejada por la misma preocupación. No dispo­niendo de espacio para acoger en su casa, han alqui­lado un apartamento suplementario. Y ¿para qué? Sólo para recibir en él a sacerdotes y religiosos en ruptura con su vocación. Manteniéndolos durante unos días a su lado, esperan poderlos conducir a una reflexión.

Durante el Concilio he comprendido brutalmente que la unidad de la Iglesia católica resistiría a todas las reformas, salvo en un caso. Se rompería en dos si a los sacerdotes, ya comprometidos al celibato, se les diese autorización para casarse. Después de mil años en que el sacerdocio y el celibato han estado íntimamente unidos, muchas sensibilidades quedarían heridas en lo más íntimo. El pueblo católico no está preparado para un cambio de esta clase.

Y, sin embargo, nadie ignora que, particular-

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mente en América latina y en África, la castidad resulta a veces imposible a unos sacerdotes aislados, aunque estén animados por el fuego de una vo­cación pastoral. ¡Cuántas veces pienso en estos hombres!

También me pregunto por qué se tarda tanto en crear un diaconado de casados en el seno de la Igle­sia católica. Estas posibilidades pastorales están aún sin explotar. A través de ellas, la Iglesia de mañana verá florecer múltiples vocaciones.

*

Para los jóvenes la sexualidad ya no es un tabú. Como la utilizan a su antojo, sin límites, ha perdido valor.

Por compensación, se liberan otras pulsaciones, unas fuerzas de agresividad. Y las utilizan para com­batir a las generaciones mayores, defraudados por todo lo que éstas no les han dado.

Y olvidan lo que representa la sexualidad. Ésta llena a la persona, permanece subyacente en ella y anima múltiples comportamientos. Sus consecuencias para el matrimonio y para el celibato son muchas.

Una plena humanidad supone la toma de con­ciencia de todos los elementos del ser. El conocimien­to de su propia humanidad es de capital importancia para el que quiere cada día hacer don de ella, en una ofrenda siempre nueva.

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Volver disponibles todas sus reservas, todas las fuerzas interiores, la afectividad, las profundidades insondables de donde surge una animación insos­pechada y de elementos diversos, disponer de todo esto para Cristo, con pleno conocimiento de lo que se le ofrece.

Y por lo que respecta al celibato, a través de una ofrenda íntima, el hombre acepta quedar afectado hasta su profundidad. Busca un encuentro, el del Resucitado, para ir después al encuentro de todo hombre.

Dominado por esta exigencia, la actualiza du­rante toda su vida, durante el día y en las vigilias de la noche, en la soledad y en la monotonía de los días. Conoce lo absoluto que supone este encuentro.

(Diario)

Nunca me había preparado tanto como para este 29 de junio. Este día se ordenaban muchos sacer­dotes. Entre ellos, algunos amigos.

Entran muy jóvenes en un ministerio. Tendrán que hacer frente a una sociedad que no tiene ningún interés por su compromiso. Ya no tendrán en la Iglesia la protección de todo un pueblo, sólido apoyo de un tiempo pasado.

Conocerán el finjo y el reflujo de los años, el desánimo, la fatiga, el abandono de la fulgurante esperanza.

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Solo la santidad podrá abrirles un paso a través de una larga vida. Sin ella, se replegarán en sí mis­mos o buscarán toda clase de compensaciones. Sólo ella los unirá directamente a Cristo y a todos los testigos de la fe.

El provincial de una congregación acaba de pa­sar dos días aquí. Volvía del Níger, donde ha vivido cerca de una fraternidad de Taisé. Decía a uno de mis hermanos, que había salido de una escuela po­litécnica y trabajaba como albañil en una obra: «Con tu trabajo participas en la promoción del hombre.»

ha respuesta del hermano le sorprendió: «Los que nos rodean no saben lo que es un cristiano. Nos­otros tenemos que vivir en primer lugar la santidad de Cristo. Todo lo demás, la participación en el des­arrollo, viene después necesariamente.'» y¿

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SALIR DEL ATOLLADERO

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Nuevas rupturas

Este siglo, llamado «siglo del ecumenismo», ¿es verdaderamente el siglo de la unidad y de la recon­ciliación ?

Durante estos años, por todas partes aparecen rupturas, oposiciones, nuevas divisiones. Ruptura en­tre él hemisferio Norte, sobresaturado de ideas, con sus sociedades de abundancia, y el hemisferio Sur que se empobrece, con vastas regiones explosivas que se niegan a ser un subproducto de Occidente. Rup­tura en la teología. Ruptura entre las generaciones. En nombre de motivaciones pasionales, ¡ cuántos se han tomado autoridad para descalificar otra corriente de cristiandad, hasta el punto de que la libertad religiosa se ha convertido en palabra vacía!

A veces, la expresión de «hermanos separados» podría aplicarse muy bien a los que pertenecen a la misma Iglesia.

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Si a menudo dialogamos con los no creyentes, entre cristianos, todavía no hemos pasado todos del anatema al diálogo. El compartir con los no creyen­tes puede a veces conducirnos a superar este paso.

(Diario)

En toda comunidad, rupturas y separaciones, cualesquiera que sean, son señal de sectarismo.

¿Por qué se introduce siempre la segregación en la Iglesia de Dios? Antaño las personas de edad censuraban la conducta de los jóvenes. Pero se está operando un cambio. Y causa pena oir censurar a algunas viejecitas creyentes.

A este respecto, me acuden a la memoria unas palabras de la abuela de uno de mis hermanos-. «Nunca me aburro, pues él está siempre presente.» Y me mostraba una imagen de Cristo en la noche de Emaús.

Nunca me aburro. Estas mismas palabras se las he oído pronunciar a mi madre.

Nos llenan constantemente de asombro estas mu­jeres de edad avanzada que, con su valor y la fuer­za de su compromiso, arrastran a los más jóvenes.

*

¿Qué significa esta falta de paz en el pueblo de Dios?

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Perdemos la paz cuando, en las antiguas y nue­vas rupturas entre cristianos, consideramos instin­tivamente las equivocaciones de los demás. Y enton­ces somos incapaces de acercarnos a hablarles y decirles:

Tengo mi parte de responsabilidad en nuestras discrepancias. Yo creía construir la Iglesia de Cris­to de una manera más pura, más intransigente, más libre de la carga de los años y del peso de los siglos. Pero no podía hacerlo, porque quería hacerlo sin ti, porque no te comprendía, es decir que no te ama­ba. Pero mis ojos se abren ahora. Veo mi inconse­cuencia. 1,0 que yo creía purificado en mi comuni­dad, lo ha perdido en irradiación sobre la comunidad de los hombres.

Si no somos visiblemente uno, ¿cómo podemos pedir a los hombres que crean que aquel que nos anima en nuestro ser íntimo es el mismo Cristo? Renunciemos a nuestras antiguas y nuevas sepa­raciones para ser fermento de paz.

¿Cómo salir de la ceguera? ¿Cómo darnos cuenta de que todos nosotros somos los responsables de las divisiones? ¿Quién nos hará comprender que en toda ruptura, como en todo divorcio, las responsa­bilidades siempre están compartidas?

I<o que no se dirige a la unidad del cuerpo de Cristo y a la construcción de la ciudad de los hom­bres, ¿puede aún interesarnos?'

Desde los primeros siglos los cristianos se exhor-

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taban así a la paz: «Empieza en ti mismo la obra de la paz a fin de que, una vez pacificado, puedas llevar la paz a los demás» 1.

Sin esta exigencia, firmemente clavada en el co­razón de la vocación cristiana, todo se trastorna. Todo, hasta el ecumenismo, puede convertirse en fermento de oposición, tanto en aquellos que detie­nen las reformas como en los que desean cambios. Algunos de ellos han sufrido en la Iglesia de Dios. No han podido sobrellevar, con ardiente paciencia, las pruebas sufridas.

(Diario)

Unos estudiantes de teología me dicen que ya no se pueden mantener en las estructuras actuales. Y me preguntan: ¿Qué se puede crear para salir del atolladero ?

Contemplo a estos muchachos. Uno de ellos, Pe­dro, me parece el equilibrio personificado. Presiento en otro una decepción que ya le ha llegado a lo más íntimo.

Trato de responderles. Sólo es posible superar una crisis en las circunstancias en que nos ha en­contrado. Si huimos de la prueba momentánea para crear otra cosa, perdemos una capacidad de adap­tación.

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¿Cómo es que este «siglo del ecumenismo» no es ya el de la unidad visible?

¿Es que en Occidente, la costumbre adquirida durante más de cuatro siglos de emplear el anatema los unos contra los otros, ha destruido el dinamis­mo de la acogida, de la benevolencia y del espíritu de perdón?

¿ Es que «tenemos bastante religión para odiarnos, pero no la suficiente para amarnos los unos a los otros» 2 ?

La buena conciencia conduce a emitir juicios so­bre los bautizados que no se parecen a nosotros. ¿Impediría en nosotros el paso de la oración por todos, incluso por los que nos desacreditan?

Al juzgar, obedecemos, a pesar nuestro, a una ley grabada en la naturaleza del hombre, y no sólo del cristiano, una ley de culpabilidad, hasta el punto que un escritor agnóstico podía afirmar que había necesitado un año de depresión para librarse de vein­ticinco años de culpabilidad larvada.

La unidad entre los cristianos, como la de la célula conyugal o la de cualquier comunidad, no se obtiene imponiendo exigencias a los demás. Nada hay más destructor para sí mismo que fijarse en el otro sólo para reformarlo.

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(Diario)

Un amigo me pregunta: «Tú crees en los he­chos. Pero, ¿por qué en tus escritos no hay ninguna apreciación negativa, ninguna crítica de los hechos, ni respecto del protestantismo ni del catolicismo?»

Y yo le he respondido: No olvides nunca que salimos de una vieja his­

toria hecha de siglos de incomprensión. Se ha for­jado una sensibilidad, se han elaborado unos pro­cesos mentales. Se han emitido muchos juicios entre los cristianos de las diversas confesiones. Y éstos no determinan en el contrario una conversión de la mentalidad, no estimulan en modo alguno el cambio deseado.

En lo que concierne a esta pregunta, referente a la Iglesia católica, se están elaborando unas res­puestas. Pero corresponde a la Iglesia católica formu­larlas en su propio interior.

En la situación a que hemos llegado, protestar con vistas a restablecer el encuentro en el sentido que nos parece el mejor sólo lo hará más duro, en lugar de favorecerlo.

Por mi parte, deseo ardientemente no lanzar nunca un anatema sobre nadie. No se trata de con­sentir por ello en un error, sino de expresarse en el momento oportuna.

Hay una pedagogía de la discreción que activa las fuerzas vivas del ser. El hombre sólo se deter-

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mina verdaderamente en la confianza. Sólo a través de ella puede decirse todo.

Una acogida con una benevolencia sin límites permite al diálogo llegar un día a la participación. Y empezando con los cristianos, se extiende después a los agnósticos o los no creyentes.

*

Es fácil explicarse la intolerancia de algunas Igle­sias mayoritarias. Pero, ¿de dónde viene la intole­rancia de ciertas minorías cristianas? ¿De dónde sale esta falta de respeto a la persona, cuando se trata de un pensamiento que no está en el confor­mismo habitual?

Hay una ley sociológica. Cuando una minoría teme ser absorbida, rechaza todo movimiento ha­cia la unidad.

Tanto si las minorías son católicas como protes­tantes, el proceso es idéntico. Sólo parcialmente pue­den apreciar otras vocaciones. Someten a análisis todo lo que les llega, para defenderse de ello.

En ellas, van transcurriendo las generaciones y, aunque a veces se oponen a sus propios padres, los hijos están penetrados de un virus de intolerancia no menos violento del que tenían sus padres. Por más que las motivaciones sean completamente dis­tintas, el fenómeno se mantiene idéntico.

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(Diario)

Un sacerdote francés me dice que le resulta mucho más fácil entrar en relación con pastores y laicos procedentes de una Iglesia que, desde su ori­gen, haya sido mayoritaria. Con ellos es posible lle­gar más lejos en una reflexión común. Por el con­trario, los protestantes que creen estar minorisados por una masa católica tienden a guardar distancias.

Algunos se extrañan de que, estando situado en el contexto confesional francés, Taizé haya escapa­do a la calumnia. Sin duda nunca hemos tenido que sufrir ataques sobre nuestra integridad moral. Pero esto no impide que las oposiciones a nuestras di­versas opciones hayan sido severas.

Algunos protestantes se han distanciado, pero a su vez algunos católicos tenían un reflejo de miedo respecto de nosotros, porque habíamos salido de la Reforma.

Hijos de dos familias, somos los herederos de un antiguo divorcio de cuatro siglos. Queremos re­conciliar nuestra familia paterna, la de nuestros pa­dres, las Iglesias de la Reforma, con nuestra Igle­sia materna, la Iglesia católica. Nunca podremos formular juicios sobre una para calmar los temo­res de la otra. No querríamos decir nunca nada que hiriese el amor que tenemos a la institución de la una o de la otra.

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(Diario)

Hace pocos días, después de haber contestado a las preguntas de un grupo procedente de una trein­tena de naciones, a mi vez quise preguntarles cómo nos veían. Ellos estuvieron pensando. Y ésta fue su respuesta: ¿estamos acertados al ver en vuestra comunidad por una parte una vocación de sufri­miento y paralelamente un frescor de Evangelio? Si es así, sólo tenemos una cosa que decir: Seguid siendo vosotros mismos.

*

Las rupturas que se producen tendrán unas consecuencias tan masivas para los cristianos como la ruptura del siglo xvi, a menos que surjan unas mujeres y unos hombres decididos a nuevas supe­raciones.

Para ellos no habrá ninguna esperanza de ser portadores de la paz, si no son, ante todo los hom­bres y las mujeres de un encuentro, el que se vive, durante las vigilias de nuestras noches y a lo largo de nuestros días, con el hombre por excelencia, Cristo.

En el corazón de cada hombre, este encuentro es impresionante.

Pero es imposible quedarse aquí. En seguida -sur­ge una exigencia: el encuentro con el hombre, in-

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cluso con aquel que no comparte nuestra fe o que hasta se opone a ella.

A través del rostro de cada hombre «sobre todo cuando las lágrimas y los sufrimientos lo han hecho más transparente»3, resulta posible ver el rostro mismo de Cristo.

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La ardiente paciencia de los jóvenes

En algunas regiones del mundo, el ecumenismo conoce un inmenso avance y ocasiona una verda­dera mejora de las relaciones entre bautizados se­parados. Nadie podría minimizar este hecho. A los que han conocido un largo invierno, esta primave­ra les llena de gratitud. El ecumenismo es como una brisa primaveral que despierta lo que estaba adormecido. Estimula a ser verdadero. Impresiona a algunos agnósticos, sensibilizados por la autenti­cidad de nuestra búsqueda.

Pero nadie podría sentirse eufórico por ello. En la joven conciencia cristiana surge una inquietud y una objeción. Si el ecumenismo es solamente una idea más, ¿para qué sirve? Si es solamente una ins­titución de diálogo, crea un malestar. Si no condu­ce, desde ahora, a unos actos, pierde su valor.

Demasiados diálogos se quedan en nada. Hay

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un tiempo para ellos, pero llega un momento en que se imponen la cooperación, el encuentro.

Entre los jóvenes, los que matizan más, desean permanecer en una ardiente paciencia y se expresan de esta manera:

Cuando nos identificamos, como cristianos, lo hacemos con relación a una familia confesional, to­mamos nuestra referencia de una historia localiza­da. Y como que entonces quedamos trabados, de­seamos un ecumenismo que nos dé el medio de vivir partiendo de nuestro hoy, aun cuando perma­nezcamos fuertemente vinculados a las grandes con­tinuidades que atraviesan la vida de la Iglesia.

¿Podrá el ecumenismo ser otra cosa que una institución sin desenlace, si desaparece la urgencia de un plazo en que se produzca la unidad visible de los cristianos ? ¿ Cómo podría afirmarse: Del mis­mo modo que estamos separados desde hace siglos, serán necesarios siglos para que la unidad se realice? ¿ Es vivir la actualidad del Evangelio, retrasar, a causa de nuestra historia, la unidad de la comu­nidad de los bautizados, tan esencial para animar una unidad fraternal entre los hombres ?

Todos somos víctimas de cuatro siglos de se­paración. Buscamos una reconciliación en un plazo próximo. Si no, profesaríamos un ecumenismo sin esperanza que no interesaría a las nuevas genera­ciones, atentas a realizaciones pero que huyen silen­ciosamente de todo lo que encubra un arreglo.

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Y en su ardor, estos jóvenes continúan: Si amamos apasionadamente al cuerpo de Cristo,

la Iglesia, somos solidarios de ella, tanto en sus faltas como en sus fidelidades. Entre cristianos se­parados, queremos vivir el perdón de las ofensas. Este borra el pasado y nos sitúa en la actualidad. Si no, no hablemos más de perdón, para no hacer mentir al Evangelio.

Con Juan x x m , afirmamos no aceptar ya un proceso histórico, buscar quién se ha equivocado y quién tiene razón *.

No queremos continuar encerrados en particu­larismos y, por ello, siempre reducidos a nosotros mismos y a nuestras historias locales.

Queremos vivir a Cristo para los hombres y, a través de la Iglesia reconstruida en su unidad, suscitar una amistad entre los hombres.

No podemos ya soportar la segregación confe­sional, tan hipócrita como la segregación racial. Si la vocación ecuménica no nos libra de nuestros sepa­ratismos, si no transforma en corazones de carne5

nuestros corazones de piedra, estos corazones en­cerrados en sí mismos, ¿para qué sirve esta voca­ción?

Somos conscientes del virus inoculado en nues­tras sociedades cristianas. Desde hace cuatro siglos se llama: defensa propia, justificación de sí mismo, controversia. Desarrolla constantemente un proceso de repliegue que puede hacer del ecumenismo una

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institución más, canalizada por las múltiples Iglesias y que favorezca a su vez el repliegue sobre sí mismo. Este virus neutraliza e incluso destruye todo el impulso hacia los hombres y la catolicidad.

No haremos del ecumenismo una ideología más, un bello tema de conferencias en las que cada uno justificará durante siglos sus propias posturas.

"No negamos la necesidad de instituciones en las que también puede registrarse la gratuidad de una entrega. Pero para nosotros, el ecumenismo no es una idea ni una noción, es una respuesta de la fe a un acontecer de Dios en nuestra historia.

Con vistas a una participación con el hombre contemporáneo, es urgente la unidad visible de la comunidad de los bautizados. ¿Cómo, sin ella, po­demos encontrar el entusiasmo, la alegría, la paz, la caridad ardiente, todo un dinamismo de Evan­gelio para introducir la vida de Cristo en el hom­bre secularizado?

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Dinámica de la catolicidad

Para adelantar el plazo de la reconciliación de todos, la unidad de los católicos entre sí constitu­ye una de sus vocaciones esenciales.

Católicos, lleváis un nombre que os compromete. Católico, ecuménico, universal, son sinónimos.

Más que nunca, se impone una solidaridad uní-versal de todos los hombres. Sin ella, no hay espe­ranza de paz en la tierra, ni de promoción humana para los más pobres. También para vosotros es grande la exigencia de ser consecuentes con lo que os califica: ser católicos, es decir, abiertos a todo lo que concierne al hombre. Pero, a la vista de los que os aman, algunos de vosotros se oponen a ello.

¿Quién podría negar la urgencia de una con­frontación? En un diálogo que llegue a lo más ín­timo, le resulta posible a cada uno comprender la actitud del otro, el porqué de sus opciones.

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La. confrontación supone lucidez y análisis enér­gico. Permite comprender las motivaciones esencia­les que animan esta o aquella corriente. I / JS unos, conscientes del poder de secularización que afecta a cada cristiano, tienen la misión de excitar siem­pre más en el sentido de lo eterno. Otros, por el contrario, llegan lo más lejos posible al encuentro de los hombres.

I^as tensiones se van calmando si cada cual se esfuerza por comprender lo que el Espíritu dice a la Iglesia a través de otros distintos de él. El diá­logo se enriquece cuando hacéis un esfuerzo por comprender las llamadas del Espíritu dirigidas a unos católicos dedicados a otra misión, pero ardien­temente empeñados en servir a la totalidad de los bautizados esparcidos sobre la tierra.

La diversidad de tendencias es una garantía de libertad y también un estimulante. Hace fecundo el diálogo. Pero cuando la confrontación pierde de vista su finalidad, cuando desaparece la preocupa­ción del conjunto de los hombres, surge para cada uno la tentación de retirarse del lado bueno de la barrera para abrumar a los que tienen otra misión.

Cuando uno de vosotros cree reconfortarnos di­ciendo' que, por violentas que sean las oposiciones entre católicos, el tiempo ya no es de cismas —de lo que yo estoy íntimamente persuadido —, con otros muchos les respondo: Respecto de vuestra voca­ción fundamental a k unidad, tanta dureza ¿no va

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a conducir a aquellos que os contemplan a la indi­ferencia ?

Esperamos de vosotros, católicos, que transfor­méis vuestras oposiciones presentes en una confron­tación generosa y libre, con plena conciencia de vuestra misión universal, y ya nos alegramos por el encuentro que nos será permitido.

(Diario)

Saber esperar el acuerdo de las tendencias opues­tas: ¡cuántas veces me lo he repetido durante el Concilio !

Estar metido en aquella asamblea constituía una prueba muy dura. Me había preparado para asu­mirla. Por ello, prefiero vivir lo que es a medida del hombre, aquí mismo, sostenido por una oración común, que verme lanzado a una gran reunión, aun­que constituya la más interesante de las aventuras.

¡Una aventura! Aún éramos más sensibles hacia el final. Al acercarse la clausura, las tensiones au­mentaban conforme a la importancia de las decisio­nes. ¿No alimentaríamos todos el deseo, completa­mente humano, de ver que se registraban nuestras propias tendencias en los documentos?

¡Nada hay menos ecuménico! Lo que no ha ma­durado a la vez no puede imponerse, de lo contra­rio cargamos a tos demás con nuestros particula­rismos.

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*

¡ Su unidad! la Iglesia católica durante mucho tiempo ha creído que debía mantenerla mediante una cierta intransigencia y mucha firmeza. ¿Era en detrimento1 de una fraternidad universal ?

Esta actitud se modifica rápidamente. Antaño1 se levantaban muchas barreras. El hombre moderno ya no las soporta, ya no se detiene a mirar lo que hay en su interior. Aunque las fronteras trazadas no tengan otro objetivo1 que proteger un valor de la Iglesia, conducen a fines contrarios. La expre­sión jurídica obstaculiza. Se impone la necesidad de hallar un nuevo lenguaje, accesible al hombre con­temporáneo.

No es que tengan que discutirse los temas esen­ciales de la fe. Pero la expresión de los fundamen­tos en un lenguaje nuevo permite un alcance que hasta ahora no se concebía: la unidad de la fe queda a salvo, pero ya no domina la intransigencia.

Ante los avances actuales algunos católicos se quejan. Sostienen que su Iglesia se «protestantiza» después del Concilio. Por mi parte, he seguido todas las sesiones del Concilio y nunca oí pronun­ciar una palabra que dejase presentir un deseo de «protestantizar» la Iglesia de Roma.

Cuando, por ejemplo, se tomó la decisión de in­troducir la celebración de la eucaristía en lenguas modernas, la casi unanimidad de los miembros del

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Concilio quería que, mediante esta reforma, se hi­ciese accesible al mayor número de personas po­sible, con una preocupación de catolicidad.

¿Quién sería lo bastante duro de corazón para no comprender la dificultad de hombres y mujeres cuando ven modificarse la vieja expresión de una oración? I^a han dicho así desde su juventud. Pero de ahí a concluir que el Concilio ha querido «pro­testantizar», hay una gran diferencia. ¿Por qué no decir también que ha querido ortodoxizar, ya que las lenguas modernas se han utilizado siempre en la ortodoxia? Es tan fantástica una afirmación como la otra.

(Diario)

He asistido esta mañana a la misa dominical de Saint-Germain-des Prés con unos hermanos. La igle­sia estaba llena. Había tantos jóvenes como perso­nas de edad. Los más viejos estaban en las sillas, a los tres lados del altar. Casi todos seguían la eucaristía con un librito en francés. En el momento de la consagración, los veía pronunciar a media voz cada una de las palabras. ¡Era ésta una forma de «concelebración» un tanto inédita!

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Page 48: Schutz, Roger - La Violencia de Los Pacificos

*

La invariabilidad de los textos de la misa, man­tenida con rigor a través de los siglos, constituyó una señal. Traducía el sentido de lo universal. Hoy día, la introducción de las lenguas modernas ma­nifiesta un deseo de encuentro con todos, tanto con el autóctono de la estepa más lejana como el ha­bitante de una gran metrópoli.

Sin duda, estos cambios no se producen sin plantear problemas. En particular, ¿cómo conser­var en la vida eucarística el sentido del misterio, que es también un valor universal tan necesario a unos hombres llenos de tecnicismo ? Si desapareciese, se produciría un desequilibrio. ¿Dónde se expresa­ría una presencia de eternidad en la vida diaria de los hombres?

l,a lengua moderna que hace accesible la ora­ción a los pueblos constituidos en nación e incluso a los que se hallan en un estadio tribal, y el sentido del misterio, son dos factores de catolicidad. Uno no puede excluir al otro.

Hay cristianos que actualmente luchan para ob­tener uno, rechazando el otro. Sin saberlo, impi­den el acceso a la catolicidad de la fe.

Si había grandeza en poseer unos textos inmu­tables desde muchos siglos, hoy día se pide a los católicos una infinita humildad. Cuando algunos, por lo general, se oponen a las reformas por la suficien-

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cia y el derecho, rompen con su vocación de ca­tolicidad.

Sobre este punto, los protestantes deben tener la misma modestia, para admitir que su multipli­cidad les impide reconocerse los unos a los otros. Casi trescientas denominaciones protestantes: ¡ hay que ser sabio para reconocerse en ellas!

*

Si la oración en lengua moderna tiene valor ecu­ménico, su adaptación musical es aún un fracaso. Esto es cierto para todos. Del lado protestante, en el siglo xvi, algunos músicos consiguieron con éxi­to transcribir la oración en corales y salmos. Pero esto ya tiene años. En nuestros días, parece que todavía no han aparecido los genios de la himno-logia. Por el momento, estamos condenados a can­sarnos de una música que se pasa muy pronto. En este tiempo de pruebas, buscamos una renovación que todavía no aparece, fuera de algunas excep­ciones.

(Diario)

Me alegro de la utilización de las lenguas mo­dernas, pero sé que no basta para destruir los auto­matismos.

Temo a veces las lecturas demasiado rápidas de

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la Biblia durante la oración común. Podría haber en ellas como una magia de la palabra «que es ne­cesario haber leído», sin que pueda ser comprendi­da. El hombre moderno retiene mal lo que se le lee. ¿O es que soy demasiado severo, y olvido que siem­pre hay algunas migas que caen de la mesa?

En lo que a mí concierne, durante todo este tiempo, trato de meditar dos veces al día las epís­tolas de san Pablo y me prometo continuar este estudio con el texto de las Escrituras.

Esto supone un esfuerzo. ¿No ha habido siem­pre en la Iglesia los hombres de la palabra y los de la contemplación? Desde cerca, parece que los separa una gran distancia. Pero vistos con más perspectiva, se ve que se nutren con el mismo pan.

*

Cuando nos encontramos con unos valores de Iglesia que llevan a Cristo a un mayor número de hombres, nuestra inteligencia se ensancha con una dimensión más universal, se «catoliza». ¿Cuándo podremos todos juntos utilizar esta expresión en su pleno sentido: ser católico ?

«I<a Iglesia ha de hacerse católica siempre de nuevo»6.

¿Quién siente más solicitud por el prójimo que un hombre o una mujer realmente católicos? En su ser íntimo puede darse todo: la atención a toda

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PENETRADOS DE ESPERANZA

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Dios penetra lo impenetrable

Más allá de la inmensa confrontación abierta, la Iglesia de mañana se prepara. A nuestras puertas hay una pequeña primavera.

Todo nuevo alumbramiento se realiza con un dolor paciente. Pero, sostenidos como estamos por jóvenes vocaciones cristianas, ¿cómo no estaremos penetrados de esperanza?

Nuestra esperanza es el misterio de Cristo den­tro de nosotros1. Cuanto más se deja penetrar el hombre por esta realidad, más se mantiene firme contra viento y marea en los mares interiores nunca explorados de nuestra persona humana.

Ahí está la esperanza. Ella sostiene nuestra ca­beza por encima del agua y alegra al hombre en el momento mismo en que la duda surge. Ella con­cede ver a Dios, presente más allá de nuestra capa­cidad de creer en plenitud.

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Cuantos más años se acumulan, más aparecen las vastas zonas subyacentes a la personalidad. En gran parte permanecen desconocidas. Sin embargo, de ellas surgen muchos de nuestros gestos y com­portamientos. I<as explicaciones de las ciencias psi­cológicas no son más que tímidas aproximaciones.

A medida que el hombre avanza en edad, mayor es su asombro de conocerse tan poco. Cuanto más camina, más descubre su pobreza. Nada de lo que querría realizar ocurre realmente. Encuentra en sí mismo muy pocos dones humanos. Pero todo queda compensado por la animación de Cristo en su inte­rior.

Durante demasiado tiempo, Dios ha estado situa­do en alturas inalcanzables. También es el que ha­bita nuestras profundidades insondables. Está ahí, en lo más profundo del hombre, es su primer núcleo.

(Diario)

¡Cuántas veces he hecho una llamada a la uni­dad de la persona! Por ello entendía la reconcilia­ción de sí mismo con Dios. Pero compruebo que el combate sigue siendo diario, a pesar de la edad. Veo las discontinuidades, los avances interrumpidos. Aca­bo por preguntarme si la realización de la unidad de la persona no es una pretensión demasiado ele­vada.

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Se consigue momentáneamente, pero, para ser honrado conmigo mismo, debo reconocer que no constituye un estado al que llego y permanezco en él. Es una dirección a la que hay que volver incan­sablemente. Y constantemente hay que volver a em­pezar en si mismo esta labor. Poner de acuerdo los contrarios para que se cambien en complementarios.

Si Pablo no escribiese a los cristianos de Tesa-lónica que su fe progresaba mucho2, me inclinaría a pensar que nadie puede esperar una marcha as­cendente.

Por el contrario, cuando se dice que el amor por los demás aumenta3, lo comprendo fácilmente. Cuan­to más progresa el hombre, más aumenta su sensi­bilidad hacia el prójimo. Para el que sufre de sí mismo, ¡qué capacidad de comprensión para toda situación humana!

Pero, ¿nuestra fe también progresa? ¿Se hace más fácil cuando, con el transcurso de largos años, la han confirmado signos reiterados?

Siguen siendo numerosas las ocasiones en que se coge desprevenida. ¿Quién no desearía, en ciertos momentos, tenerla del tamaño de un grano de mos­taza? *•

Sin embargo, hay avances que no se realizan. Hace seis años, para permitir la constitución de

una cooperativa, dimos nuestro rebaño de vacas se­leccionadas por nosotros pacientemente durante mu-

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chos años. El hecho de quedarnos sin ellas era un consuelo para todos, por la gran alegría que pro­porciona compartir.

Pero, con el tiempo, se sintió la ausencia del ganado. La vida en el campo pierde en parte su sentido para el que no participa ya intensamente en los trabajos campesinos. Nada permitía seguir el ciclo de las estaciones tanto como este rebaño.

¡Ya se había terminado este momento feliz, re­petido mañana y tarde, el de ordeñar! Durante los primeros años, yo era el único que ordeñaba cada día. ¡Ya no había más nacimientos de terneros! Ayudar a la madre a parir no deja indiferente e incluso reviste una cierta gravedad.

Han pasado años desde que nuestras vacas fue­ron a la granja colectiva. La alegría de esta crea­ción no ha compensado la falta de un establo lleno al lado de nuestra casa. Aquí, el avance se ha que­dado en letra muerta.

*

¡Dudar de Dios y dudar del perdón de Dios, es lo mismo! Él perdonaría, pero retendría algunas faltas.

Cuando hay peligro de que la duda lo cubra todo, viene la noche. Cuando todo nos falta nos queda el creer. La referencia a la fe de la Iglesia continúa siendo el sólido apoyo. No es el privilegio de una

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pequeña minoría de purificados. La viven muchos, más de los que parece.

Éstos no se sorprenden de tantas impulsiones profanas como surgen de su ser. Su humanidad está llena de ellas. Se sorprenden más de creer, a despecho de todos, en una palabra dada. No en una suma de razonamientos, sino en una palabra simple, pronunciada hace diecinueve siglos. La tormenta ha barrido ante ellos aquello a lo que se aferraban. Y se asombran de mantenerse de pie sobre una roca desnuda.

La fe exige creer sin ver5. No tiene miedo a la noche, ni tampoco a las regiones tenebrosas de nuestra persona. Es una certeza. Nos permite avan­zar a pesar de las sombras.

En cierto sentido, la oración es también un paso de la duda hacia la fe, una espera creadora para comprender, en todo acontecimiento, la actual crea­ción de Dios. Es admiración y gratitud interior por el don de la vida.

(Diario)

Uno de mis amigos protestantes, que milita des­de siempre en su Iglesia, me pregunta: ¿Toda mi vida de cristiano estaría fundada sobre unos mitos, sobre una apuesta?

Yo le respondo: Son muchos los mitos de los que nos tenemos que liberar. Vivimos rodeados de

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hombres que han abandonado la fe. A causa de ellos ya no podemos expresar nuestra certeza en el lenguaje de antes, cansaríamos a los que viven como en el sábado santo, el día en que Dios estaba muerto.

En cuanto a una apuesta, nunca nuestra fe se ha fundado en un tal modo de proceder. Seamos vigilantes respecto de todas las caricaturas que hace­mos de nuestras actitudes pasadas, con la distan­cia es fácil deformarlas. Ninguna de ellas es real­mente pura. Somos limitados y seguiremos siéndolo.

Nuestra certeza, expresada en un lenguaje nue­vo, no se funda en una apuesta, sino en la declara­ción de algunos testigos cuya honestidad está fuera de duda.

Al decir esto, yo pensaba en otro hombre que aún tengo más próximo. Dedicado a las organiza­ciones humanas y a la acción sindical, y que tiene un temperamento escéptico, me contó un día una visita de Cristo: una palabra viva oída a solas en el momento más inesperado. ¿Cómo su fe — y la mía de rechazo — puede estar apoyada en una apuesta?

*

No es exagerado decir que, a pesar de una lím­pida profesión de fe, grandes regiones de nosotros mismos continúan siendo profanas e incluso pa­ganas. Inquietarse por ello no conduciría a ninguna parte. Aceptarlo nos empuja hacia adelante.

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Si algunas zonas en nosotros nos son descono­cidas, Dios es capaz de penetrarlas todas. Entra en ellas incluso sin que nosotros lo sepamos. Penetra lo impenetrable.

Ésta es una de las certezas a la que es posible aferrarse. Negarla para vivir en una inseguridad manifiesta es exponerse más pronto o más tarde a un hundimiento. Hay quienes quieren «perder la seguridad» en todo, pero ¿adonde van a parar?

Considerar que nuestra vida se mueve por lagos subterráneos, jamás explorados, podría crear una inquietud e incluso la duda, como si la fe no fuese una plenitud que se apodera del hombre en su to­talidad. Reconocer que nadie llega a conseguir una fe plena, ¿no es exponerse a que se someta a discu­sión la misma fe? Nunca, si la fe es para nosotros la certeza de que Dios permanece invisiblemente pre­sente a toda la persona, sin por ello obligarla a una adhesión total.

(Diario)

¿Afirmar que siempre seguirá habiendo en el hombre profundidades de las que nunca llegará a saber gran cosa, sería hacerle el juego al psico­análisis? Conozco mal esta ciencia, pero recuerdo una conversación que tuve con una gran persona­lidad del psicoanálisis.

Para él, lejos de ser una panacea universal, el

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psicoanálisis debe ser humilde en sus conclusiones. A veces ocurre que, después de analizar, no puede realisar la síntesis. Y, entretanto, la anarquía in­terior no ha hecho sino aumentar.

Según su opinión, si todo ser humano está se­ñalado por elementos neuróticos, en definitiva, lo que importa es el buen uso de las enfermedades o de los estados neuróticos. Si no estimulan la crea­ción, si, por el contrario, destruyen, entonces es un bien recurrir a la medicina. El psicoanálisis sigue siendo un remedio al que es bueno recurrir cuando ningún otro resulta eficaz.

Me recordaba que la vieja intuición, calificada de dirección espiritual, siempre ha sido eficaz en la Iglesia. También ella es capaz de discernir en el hombre algunas grietas por las que se derrumban los fundamentos mínimos del ser y que provocan desequilibrios graves. Y éstos no dejan indemne a su alrededor. Pueden contaminar a la larga.

Me habló de aquellos médicos, profundamente atacados, pero que se han hecho psicoanalistas ellos misinos sin sufrir después el control que se im­pone regularmente. Muy pronto, se transforman en grandes magos del siglo presente. Pretenden poseer la llave del conocimiento, mientras que sólo ocasio­nan fracasos y ruinas.

La modestia de este médico inspiraba plena con­fianza en una aplicación seria del análisis. En él no se erigía ni en sistema ni en filosofía.

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*

¿ Cómo abrir a Cristo las profundidades del hom­bre y darle acceso a nuestra persona? Diciéndolo absolutamente todo sobre nosotros mismos. Abor­dando en su presencia los temas que surgen y nos atormentan. Detallando en la conversación con él, las pulsiones que nos acometen. Mostrándole con transparencia las dificultades de nuestro hombre más íntimo. Y con los años ir sacando así unos va­lores escondidos, que si no permanecerían inutili-zables.

Durante el camino, se deja oir una respuesta. El diálogo progresa a pesar de las lentitudes y las im­posibilidades siempre momentáneas. Un día, se llega al núcleo de la persona. Todo se entrega, irresis­tiblemente. No sólo son confiadas las contradiccio­nes interiores, sino también los hombres mismos que nos condenan o nos juzgan.

Por medio de la violencia que se ha hecho a sí mismo, el hombre descubre una presencia: Cristo dentro de él6. Sólo los violentos lo arrebatan7.

Es un alumbramiento de sí mismo que consiste en no mantener ningún equívoco. Este modo de pro­ceder vale lo que vale, pero tiene la ventaja de que en la conversación a solas quita todo deseo de jugar al escondite.

Se objetará que, de todos modos, Dios lo ve todo. Sí, pero el hombre, como si quisiera conser-

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var un dominio privado, siempre recurre a rodeos. Y éstos, en su relación con Dios, crean un malestar parecido al que se establece entre dos seres muy allegados, cuando uno cree que debe ocultar al otro lo que éste conoce con evidencia.

¡ Cristo dentro de nosotros! Nos cuesta com­prender, tan poderosa es la culpabilidad del ser.

Con demasiada frecuencia, prevalece la actitud jansenista : «Señor, no soy digno de que entres en mi casa» 8.

¡ Otro en mí! Encontrarlo en la oración, en el momento en que abandono, con toda evidencia, mi espíritu, mi cuerpo, para comprenderlo.

¡ Otro en mí! Utiliza mi debilidad y las contra­dicciones que viven en mí. I,a misma prueba ad­quiere un sentido preciso: por ella no nos da otra salida que él solo. Y entonces hasta en la prueba hay belleza.

(Diario)

Durante algunos días, nos hemos retirado con unos hermanos en una casa cuya terraza da al mar.

¡Nada hay más maravilloso! El aire siempre en movimiento, la brisa del mar, gratos olores, la luz viva de la mañana y el amainar del calor, los atar­deceres después de hs sopores del día.

A esta hora irresistiblemente me refugio, por

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algunos instantes, en la terraza oeste, cerca de los dos naranjos.

Momento de reflexión. Esta noche me doy cuenta de lo pesados que son los años, desde hace dos años. Tantos momentos en que no veo cómo realizar los próximos esfuerzos que, por lo demás, llevo a cabo siempre cuando se presentan. No conocía esta si­tuación en los veinticinco primeros años de Taizé.

Tengo una convicción: este inmenso combate que se ha de librar, desafía los poderes de este mundo de tinieblas*. Éstos no quieren la unidad visible. Saben que Cristo agoniza por los sufrimientos al ver su Iglesia dividida.

También he admitido que el combate podría ser mayor aún.

Ya calmado, me falta dominar la fatiga posible. Emplearlo todo para resistir en los días malos10. No hay otra salida que lanzarme a Cristo. Llamarlo en toda ocasión, saberlo muy cerca.

La cena de esta noche estaba iluminada por él. Nadie podía saberlo, pero yo era un hombre rico con la amistad de Cristo y la de sus hermanos.

*

Lo que en otro tiempo se ha calificado de di­rección espiritual supone también un proceder de total apertura, pero en presencia de un hombre.

¿ Quién podría decir de sí mismo: no hay nada

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en mí que no haya sido manifestado, ya sea en la confesión, ya a alguien de confianza? ¿Quién pue­de decir: todo está al descubierto, yo conozco esta cualidad de transparencia? Muy pocos. Hay que seguir las enseñanzas de Cristo y se necesitan lar­gos años para llegar a esta claridad.

Si el ojo está en la luz, todo el cuerpo lo está tam­bién11. I^a limpidez de nuestra mirada, la claridad de nuestra vida interior, condicionan todo el ser, incluso el cuerpo. Este cuerpo con el que hay que contar cada día, este cuerpo del que a veces hay que tirar, es el soporte de nuestra vida interior. Es el portador de Cristo. I a luz de Cristo penetra cuan­do somos auténticos, decididos a una perseverante apertura.

Para el que renueva día tras día esta transpa­rencia, llegan horas de paz y, con ellas, la alegría.

Desaparece la vergüenza de existir, tenaz a pesar de todo. Según los momentos, adopta aspectos di­versos. Anula toda capacidad de comunicación y destruye las fuerzas vivas. Es un sufrimiento' sin beneficio. El ambiente cristiano alimenta a veces la vergüenza de existir por la contradicción de sus juicios. A menudo culpabiliza como ningún otro.

A través de la transparencia, fracasos, obstácu­los, imposibilidades, llegan a una luz nueva.

La. angustia, causa de tantas pulsiones, también desaparece. De ella proceden muchas veces la cólera o el amor, la dureza o la ternura. Como una cortina

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de niebla que se tenga que cruzar, la angustia exige que nos enfrentemos con ella en seguida, que no tra­temos de esquivarla. Posee en sí misma su propia solución.

Y cuanto más vive en nosotros la transparencia, más se ensancha el sosiego alrededor de nosotros.

(Diario)

Cada día un nuevo combate, todo hombre alis­tado lo sabe. Si no, no hay avance. Pero para todos se renueva hasta la muerte una capacidad de deci­sión. La energía de la voluntad renace siempre, sus recursos son inagotables e insospechados.

A menudo paso revista a las ocasiones perdidas, todos los lugares en que habría sido agradable es­tablecer las fundaciones de la comunidad y comparo estos lugares con nuestro Máconnais, tan pobre en el plano humano, y desvitalizado en cuanto a la Iglesia.

Vivir en el pasado o en el futuro no sirve para nada. La imaginación crea lo dramático. Sólo cuen­ta el día de hoy. Nadie puede vivir sin una necesa­ria prospectiva, pero la anticipación mata.

*

Dejar a Cristo penetrar lo impenetrable es volver incansablemente al espíritu de infancia. Éste no im-

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pide llegar a la estatura de hombre, no es de nin­gún modo un camino de puerilidad.

Ser uno mismo, sin disfraces, sin artificio. Nada falsea tanto la comunión y destruye tanto la inte­gridad de la persona como llevar máscaras.

(Diario)

Un sacerdote al que no conozco me ha escrito una carta cuya copia he clavado en la pared de mi habitación. Desde hace años, de vez en cuando, me detengo ante ella para leer:

«Hoy es el décimo aniversario de mi sacerdocio y he pensado irresistiblemente en usted y en toda su comunidad. Juntos, estamos escalando por sen­deros diferentes esta montaña que es Cristo.

»He pensado entonces en un pequeño atajo que nos podría permitir encontrarnos juntos más de prisa. Este atajo es la infancia espiritual.

•»Creo firmemente que en ella se realizará la uni­dad. La unión final podrá hacerse en un clima de infancia espiritual, es decir, de humildad, de senci­llez, de confianza, ie entrega.

»Es una pista, un trazado, que muy humilde­mente y muy sencillamente le indico.*

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La amistad, rostro de Dios

Cuanto más avanza el hombre en la conciencia que tiene de sí mismo, más descubre que morirá conociendo solamente los contornos de su persona­lidad. Ésta se mueve por vastos lagos subterráneos. Pero de estas extensiones emergen rocas sobre las que se puede edificar.

Una de estas rocas sólidas, es la confianza depo­sitada en un ser.

Cuando esta confianza toma la figura de la amis­tad, entonces aumenta la seguridad y se hace po­sible la obra común. Construir juntos, no para sí mismo, sino para los demás, es su consecuencia irre­versible.

Hay que conocer la soledad consigo mismo para comprender el valor de ciertos encuentros.

Una sólida amistad no es concedida a todos du­rante toda una vida. Pero un tiempo fuerte, una

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experiencia de amistad limitada en su duración, puede marcar toda una existencia. Crea de nuevo un hálito desconocido sin ella. Ha transformado lo más íntimo del ser, lo ha humanizado, le ha dado el sentido de ia acogida.

(Diario)

Sobre el tema de la amistad, escribo a uno de mis hermanos:

«La amistad es un valor insondable. En gene­ral sólo conocemos de ella sus contornos. Sólo en ra­ros momentos alcanzamos sus profundidades.

»Por medio del diálogo que suscita y en una se­rena apertura, descubrimos, no todo, pero sí algunas parcelas de nuestro ser. Así se elabora en nosotros una creación. Tiende a ser como un nacimiento para Cristo.-»

Un hermano, por su parte, me escribe-. «En estos períodos en que Dios nos prueba para

considerar nuestro grado de amistad con él, nues­tras amistades con los hombres y nuestros herma­nos cobran una dimensión de eternidad.-»

La amistad nos permite adivinar un mundo invi­sible. No hay rostro de Dios más luminoso sobre la tierra.

La fe no nace de la amistad humana, pero en­cuentra un apoyo en ella. A través de una sucesión

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de amistades, así ocurre desde la primera comunidad cristiana, hasta tal punto que lo que cuenta no es mi fe, sino la de la Iglesia.

Y así, desde el principio, la llamada sigue siendo siempre la misma: «No mires mis pecados — mi falta de fe — sino la fe de tu Iglesia» n.

(Diario)

Algunas notas sobre la predicación de un obis­po anglicano en nuestra iglesia:

«Hablamos con demasiada frecuencia de amor y los hombres no comprenden. Nos comprenderán más si hablamos de amistad.

»La amistad supone la confianza. En términos religiosos la llamamos fe.

»La amistad implica también la conversación. En términos religiosos, es la oración.

»La amistad se expresa por gestos, apretar la mano, abrasar. Son su signo. En términos religio­sos, son los sacramentos.-»

Y el obispo concluye: «La amistad, cualquiera que sea, siempre implica una parte de adoración.»

*

¿La sed ardiente de relación entre los seres no tiene su origen en el presentimiento de otra comu­nión, más esencial, conseguida con Cristo?

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L,as nuevas generaciones están más deseosas de comunicación que nunca. ¿No son aptas para consi­derar que, más allá de las limitaciones de toda inti­midad, en un momento dado, uno solo puede llenar nuestra soledad?

Cuando el ansia de una amistad domina a un ser, puede crear a cambio unas exigencias afectivas desmesuradas, sin relación con la situación real. Por ello se produce un desengaño continuo. Si no se domina, es causa de bloqueo, de rechazo, incluso de rebelión. El hombre ama para sí mismo, gratui-dad. No hay amistad en la captación. No hay amis­tad sin la prueba purificadora.

(Diario)

Esta noche, unos jóvenes me han preguntado el sentido de la «gratuidad».

Es un gesto del hombre por el que se niega a retener a otro como cautivo.

Este gesto supone un paso. Pasar sobre sí mis­mo, se diría en lenguaje heroico. Este paso conduce a una comunión. Cuando ésta se ha realizado, abre a la vida de un modo incomparable.

*

Y cuando la amistad nos abre a los no creyentes, aún recibimos un bien suplementario.

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«En estos tiempos en que el hombre se seculariza y rechaza nuestra vieja cristiandad, unos hombres y unas mujeres que profesan el ateísmo buscan, a veces generosamente, un encuentro. Algunos de ellos han pasado del anatema al diálogo. Sí, el diálogo con ellos nos humaniza. Supone un tacto infinito para admitir un hecho: están aquellos que, sin saber por qué, son captados por el misterio, los creyentes; aquellos que, sin negarlo, no se pronuncian, los ag­nósticos; y los ateos que lo niegan. Y "¡qué ironía!". La sociedad profana produce unas fuerzas de uni­ficación y de reconciliación que a menudo parecen más católicas que las que se realizan en el interior de la Iglesia» 13.

(Diario)

Nunca, como durante estos años, he dialogado tanto con los agnósticos. Ayer todavía, uno de ellos, hombre de letras al que aún no conozco, me mandó su último libro con estas palabras: «Esperando que su abertura pueda acoger a un agnóstico.»

Y hace unos días, en medio de las múltiples se­siones que se suceden aquí mismo, dos jóvenes estu­diantes de nuestra región, ambos no bautizados, vi­nieron a comunicarme su próximo matrimonio. No pidieron la bendición. No sería honrado, dicen. La estudiante pertenece a una familia en la que, desde hace muchas generaciones, nadie ha recibido nunca

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el bautismo, tal vez desde la revolución. Él también es de una familia no cristiana. Pero este día feliz de su matrimonio debe estar señalado, según ellos, por un acontecimiento. ¿Por qué no compartir una celebración en la que tomarían parte las dos fami­lias? Entonces, en la tarde del día del casamiento, en el deambulatorio (que, en el interior de la Igle­sia, domina todo el conjunto), me reúno con estas familias de una sola pieza.

El intercambio es sencillo. Nuestro diálogo ha sido posible ahora, porque un hombre, Juan XXIII, ha abierto el camino. Así nos lo hemos dicho.

Las campanas acaban de tocar. Me voy a mi sitio y sé que estos no bautizados permanecen allí, de pie en la penumbra, durante la oración de la tarde.

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Hacia una nueva sociedad

Tenemos poca conciencia de haber entrado en una era nueva, la era atómica. Para asegurar la misma supervivencia de los hombres, se impone un acuerdo entre todos. ¿Se reconciliarán los cristianos para activar este proceso de unidad entre todos los hombres ?

En este período de la historia, irrumpen unas estructuras étnicas. Una paz parcial y completamente relativa no se debe a una comprensión, sino al equilibrio del terror. Ixis medios atómicos son ca­paces de destruir la tierra entera.

(Diario)

En estos años en que somos contemporáneos de una guerra que se prolonga, qué impresionados nos hemos quedado, durante una oración de la noche,

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al oir a un vietnamita, de paso por Taizé, pronun­ciar estas palabras:

Tengo miedo de mi miedo, Tengo miedo de dejarte, Señor. Tengo miedo de mi miedo, Tengo miedo de no mantenerme firme hasta el

final. No olvides que yo vivo para ti. Concédeme la gracia de darte toda mi vida Y el amor que me hará uno contigo.

*

Para preparar la paz, ¿no debe dirigirse nuestra atención hacia el medio de prevenir las guerras ?

Suplicar por el desarrollo de los países pobres, colaborar en el progreso de los pueblos y en la pro­moción humana, es reparar una parte de injusticia y, a la vez, crear unas condiciones para la paz. En el día de hoy, paz es sinónimo de desarrollo de todos. Lo uno está íntimamente unido a lo otro.

Con una generosidad sin igual, algunos cristia­nos trabajan por la paz. Es forzoso hacer constar su dificultad en detener los conflictos una vez que han empezado. Incluso cuando, con su valor y su gran autoridad espiritual, Pablo vi grita: «En nom­bre de Cristo, ¡ deteneos !», las negociaciones de paz son lentas en llegar.

La paz se prepara mientras aún es tiempo, antes

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de que se produzca lo peor. El desarrollo de las naciones pobres es una de las condiciones previas esenciales. Si no, condenaríamos a estos pueblos a tomar el único camino que les quedaría, el de la lucha armada.

Muchos cristianos, que habitan en los países ricos, piensan para sí mismos en un estilo de vida para estos tiempos de hambre.

Generosamente, dan una parte de sus bienes. Con la violencia de los pacíficos quieren poner unos signos para despertar la conciencia de los cristia­nos e incluso la de los no cristianos. Desean poner en práctica lo que hace quince siglos ya se les pedía a los cristianos, cuando empezaban a producirse algunas formas de capitalismo : «Las guerras y las discusiones estallan porque algunos intentan apro­piarse de lo que es de todos, como si la naturaleza se indignase de que e¡ hombre, por medio de esta fría palabra, lo mío y lo tuyo, ponga la división donde Dios ha puesto la unidad (...). Vosotros sois los depositarios de los bienes de los pobres, aunque los poseáis como consecuencia de un trabajo ho­nesto o por herencia» 14.

Pero, ¿qué podemos nosotros? Nuestros actos en favor del tercer mundo, nuestras colectas entre otros, son unos signos, nada más.

Para iniciar un proceso de desarrollo del tercer mundo, sería una base indispensable el 1 % de la renta nacional de los países ricos. En lugar de esto,

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esta ayuda, en lugar de aumentar, disminuye cons­tantemente.

Frente al crecimiento demográfico de los países pobres, el reparto de los bienes procedentes de las regiones de abundancia no podría bastar. La solu­ción se encontrará sobre él terreno, con el apoyo de todos los medios técnicos de las zonas ricas.

(Diario)

Conversación con un economista. Asegura que se acerca el día en que los medios de la revolución tecnológica llegarán a suprimir el hambre.

Su enorme responsabilidad se advierte en sus ras­gos. Este hombre estimula la reflexión que con otros sostenemos sobre el medio de que los países pobres salgan de la presente situación.

Nuestra reflexión tiene su valor. Pero, en resu­men, nos parece que son necesarios dos pasos. El primero es hacer que todos tomen conciencia de su condición de hombres. El segundo es enseñarles cómo sobrevivir.

Para llegar a estos fines hay que alfabetizar. La ignorancia de las masas rurales del hemisferio Sur las convierte en víctimas de todas las opresiones presentes o futuras. Las hace incapaces de utilizar los medios apropiados para hacer que la tierra produzca.

Sin un mínimo de conocimiento es imposible

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descubrirse a sí mismo como ser humano e imposi­ble aprender los medios de hacer que sobreviva el cuerpo.

La televisión transmitida por satélite es el re­curso más eficaz para realizar los dos pasos indis­pensables. La misma imagen puede inundar regiones inmensas en las que se hablan múltiples lenguas o dialectos: basta comentar la imagen en otros tantos canales hablados transmitidos por el satélite.

Estas técnicas suplen la penuria de educadores. No son muy caras. Diez programaciones distribuidas por satélite son suficientes para todos los países del tercer mundo, y el gasto que ocasionan supone alre­dedor de cuatrocientos millones de dólares.

Por este medio, el pueblo más apartado recibirá cada día una enseñanza por medio de la imagen de la que cada cual sacará los conocimientos necesarios. Los habitantes de los países en vías de desarrollo aprenderán a vasta escala, cómo plantar, cómo tra­bajar el suelo o cosechar.

Enormes masas rurales en continua emigración para ir a parar a las zonas infrahumanas de los su­burbios de las grandes ciudades serán retenidas en su país de origen.

Y cuando ya estén preparados los métodos que permitan, por procedimientos químicos, producir a base del petróleo los alimentos comestibles para los animales y más tarde para los hombres, se ofrecerá a todos una abundancia de los frutos de la tierra.

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Así por la técnica de la información, por los me­dios de comunicación audiovisuales y ¡as ciencias hu­manas, puede modificarse la condición de muchas mujeres y hombres. Desde hace miles de años, co­nocen la injusticia y el miedo.

*

El tema de la complementariedad ha alimentado un nuevo diálogo.

La toma de conciencia de su cualidad de hom­bre por los más pobres permitirá también realizar la indispensable complementariedad entre los pue­blos de los hemisferios Sur y Norte.

La facilidad de percepción de las poblaciones del hemisferio Sur es sorprendente. Captan el mundo. exterior por medio de una capacidad emotiva e in­tuitiva incomparable.

Por el contrario, el hombre de los países templa­dos o fríos utiliza el análisis para comprender e{ acontecimiento. Según como, resulta un pobre en comparación con la riqueza de percepción de los ne­gros o de los indios.

La capacidad creadora y artística de los pueblos del hemisferio Sur constituye un poder activo. Pue­de acudir en ayuda de una atrofia intelectual de las civilizaciones nórdicas. Toda segregación entre el Norte y el Sur supone la lenta muerte de la humani­dad. Nuestro futuro está en la complementariedad

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de las culturas. Es creador el intercambio que se rea­lizará entre los dones intuitivos de los unos y los analíticos de los otros.

¿Sabrán los occidentales compensar su dificultad en penetrar en una verdadera comunión humana abriéndose a las espontaneidades de los negros en particular? Los negros crean en común, en el grupo. j Nuestros individualismos, reforzados por una ci­vilización de abundancia, hallarán, al contacto con las naciones del Sur, la capacidad de compartir? Sin ella no hay esperanza de que nuestras socieda­des de consumo se conviertan en sociedades de par­ticipación.

Los pueblos del Sur son capaces de hacernos descubrir el sentido de la creación común. Un eco­nomista, a quien se lo decía, me respondió que ésta es precisamente indispensable para el éxito de la producción industrial, para el bien de todos.

Según él, para asegurar la expansión de las gran­des industrias, lo que importará no serán ya los ca­pitales — tanto si proceden del Estado como de particulares — sino un equipo unido, en el que do­minen la inteligencia y la experiencia. Un individuo aislado no podrá ya dirigir la marcha de la empresa, sino que sólo podrá hacerlo un equipo de técnicos de primer orden. En un momento dado, la empresa se auto financiará a sí misma y su crecimiento se reali­zará con una cadencia acelerada cada año sin re­cursos exteriores.

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De ahora en adelante, lo que contará no serán ya las inversiones exteriores, la industria las creará por sí misma. Lo que prevalecerá, será la competencia, el espíritu de equipo y la creación común.

Los habitantes de los países más pobres, por su sentido de la creación común, pueden ser los pro­motores activos de un desarrollo.

*

A medida que pasan los años, más se acercan las sociedades de consumo de los países capitalistas y las sociedades de producción de los países del Este europeo. Un factor se vuelve común: todas las naciones industrializadas tienden en definitiva a una economía elaborada en función de los consumidores. Iyos ordenadores provocan una aceleración de este acercamiento15.

Pero a fin de cuentas, si el desarrollo tuviese como único fin conducir un día a toda la humanidad a ser una sociedad de superabundancia, las posibi­lidades de distracciones que se ofrecerían entonces muy pronto resultarían insuficientes para librar al hombre del hastío y de la desesperación.

Una nueva sociedad de distribución y de par­ticipación nos ofrece hoy el medio de evitar este ahogo.

Esta nueva sociedad es también provisional, per­mite franquear una etapa. Cuando los pobres estén

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provistos de todo y todos hayan llegado a un mis­mo nivel de vida, ¿cuál será la meta de la existencia humana? ¿Qué utilización podrá dar el hombre a su creatividad combativa?

El uso de las cosas, el de un material liberador para la mujer y para el hombre, es un gran bien. Pero no son un fin en sí mismas.

A los cristianos corresponde pensar con los no creyentes para prever las etapas siguientes, tam­bién provisionales.

Para mantenerse firme en medio de las tensiones presentes y futuras, surgen por todas partes no sólo unos grupos de reflexión, sino actos concretos: en la agricultura, explotaciones comunes; en las ciuda­des, agrupaciones.

*

¿Un cristiano puede tener miedo de mancharse las manos participando en la promoción del hom­bre? Debe temerse al pietismo por impedir toda de­dicación a las ciencias humanas, la economía y la política. Aceptar la voluntad de Dios no consiste en decir simplemente «Señor, Señor»16, sino en tomar parte valientemente en el bien común17.

Una de las señales del cristiano auténtico, en el futuro, será su capacidad de preparar un nuevo modo de relaciones. Para el laico será su dedicación a una política en el sentido amplio de la palabra: no la

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lucha de partido en la que ios horizontes se redu­cen y todos corren el riesgo de servir a los intereses de un clan, sino la construcción de la ciudad humana.

Y esta nueva relación es indispensable a gran escala. Para hablar de una situación concreta: si los profundos cambios de las estructuras latinoameri­canas se hacen sin los cristianos, sería un fracaso de la Iglesia entera. Si las Iglesias de América latina se hundiesen, los cristianos quedarían reducidos al hemisferio Norte. ¿Dónde estaría su vocación a la catolicidad, al ecumenismo ?

A todos nos afecta la necesaria integración en la comunidad. Ésta no puede desarrollarse en un medio estrecho, en una sola comunidad local o na­cional. Con una conciencia renovada de las necesi­dades de todos a través de la tierra, el cristiano cada vez se verá más llamado a disponer de todos sus bienes en función de la totalidad de los hombres, para entrar en una sociedad de participación y de distribución.

Mantener este avance es entrar en unos intereses múltiples y contradictorios. ¿Cómo no quedar atra­pado? ¿Cómo no hundirse en un terreno que bulle de pasiones multiformes? ¿Dónde poner el pie para no correr el peligro de no poder retirarlo? Pero, por otra parte, ¿cómo podríamos negarnos a tomar parte?

Depende de los cristianos que la nueva sociedad

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se construya con ellos, y no sin ellos. Pero en esto, la tensión es grande. En su fanatismo, algunos quie­ren imponer una solución exclusiva. El equilibrio se halla en la certeza de la complementariedad de los compromisos.

La violencia de las disputas neutraliza la gene­rosidad. I,a intolerancia y el espíritu de anatema entre hombres preocupados por lo que se decide ante nuestros ojos corta aún más a los que querrían colaborar. No es inútil recordarlo: los que en su historia han sido más afectados por la intolerencia, a veces se vuelven capaces, a su vez, de una in­transigencia cercana a la inquisición.

Para entrar en las nuevas tensiones se impone un pluralismo en los modos de acercarse. Para unos su genio propio será una presencia oculta entre los más pobres. Para otros, por el contrario, será una vasta realización. Para otros aún, una reflexión lar­gamente meditada para derrocar las tiranías. Todo este conjunto corresponde a la elaboración de una nueva sociedad.

(Diario)

Diálogo con un hermano que parte de nuevo hacia la fraternidad. ¿Qué vamos a ser? Una pa­labra viva en medio de la injusticia y de la segrega­ción: una oración, por una existencia absurda para la razón; un lenguaje de Dios, por cada compor-

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iamiento al lado de los más maltratados; una página en la que se escriben los sufrimientos añadidos en pro de su cuerpo que es la Iglesia™.

Recientemente un religioso protestaba contra la presencia de una de nuestras fraternidades, porque nuestros hermanos se niegan a aceptar las opcio­nes de él. El que escribe es un intelectual. Maneja bien la pluma. Quiere que nosotros también nos pro­nunciemos por la pluma. Bastaría poner una firma en un documento y seriamos hombres comprometi­dos. ¿Comprometidos a qué, concretamente?... Al­gunos meses más tarde rectificaba su juicio.

El hecho de vivir diariamente las heridas de una existencia gris, de compartir las condiciones de vida de mujeres y hombres sin esperanza, es una forma de compromiso que cuesta más que firmar peticiones o escribir textos, por justos que sean.

Yo sé que ciertos manifiestos han producido a veces un efecto de choque y han obligado a los que se comprometían. Pero lo menos que puede decirse es que en estos tiempos hay sobreabundancia de ellos. Son muchos los hombres a quienes se solicita firmar textos, tomar partido en pro o en contra.

¿No es más constructivo ser de los hombres que escuchan? Esta actitud nunca nos ha impedido par­ticipar en ¡a vida de los hombres. Para aquellos de mis hermanos que han vivido o viven la condición de obreros, para los que están inmersos entre los más pobres, su presencia es una toma de posición.

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No necesita manifiestos. Y éstos a veces no obligan de ningún modo, apaciguan la conciencia, y nada más.

Elaborar loables resoluciones al final de una reu­nión puede conducir a la hipocresía. Por medio del escrito se afirma, se condena, se intima, y esto en nada cambia nuestra vida. Este proceso se está con­virtiendo en una enfermedad del siglo.

A unos responsables de un vasto movimiento de cristianos pacifistas, les preguntaba qué es lo que esperaban de nosotros. La única respuesta fue: fir­mar unas cartas, unas peticiones.

*

Para preparar la paz, el mestizaje es una solución a otros conflictos.

En el Brasil, es un éxito. A través de las genera­ciones, la construido un pueblo de sangre mezcla­da, abierto a la creación artística, acogedor de todos. En los Estados Unidos la negativa que hasta ahora ha habido al mestizaje ha preparado los dramas presentes.

(Diario)

Dos cartas de mis hermanos, recibidas casi a la vez, son significativas. Una viene del Brasil, la otra de los Estados Unidos.

De lecife. «La vida entre unos hombres que

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son, con los de la India, los más pobres de este mundo, conoce momentos de plenitud. La dureza del paro que nos aflige, porque nuestras nacionalidades europeas y nuestra cultura nos hacen sospechosos en las fábricas, está compensada por la hospitali­dad. Una familia es capaz de dar al extranjero toda la comida de la barraca, con riesgo de privarse de todo en los días siguientes.

»El arte halla en Brasil una expresión plena, fruto del mestizaje. La bossa nova, en poesía, en el canto y en la literatura, tiende a la universalidad. Para las naciones occidentales será semejante a la aportación africana del jazz.-»

De Chicago. «Nuestros amigos, los negros entre los que vivimos, se separan poco a poco de los blan­cos de mentalidad liberal. De cuatro pastores negros de nuestros amigos, tres nos dicen: "Queremos el poder para los negros, id más bien a los blancos a enseñarles lo que deseáis."

»Muchos jóvenes nos preguntan: ¿Dónde está la esperanza? Cristo resucitado. No sé responder de otro modo.

•»En nuestra fraternidad, ahora que algunos re­chazan nuestra amistad, ¿qué otra cosa podemos hacer sino rezar de rodillas: Cristo, te* piedad de todos nosotros, pues somos blancos.»

Es cierto que dos negros viven con ellos la tor­menta.

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A la carta va unida una fotografía de periódico. Muestra una batalla entre amarillos, negros y blan­cos, en la calle en que viven nuestros hermanos.

He recibido a un obispo negro de África. Habita la costa Oeste y es de la misma familia que los ne­gros de los Estados Unidos, descendientes de los es­clavos llevados a América. Hemos hablado sobre la situación.

Su rostro sereno, acogedor, sensible en extremo, habla largamente del sufrimiento que vive. Yo que­rría saber su origen. Al hablar, descubro en él el, dolor punzante del drama de sus hermanos negros americanos.

¡Qué contradicción! En los Estados Unidos, los siglos de paciencia son substituidos por la revolu­ción. En el mismo momento, en su diócesis africa­na, el obispo ve cómo trabajan unos jóvenes ame­ricanos blancos. Los negros los aman. Viven en medio de los más pobres e irradian humanidad.

Al volver a su patria, ¿qué encontrarán? Descu­brirán que «lo que caracteriza principalmente la vida de un negro, es el sufrimiento, un sufrimiento tan antiguo y tan profundo que forma parte de casi todos los instantes de su vida. Bajo su risa, el ne­gro disimula unas lágrimas que ninguna mano puede

Vi

enjugar» .

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Violencia creadora

Muchos jóvenes, cristianos o no, a través de ac­ciones concretas, quieren revolucionar las estructu­ras contemporáneas. Para ellos, sólo lo conseguirá la violencia. Algunos de ellos lo saben: el reino de Dios, sólo los violentos lo arrebatan7. I^os tibios, los adormilados, los que no están sedientos se exclu­yen a sí mismos de él. Pero Cristo ha dicho también: bienaventurados los pacíficosao.

¡ Violencia de los pacíficos! ¿ Todo el espíritu del Evangelio capaz de producir la revolución en la tierra estará condensado en esta aparente contra­dicción ?

No nos engañemos. No puede tratarse de cual­quier violencia. I a que se apodera del reino es crea­dora. No está marcada por un deseo de poder.

En nombre de Cristo es posible emprender cru­zadas de cólera, imponer a los demás las propias

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opciones partidistas, un espíritu de secta y de rebe­lión, un purismo cualquiera. En la historia se han matado en su nombre. Algunos con sólo su pluma han desacreditado a la persona humana. I,a violen­cia destructura entre cristianos, la rebelión de unos y la contraofensiva de los conservadurismos hacen hundir a grandes sectores de la Iglesia de Dios.

¿Suscitar la violencia destructora entre bautiza­dos, no es crucificar el cuerpo de Cristo en nombre de motivaciones calificadas de elevadas ? Lejos de apoderarse del reino, ¿no es esto hacerse inepto para él?21.

Reunidos en Taizé, mil seiscientos jóvenes se declaraban «violentos, sin duda, pero no rebeldes». Y añadían: «Sin rebelión, pues no queremos pedir nada para nosotros mismos. Pero, con la violencia de los pacíficos, pedimos por los que no son de Igle­sia. Por ellos nuestra paciencia se hace ardiente y se somete a la prueba del fuego cuando estos hom­bres, por los que intentamos vivir a Cristo, son muchachos y muchachas indiferentes a la fe. Algu­nos han amado a la Iglesia, han esperado mucho, pero no se han quedado en ella, huyen silenciosa­mente. Y otros, nacidos en una total indiferencia, no pueden descubrir en los cristianos separados, el signo de la comunidad fraternal al que el hombre es sensible.»

Desde hace dos años, estas grandes reuniones internacionales de jóvenes en Taizé nos hacían pre-

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sentir que la ardiente paciencia de los jóvenes se cambiaría muy pronto en estallido ya que demasia­dos mayores rechazaban con frialdad lo que surgía de la conciencia de los jóvenes.

(Diario)

Conversación con una veintena de jóvenes del Berlín occidental. Protestantes de origen, dejan trans­parentar su escepticismo frente a toda institución de Iglesia. Sólo les interesa la violencia. Están mar­cados por el recuerdo de uno de los suyos, muerto por la policía durante una manifestación.

Me preguntan: ¿por qué vuestra comunidad se niega a emplear la prensa para orientar la opinión? Sois conocidos en Alemania y podríais mucho. ¿Por qué usted mismo, como prior, no habla más? Yo les respondo:

— Todos los hermanos son complementarios unos de los otros, tanto yo como ellos.

—-Sin embargo, a usted le corresponde hablar. Ignora el auditorio que tiene.

— Lo que cuenta es el interior del hombre. La imagen exterior que algunos podrían hacerse, me importa poco. Ahora bien, este hombre interior pre­fiere cierto silencio, cree muy poco en. las declara­ciones.

— Debería usted escribir al presidente de los Estados Unidos.

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— Ya lo he hecho y no albergo ilusiones sobre el efecto de mi carta. Por lo demás, ya han interve­nido muchos y la guerra no se ha interrumpido por ello.

— Así pues, sólo la violencia obtiene resultados. — La violencia sólo se impone cuando todos los

medios de resistencia pasiva y de persuasión se han utilizado. Y sólo es posible llegar a este extremo con un espíritu purificado de todo interés personal. Y debemos saberlo: todos los que empuñan espada, a espada morirán'22.

Yo les aconsejo leer aquella misma noche un pa­saje de un texto reciente y muy sugestivo sobre el «desarrollo de los pueblos-». Insisto sobre el hecho de que, por primera vez, un papa, después de haber advertido contra la tentación de la violencia, com­prende en un escrito que pueda estallar en situa­ciones excepcionales, en «caso de tiranía evidente y prolongada que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y damnificase peligro­samente el bien común del país-» s .

¿Por qué estos jóvenes están aquí, para pregun­tarme? Para ellos la cuestión del ecumenismo no se plantea. Poco les importa ser protestantes o católicos. No saben dónde están en cuanto a su fe. Por ello quedamos muy sorprendidos de verlos tomar la co­munión durante nuestra eucaristía cotidiana.

Después de encontrarme de nuevo en la soledad de mi habitación, considero que no los puedo dejar

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marchar sin escucharlos una ves más. Hay un pro-fetismo de la violencia y no podría taparme los oídos. Me acuerdo de que a un violento, Jesús al morir le prometió la vida eterna'"*.

El último día, los invito a desayunar en la casa. Observo la mirada de acero de una muchacha, ani­mada por una pasión fría. Tiene el poder de crear una especie de unanimidad sobre la necesidad de la violencia. Si hubiera estado presente un psiquiatra hubiese hablado de psicosis de grupo. Es cierto que algunos profetas de Israel a veces estuvieron lejos de poseer un pleno equilibrio psíquico. Felizmente, estos jóvenes y muchachas, al recibir, como yo, los argumentos explosivos en pleno rostro, han sabido examinar de nuevo las cuestiones con una hermosa autenticidad.

La guerra del Vietnam les resulta intolerable. Quieren actuar. Yo les respondo-, por mi parte, que­rría que uno de mis hermanos partiese al Vietnam con un joven americano, que actualmente está en Taizé y que en su ser íntimo está profundamente herido por la guerra. Y vosotros, ¿qué podéis ha­cer? ¿No se impone ir allí?

La muchacha animadora del grupo habla ahora de la América latina. Es necesario llevar allí la re­volución para liberar a los pobres. Hay que crear otros Vietnams, tanto en los medios cristianos como fuera de ellos.

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Le respondo que, tal vez, una participación en el desarrollo puede aún resolverlo todo sin engen­drar una revolución sangrienta. Las mujeres y los niños no deben ser las víctimas.

Para vosotros lo que cuenta es el comprometerse, ya sea en el tercer mundo- o en vuestro propio país, entre las masas. Entonces, terminad rápidamente vuestros estudios, ya que como factor previo es indispensable un mínimo de formación.

Una vez comprometidos, tal vez algunos de vos­otros llegarán, en conciencia, a una actitud de in­surrección contra una tiranía evidente y prolongada que oprima a la persona humana y no tenga respeto por la vida. En este momento os será necesario to­davía examinar vuestro ser íntimo. La tentación de la violencia vive en todos nosotros, durante toda nuestra vida. Si nos lleva a la convicción de que hay que destruir para construir después, la primera exigencia es preguntarse a sí mismo.

Cuando identificáis violencia y destrucción, ¿sois tal vez sectarios de una idea? ¿No hay algunos que mantienen la secreta esperanza de imponerse como líderes políticos? Los argumentos pueden ser muy elevados, pero la motivación real no lo es. No es gratuita y mucho menos desinteresada.

La violencia destructora puede conocer escala­mientos sucesivos. Los espíritus liberales son de­capitados por la segunda o la tercera oleada, porque rechazan la destrucción como fin en sí.

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Es cierto que en América latina, nuestra cruz, la cruz de los cristianos, es la imagen que dan este o aquel que llevan la etiqueta de bautizados. Desprecio de la persona de los pobres, uso del poder, es decir, de una violencia disfrazada, ¡qué aspecto el de esta Iglesia! Los periódicos y la televisión no dejan de prodigar este espectáculo.

El deseo de poder por medio del dinero es una forma de tiranía. También puede ejercerse sin el di­nero. Hay algunos regímenes policiales, en donde el capitalismo es muy combatido o ha desaparecido. Pero ¡qué medios de poder opresivo!

La tiranía puede nutrirse de las teorías más hu­manitarias y, bajo grandes ideas, disimular el peor estado de esclavizaje de las personas.

*

Ayer los berlineses. Hoy, aunque estemos aisla­dos en el campo y en pleno invierno, me encuentro todavía frente a los mismos temas. Unos jóvenes, llegados de otro país de Europa, me plantean cues­tiones idénticas. Desde el primer instante, adivino una amargura. No había amargura en los jóvenes berlineses.

En resumen me preguntan: ¿por qué no queréis destruir las instituciones de Iglesia? Sería necesario que os dedicaseis a hacer tabla rasa. Sin violencia no obtendremos nada de la jerarquía. Preferiríamos

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que vuestra comunidad no hubiese existido nunca, si no entra en este punto de vista.

Yo trato de comprender. En el diálogo que se entabla, me acuerdo de haberles dicho entre otras cosas: ¿por qué usáis vuestras fuerzas jóvenes en destruir? ¿Por qué no construir pequeñas fraterni­dades, empezando por una comunidad humana ru­ral, muy coherente, en un pueblo donde la vida no ha desaparecido? La confrontación con los cam­pesinos, aunque sean agnósticos, os obligará a acla­rar los factores no evangélicos de vuestra vocación. Sus lentas reacciones de hombres del campo os ayu­darán a tener perspectiva. Después de esta primera experiencia, podréis abordar las masas. Si tenéis con vosotros a un hombre de edad, seréis más un microcosmos de la comunidad humana que está com­puesta de varias generaciones.

En lo que concierne a vuestras viejas institucio­nes, ¿no os basta saber que, si no son de Dios, se destruirán a sí mismas?2*.

¿Conocéis vuestras motivaciones? ¿Llegáis tam­bién a someteros vosotros mismos a discusión? ¿Os preguntáis sobre la paciencia (paciencia significa su­frimiento) supuesta for toda elaboración creadora, por todo alumbramiento?

158

*

¡ Ls, violencia de los pacíficos! Esta violencia es creadora. Es la que revoluciona a los hombres, y por el desafío que les hace, los obliga a tomar po­sición. Contiene una fuerza comunicativa. Se reco­noce por ciertas señales.

Es ante todo como una objeción viva frente a una conciencia cristiana embrutecida, que se acomoda al odio o a la injusticia.

¡Qué desafío lanza un cristiano que se convierte en una esperanza viva en medio del mundo1 de la in­justicia, de la segregación, del hambre! Ijbre de todo odio, su presencia edifica, es creadora. Este desafío arde de amor, es una violencia viviente. Cuan­do un hombre vive consumido por este ardor, encien­de un fuego sobre la tierra.

(Diario)

En Taizé hemos usado la violencia frente a una conciencia cristiana endurecida por las separaciones confesionales y que se adapta a las divisiones.

Nuestra violencia, aunque contenida, ha buscado un lenguaje para gritar nuestra indignación.

En la oración común, en el canto de los salmos, ha encontrado una expresión y un medio de ser activada, incomparablemente.

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Otro signo de la violencia de los pacíficos: es la perseverancia de toda una existencia en la inti­midad con otra vida, la de Cristo resucitado. Si nos encuentra fieles hasta la muerte26, él ofrece a nuestra perseverancia una intimidad que llena el ser y co­munica la vida.

Entonces nos es concedido comprender por en­cima del mundo de las cosas y de los acontecimientos, por encima de nuestras esperanzas pasajeras, algo mucho más íntimo y mucho más profundo. Es ahí que nos espera. Ahí lo encontraremos si nos mante­nemos delante de él. Ahí nos espera.

(Diario)

Esta mañana, al salir de la oración común, un hermano me susurra al oído: Martin Lutero King ha sido asesinado.

Nos duele mucho, y en particular a mis herma­nos de Chicago, la muerte de un amigo. ¿Adonde conducirá la violencia armada, cuando mata a los mejores? Mi obsesión: ¿qué será de los negros sin su profeta?

Era portador de una palabra. Quería la no vio­lencia. Ya que esta expresión está forjada, debemos usarla. Pero no es feliz. Todo hombre tiene en su interior violencia; Martín Lutero King, también. Pero el uso que de ella hacía era tan desinteresado que en él se veía a Otro.

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La violencia de los pacíficos rompe las reaccio­nes en cadena de los poderes de nuestro tiempo, los que disfrazan una intolerable violencia, la domina­ción de los pobres. Con el don de su vida por sus amigos27, Martín Lutero King nos abre un camino. Nadie tendrá bastante fuerza para cerrárnoslo.

Este camino es peligroso. Él ya lo sabía: «He sido sacudido por la tempestad de la persecución, debo reconocer que a veces me ha parecido que no podría soportar ya dudante más tiempo tal carga. Pero ahora he aprendido que la carga del maestro es ligera, precisamente cuando tomamos sobre nos­otros su yugo»í8.

Su muerte me induce a buscar un sentido a la mía. Si un hombre no puede dar un sentido a su muerte, no puede tampoco vivir verdaderamente.

Para unos es una muerte brutal. Otros van per­diendo su vida lentamente, subalimentados, sin tra­bajo. Hay otros también que, con la responsabilidad de una familia, conocen una muerte lenta: tienen que sufrir en su carne la amargura de seres próximos.

*

Cerca de tres horas de conversación con un es­tudiante revolucionario. Él propone una sociedad de justicia, nacida de las espontaneidades del hombre. Concede su pleno valor a la utopía, como fuerza creadora.

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Pero al mismo tiempo, afirma brutalmente que el asesinato de Martín Lulero King es un beneficio. Este acto ha liberado unas fuerzas. Para él, King impedia la liberación del hombre, canalizaba la explo­sión de violencia. Sin él, el verano podrá ser ardien­te, será posible la destrucción y esto repercutirá en Europa.

Yo le escucho. Sus palabras hacen sangrar algo en mi. A la vez me pregunto. Me pregunto cuáles son mis propias inconsecuencias y mis sectarismos in­sospechados, cuando veo que mi conversación revela algunos tan manifiestos sin saberlo.

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El profetisa» no ha muerto

Una esperanza atraviesa la vida de la Iglesia. Son su señal unos acontecimientos irreversibles. Su diversidad a veces desconcierta. Hace que sea muy difícil comprender el futuro de los cristianos. Pero la vida pasa y no una vida cualquiera.

No, el profetismo no ha muerto. Iyos bautizados, divididos desde hace siglos, no

pueden ya ignorarlo. Algunas nuevas generaciones cristianas no soportan ya estar separadas para pre­sentarse ante los no creyentes. Ellas se preguntan, aunque su diálogo no es inmediatamente cons­tructivo.

Para estos jóvenes, Dios no está muerto. L,o que rechazan con violencia son los diálogos iluso­rios o los clisés que proceden de algunos de sus ma­yores. Pero cuando los mayores saben expresarse en términos nuevos, son comprendidos como nunca.

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¿ Quién podrá destruir el mito del rechazo defini­tivo de los mayores? Los jóvenes buscan referirse a la experiencia de una vida y, entonces, la edad no cuenta ya. Están dispuestos a comprender que, si quieren construir solos, nada se construye. Y sin el don cotidiano de cada uno, nada existiría tampoco.

Para ellos, la amistad no es una palabra vacía. La comprenden como una participación. Por medio de ellos se prepara la Iglesia del mañana: surgen múltiples células en las que el sentido de la creación común adquiere una fuerza hasta ahora desconocida.

Son fraternidades de matrimonios o de jóvenes solteros, fraternidades de muchachas o fraternida­des de muchachos. Los jóvenes solteros viven un tiempo de «paréntesis», es decir, un auténtico ce­libato a título provisional.

Si este fenómeno de generación espontánea pue­de desconcertar, los que lo animan tienen, en casi todos los casos, la voluntad firme de pertenecer a la IglesiaM.

(Diario)

En estos días, las huelgas inmovilizan la mayor parte del país.

La situación nos causa dolor. Al principio, había la frialdad de no estar directamente metido en el acontecimiento. Pero, poco a poco, fui adquiriendo conciencia de la autenticidad de una vida entera en

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que el hombre se mantiene ante Dios para interiori­zar una búsqueda de justicia, ¿Qué debía sugerir respecto de esto, aquí, a mis hermanos? ¿Que algunos de ellos salgan cada día de Taizé para ir a trabajar en las fábricas? Es verdad que muchos de nosotros están presentes entre los más pobres, en otros con­tinentes, casi siempre como obreros. Y desde hace doce años, en Taizé, uno de nuestros hermanos se ha enrolado entre los campesinos, para trabajar con ellos en su promoción. Sus funciones suscitan ya duras oposiciones desde el ex'< ñor.

¿Tenemos el valor, en este lugar de reconcilia­ción, de exponernos a una incomprensión suplemen­taria de fuera?

He hecho algunas de estas preguntas a las jóve­nes parejas con las que frecuentemente intento una revisión de vida. Ellos se asombran de oírme decir que sus observaciones son significativas para la mar­cha de nuestra comunidad. No se dan cuenta del resultado que nuestras conversaciones tienen sobre nuestra vida. ¿No estamos todos obligados a la mis­ma bandera? Creemos tan poco en lo que represen­tamos para los demás.

Tratamos después una de sus preocupaciones. ¿No ha llegado para ellos el momento de buscar otro modo de relaciones, de constituir una fraternidad de hogares? Viviendo en unas condiciones habitua­les, el hecho de compartirlo todo, del modo más total posible, su oración común, les hará vivir un

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estilo de vida completamente nuevo. Nosotros po­dremos apoyarnos en. ellos y recíprocamente.

*

Estas pequeñas fraternidades de laicos nacen es­pontáneamente. No pretenden constituir nuevas ins­tituciones. Se fijan de antemano una duración limi­tada. Son capaces de poner fin a su actividad para mantener lo provisional de su situación, y son por ello, más aptas para animar unas instituciones de Iglesia existentes.

Estos grupos se organizan en una vida seglar. L# comida es común, pero también a veces la euca­ristía celebrada en la casa, les ofrece la ocasión de un retorno a las fuentes.

Como que están llenos de una alegre esperanza, son la prueba de que los cristianos no son un con­junto de personas apenadas.

Si estos grupos provisionales se apoyan en una gran comunidad de hombres que se han comprome­tido para toda la vida, todo se vuelve posible por una parte y por la otra.

En cuanto a esta comunidad, es un lugar de reunión para la multitud. Ofrece en torno a la ora­ción común y la eucaristía el espíritu de fiesta que incluye toda liturgia. El nomadismo de los que viven en las ciudades, en los fines de semana o en las vacaciones, los conduce a estas grandes reuniones

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festivas. Aquí, vuelven a encontrar la participación, en grupos o a solas, y la alegría de la comunión humana.

Paralelamente, en las ciudades, sobre todo en in­vierno, siempre habrá grandes iglesias en donde la muchedumbre se apiñará.

Estas experiencias, dejan presentir los contornos de la Iglesia de mañana.

(Diario)

Cuando he visto edificarse nuestra iglesia de hor­migón, he entrado en una época difícil. Después de algunos años, continúo sin aceptarla del todo, querría que fuese casi enterrada, poco visible a los ojos de los hombres.

Todos nosotros hemos construido hasta aquí con ciertas normas de no provisionalidad. Pero la mo­vilidad de los tiempos modernos'hace que pensemos en una Iglesia viva como bajo una tienda.

Este invierno en el interior de nuestra iglesia he­mos destruido los elementos duros. El hormigón no nos ha detenido para llegar a unas disposiciones flexibles y móviles. Queda el exterior. ¿Qué po­demos hacer? ¿Esconderlo entre los árboles?

Esta experiencia nos ha enseñado mucho. El hormigón lleva en sí la rigidez y la impresión de fuerza.

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Iva exigencia primera para los cristianos de nues­tro tiempo, ¿no es realizar la fraternidad?

Ésta resplandecía ya en la primera Iglesia: per­severaban, se acogían los unos a los otros, comían juntos, y desbordaba irresistiblemente el espíritu de fiesta. Por el trabajo y por el sufrimiento, todo les era común. Nadie forzaba a nadie a formarse en el mismo molde, su unanimidad se manifestaba en el pluralismo30.

No eran una comunidad cualquiera, sino una reunión de hombres en la que él estaba presente, el Resucitado.

*

(Diario)

Un grupo de una cuarentena de jóvenes me pre­gunta. La voz de una muchacha, fresca y tímida, apenas audible, me dice-. «jCómo penetrar, con nues­tros pocos conocimientos, un mundo contemporáneo tan complejo?»

Mi respuesta: «A toda mujer, a todo hombre, cualquiera que sea la densidad de sus conocimientos, le es concedida una palabra viva, a veces una sola palabra. Ponerla en práctica dispone a comprender desde el interior las diversas corrientes actuales.

»Esta palabra permite estar cerca de todos, preo­cupado por los pueblos de China, de Cuba, de los países del Este, de los Estados Unidos, para pre-

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parar unas encrucijadas de.caminos en las que se encontrarán un día los que actualmente están ale­jados.»

Después de volver a mi habitación, continúo la conversación conmigo mismo.

El hombre está creado para la esperanza. Para él, todas las cosas se hacen nuevas31.

Un día, en medio de nuestras obscuridades, una palabra viva ilumina. Ella es la que abre a los hom­bres irresistiblemente ffl.

Cristo no consigue la adhesión por la fuerza. El Evangelio no es un torno en el que encerrar

la conciencia de los demás y la propia, como en un sistema. Es comunión.

Por Cristo, Dios se hizo pobre, oculto. El signo de Dios no puede ser una imagen de grandeza. Dios no nos pide realizar prodigios superiores a nosotros, quiere simplemente que comprendamos cómo amar a nuestros hermanos los hombres.

En estos años, se adivina un nuevo nacimiento: la Iglesia de mañana en marcha hacia la unidad.

El profetismo no ha muerto. Más allá de las violencias presentes, se levanta una nueva esperanza.

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NOTAS

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ÜK TBRCBH CAMINO

1. Apocalipsis 3, 16. 2. Mateo 11, 12.

« ¡ E S T O ESTÁ SUPERADO!»

1. La regla de Toteé (Herder, Barcelona 1968) p. 64, según Marcos 10, 29.

2. Pablo vi al capítulo de los franciscanos, 23 de junio de 1967, en «Évangile Aujourd'hui», n." 57, p. 56.

3. Efesios 4, 9. 4. 1 Pedro 3, 19-20. 5. Efesios 3, 18. 6. Mateo 11, 12. 7. Lucas 17, 10. 8. 1 Corintios 3, 9. 9. Salmo 126, 5. 10. Marcos 9, 24. 11. Son los términos empleados en una declaración pronunciada

en la televisión francesa, por monseñor Marty, en el momento de su nombramiento como arzobispo de París.

12. Hebreos 4, 12. 13. Mateo 5, 9. 14. Era madame Marc Boegner. 15. 1 Corintios 7, 20. 16. Apocalipsis 2, 10. 17. Véase Isaías 55, 10 y 11.

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18. MARC ORAISON, Le débat sur le célibat des pretres, «Le Monde» del 10 de abril de 1968.

SALIR DEL ATOLLADERO

1. SAN AMBROSIO, Traite sur l'Evangile de St. Luc, «Sources chrétiennes» 45, Le Cerf, París 1956, p. 204.

2. J. SWIFT. (Euvres, La Pléiade, p. 569. 3. Discurso de PABLO VI en la clausura del Concilio, 7 de di­

ciembre de 1965. 4. JUAN X X I I I , en un discurso a los curas párrocos de Roma,

29 de enero de 1959. 5. Ezequiel 36, 26. 6. Anteproyecto de los documentos de secciones, preparados para

la cuarta asamblea del Consejo Ecuménico de las Iglesias, Upsala 1968, p. 7. Véase e! contexto de la cita: «La Iglesia es católica porque el Espíritu Santo se ha derramado y actúa en ella. Al mismo tiempo, tiene que hacerse católica siempre de nuevo (. . .) . El Espíritu induce a la Iglesia a impugnar las fronteras que dividen a los hombres y a convertirse así en un fermento en la sociedad, dando signos de la voluntad de Dios de renovar y de unir a los hombres (. . .) . Pero los hombres hacen mal uso de su libertad, y rechazan el don de la catolicidad tanto individual como colectivamente. Tal rechazo se manifiesta cada vez que Jos cristianos admiten que la unidad y la catolicidad de la Iglesia sean substituidas por otras solidaridades y por las divisiones del mundo. Todos conocemos ejemplos de este rechazo y de esta deformación. La deformación más evidente se ma­nifiesta en aquellos lugares en que la obediencia al Evangelio está obscurecida por las lealtades confesionales y eclesiásticas que man­tienen a los cristianos separados los unos de los otros.»

7. Véase la oración de después de la comunión, en la misa por la unidad: «Señor, que esta comunión, expresión d e nuestra unión contigo, realice la unidad de tu¡ Iglesia.»

8. Mateo 18, 20. 9. Mateo 26, 26-29. 10. Lo más explícito es la declaración de Pablo vi: «Si alguna

culpa se nos puede imputar por esta separación, nosotros pedimos humildemente perdón a Dios y rogamos también a los hermanos que se sientan ofendidos por nosotros que nos excusen.» Discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio (29 d e septiembre de 1963) en Concilio Vaticano II, BAC, Madrid '1966, p. 766.

11. Véase Mateo 13, 24-30.

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PENETRADOS DE ESPERANZA

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12.

«Señor

Colosenses 1, 27. Tesalonicenses 1, 3. ídem. Mateo 17, 20. Juan 20, 29. Colosenses 1, 27. Mateo 11, 12 Mateo 8, 8. Efesios 6, 12. Efesios 6, 13. Lucas 11, 34. Oración de antes de la comunión en la liturgia latina:

• Jesucristo, tú dijiste a tus apóstoles: mi paz os dejo, mi paz os doy. No mires mis pecados sino la fe de tu Iglesia, y, coma tú has querido, dale la paz y la unidad.»

13. Anteproyecto de los documentos de secciones, preparado para la cuarta asamblea del Consejo Ecuménico de las Iglesias, Upsala 1968, p. 9.

14. SAN JUAN CRISÓSTOMO.

15. Hay 40 000 ordenadores en los Estados Unidos, 3000 en la URSS.

16. Mateo 7, 21. 17. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual

Gaudium et Spes, conclusión, capítulo 93 en Concilio Vaticano II, BAC, Madrid 1966, p. 355.

18. Colosenses 1, 24. 19. MARTÍN LUTERO KING, OÜ allons-nousf Payot, París 1968,

p. 123-124. 20. Mateo 5, 9. 21. Véase Lucas 9, 62. 22. Mateo 26, 52. 23. PABLO VI, encíclica Populorum Progressio, 1.* parte, capi­

tulo i i , párrafo 31; Herder, Barcelona 1968, p. 79. Véase la totalidad de ¡os párrafos 30 y 3 1 : «Es cierto que hay situaciones cuya injusticia exige en forma

tajante el castigo de Dios. Cuando poblaciones enteras, faltas de lo necesario, viven en una tal dependencia que les impido toda ini­ciativa y responsabilidad, lo mismo que toda posibilidad de promo­ción cultural y de participación en la vida social y política, es grande la tentación de rechazar con la violencia tan graves injurias contra la dignidad humana.

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Sin embargo ya se sabe: la insurrección revolucionaria — salvo en el caso de tiranía evidente y prolongada, que atentase grave­mente a los derechos fundamentales de la persona y damnificase peligrosamente el bien común del pa í s— engendra nuevas injus­ticias, introduce nuevos desequilibrios y provoca nuevas ruinas. No se puede combatir un mal real al precio de un mal mayor.»

Véase también el texto siguiente en Anteproyecto de los docu­mentos de secciones, preparado para- la cuarta asamblea del Con­sejo Ecuménico de las Iglesias, Upsala 1968, p. 126. «Algunos cris­tianos convencidos creen que es su deber resistir aun acudiendo, si es necesario, a la violencia. Exponen su vida en un ataque revolu­cionario contra la injusticia establecida. Otros creen que el único testimonio cristiano auténtico es el de la no violencia y están dis­puestos a sufrir por sus convicciones. Creemos que ambas actitudes pueden ser manifestaciones del ágape.»

24. Lucas 23, 39-43. 25. Actos 5, 38. 26. Apocalipsis 2, 10. 27. Véase Juan 15, 13. 28. MARTÍN LUTERO KING, citado en «Le Monde» del 6 de abril

de 1968. 29. En Taizé, durante una reunión internacional de 1600 jó­

venes, unos hombres de edad han comprendido su espera. El carde­nal de Bourges, presidente del episcopado francés, ¿no subrayaba el carácter prof ético de pequeñas fraternidades ecuménicas? En cuanto al doctor Carson Blake, secretario general del Consejo Ecuménico de las Iglesias, declaraba: «Lo que no está bien es que la Iglesia a veces proclama el Evangelio en palabras, mientras que debería pro­clamarlo con hechos.»

30. Véase Actos 2, 42-47 y Actos 4, 32-35. 31. Véase 2 Corintios 5, 17 y Apocalipsis 21, 5. 32. Véase salmo 119, 130.

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ÍNDICE

¿UN TERCER CAMINO? 7

«¡ESTO ESTÁ SUPERADO!» 11 Mal de crecimiento 13 Minimalismo y maximalismo 25 Una ola cubre la otra 31 ¿Para qué rezar todavía? 37 Violencia contra la autoridad 47 La vida común en la prueba del fuego . . . 53 Impugnación del compromiso 63

SALIR DEL ATOLLADERO 73 Nuevas rupturas 75 La ardiente paciencia de los jóvenes . . . . 85 Dinámica de la catolicidad 89 Unos actos de valor 99 Mirar más allá 105

PENETRADOS DE ESPERANZA . . . . 113 Dios penetra lo impenetrable 115

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Page 82: Schutz, Roger - La Violencia de Los Pacificos

La amistad, rostro de Dios 129 Hacia una nueva sociedad 135 Violencia creadora 151 El profetismo no ha muerto . . . . . 163

NOTAS 171

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