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Couverture : Gerardo Centenera Maquette : Gerardo Centenera Mise en page: Charles-Edouard Machet Révision : ERI En application des articles L. 122-10 à L. 122-12 du code de la propriété intellectuelle, toute reproduction à usage collectif par photocopie, intégralement ou partiellement, du présent ouvrage est interdite sans autorisation du Centre français d’exploitation du droit de copie (CFC, 20 rue des Grands-Augustins, 75006 Paris). Toute autre forme de reproduction, intégrale ou partielle, est également interdite sans autorisation de l’éditeur. Droits réservés © 2015, Eduardo Ramos-Izquierdo et Françoise Aubès ISSN : 2264-2943 Publication en ligne

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Table des matières Présentation 5 Graciela Villanueva La metatextualidad en Ficciones de Jorge Luis Borges 6 Raphaël Estève Borges et l'antinomie du goût 18 Teresa Orecchia Havas Borges en el espejo oblicuo de los escritores 25 Christophe Larrue El hacedor : une structure signifiante ? 34 Nuria Rodríguez Lázaro Acerca del soneto “La lluvia” (El hacedor, 1960) de Jorge Luis Borges 39 Bibliographie des ouvrages cités 51 Bibliographie complémentaire 54

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Présentation   1. Ce volume reproduit les communications présentées lors de la Journée d’Etudes « Borges : de Ficciones à El hacedor » que nous avons organisée avec ma collègue Françoise Aubès à l’Université de Nanterre en décembre 2014. Le premier objectif de cette journée était de nature pédagogique : contribuer à la préparation des étudiants d’Agrégation à travers des apports portant sur les deux œuvres de Borges au programme. Pour cela, nous avons réuni un groupe de collègues borgésiens.

Après chaque communication de la journée, Françoise Aubès et moi avons tenu à établir le dialogue entre les intervenants et le public afin de mieux pouvoir analyser et expliciter certains aspects évoqués, voire parfois lire autrement et donner d’autres interprétations.

2. Depuis une vingtaine d’années, j’assure des cours d’Agrégation d’espagnol. Le choix du programme littéraire de 2014-2015 est à mes yeux d’une qualité exceptionnelle, probablement difficile à retrouver dans les années à venir. Lire l’œuvre de Don Juan Manuel, de Cervantes et de Borges, trois grands auteurs de leurs époques respectives, ne peut que donner aux étudiants une profonde et solide formation littéraire. Trois grands moments de la prose de fiction, mais également de l’écriture poétique, qui offrent une continuité et une cohérence, une invitation à des lectures intertextuelles.  3. Ce volume suit l’itinéraire littéraire déjà proposé dans le titre.

Le premier article propose une lecture novatrice qui analyse trois aspects fondamentaux de l’écriture de Borges : ses dimensions métatextuelles, métafictionnelles et autofictionnelles. L’article suivant examine, dans cet univers qu’est « Pierre Menard, autor del Quijote », la question de « l’antinomie du goût » : les rapports entre classicisme et romantisme ; formalisme et rationalité. Le troisième article, qui va clore l’étape consacrée à Ficciones, réfléchit sur l’importance et la singularité des lectures auctoriales de quelques écrivains argentins contemporains.

Les deux derniers articles concernent le recueil hybride (vers-prose) de El hacedor. Le premier étudie deux aspects pertinents: les subtilités de la structure et la fonction de la mémoire. Et l’autre propose une analyse éclairée de “La lluvia”, texte riche en images émotives, qui montre l’importance que Borges accordait également à la sonorité du poème.

4. À la fin du volume on trouve deux bibliographies. La première réunit les publications citées dans les articles ; la deuxième, que je propose, présente d’autres ouvrages des auteurs précédemment mentionnés ainsi que d’autres auteurs : des lectures plurielles.  

Tous mes remerciements vont également à deux jeunes borgésiens : Gerardo Centenera et Charles-Edouard Machet qui ont activement contribué à la réalisation de la maquette, à celle de la couverture, à la mise en page et à l’organisation de la bibliographie.

ERI

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La metatextualidad en Ficciones de Jorge Luis Borges Graciela Villanueva

Université Paris-Est Créteil  [email protected]

Resumen: En los últimos años el debate en torno al realismo o irrealismo de la obra de Borges parece haber perdido vigencia. Predominan, en cambio, las lecturas que destacan la dimensión metatextual, metaficcional y autoficcional de la producción borgeana. Después de definir estos tres conceptos, nuestro artículo estudiará la manera en que estas tres prácticas se cruzan en Ficciones. Palabras clave: metatextualidad, metaficción, autoficción, Borges, Ficciones. Grandes líneas de la crítica borgeana Una descripción de las grandes líneas de la crítica borgeana supone una inevitable simplificación, pero puede ser útil para entender qué aspectos de la obra del escritor argentino han sido puestos de relieve en cada época y cómo se explica que Borges, objeto de innumerables y apasionadas polémicas hasta fines de los años 70, se haya convertido desde los años 80, y sobre todo a partir de su muerte, en una figura consensual.  

El trabajo emblemático de la tendencia crítica que dominó en los años 60, 70 y comienzos de los 80 es el libro de Ana María Barrenechea La expresión de la irrealidad en la obra de Jorge Luis Borges, publicado por primera vez en México en 1957. Como bien lo expresa ese título, esta línea crítica considera que Borges da la espalda a la realidad y que su literatura se dedica a ficcionalizar temas filosóficos y abstractos, como por ejemplo el infinito, el caos y el cosmos, el panteísmo y la personalidad, el tiempo y la eternidad, el idealismo y otras formas de la irrealidad (títulos de los cinco capítulos del libro de Barrenechea). Buena parte de los críticos interesados en este Borges irrealista desestiman o desdeñan las posiciones políticas conservadoras del escritor. También hay críticos que en esos mismos años, desde el peronismo nacionalista o desde posiciones marxistas, interpretan las abstracciones de Borges como el correlato de su conservadurismo político. No olvidemos que Juan Flo publica, en 1978, en la editorial Galerna, una compilación de textos titulada Contra Borges. Juan Pablo Dabove recuerda, en un trabajo reciente, las expresiones que estos críticos usaron para caracterizar al autor de Ficciones:

Borges fue reputado el “proveedor literario de una elite” (Portantieri); “el profeta del odio” (Jauretche); el cipayo de las potencias neocoloniales (Abelardo Ramos); el espléndido pero bizantino testimonio de la irreversible decadencia de la burguesía latinoamericana (Fernández Retamar); el “soldado de la reacción en América Latina” (Orgambide); un “pensador arcaico” (Sebreli); o como prefiere Matamoro, una “mente primitiva”, un “defensor del régimen y del orden más allá de la coherencia de las formas políticas” (Matamoro). (Dabove, Jorge Luis Borges, 2008: 9-10)1.  

                                                                                                               1 En otro trabajo publicado ese mismo año, Dabove escribe sobre el libro compilado por Juan Flo en 1978: “Una de las (pocas) virtudes que mi generación puede encontrar en las páginas de la compilación de Juan Flo Contra Borges (1978) es que da un atisbo a un inconcebible pasado donde Borges aún no era la Literatura Argentina (o, como señala Sarlo, donde la literatura argentina no era parte de la literatura de Borges), y aún podían pensarse futuros donde él no existiría, u ocuparía un lugar lateral. Digo inconcebible porque si en los años cincuenta y sesenta la izquierda y la derecha denunciaban en Borges pactos de clase que culpablemente implicaban un

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Desde fines de los años 80 y sobre todo a comienzos de los 90, algunos estudiosos de su obra adoptan un punto de vista opuesto al que había predominado hasta entonces y comienzan a descubrir a un Borges comprometido con su contexto. Dos títulos emblemáticos de esta tendencia son ¿Fuera de contexto? Referencialidad histórica y expresión de la realidad en Borges de Daniel Balderston (publicado en inglés en 1993 y en español en 1996) y Borges, un escritor en las orillas, de Beatriz Sarlo (publicado en inglés en 1993 y en español en 1995). Contrariamente a quienes en las décadas anteriores escribían contra Borges reprochándole sus opiniones conservadoras en el ámbito de la política nacional argentina, los que que consideran que su obra da cuenta de la realidad histórica y de los debates de su época destacan su oposición al nazismo, al totalitarismo, al antisemitismo y a toda forma de nacionalismo y muestran la relación entre estas tomas de posición y el contexto de la historia (sobre todo europea) de los años 30 y 40.

Si consideramos ahora la producción crítica de los últimos años, constatamos que el debate en torno su realismo o irrealismo ha perdido vigencia y que las lecturas que predominan son las que destacan la dimensión metatextual, metaficcional y autoficcional de la producción borgeana, lecturas que manifiestan un relativo desinterés por las variadas y contradictorias opiniones políticas de Borges e insisten, en cambio, en el carácter revolucionario de su concepción de la literatura. Dicho de otro modo, lo que la crítica de las últimas décadas suele poner de relieve no son las opiniones políticas implícitas o explícitas en los textos de Borges, sino las “políticas de la literatura” que el escritor argentino inaugura o propicia (título del libro compilado por Dabove en 2008).

Irrealismo, realismo, metatextualidad: estos tres ejes de lectura no designan posiciones estrictamente sucesivas, sino que marcan tendencias dominantes de la crítica borgeana. Y si resulta evidente que la línea que insiste en la irrealidad se opone a la que busca demostrar que la producción borgeana se refiere –directa u oblicuamente– a la realidad, también debe quedar claro que ambas tendencias son compatibles con la que subraya la importancia de la metatextualidad en la obra del escritor argentino. Un ejemplo de este cruce es el trabajo de Beatriz Sarlo sobre Borges como escritor en las orillas, trabajo que subraya la importancia de la dimensión metatextual en varios textos de Ficciones y postula que esta dimensión metatextual puede ser leída como una respuesta de Borges a su contexto.

Metatextualidad, autoficción, metaficción: algunas definiciones De los tres conceptos que proponemos como entrada al estudio de Ficciones, el más general es el de metatextualidad. La metatextualidad, según la define en 1982 Gérard Genette en Palimpsestes. La littérature au second degré, es una de las formas de la transtextualidad. Genette la define como la relación de comentario entre un texto y otro del cual ese texto habla, una práctica cuya forma habitual y más evidente es la crítica. Pero la metatexualidad no se limita a la crítica literaria (práctica que, en su forma tradicional, es exterior a la ficción misma): también puede (y suele) estar presente, de manera más o menos explícita, en la ficción.  

Metatextual es la práctica que permite plantear preguntas sobre el arte y sobre los mecanismos de la ficción, sobre las convenciones y las condiciones de su producción, sobre el papel del receptor y sobre la existencia e importancia del pacto de lectura propuesto o supuesto por un texto literario. Bernard Magné define la metatextualidad como el conjunto de dispositivos en virtud de los cuales un texto designa, por denotación o por connotación, los                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                          distanciamiento de la historia y un desdén hacia lo popular argentino, hoy la crítica nos da, sorprendentemente, la imagen opuesta […] de un Borges orillero, cuando no insurgente, poeta sentimental (el término es de Schiller) de un “ethos épico” popular”. Dabove, Juan Pablo, “Borges y Moreira: las pasiones del gaucho malo”, en: Rafael Olea Franco (ed.), In memoriam: Jorge Luis Borges, México, El Colegio de México, 2008, p. 399.

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mecanismos que lo producen (Magné, 1980: 228-260). Metatextual denotativo es un texto que habla de sí mismo abiertamente, mientras que metatextual connotativo es un texto que habla de sí mismo de manera alusiva, fragmentaria y metafórica2. La práctica metatextual denotativa y la práctica metatextual connotativa suelen imbricarse. La metatextualidad connotativa puede realizarse a través de la inclusión, dentro de la diégesis de un texto de ficción, de objetos capaces de reflejar (espejos, reflectores, superficies acuáticas, vidrios, retrovisores, etc.). Estos objetos funcionan como indicios de una voluntad reflexiva y autorrepresentativa y forman parte de los dispositivos de la mise en abyme estudiados por Lucien Dällenbach en Le récit spéculaire. Essai sur la mise en abyme (1977)3.

La metaficción, práctica metatextual en el interior de la ficción literaria, es una forma de literatura o de narrativa autorreferencial. Los críticos suelen definir el concepto citando a Borges. La metaficción es un estilo de escritura que, de forma reflexiva y autoconsciente, le recuerda al lector que está ante una obra de ficción, problematizando de este modo la relación entre ficción y realidad y llamando la atención sobre la condición de artefacto del texto. La reflexión metatextual es metaficcional cuando sus efectos se perciben en el interior de la ficción. El narrador no se limita a compartir una historia con su lector, sino que también comparte con él sus reflexiones metatextuales (sobre la literatura y sobre ciertos aspectos técnicos de su trabajo). Para hablar de metaficción es necesario que la metatextualidad aparezca en la ficción de manera más o menos explícita, es decir denotativa4. Esto no significa que la metaficción se limite exclusivamente a la metatextualidad denotativa: lo más frecuente es, en realidad, que en el dispositivo metaficcional se crucen denotación y connotación. Es lo que sucede en la metaficción borgeana, donde la metatextualidad denotativa se imbrica con la metatextualidad connotativa para borrar los límites entre realidad y ficción, escritura y lectura, cuento y ensayo, cita erudita y cita inventada, argumentación y juego.

La autoficción (que es una forma de metaficción y, por lo tanto, una forma de metatextualidad) se define por un pacto contradictorio que asocia una narración de tipo autobiográfico (narración que supone la identidad entre el autor y el narrador /personaje) con la ficción, es decir con un tipo de texto que asume su estatuto de construcción imaginaria. Autoficcional es un relato –o un detalle dentro de un relato– que trabaja con las convenciones autobiográficas, pero con distancia, es decir rompiendo con la pretensión de veracidad de la autobiografía. El posicionamiento crítico inherente a la autoficción tiene una dimensión metaficcional, puesto que plantear un juego de espejos entre el autor y el personaje, o entre el autor y el narrador de un texto de ficción, supone cuestionar los límites entre ficción y realidad.

Resumiendo: la metatextualidad es el concepto más amplio de los tres que hemos propuesto como puerta de entrada a los cuentos de Ficciones. Este concepto puede adoptar las formas particulares de la metaficción y de la autoficción. La autoficción es relativamente fácil de identificar, ya que se trata de una forma particular de metaficción que se manifiesta en el                                                                                                                2 En un trabajo ya clásico sobre la metaficción, Linda Hutcheon distingue entre la metaliteratura explícita (overt) y la metaliteratura implícita (covert). Hutcheon escribe: “Overtly narcissistic texts reveal their self-awareness in explicit thematizations or allegorizations of their diegetic or linguistic identity within the texts themselves. In the covert form, this process is internalized, actualized; such a text is self-reflective but not necessarily self-conscious” (p. 7 de su Narcissistic Narrative : The Metafictional Paradox, Waterloo, Wilfrid Laurier University Press, 1980). 3 En un artículo sobre la metaficción y la metaliteratura, Amaryll Chanady escribe: “Une mise en abyme constitue souvent un commentaire implicite sur la diégèse, ce qui lui donnerait une fonction métalittéraire” (p. 144 de su artículo: “Une métacritique de la métalittérature: quelques considérations théoriques”, Revue Études françaises, Presses de l'Université de Montréal, vol. 23, número 3, invierno de 1987, p.135-145). 4 Chanady escribe: “il est évident qu'un texte joycien ou flaubertien soigneusement élaboré prouve l'importance qu'attache l'écrivain aux aspects techniques de son art. La différence entre de tels textes et une œuvre comme PaleFire de Vladimir Nabokov, qui thématise l'interprétation littéraire et la création d'un récit fictif à partir d'un poème, serait donc une simple différence entre une lucidité implicite et sa thématisation explicite” (Ibid., p. 140).

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juego especular entre el narrador y el autor o entre los personajes y el autor. Hablamos, en cambio, de metaficción cuando la reflexión metatextual forma parte de la trama ficcional, pero sin pasar exclusivamente por el juego especular entre autor, personajes y narrador que define a la autoficción. Y hablamos de metatextualidad (y no de metaficción ni de autoficción) en los casos en que la dimensión metatextual es puramente connotativa.

Una observación para terminar de aclarar los términos que utilizaremos: la metatextualidad connotativa es, por un lado, muy exigente con su lector, ya que deja a su cargo la formulación de las preguntas que el texto de ficción simplemente sugiere, o que formula de manera implícita o cifrada. La metatextualidad denotativa (o metaficción), en cambio, aparece explícitamente y obliga al lector a reflexionar sobre los artificios de la ficción, lo cual también supone una gran exigencia. Esto quiere decir que la metatextualidad connotativa puede –como la intertextualidad, la parodia o la polémica implícita– pasar inadvertida para un lector que no tenga la competencia necesaria para captarla. Es cierto que no captar esa dimensión significa perder sentidos importantes para la comprensión del texto en cuestión. Con todo, una lectura puramente textual es técnicamente posible. La metaficción, en cambio, destruye –total o parcialmente– la ilusión referencial y obliga al lector a tomar conciencia de los mecanismos de producción de lo que está leyendo. En este sentido, la metaficción es también muy exigente con su lector, pero no porque lo incite a reflexionar sobre aquello que no le dice directamente, sino justamente porque lo obliga a reflexionar sobre aquello que le dice explícitamente.

Metatextualidad, autoficción, metaficción en Ficciones a) Metatextualidad connotativa: lecturas de “Funes el memorioso” y “El Sur” Dos cuentos de Ficciones han sido objeto de interpretaciones metatextuales particularmente interesantes. Hablamos en estos casos de metatextualidad connotativa, ya que es el lector quien percibe una isotopía metatextual implícita, una isotopía coherente con la visión de la literatura que Borges propone en sus cuentos, ensayos y poemas.  

Gerardo Goloboff propone, en un artículo de 1973, leer “Funes el memorioso” no como metáfora del insomnio, sino como metáfora de la imposibilidad de la escritura. Goloboff compara este cuento con “Las ruinas circulares” y constata que mientras que el mago trata de imponer un sueño a la realidad, Funes padece una realidad que lo esclaviza completamente y le impide todo movimiento:

La improductividad del insomnio de Funes, esclavizado repetidor del cielo de los modelos, es la improductividad de la delegación, la del sometimiento a la realidad hasta en sus intersticios más insignificantes. [...] Hay una dependencia servil a los modelos que la realidad elabora y propone; la actividad los registra sin reelaborarlos, sin reescribirlos. La actividad se vuelve “prisionera” de la realidad que repite, el repetidor se hace esclavo de un orbe diurno. En la producción de “Las ruinas...” el productor se enriquece de valores, de sentidos: es el sentido y el valor de su actividad. En la repetición, el memorista se vacía. En lugar de totalizarse, se empobrece, se enajena. [...] Ese círculo inmóvil agota la producción y la misma actividad, no impone ningún nuevo ser a la realidad porque se le yuxtapone [...] Lenguaje neutro, obsesiva remisión al significado, a la cosa, esta actividad se confiesa condenada: “mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”. Es el catálogo “insensato”, el fichero falaz de la Biblioteca: una reproducción que no admite cortes, figuras nuevas. En esa reproducción que ahoga el espacio — lo cubre — y que suplanta al tiempo — lo vuelve instantáneo —, no hay posibilidad de espacialización, no hay ámbito para que la inscripción se practique. La inútil lucidez de la memoria diurna parece ser, mucho más que “una larga metáfora sobre el insomnio”, el insomnio de cierta metáfora, la imposibilidad de la escritura. (Goloboff, 1973: 22-23).  

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Veinte años más tarde Beatriz Sarlo va aún mas lejos en la interpretación de “Funes el memorioso” en clave metatextual cuando en el capítulo 3 de Un escritor en las orillas, lee este cuento como una parábola contra el realismo en literatura. He aquí el planteo:

Cuento filosófico sobre teoría literaria, el personaje Funes lleva hasta el límite los problemas de la representación del recuerdo en el discurso. Funes está cautivado por lo que Borges llamaría el azar desprolijo de la representación realista. Su situación es desesperada porque el tiempo de lo narrado y el tiempo de la narración coinciden en su memoria de manera perfecta [...]. Funes ignora las elipsis y no puede cortar el continuo del tiempo recordado para organizarlo en la línea quebrada del relato. No puede olvidar y, en consecuencia, no puede elegir. Funes es una imagen hiperbólica de los devastadores efectos del realismo absoluto, que confía en la fuerza 'natural' de la percepción y en la verdad espontánea de los 'hechos'. Funes ignora los procesos de construcción de la realidad y, por lo tanto, es incapaz de pronunciar un discurso que lo libere de una esclavitud absoluta frente a la mimesis. (Sarlo, 1995: 76-77).  

El realismo es como una cámara de espejos que provoca una multiplicación desordenada de representaciones que escapan a toda selección y a toda jerarquía, representaciones en las que el sentido acaba por desaparecer, ya que la proliferación absurda que se suponía que daría cuenta de la realidad desemboca en la imposibilidad radical de pensar. Si el realismo parte de la ilusión de una correspondencia entre la palabras y las cosas, la historia de Funes muestra las consecuencias de la aplicación de ese postulado. “Funes el memorioso” es, según Sarlo, una parábola tragicómica sobre las posibilidades y los obstáculos de la representación, una tentativa de mostrar a qué se parecerían el tiempo, el espacio, la conciencia y el mundo si el hombre quisiera describirlos o contarlos íntegramente (textualmente), sin operar la menor selección.

El otro cuento en que la crítica ha leído una isotopía metatextual implícita es “El Sur”. En Borges, un escritor en las orillas, Beatriz Sarlo lee este relato como la puesta en escena crítica e irónica de la tensión entre las dos grandes tradiciones (europea y criolla) que constituyen tanto la cultura argentina como los dos linajes del escritor. Sarlo interpreta “El Sur” como una alegoría del conflicto no resuelto entre esas dos tradiciones y una advertencia sobre los peligros del pintoresquismo ingenuo que Borges mismo cultivó en sus primeras obras. Sarlo escribe:

Distraído por el pintoresquismo de la escena rural y la tipicidad de una pulpería, Dahlmann no puede resistir la tentación del duelo que puede ser leído como cumplimiento de un destino pero también como castigo por su bovarismo, porque el criollismo de Dahlmann es, como el romanticismo de Emma Bovary, un efecto superficial y trágico de la literatura tomada al pie de la letra. Ambos sentidos forman el pliegue de la ironía del relato. (106-107)  

Esta lectura subraya la dimensión metatextual del cuento de Borges: la mezcla entre la tradición local y la tradición europea parece tan indispensable como problemática para la cultura argentina. Sarlo ve en esta tensión uno de los rasgos que definen a Borges como “un escritor en las orillas” y concluye:

Borges distingue espacios y previene las amenazas y los peligros del borramiento imaginario de los pliegues que, en la ficción, organizan dos culturas, dos lenguas, dos historias. En este sentido, la literatura de Borges es de frontera: vive de la diferencia. (108)  

La lectura que Dardo Scavino hace de “El Sur” en 2005, aunque integre elementos teóricos de Lacan completamente ausentes en el trabajo de Sarlo, no está lejos de la que propone Sarlo en Un escritor en las orillas. Scavino se pregunta:

¿Dahlmann muere en un duelo criollo como su abuelo materno, o simplemente sueña que lo hace desde la cama de un hospital porteño? ¿Alcanza el objeto de deseo tras su viaje al sur o sigue apegado, convaleciente, a su objeto pulsional? La pampa, la patria rural, la cuna de la

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nacionalidad, ¿no habían sido un sueño del Buenos Aires moderno y cosmopolita? ¿El gaucho no había sido el fantasma de un bibliotecario? (Scavino, “El autor y su musa”, 2005: 24).  

El crítico encuentra respuestas a estas preguntas al comparar la reacción de Borges con la de los primeros nacionalistas argentinos (Ricardo Rojas, Leopoldo Lugones). Scavino escribe:

Borges se convierte en Borges, justamente, cuando logra deshacerse del mito de la identidad nacional, cuando se redime del pecado ya no viviendo sino muriendo, como sugería San Pablo, para la propia ley (y no es casual que este momento haya coincidido con una especie de pasaje por la muerte: el accidente que inspirará unos años más tarde la escritura de “El Sur”, el cuento en donde él mismo reelabora su relación con el “criollismo algo voluntario” de su juventud). Borges deja de buscar en los arrabales al criollo puro, no maculado por la modernidad capitalista y la oleada inmigratoria, cuando su estatuto de sujeto moderno apátrida deja de resultarle traumático. (25)  

Tanto Sarlo como Scavino privilegian la lectura metatextual de este cuento. Desde su punto de vista, “El Sur” no cuenta solamente la historia de un personaje o la historia ficcionalizada de un escritor, sino la historia de una manera de leer la tradición argentina y de insertarse no sólo en la literatura argentina sino en lo que Pascale Casanova llama la república mundial de las letras.

b) La omnipresencia de la autoficción en Ficciones La autoficción es una dimensión de la producción borgeana sobre la que la crítica ha insistido particularmente. Percibimos reflejos de Borges en varios personajes de los cuentos de Ficciones que adoptan la narración heterodiegética. Muchos de estos personajes son protagonistas de los relatos en los que aparecen: es el caso de Pierre Menard, Herbert Quain, Jaromir Hladík, Juan Dahlmann (en “Pierre Menard, autor del Quijote”, “Examen de la obra de Herbert Quain”, “El milagro secreto” y “El Sur” respectivamente). También hay reflejos de Borges en algunos de los bibliotecarios que fatigan los corredores de “La Biblioteca de Babel” o en el joven que lee con fervor los Anales de Tácito en el tren que lleva a Yu Tsun a la aldea en que vive Stephen Albert en “El jardín de senderos que se bifurcan”.  

Más frecuentes todavía son los reflejos de Borges en los narradores de Ficciones. No sólo hay ecos del autor en el personaje narrador que pasa las vacaciones en Uruguay en compañía de un primo de apellido Haedo en “Funes el memorioso” (recordemos que Haedo es el apellido de los primos uruguayos de Borges) o en el personaje narrador que se apellida Borges en “La forma de la espada” y al que Moon le confiesa su secreto, sino también en los narradores sin nombre ni apellido de muchos otros cuentos del volumen. Hay, por ejemplo, ecos de Borges en el narrador de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, que se dedica, mientras la utopía totalitaria de la secta tlönista invade el mundo, “a una indecisa traducción quevediana del Urn Burial de Browne” −traducción tan quevediana como lo fue la del quinto capítulo de la obra de Browne que, según lo recuerda Mercedes Blanco, publicaron Borges y Bioy Casares en el número 111 de la revista Sur, en 1944 (Blanco, “Arqueologías” 2003: 19-46). También pueden percibirse rasgos el autor en el narrador de “Examen de la obra de Herbert Quain” que confiesa, al final del cuento, que se ha inspirado en el tercero de los ocho relatos del libro Statements de Quain para componer “Las ruinas circulares”; o en el narrador de “Tema del traidor y del héroe”, que en 1944 (año de publicación del relato, primero en Sur y luego en Ficciones) confiesa que ha inventado el argumento de su cuento “bajo el notorio influjo de Chesterton (discurridor y exornador de elegantes misterios) y del consejero áulico Leibniz (que inventó la armonía preestablecida)”, dos autores que Borges cita constantemente en sus cuentos y ensayos.

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c) La metaficción en Ficciones: el caso de “Pierre Menard, autor del Quijote” La metaficción es, ya lo hemos dicho, un rasgo característico de la producción borgeana, hasta tal punto que es difícil encontrar a un crítico o a un teórico que defina este concepto sin citar a Borges. La dimensión metaficcional puede ser estudiada en varios cuentos de Ficciones, sobre todo en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “Pierre Menard, autor del Quijote”, “Examen de la obra de Herbert Quain”, “El jardín de senderos que se bifurcan”, “Tema del traidor y del héroe”, “La muerte y la brújula” y “El milagro secreto”, textos en los que la ficción se construye –parcial o totalmente– con reflexiones sobre la literatura. El ejemplo más elocuente de metaficción es sin duda “Pierre Menard, autor del Quijote”, relato que adopta la forma de un comentario crítico sobre la obra de un escritor muerto. La primera parte de este cuento –la presentación de la obra visible de Menard– juega con la autoficción, y su segunda parte –la presentación de la obra invisible de Menard– insiste menos en el juego de espejos entre el personaje y el autor que en la reflexión metatextual. La reflexión explícita sobre la literatura en este cuento, es decir la reflexión sobre la obra de Menard, ha sido leída por buena parte de la crítica como una reflexión implícita de Borges sobre su propia obra y su propia concepción de la literatura.  

La presentación de la obra visible de Pierre Menard plantea un dispositivo autoficcional a través del juego especular entre el personaje del escritor muerto de la ficción y el Borges de la realidad. La mayor parte de las obras de juventud de Menard fueron escritas en Nîmes. Jean-Pierre Bernès recuerda que se trata de una ciudad en la Borges estuvo muchas veces durante su adolescencia. Y para multiplicar los espejos, el narrador del cuento sitúa en Nîmes su propia escritura sobre su amigo Menard. En lo que se refiere a los puntos en común entre Menard y Borges, Bernès recuerda que ambos comparten la admiración por Paul-Jean Toulet (citado en el punto n de la obra visible de Pierre Menard), un poeta que Borges admiraba y que incluso valoraba más que a los grandes poetas del siglo XIX como Baudelaire o Verlaine (Borges, Œuvres Complètes, t. 1, 1993 : 1574). Los temas y los autores que interesaban a Menard parecen ser los mismos que le interesaban a Borges: la mención, en la lista de las obras visibles de Menard, de trabajos sobre John Wilkins y sobre Ramón Llull (autor de “la máquina de pensar” al que Borges dedica un artículo, publicado en la revista El Hogar en 1937) o de ensayos sobre el ajedrez o sobre Aquiles y la tortuga hacen de Menard un alter ego de Borges. El narrador recuerda que Menard escribió una versión en alejandrinos del Cimetière marin de Paul Valéry (punto o) y Jean-Pierre Bernès señala que Borges escribió en 1932 un prefacio a la traducción en versos castellanos que su amigo Néstor Ibarra hizo de esta obra de Valéry (1574).

En la presentación de la obra invisible de Menard (que es la que el narrador considera como la más importante) pasa al primer plano la reflexión metatextual. El juego de espejos instalado desde el comienzo del relato sigue funcionando en esta segunda parte, pero de una manera oblicua, que sólo puede captar un especialista de la obra de Borges. Como bien lo muestra Bernès, la imagen de Menard multiplicando borradores, corrigiendo tenazmente y desgarrando miles de páginas manuscritas es una descripción humorística y exacta de los manuscritos de Borges (1575).

Cuando el narrador reflexiona sobre la obra invisible de Menard y compara el Quijote de Cervantes con el de Menard, escribe:

… el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como “realidad” la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué españoladas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela histórica. Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente.  

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Este pasaje anticipa la argumentación que Borges desarrollará en “El escritor argentino y la tradición”, conferencia de 1953 publicada dos años más tarde en Sur e incluida en Discusión a partir de 1957. La condena de la novela Salammbô (1862), en la que Gustave Flaubert trata de reconstruir el mundo violento y sensual de Cartago en el siglo III antes de Cristo, recuerda las invectivas contra el color local del ensayo de Borges. Recordemos el célebre párrafo de ese ensayo donde después de oponerse a los que afirman que para escribir literatura argentina hay que contar historias de gauchos en la pampa, Borges recuerda que los camellos están ausentes del Corán:

He encontrado días pasados una curiosa confirmación de que lo verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color local; encontré esta confirmación en la Historia de la declinación y caída del Imperio Romano de Gibbon. Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio, un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía que podía ser árabe sin camellos. Creo que los argentinos podemos parecernos a Mahoma, podemos creer en la posibilidad de ser argentinos sin abundar en color local. (Borges, “El escritor argentino y la tradición”)  

Cervantes evita el color local porque no es ni turista ni militante nacionalisa, es simplemente español. Para Menard, heredero de un siglo que ha hecho del color local la prueba de la fidelidad de un texto al mundo que trata de representar, evitar el color local es una elección. El Quijote de Menard no tiene ni “gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de fe” porque Menard cree que en un relato que refleja su tiempo, el contexto está tanto más presente cuanto que no aparece explícitamente. La percepción de esas resonancias queda a cargo del lector. Por eso, cuando el contexto de enunciación cambia, el Quijote se vuelve mucho más interesante. Menard se opone a las lecturas convencionales de la obra de Cervantes, que transforman una agradable novela en “ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo”. El narrador observa que “la gloria es una incomprensión y quizá la peor”. La reescritura de Menard pone, en cambio, de manifiesto la fuerza de la novela de Cervantes, como lo explica el narrador al final del cuento:

Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera de Madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?  

La propuesta provocadora de “recorrer […] el libro Le jardin du Centaure de madame Henri Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier” no es fácil de comprender. La técnica del anacronismo deliberado consiste en leer un texto imaginando que su autor es otro y sacando todos los beneficios posibles de esta lectura desfasada, pero ¿qué quiere decir leer un texto como si su autor fuera su autor? O, para retomar los términos utilizados por Borges, ¿qué significa leer Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera de Madame Henri Bachelier? El “como si” introduce una mirada desfasada que desconfía de toda naturalización, de todo estereotipo. Leer como si el autor de un texto fuera su autor supone una mirada oblicua, irreverente, sobre un texto y sobre su autor (la mirada sobre la cultura occidental que Borges propugna en “El escritor argentino y la tradición”). Pero también puede ser una mirada que subraye los estereotipos o los automatismos de una escritura hasta convertirlos en otra cosa, que es lo que hace Borges con sus gauchos, sus

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detectives, sus espejos o sus laberintos. Menard propone una mirada activa, una lectura que re-cree el texto que reescribe y que por ese camino reinvente el mundo.

La descripción de la obra invisible de Menard permite presentar una concepción de la literatura que relativiza la importancia del autor y atribuye un papel fundamental a la lectura y a los efectos del tiempo sobre los textos. Borges había anunciado estas ideas en sus ensayos “La fruición literaria” (1928) y “Las versiones homéricas” (incluido en 1932 en Discusión) y volverá a plantearlas más tarde en “La metáfora” (incluido en la edición de 1952 de Historia de la eternidad) y, como ya lo hemos dicho, en “El escritor argentino y la tradición” en 1953, y luego en Discusión a partir de 1957). Menard y Borges parecen compartir una misma visión de la literatura. Esto explica que la crítica haya considerado al escritor ficticio como un doble del escritor real.

Recordemos las propuestas fundamentales de los ensayos que acabamos de citar. Para empezar, es necesario señalar que buena parte de la reflexión borgeana sobre la literatura pasa por lo que el escritor escribe sobre la metáfora. Pilar de la creación para el poeta vanguardista que fue Borges en los años 1920, la metáfora es un tema clave en toda su obra, ya que el escritor la concibe como una suerte de sinécdoque de la literatura. En “La fruición literaria” (ensayo publicado en El idioma de los argentinos en 1928), Borges reflexiona sobre la manera en que un lector o un crítico evalúan las metáforas. Partiendo de un ejemplo concreto (la frase “el incendio, con feroces mandíbulas, devora el campo”), Borges afirma que la evaluación de la metáfora contenida en este enunciado es imposible para quien no tenga información acerca del origen de esa frase y del contexto en el que aparece. Borges estima que el incendio devorador del campo es una metáfora vulgar si su autor es un poeta que escribe en Buenos Aires en los años 20, una bella metáfora si fue concebida por un escritor chino a siamés cuya imaginación está poblada de dragones, una metáfora conmovedora si es el testigo directo o la victima de un incendio quien la emplea para describir lo que acaba de vivir y una metáfora perfecta si es Prometeo el que la emplea en una tragedia de Esquilo (éste es, de hecho, el contexto original de la metáfora del incendio que devora el campo, ya que Borges está citando una frase del diálogo entre Prometeo y el Océano en Prometeo encadenado).

En “La fruición literaria” Borges afirma también que una metáfora (que la literatura) puede mejorar con el tiempo. Para demostrarlo, compara las formas en que un verso de Cervantes puede ser leído en diferentes épocas y saca una conclusión: “El tiempo –amigo de Cervantes– ha sabido corregirle las pruebas”. He aquí el núcleo de la idea que Borges desarrolla diez años más tarde en “Pierre Menard, autor del Quijote”.

La reflexión acerca de los efectos del tiempo en la literatura vuelve en “Las versiones homéricas” (1930, y en Discusión en 1932). Pensar la traducción es para Borges una manera de pensar la literatura. La traducción ilustra la discusión estética porque las traducciones de un texto constituyen un documento de incalculable valor, aunque siempre incompleto, que da cuenta de las vicisitudes vividas por un texto a lo largo del tiempo. “El concepto de texto definitivo –escribe Borges– no corresponde sino a la religión o al cansancio”. Esta célebre fórmula borgeana habla al mismo tiempo de la traducción y de la literatura. La literatura cambia con el tiempo, incluso cuando no haya modificación aparente. La paradoja del cambio de un texto literalmente idéntico sólo puede comprenderse cuando se tiene en cuenta la importancia del lector en la construcción del sentido. Borges ilustra su idea comparando seis versiones inglesas de algunos versos de La Odisea de Homero. Plantearse la cuestión de la “fidelidad” al original no tiene sentido. Después de comparar las versiones homéricas, Borges se pregunta cuál de esas muchas traducciones es fiel y responde que ninguna lo es, o que todas lo son. Las traducciones materializan la forma en que el texto de Homero ha sido leído en diferentes épocas. Borges considera que estas lecturas no son exteriores al texto, sino que forman parte de él, porque la literatura vive en el tiempo, porque su sentido nunca es

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definitivo y porque es cada lectura la que hace que el texto renazca. El lector es entonces no sólo un receptor más o menos pasivo, sino un verdadero creador.

“La metáfora”, ensayo incluido en la reedición de 1952 de Historia de la eternidad, continúa la reflexión que Borges había comenzado en “La fruición literaria” sobre los efectos del tiempo sobre la literatura. En su período ultraísta Borges había apreciado las metáforas nuevas, sorprendentes, inéditas; más tarde, preferirá, por el contrario, las metáforas clásicas, que son las que dan cuenta de afinidades tradicionalmente reconocidas (por ejemplo las que los hombres perciben entre la muerte y el sueño, o entre el tiempo y el agua que fluye, o entre los ojos y las estrellas, o entre las mujeres y las flores, o entre las batallas y los incendios). Borges piensa que la utilización de metáforas tradicionales no es sinónimo de repetición ni de monotonía. El valor de una metáfora reside en su capacidad de hacer sentir una “entonación local” en el seno de la expresión de una afinidad tradicionalmente reconocida. La metáfora es, en efecto, una caja de resonancia de su contexto textual y extratextual. Y aunque la afinidad que la funda pueda ser siempre la misma, diferentes entonaciones resuenan en la metáfora en diferentes momentos. Borges observa que en la expresión “morir, dormir, tal vez soñar” de Hamlet el lector oye la amenaza de la horrible pesadilla de un suicida, mientras que las “old rocking chairs” de los primeros blues nacidos en Estados Unidos prometen un descanso apacible y merecido después de una vida de esclavitud. La afinidad entre dormir y morir se mantiene, pero la entonación de esa metáfora cambia, porque la historia resuena en ella5.

En el capítulo “Cómo se narra: el problema de Funes y la solución de Menard” de su libro de 1995, Beatriz Sarlo interpreta la obra invisible de Menard como una respuesta al problema que Funes (emblema del realismo hiperbólico) no lograba resolver. Para Sarlo el gesto de Menard representa la afirmación de la posibilidad de escribir desde las orillas:

La paradoja de Pierre Menard pone en escena el proceso de la escritura llevándolo al límite del absurdo y la imposibilidad, pero haciéndolo, al mismo tiempo, visible. Esto, en el margen del Río de la Plata, equivale a reivindicar un nuevo tipo de colocación para el escritor y la literatura argentina, cuyas operaciones de mezcla, de libre elección si “devociones” (para repetir la palabra que usa Borges) no tienen que respetar el orden de prelación jerárquica atribuido a los originales. Si ninguna originalidad puede ser reclamada por ningún texto, si todo sentido nuevo surge de la lectura o de la escritura en contexto, la inferioridad de “las orillas” se desvanece: el escritor periférico tiene las mismas prerrogativas que sus predecesores o sus contemporáneos europeos. (Sarlo: 81)  

Muchos críticos consideran, como Sarlo, que Pierre Menard es una suerte de doble de Jorge Luis Borges y que sus ideas sobre la literatura corresponden a las del autor del relato. Para justificar esta lectura, se apoyan en el dispositivo autoficcional presente en la primera parte del cuento y en la continuidad entre la argumentación de los ensayos de Borges y las propuestas de Menard. Como ejemplo de esta interpretación de Menard podemos citar el final de un capítulo del libro Borges ou la réécriture (1990) en el cual, después de estudiar la complejidad del personaje de Menard y las relaciones entre Borges y Cervantes, Michel Lafon hace una síntesis de lo Pierre Menard representa:

Le premier acteur borgésien, bien loin d’une ébauche, est donc une véritable somme de ce que dorénavant sera toute créature de Borges: essentiellement une réécriture de l’auteur (de certains de ses biographèmes, de certaines de ses sympathies) et des auteurs dont il se reconnaît le fils – la réécriture. (Lafon, 1990 : 62)  

La misma idea aparece al final de un artículo más reciente: … il m’arrive d’imaginer que Ménard n’est pas mort si tôt dans son siècle, ou du moins que son influence, fût-elle posthume, n’a cessé de s’étendre sur son inventeur pendant les décennies

                                                                                                               5 Para un análisis de las reflexiones borgeanas sobre la metáfora, ver Blanco, Mercedes, “Borges y la metáfora”, Variaciones Borges Nº 9, 2000, p. 5-39, versión electrónica: http://www.borges.pitt.edu/documents/0901.pdf

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suivantes et que je lis l’œuvre de Borges –toute l’œuvre de Borges– “comme si c’était Ménard qui l’avait pensée”. (Lafon, “Menard (acaso sin quererlo)”, 2011: 340).  

La identificación de Menard con Borges es muy frecuente en la crítica borgeana, pero hay también voces disidentes. Juan José Saer, por ejemplo, en un artículo de El concepto de ficción afirma que Menard no es de ningún modo un doble de Borges, sino una caricatura (“o una reducción al absurdo”) de Paul Valéry. Saer cree que hacer de este cuento “a quintaesencia de la poética borgesiana, su manifiesto sobre la figura del creador y su concepción de la literatura” es un error. “Para Borges –escribe Saer– Pierre Menard es, en el mejor de los casos, un frívolo, y, en el peor, un plagiario y un charlatán”. En su opinión, la crítica se obstina en interpretar este cuento “al revés de lo que el autor se ha propuesto” y en lugar de ver en él “un arreglo de cuentas con la literatura francesa, particularmente con el simbolismo y la figura de Paul Valéry”, confunde a su personaje con su creador. Saer concluye “Hacer de Borges una especie de discípulo de Pierre Menard es tan aventurado como identificar la filosofía política de Shakespeare con las ambiciones truculentas de Macbeth.” (Saer, 1999: 40). Saer ve a Menard como “un farsante” situado en las antípodas de los creadores que Borges admira.

Esta interpretación de “Pierre Menard, autor del Quijote” no es, convengamos, la más frecuente, pero muestra claramente la riqueza de un texto que no ha cesado de suscitar nuevas lecturas. Michel Lafon pone de relieve la estructura contradictoria del proyecto de Menard y del texto que lo conmemora, y observa que la enorme riqueza de este cuento se debe a que Borges lo construye a partir de una falta, de un vacío, de una obra invisible. “Pierre Menard, autor del Quijote” está escrito, según Lafon, desde “la periferia de una especie de agujero negro” (Lafon, 1990: 57, la traducción es nuestra). Lafon concluye:

Il y a peut-être là une des caractéristiques profondes de l’œuvre borgésienne (Borges, comme Menard, brûlerait la matière de son cheminement) et une porte ouverte à toutes les frénésies interprétatives, des plus savantes aux plus erronées. C’est ainsi que “Pierre Menard”, peut-être en vertu de ce “périphérisme”, n’a cessé d’être réinventé par maints exégètes. (57)

A modo de conclusión En su libro Narcissistic Narrative : The Metafictional Paradox, Linda Hutcheon observa que la separación entre “arte” y “vida” pierde sentido en la metaficción, ya que los procesos de lectura y escritura aparecen como formando parte de ambas instancias. La “vida” no se presenta ya como un mero producto, sino como el resultado de un proceso de producción (el “arte”). La metaficción subraya el artificio (es decir que obliga al lector a ver que lo que está leyendo es “arte”) y, al mismo tiempo, le pide que coopere activamente, vitalmente, en el proceso de creación. En ese doble juego reside, según Hutcheon, la paradoja de este tipo de literatura (Hutcheon: 99). El acto de leer deja de ser un refugio seguro y apacible; las certezas del lector acerca del lenguaje se desvanecen. Para ilustrar su argumentación Hutcheon cita unas líneas de “La Biblioteca de Babel” en las que el narrador se dirige directamente, entre paréntesis, a su lector:

(Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?)  

Más de setenta años han pasado desde la primera publicación de estas líneas de “La Biblioteca de Babel”. Los comentarios y las reflexiones que ellas pueden suscitar son muchos; lo que es innegable es que también son muchos los críticos que afirman que en las preguntas de este tipo está la clave de la producción borgeana. La metatextualidad, y sobre todo la

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metaficción, han relegado a un segundo plano los debates que, durante muchas décadas, interesaron a los especialistas de la obra de Borges. La crítica considera hoy que uno de los aportes fundamentales del autor de Ficciones a la literatura del siglo XX, y a la literatura tout court, pasa por la ficción autorreferencial y autorreflexiva.

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Borges et l’antinomie du goût Raphaël Estève

Université Bordeaux-Montaigne  [email protected]

Résumé: Dans le prolongement de l’ambiance mondaine qui rappelle, à l’entame de « Pierre Menard, autor del Quijote », ces « salons » littéraires, dont la spécificité française est qu’ils étaient menés par des femmes aristocrates, nous transposerons chez Borges la question de « l’antinomie du goût » : celle des rapports entre classicisme et romantisme et du positionnement corrélatif de l’auteur vis-à-vis du formalisme entendu comme l’un des avatars de la rationalité. Mots clés : Borges, Ménard, classicisme, formalisme, rationalisme Pour vous être utile mais ne pas répéter des choses que j’ai déjà pu dire, j’ai choisi un biais thématique permettant d’énoncer et illustrer un certain nombre d’idées dont je pense qu’elles sont importantes ou en tout cas réinvestissables à l'échelle de l'œuvre, même si ici je parlerai presque exclusivement de « Pierre Menard, autor del Quijote »1. Ce biais est celui de la querelle ou de « l’antinomie du goût ». Il va nous permettre de poser la question des rapports entre classicisme et du romantisme dans la poétique de Borges, et d’interroger par ce biais le positionnement de l’auteur par rapport au formalisme. Nous rencontrerons donc tangentiellement la question du langage, dont vous pourrez appliquer les attendus à « La Biblioteca de Babel ».

1 Rappelons brièvement le dispositif de « Pierre Menard » qui est structuré en deux temps apparemment précédés d’un préambule. Le préambule caractérise le narrateur. Après ce préambule, nous est proposée une notice bibliographique, un genre hyper-codifié, et en l’occurrence nécrologique. Elle se présente comme rectificatrice. Cette rectification en annonce une autre, deuxième temps plus important quantitativement : la face cachée de la bibliographie de Ménard, qui consiste en sa folle tentative de réécriture du Quichotte.  

Pourquoi avoir choisi de parler de l’antinomie du goût au sujet de ce « cuento » ? Et bien pour deux motifs.

Voici le premier. Si l’effectivité référentielle de son Pierre Ménard est trouble (il a bien existé un Pierre Ménard, médecin, mort durant la première guerre mondiale, et auteur d’un seul ouvrage, préfacé par Bergson), Borges est en revanche plus précis dans l’instauration de l’ambiance mondaine caractérisant l’entame de la nouvelle. Celle-ci semble renvoyer à la pratique littéraire des « salons », dont la spécificité française est qu’ils étaient menés par des femmes, aristocrates. La marquise de Rambouillet, accueille au XVIIe siècle le premier salon parisien célèbre, auquel participe la marquise de Sévigné. Difficile de ne pas y songer au début du « cuento » quand sont évoquées Madame Henri Bachelier, ou encore « La baronesa de Bacourt (en cuyos vendredis inolvidables […])» (Ficciones, 2011 : 41) le narrateur fait la

                                                                                                               1 NdE: au cours de cet article, nous avons supprimé l'accent sur « Menard » lorsqu'il s'agissait du texte original de Borges ; nous l'avons ajouté lorsqu'il s'agissait de citer le personnage, l'accent aigu étant présent dans la traduction française du texte.

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connaissance de Ménard, ou même, toujours suivant la contrainte formelle de l’ordre alphabétique, « La condesa de Bagnoregio ».

L’un des débats ayant agité ces salons entre le XVIIe et XVIIIe siècle a été la question du consensus autour de la valeur des œuvres d’art, et en particulier autour de ce qu’on nomme les « grandes œuvres ». Hume, dont on sait à quel point il est important pour Borges, fait lui-même observer, alors qu’il fréquente assidûment les salons de Madame du Deffand, qu’il y a moins de désaccord sur la grandeur d’Homère ou de Shakespeare que sur la validité de la physique de Galilée ou de Descartes. Le débat esthétique qui va à partir de là opposer deux tendances, celle des classiques dont Boileau est le plus notoire représentant, et celle de l’esthétique dite du « sentiment », portera sur la façon dont les œuvres d’art arrivent ainsi à dépasser leur inscription subjective pour devenir des « classiques » (à ne pas confondre avec les partisans du classicisme, donc) traversant les siècles, et, autant que faire se peut, les civilisations.

Le deuxième motif m’ayant conduit à traiter de l’antinomie du goût peut donc facilement être deviné. Dans « Pierre Menard, autor del Quijote », il est bien entendu question du classique par excellence, le plus imposant de la langue espagnole en tout cas, le Don Quichotte de Cervantès. Et cette œuvre est précisément convoquée dans la nouvelle au titre de sa pérennité.

A partir des multiples allusions dans l’œuvre de Borges à cette posture du classicisme, nous allons voir s’il est possible de dégager un positionnement clair de l’auteur de Ficciones dans ce débat.

Pour les classiques, l’esthétique n’est que l’expression sensible du vrai, c’est-à-dire de l’intelligible. Vous connaissez la formule de Boileau : « Rien n’est beau que le vrai, le vrai seul est aimable... ». Et c’est précisément de cette subordination à l’intelligible que l’œuvre va tirer son éventuelle universalité, son caractère générique. Le vrai est ce qui nous touche à tous, dans la mesure où, selon Descartes, « le bon sens [entendre, la raison] est la chose du monde la mieux partagée ». Le beau sera entendu par tous en tant que sa finalité est d’exprimer une vérité intellectuelle.

Fidèle à son héritage platonicien, Boileau et les classiques pensent que « c’est par l’usage de la raison la plus abstraite, qu’on saisit la vérité du réel ». Et par excellence, par la mathématique : il est certain que la mathématique est vraie pour tous, ne serait-ce parce qu’elle n’a pas besoin de traduction, et qu’elle est à ce titre universelle. Rameau fondera on le sait sa musique sur les mathématiques, élaborant une théorie rationaliste de l’harmonie. L’art doit ainsi non seulement obéir à des règles, mais également correspondre à l’idée que le génie n’est pas celui qui invente ou qui crée, mais celui qui dévoile et découvre, se conformant au modèle de l’activité scientifique.

A l’opposé de Boileau, hostile à l’hermétisme et au sentiment, on trouve Dominique Bouhours, apprécié par Mme de Sévigné, ou encore, plus tard, l’abbé Du Bos, qui va se réclamer de Pascal, pour clamer que les élans du cœur sont ineffables. Il contrarie ainsi l’adage de Boileau, « Ce que l'on conçoit bien s'énonce clairement… », en ayant intégré l’influence, en tout point adverse de l’empirisme anglais dont Hume sera le point culminant. (Petite parenthèse bucolique, cet affrontement induira deux idées antagoniques de la nature qui seront traduites par l’opposition entre le jardin à la française et le jardin à l’anglais, le vocable « jardín » ayant comme vous le savez une importance certaine chez Borges). Cette esthétique du sentiment se situe à la croisée des chemins entre le baroque et le romantisme : on y promeut l’instinct, les forces irrationnelles, l’extase, etc. On peut ici reprendre la définition, parlante bien qu’hostile, qu’Alain Badiou nous propose du « schème romantique ». Il évoque ainsi « une dévotion pieuse envers l’art, un agenouillement contrit du concept, […], devant la parole poétique qui seule offre le monde à l’Ouvert latent de sa propre détresse » (Petit manuel d'inesthétique, 1998 : 9). Le romantisme, ouvert, et donc à ce titre

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herméneutique, condamne ainsi le classicisme en critiquant deux aspects fondamentaux pour nous ici : son « intellectualisme » et son « volontarisme esthétique ».

Il y a bien un positionnement de Borges dans cette querelle. Il est fait notamment allusion au classicisme dans une conférence tardive consacrée aux Mille et une nuits : « Estamos en 1704, en Francia. Esa Francia es la del Gran Siglo, es la Francia en que la literatura está legislada por Boileau » (Obras completas II, 2007 : 234), Boileau dont Borges ajoute que « toda su retórica ya está siendo amenazada por esa espléndida invasión oriental » (235), celle portée par le texte de Las mil y una noches. Borges va à partir de là nous livrer sa conviction : « Pensemos en la retórica de Boileau, hecha de precauciones, de prohibiciones, pensemos en el culto de la razón, pensemos en aquella hermosa frase de Fenelon: “De las operaciones del espíritu, la menos frecuente es la razón” » (235). Et si le jugement de valeur n’était pas assez clair, il va hiérarchiser dans un autre texte, Introducción a la literatura inglesa, les deux pôles dont nous parlons. Le premier « es el clasicismo, o pseudoclasicismo, o sea la organización de la prosa y del verso según las normas de la razón y de la claridad, representadas por Boileau. El segundo, mucho más importante, es el movimiento romántico » (Borges y Vázquez, 1999 : 34).

2 « Precauciones » « prohibiciones », « el culto de la razón » : on jurerait que cette caractérisation de Boileau s’applique également à Paul Valéry, tant elle est proche des termes avec lesquels Borges dépeint habituellement l’auteur du Cimetière Marin. Il faut dire qu’il entretient avec ce dernier une relation compliquée. Valéry est en effet un prédécesseur encombrant pour Borges, dont il a anticipé un grand nombre de motifs. Passionné lui aussi par les paradoxes de Zénon, il est avant Borges littérateur et essayiste, à la lisière de la philosophie. Et il déclare ne jamais vouloir rédiger de roman, pour s’épargner d’avoir à écrire « une phrase comme : “La marquise sortit à cinq heures” »… Une aristocratie qui nous renvoie à la nouvelle « Pierre Menard, autor del Quijote ».  

Paul Valéry est on le sait à l'arrière-plan de tout le cuento. Directement mentionné, notamment comme objet de réécriture (cette « trasposición en alejandrinos del Cimetière marin » (Ficciones : 44), il est également rendu présent par la mention de la revue La Conque dont il fut le collaborateur le plus fameux et qui est censée ici avoir publié les poèmes de Ménard. Tout cela nous permettra de postuler que Valéry est à certains égards la cible référentielle visée à travers Pierre Ménard, mais aussi l’explication de certaines caractéristiques de ce dernier.

Il pourrait sembler paradoxal de faire incarner à Valery, héritier du symbolisme de Mallarmé, une figure du classicisme. Il entretient pourtant avec les classiques de notables affinités.

La première est le motif de la dissolution de l’auteur. Si l’on se fie au célèbre article de Genette sur Borges dans les cahiers de l'Herne, Valéry

est celui qui affirme que l'invention littéraire et la création personnelle sont des vues de l’esprit. Le seul chef d’œuvre, c’est le langage, et les auteurs, qui se contentent d’en combiner les éléments préexistants, n’en ont que l’usufruit. Valéry, persiste Genette dans Figures I, rêve d'une histoire de la Littérature comprise « non tant comme une histoire des auteurs […], que comme une Histoire de l'esprit en tant qu'il produit ou consomme de la « littérature » (Figures I, 1966 : 164). Cette littérature comme un tout, dans ses accents indéniablement hégéliens, établit une forme de clôture, compatible avec l’idée que « toutes les œuvres sont l'œuvre d'un seul auteur, qui est intemporel et anonyme » (124). Il s’agit d’une idée totalement rationaliste au sens où Spinoza demande que l’Ethique, son chef-d’œuvre finalement posthume, soit publié sans nom d’auteur, car cela serait une trop grande présomption, de « signer un ouvrage tout entier dicté par la raison ». Valéry, admirateur déclaré de la

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philosophie des mathématiques de Poincaré, est indéniablement présenté par Borges, notamment dans « Una vindicación de la cábala » comme un écrivain intellectualiste : semblable en cela au Dieu leibnizien « que sabe de una vez —uno intelligendi actu— no solamente todos los hechos de este repleto mundo, sino los que tendrían su lugar si el más evanescente de ellos cambiara » (Obras completas I, 1989 : 211). Cette formule qui rappelle l’infatuation de Ménard qui compare son entreprise de réecriture à « El término final de una demostración teológica o metafísica –el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales » (Ficciones : 46). Le point de vue de Dieu est le même que l’horizon scientifique, tout est de droit, ou en théorie explicable: nous ne l’avons simplement pas encore fait.

Ce qui nous mène au second point commun avec le classicisme, la réduction du hasard. Dans le même texte, Borges insiste sur une tendance du type d’écrivain incarné par Valéry : « no ha eliminado ciertamente el azar, pero ha rehusado en lo posible, y ha restringido, su alianza incalculable. Remotamente se aproxima al Señor, para Quien el vago concepto de azar ningún sentido tiene » (Obras completas I, 1989 : 211). Pour le rationaliste classique, le hasard n’est que de « l’intelligible confus ». Un défaut d’entendement.

On se rappelle que cette dialectique entre nécessité et hasard caractérise à l’opposé les deux modes de composition « concurrents » entre Ménard et Cervantès. « Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar » (Ficciones : 48) nous dit ainsi Pierre Ménard. A l’inverse de Cervantès, Ménard tend, car c’est là sa disposition d’esprit, à « ensayar variantes de tipo formal o psicológico » (48). Et c’est la mort dans l’âme qu’il doit sans cesse écarter le résultat de sa démarche méthodique. Il essaie sans relâche mais sans succès de faire ployer ce hasard initial sous la plus implacable nécessité. C’est d’ailleurs le défi relevé par Ménard, eu égard à la nature de l’oeuvre initiale, et la contrainte alléchante qu’elle représente a priori pour lui « El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura » (48). L’échec de Ménard qui s’ensuit est à ce titre du même ordre que celui du rabbin pragois voulant animer le Golem dans le poème du même nom publié dans El otro, el mismo, en 1964, où l’on retrouve le thème de la combinatoire : « se dio a permutaciones de letras y a complejas variaciones » (Obras completas I, 1989 : 885) afin de parvenir à trouver le nom de Dieu et ainsi posséder le pouvoir de créer. Or la création de ce rabbin, obtenue mathématiquement, et qui est donc le fruit d’un formalisme, lui procure la plus grande déception. Il y manque le souffle, un supplément d’âme. Le Golem est ainsi déclaré « menos hombre que perro y menos perro que cosa » (885). C’est qu’il n’existe que par le biais de la nécessité. Il est l’inverse de l’œuvre d’art.

La contingence du Quichotte est en effet ce qui en fait la valeur. Le prix de l’œuvre d’art est sa possibilité de ne pas avoir existé, sa dimension strictement accidentelle.

Si une découverte scientifique n’est pas faite à New York en 1982, elle sera faite à Paris en 1984. Elle est inéluctable. Et pour gloser l’idée de Hume qui perpétue l’esthétique du sentiment, on pourrait dire que, peut-être de ce fait, elle est à terme dépassable.

Au contraire, si Cervantès n’écrit pas le Quichotte, personne ne l’écrira. Car il est évident que, pour Borges, le langage n’est pas une science exacte, pas une

computation qui s’écrirait automatiquement, et nécessairement : « Quienes practican ese juego olvidan que un libro es más que una estructura verbal » (747) écrit-il ainsi dans « Nota Sobre (Hacia) Bernard Shaw » avant d’ajouter « Si la literatura no fuera más que un álgebra verbal, cualquiera podría producir cualquier libro, a fuerza de ensayar variaciones » (748). Il est donc à plusieurs titres certain que Ménard échoue à réécrire le Quichotte.

3 De ce fait, j’ai fini par me demander si derrière l’apparente dissolution de l’auteur, que la critique a retenue comme « morale » de la nouvelle « Pierre Menard, autor del Quijote », il n’y avait pas plutôt au contraire le signalement d’une hypertrophie condamnable ou tragique

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du sujet. Une suffisance (en jouant sur l’adjectif leibnizien de la « raison suffisante ») qu’on pourrait présenter comme l’hybris du lecteur. (L’hybris est un des ressorts la tragédie antique, c’est l’ambition démesurée, prométhéenne des hommes voulant dépasser les limites de leur condition). Et bien ici, il s’agirait d’un lecteur qui par vanité refuserait de n’être que lecteur, se voulant à tout prix auteur.  

Plusieurs arguments borgésiens vont dans ce sens. Tout d’abord le constat d’abord proféré dans « La supersticiosa ética del lector » (1930)

du fait que « ya no van quedando lectores, en el sentido ingenuo de la palabra, sino que todos son críticos potenciales » (Obras completas I, 1989 : 202). Ce constat trouve un écho dans « Examen de la obra de Herbert Quain » : « Quain solía argumentar que los lectores eran una especie ya extinta. No hay europeo (razonaba) que no sea un escritor, en potencia o en acto » (Ficciones : 85). La suffisance de Ménard fait en effet qu’en prétendant réécrire le Quichotte, il refuse d’être un simple lecteur. Signalons pour confirmer notre intuition que Borges s’ingénie à présenter Paul Valéry comme un auteur plus important ou plus intéressant que son œuvre : « Yeats, Rilke y Eliot han escrito versos más memorables […] pero detrás de la obra de esos eminentes artífices no hay una personalidad comparable a la de Valéry » (Obras completas I, 1989 : 687) est-il ainsi écrit dans Otras inquisiciones.

Pour en revenir au cas de Ménard, ce qui est crucial pour notre propos, c’est que Borges présente l’hybris du lecteur qui refuse de n’être que lecteur comme un effet de miroir, ou une conséquence de la volonté des auteurs de réduire, par le jeu formel, la part du hasard dans l’acte d’écriture.

Cette primauté accordée au plan formel (adjectif à la fois mathématique et linguistique), responsable de l’effacement d’un certain type de lecteur est cristallisée par Borges autour de l’idée de style. Le style est ainsi présenté comme une vacuité formelle : « Esta vanidad del estilo se ahueca en otra más patética vanidad, la de la perfección » (203) écrit Borges dans « La supersticiosa ética del lector », avant d’ajouter « No hay un escritor métrico, por casual y nulo que sea, que no haya cincelado […] su soneto perfecto » (203). Cette « perfection » est bien ici élimination du hasard et de l’accidentel, et c’est cette ambition divine de préméditation exhaustive de l’écrit qui crée la figure paranoïaque du lecteur critique, le critique et l’écrivain ne faisant qu’un. Là où Valéry nous dit qu’ « entre deux mots, il faut choisir le moindre », Borges, toujours dans « La supersticiosa ética del lector », pointe « esa charlatanería de la brevedad » (202)2.

Selon Borges, le Quichotte, caractéristiquement, ne tient pas sur son style, que les Argentins jugent catastrophique : « su mayor (y tal vez único irrecusable) valor fuera el psicológico, y le atribuye dones de estilo, que a muchos parecerán misteriosos » (202), lit-on dans le même essai de 1930. Borges y reprend d’ailleurs le terme péjoratif d’Unamuno, en stigmatisant les formalistes « indiferentes a la propia convicción o propia emoción: buscan tecniquerías » (202)3. La ponctuation, par exemple, défendue par Ménard au « s) » de sa bibliographie (« Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación ») (Ficciones : 44), est ainsi dans la liste que Borges dresse de ces « tecniquerías ». Le fossé entre virtuosité et sentiment est dès lors patent, comme l’a bien compris Herbert Quain: « no se creyó nunca genial » (79) pas même dans ces états d’ébriété littéraire où l’auteur « juega invariablemente a ser Monsieur Teste » (79)...

Quain est conscient des limites inhérentes à la « condición experimental de sus libros: admirables tal vez por lo novedoso y por cierta lacónica probidad, pero no por las virtudes de la pasión » (79).

Cette sacralisation abusive du style a pour Borges un corrélat systématique qui est la question de la traduction.                                                                                                                2 Mais également dans Evaristo Carriego (Obras completas I, 1989 : 150). 3 Je souligne « tecniquerías ».

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En toute logique, Ménard est rétif à l'opération de traduction. C’est ce dont témoigne en premier lieu son obsession pour la littéralité du Quichotte qu’il entend exactement reproduire. Mais de très nombreux autres indices annoncent cet entêtement. Le plus significatif est assurément la passion pour les langues formelles dont témoigne la bibliographie de Pierre Ménard. A la fameuse Characteristica universalis de Leibniz font ainsi écho les noms de Lulle, Wilkins, Boole : tous à la recherche d’une langue objective rationnelle, nécessaire et donc universelle. Cette universalité visée au détriment des « españoladas » et de « el color local » si folkloriquement romantiques.

A l’opposé de ce refus, Borges est un apôtre de la traduction, en des termes que nous avons à présent élucidés : « Los cambios del lenguaje » (Obras completas I, 1989 : 204), écrit-il dans la « Supersticiosa ética… », « borran los sentidos laterales y los matices; la página « perfecta » es […] la que con facilidad mayor se desgasta » (204). On est là aux antipodes de « la página que tiene vocación de inmortalidad » (204) dont l’exemple type est, on s’en doute, offert par le Quichotte : « El Quijote gana postumas batallas contra sus traductores y sobrevive a toda descuidada versión » (204).

Il me semble à partir de là que la nouvelle « Pierre Menard » met en scène une sanction, une nemesis à cette vanité du contrôle formaliste. La plus évidente est que l’entreprise de réécriture dans laquelle se lance Ménard est en son principe totalement baroque : elle est la sinuosité même, alors qu’elle se place sous l’égide du rationalisme le plus dogmatique. Or du point de vue empirique, ce dogmatisme ne cesse d’être contrarié. Dans la pratique, Ménard fait malgré lui toujours le contraire de ce qu’il a l’intention de faire. Le principe de non-contradiction, pierre angulaire de la rationalité est ainsi constamment battu en brèche : recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación » (Ficciones : 42) ; « Esa invectiva […], es el reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry » (44).

D'une façon générale, Pierre Ménard est sans cesse dépassé par lui-même, alors qu’il se croit caractéristiquement en position de contrôle et en train d’exercer sa volonté. On pourrait multiplier les exemples : nous avons vu qu’il se refuse à traduire mais l’ironie du texte fait que l’un des deux chapitres du Quichotte qu’il réécrit parle précisément de la traduction (le chapitre IX traite d’une traduction d’arabe en castillan).

Conclusion Je crois que le plus significatif de tous les phénomènes allant dans ce sens, celui par lequel je conclurai, se situe au niveau du langage.  

Il existe en effet une autre façon de comprendre l’idée que le langage dépasse ses utilisateurs, et Borges me semble la mettre en scène ici. C’est le phénomène du « par-devers ».

Il est patent dès l’entame de la nouvelle, avec cette dépossession de lui-même par le narrateur, déconsidéré à son insu par ses propres mots quand il évoque ces « deplorables lectores » (41) en tant que ces derniers seraient « calvinistas » (41), ou même, selon lui, pire : « masones y circuncisos » (41). La disqualification morale et intellectuelle immédiate de ce dernier est bien entendu à notre charge mais gageons qu’elle est implémentée dans le texte même par l’auteur qui n’entend par conséquent se dissoudre que partiellement.

On ne va bien entendu pas reprocher au personnage d’ignorer que cet antisémitisme d’époque donne malgré lui une des clés de la poétique borgésienne, une clé judaïque au sens où Borges se situe précisément aux antipodes de l’immanence du système hégélien. Mais on affirmera avec force que le langage parle donc à travers ou par devers le narrateur, de la même façon qu’il parle par devers le personnage de Ménard, en tout cas quand il s’agit de nous faire entendre la mégalomanie de ce dernier. Ménard est peut-être exempt de la pédanterie qui caractérise de façon involontaire et autonome l’expression de son narrateur : « El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi

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infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza » (50). La modalité assertive du narrateur pèse en effet autant et peut-être davantage que l’idée qu’il exprime : c’est ici l’hyperbole du jugement de valeur qu’on entend, et son contraste malheureux avec la platitude du lieu commun « l’ambiguïté est une richesse ».

On comprend qu’à l’instar de nombreux personnages borgésiens, Pierre Ménard et son narrateur souffrent d’un manque de réflexivité. Ils ne pensent pas leur propre pensée, ou se croient extérieurs à leur objet de pensée, et neutres vis-à-vis de lui. Ils croient caractéristiquement à l’existence d’un métalangage, en surplomb et neutre donc, comme en témoigne l’obsession pour le mathème et pour la langue universelle, objective et donc transparente à soi, qui en découlerait. Le narrateur pense ainsi ingénument ne pas être exposé au commentaire de son commentaire, c’est-à-dire au dépassement auquel toute formulation est promise. C’est ce qui achève de discréditer la pontifiante et aberrante sentence sur le style comparé du Quichotte et de sa réécriture « es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard –extranjero al fin– adolece de alguna afectación » (51). Non seulement parce que nous savons que le style est pure forme, et que cette forme est réécrite à l’identique. Mais encore parce que dans l’idée de Borges, le style est précisément pure affectation. Et enfin, bien entendu, l’affectation est ce qui caractérise à son insu, mais néanmoins fondamentalement, le narrateur lui-même, à certains moment pas si éloigné des « précieuses ridicules » originellement repérées dans les salons de la fin du dix-septième siècle français.

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Borges en el espejo oblicuo de los escritores. Teresa Orecchia Havas.

Université de Caen  [email protected]  

   Resumen: El artículo enfoca algunas lecturas de Borges que realizan autores argentinos actuales con el presupuesto de que la crítica de escritores, libre de sortear los tópicos habituales de la recepción más o menos erudita, logra iluminar lugares originales y visionarios en la obra. En esos textos siempre se piensa, de un modo u otro, la herencia del escritor, es decir, se piensan tradiciones y genealogías en el espejo sesgado del futuro. A modo de puesta en perspectiva, primero se revisan en el trabajo los hitos de la lectura consagratoria de Borges dentro del contexto argentino y se recuerda que el corpus crítico general ha alcanzado hoy vastísimas proporciones. Luego se definen las dos líneas a estudiar: la primera tiende a “des-monumentalizar” la imagen del autor y de la obra, y a plantear la cuestión de la modernidad de Borges; la explicitan los brillantes análisis de Alan Pauls sobre el arte contextual borgeano y sobre su concepción de la literatura como una estrategia de posiciones. La segunda tendencia pone de relieve los vínculos que la obra mantendría con ciertas utopías artísticas contemporáneas, y en particular con las nociones de reproducción técnica y performance. Está representada sobre todo por varios ensayos de Daniel Link, que muestran un Borges visionario respecto del carácter y del estatuto de la literatura de finales del siglo XX en un mundo definido por la cultura de masas. Por último, se recuerda en este trabajo que el carácter anticipatorio de la literatura de Borges se ha pensado también recientemente en torno al tema de la memoria, uno de los motivos esenciales de la obra y de la tradición crítica. Tal es el gesto de Ricardo Piglia, quien actualiza sus hipótesis sobre su ilustre predecesor enfocando el corpus borgeano en su aspiración a representar la memoria de la literatura. Este recorrido por algunos ejemplos de la recepción de Borges según las lecturas de los escritores argentinos confirma, desde el ángulo específico de la imaginación crítica de los creadores, la vigencia continuada de la obra y su renovado interés para las estéticas contemporáneas. Palabras clave: Escritores críticos, herencia borgeana, poética visionaria, arte contextual, memoria literaria      I Quisiera aclarar en primer lugar que mi intención no es hacer aquí una presentación en regla de algún aspecto de Ficciones o de El hacedor que no hubiera sido evocado aun por algún texto crítico o pedagógico de los muchos que están al alcance de los estudiantes, un vastísimo conjunto de textos y de enfoques sobre esas obras que por otra parte los profesores que participan en este sitio renuevan con probada idoneidad.  

Mi objetivo es más modesto y se sitúa más acá o bien un poco en margen de esa perspectiva didáctica, si bien se refiere por supuesto a la figura y la obra de Borges, y tiene que ver con ciertas maneras de pensar en la herencia del escritor, de Borges como escritor, por parte de otros escritores argentinos. Esto nos hará penetrar un poco en posiciones que podrían parecer excesivas, o en todo caso, no atenidas a la lectura erudita. Sin embargo, como lo dice Raimundo Lida en diálogo precisamente con Borges: “Le poète [en el sentido de “el creador”]

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peut lire de façon partisane, il peut dévorer ses victimes” (Vázquez, 1985: 233); tales maneras partidarias nos darán interpretaciones superiormente estimulantes en las que se redefine la tradición literaria.

Indudablemente, con respecto a Borges, la cuestión de la lectura consagratoria u hostil de sus pares no es nueva, visto que hablamos de un autor cuya pertenencia e influencia posible en la tradición argentina ha sido discutida vehementemente ya desde los años treinta1, aun antes de la publicación de su primer libro de ficción, Historia universal de la infamia (1935). Se podrían citar aquí diferentes ejemplos en los vaivenes del reconocimiento sucesivo de la envergadura de su obra, pero me atendré a recordar sólo tres: el famoso “Desagravio a Borges” de la revista Sur, organizado en julio de 1942 con motivo de la atribución de los Premios Nacionales de Literatura de 1941 a otros autores, es uno de los primeros testimonios de peso sobre el prestigio que su figura tenía ya entre sus pares. También lo es, paradójicamente, el retrato paródico que Leopoldo Marechal incluye en su novela Adán Buenosayres (1948, pero escrita a partir de la década del veinte), que lo muestra en medio del jocoso grupo de los martinfierristas bajo la máscara de Luis Pereda, apasionado y un tanto obcecado investigador del suburbio porteño. Por fin en la década del cincuenta, tan pródiga como los cuarenta en tensiones sociales y cambios políticos en Argentina, aparece dentro del ámbito de la crítica universitaria el primer libro que desde el discurso académico consagra la obra como objeto noble de estudio erudito, La expresión de la irrealidad en la obra de Jorge Luis Borges, de Ana María Barrenechea (1957). El libro inaugura brillantemente la tradición crítica del examen analítico de los textos, que no ha cesado de prolongarse y de multiplicarse exponencialmente hasta nuestros días: “El escritor probablemente más canónico de Occidente en la segunda mitad del siglo XX fue situado como objeto crítico precisamente mediante ese acto, en un libro ajustado a la metodología estilística pródiga en topoi que se volverían clásicos en la lectura de Borges”, dice Marcela Croce (2013). Y subraya:

Fuera del campo político en que otras críticas aspiran a ubicarlo, Barrenechea no solamente mantiene a Borges en los límites de lo textual sino que postula una superposición del escritor con uno de sus personajes, el intelectual Jaromir Hladík del cuento “El milagro secreto”. Así como el condenado a fusilamiento que solicita a Dios la gracia de un año de plazo para terminar una obra que debe completar y corregir mentalmente mientras el tiempo se detiene con los soldados empuñando las armas, también Borges acude a procedimientos que facilitan la memorización como si fuera viable prescindir de la escritura.  

Pero no hay duda de que la década siguiente, los míticos años sesenta, la época en que el escritor ya es reconocido a nivel internacional, es paradójicamente el momento en que el valor de Borges se discute más acerbamente en su patria en relación no sólo con el sentido de su literatura sino con el futuro de la literatura misma. El momento es significativo, por supuesto, porque el ascenso de las izquierdas y la adhesión de los intelectuales a una visión de la literatura que la coloca en dependencia estrecha de la serie social acarrean una exigencia de “progresismo” ideológico a la que ni los libros ni aun menos el hombre parecen corresponder. La contrafigura ideal de Borges se encarna así por entonces en los libros y la persona de Roberto Arlt, una obra a la que por otra parte esos intelectuales aspiran a sacar del purgatorio de la literatura supuestamente “mal escrita”. Al mismo tiempo, se sigue discutiendo cuál de los discursos borgeanos, si la narrativa o la poesía, detenta los blasones de la “buena” literatura2.

                                                                                                               1 La revista Megáfono publica en 1933 una “Discusión sobre Jorge Luis Borges” con ataques de varios escritores hacia un autor distante de los valores nacionales; la discusión ha sido ampliamente comentada por la crítica borgeana. Ver entre otros Bastos 1974 y Cozarinsky 1999. 2 El recuento de las oscilaciones y contraposiciones de la crítica entre los años veinte y los sesenta puede verse con detalle en Bastos 1974. Personalmente, todavía recuerdo la pregunta que hacia a finales de los sesenta los estudiantes de Letras, retomando quizás sin saberlo viejos debates críticos, nos hacíamos y hacíamos a Enrique

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La coincidencia de los planteos teóricos deudores del formalismo, del estructuralismo y del New Criticism con el enorme reservorio de ideas sobre la literatura que destila la obra de Borges, así como su cada vez mayor inscripción como un “clásico” de las letras locales (y universales) y el reconocimiento de las sutilezas y desafíos de su estética hacen en cambio que en las décadas sucesivas se pase de un debate recorrido por enfrentamientos con los textos de Borges y eventualmente dirigido contra Borges, a una etapa en la que ya no se polemiza sobre la colocación del corpus en la producción cultural argentina ni contra la intencionalidad de los textos3, sino que se comienza a estudiar incesantemente una práctica de la escritura que se descubre cada vez más susceptible de comentario erudito. Los jalones de este recorrido de cuatro décadas en términos de interpretaciones de la obra son bien conocidos y no me propongo recorrerlos nuevamente ahora (muchas de las obras más importantes están indicadas en la bibliografía para la Agrégation). Indudablemente, los libros de Sylvia Molloy (1979) y Beatriz Sarlo (1995 [1993]) marcan hitos por los que transitará de un modo u otro toda la crítica posterior. En cambio, quisiera señalar que una inflexión notable en lo que ya es un gran caudal hermenéutico se produce en los noventa con la aparición de estudios que en lugar de especular sobre las características estilísticas, retóricas o intertextuales y las implicaciones gnoseológicas, filosóficas o estéticas del discurso literario borgeano se aplican a establecer las relaciones de ese discurso con sus contextos socio-históricos, a probar sus vinculaciones con una realidad representada, alegorizada o secreta (Balderston 1996 [1993] y 2000; Louis 2007). A esa notable reorientación de una parte de la corriente general de la crítica se agrega el estudio genético, es decir el examen de las manifestaciones concretas del proceso de escritura, favorecido por el descubrimiento progresivo o la mayor accesibilidad de ciertos manuscritos (Balderston en diversos artículos recientes). Del mismo modo surge en los últimos años un interés renovado por la biografía de Borges y por la construcción de su figura de autor que tiene lazos con el examen de sus estrategias y maniobras dentro del campo literario (Louis 1997). A una crítica que razonaba su propia fascinación por los textos y que ponía en perspectiva sus lecturas acudiendo al acervo de la biblioteca universal se suma entonces una línea de acercamiento diferente, interesada en las “circunstancias” que ingresan transfiguradas en la creación, desde el proyecto consciente del escritor hasta la huella de sus pentimentos, desde sus tomas de posición ocultas en los textos hasta el estudio de los soportes editoriales que los sirven.4 Pasamos del Borges que la crítica postulaba como legible sólo mediante el desciframiento de las sofisticadas arquitecturas de su imaginario y de los ejercicios metamórficos de su poética a un Borges lúcido calculador, artesano de sí mismo e ingeniero de su propia fama.

De modo que esa obra que había podido ser alternativamente objeto de incomprensión, de admiración o de reticencia, se fue convirtiendo poco a poco en lo que Borges mismo auguraba en 1945 bajo la forma de un voto, el deseo de lograr un texto que sea “todo para todos”, una obra que represente toda la literatura y pueda ser leída en una cantidad infinita de modulaciones.5

Por su parte, ya en 1979 Sylvia Molloy había advertido sobre el peligro de monumentalizar a Borges, inscribiendo su lectura contra ese habitus adquirido insensible-mente por sus exégetas: “Como por común acuerdo (…) un texto que se funda, si cabe emplear el verbo, en lo precario se ha vuelto monumento. Lo fragmentario ha llegado a

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         Pezzoni, profesor y crítico respetado en asuntos borgeanos, sobre los méritos comparados de la prosa y la poesía de Borges. 3 Un enfoque que recuerda el vigor del debate polémico sobre Borges es el de Edgardo Cozarinsky (1999). 4 En este último terreno pienso entre otros en los trabajos de Jorge Rivera (2000). 5 En la entrevista “De la alta ambición en el arte” Borges declaraba que su máxima ambición era “escribir un libro, un capítulo, una página, un párrafo, que sea todo para todos los hombres, como el Apóstol” (Borges 2002: 252). Esta frase ha sido citada innumerable cantidad de veces por los comentadores de la obra.

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significar estabilidad; la inquisición, mero hábito” (9). Pero también en las mismas páginas anticipaba lo que hoy es un consenso crítico sobre la unidad de una obra articulada en torno a una estética del fragmento:

[Vale la pena] detenerse, gozar, irritarse ante un diálogo incesante de fragmentos. Si las ficciones extrañan, es porque extraña todo el texto de Borges: la inquietud manifiesta en los relatos, por su básico desasosiego textual, habrá de remitir al resto de la obra, igualmente desasosegante y menos fácil de clasificar. Sin distinciones de género, se presenta un texto difícil de parcelar, en “peligrosa armonía” (13).

II El corpus crítico de Borges, que hoy parece así aspirar a agotar lo inagotable –es decir, los significados de la obra– refleja y absorbe también todas las grandes tendencias de la exégesis literaria en sus variantes actuales. Se descubre o redescubre en consecuencia un Borges traductor de culturas, un Borges teórico inigualado de la lectura, un Borges hermético, un Borges teólogo, un Borges post pop y precursor cibernético, etc. Releer a Borges incesantemente significa también responder al cuestionamiento de la idea de literatura desde su mismo centro –desde un corpus que funciona como un epítome de la idea singular de literatura- y, en esta época de escrituras hispanoamericanas “livianas” o desaforadas y de escrituras europeas exsangües, significa oponer a la legibilidad y la transparencia de éstas, la suntuosa dificultad de unos textos que escapan a todo intento estabilizador6, o bien lo vuelven irremediablemente trivial.  

En esta serie abierta al futuro, es decir, al imaginario de la crítica, se puede sin embargo discernir un sitio aparte, ocupado por los textos de escritores. Se dirá que este tipo de crítica es siempre deudora de un debate interno a los autores, una forma de la mirada oblicua que sesga el espejo de Narciso. Sin duda. Pero a diferencia de la crítica erudita o académica, estos autores se preocupan siempre por la “herencia” literaria de Borges dentro de la tradición argentina, y en ese afán muestran el lugar central que en las lecturas de escritores tienen las hipótesis sobre las genealogías y sobre el valor visionario de la literatura. Necesitan ordenar –interpretar, enunciar – la herencia de Borges salvando el escollo de los lugares comunes de la crítica borgeana (el admitido corpus de figuras, las prácticas de reescritura y de fragmentación genérica, las máscaras de la ideología, la autofiguración del sujeto del discurso, la mezcla de lo culto y lo popular, etc.), pero dando cuenta del carácter en definitiva inimitable de la escritura.

Me interesa destacar aquí dos tendencias que transfiguran, si bien no revolucionan, esta zona de lecturas. La primera, la inflexión hacia lo que llamaré (a falta de mejor denominación) la des-monumentalización de Borges, una apuesta a sacarle de encima a Borges el mármol y la púrpura de un panteón construido por otros y volver a un personaje y a un discurso a la vez modesto y burlón, lúcido y chistosamente genial. Una suerte de Borges “tuteado”, lejos de los análisis “sacralizadores, solemnes, obedientes” (Moreno 2013: 67). Esta visión está presente en algunos de los escritores argentinos actuales más interesantes, como Martín Kohan (2013) o Alan Pauls, y debe interpretarse más que como la búsqueda de una postura provocativa u original, como un verdadero regreso a las fuentes del “tono” borgeano, así como una respuesta lanzada desde el meridiano criollo a la masa bibliográfica y académica en la que se consume el Fénix argentino. La segunda tendencia está ligada a las utopías artísticas del tiempo contemporáneo que los textos de Borges anticiparían, y en particular a las ideas sobre la reproducción técnica y la performance que han afectado la noción de literatura - y algunas prácticas de escritura - a fines del siglo XX. Estas lecturas                                                                                                                6 Nicolás Rosa (1986) ha insistido en la “monstruosa ilegibilidad” de la producción borgeana, pervertidora de códigos y reacia a los protocolos de lectura.

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tienen que ver con las preocupaciones post-vanguardistas de los escritores argentinos y allí surge un Borges “conceptual” (Daniel Link), un hábil manipulador de objetos y de marcos que ha pensado en su obra la totalidad de la literatura (Alan Pauls) y nos ha dado una llave de entrada a todos los “adversos milagros” que ella encierra. Son lecturas que atribuyen a la obra de Borges una índole a la vez grandiosa y microscópica como la de su aleph, y la ven como el lugar donde se elabora la memoria entera de la literatura (Ricardo Piglia).

Recorramos rápidamente algunas de estas posiciones.

II. 1. A la primera inflexión, la del Borges “tuteado”, al que se quiere devolver la hilaridad y el saludable sentido de los idiotas a la manera de Flaubert, pertenece El factor Borges (2000)7, de Alan Pauls (texto) y Nicolás Helft (material gráfico). El objetivo de esta brillante intervención crítica, de antemano designado como utópico, se enuncia en el prólogo:

Buscar en Jorge Luis Borges el factor Borges, esa propiedad, ese elemento singular, esa molécula que hace que Borges sea Borges y que, “liberada” gracias a la lectura, la traducción, las múltiples instancias de reproducción que desde hace más o menos cuarenta años vienen encarnizándose con Borges y con su obra, hace también que el mundo sea cada día un poco más borgeano.  

En sus nueve secciones que siguen el desarrollo cronológico de la obra situando sin falta sus contextos, el libro recoge las mejores líneas de lectura de la tradición crítica reciente y responde, profundiza o polemiza implícitamente sobre algunas de ellas.

Elegiré sólo dos casos que me parecen interesantes para mi propósito. Pauls evoca y afina la famosa hipótesis de Ricardo Piglia sobre los dos linajes que informan la literatura y la trayectoria de Borges, según una construcción que Piglia había rastreado en el mito personal del escritor (la ‘novela familiar’ del artista declinada entre otros en su autobiografía). La tesis de los dos linajes explicaba con gran sagacidad los dos grandes capítulos de la textualidad borgeana haciendo de la obra precisamente el resultado de un entrelazamiento entre la genealogía de las letras, recibida, según el mito, del lado paterno y ligada a la vertiente hipertextual, lectora y translingüística de su literatura, y la genealogía (nostalgia más bien) de las armas, vehiculada por el lado materno y productora de la poética del pasado argentino, de la lengua oral, de la nobleza de los héroes y de la reverencia de los antepasados.8 La versión ficcional de esta tesis había quedado por otra parte planteada con brío en la novela Respiración artificial, donde, como se recordará, el personaje de Renzi, suerte de Doppelgänger de Piglia, opone durante una discusión literaria las figuras de Borges y de Arlt, considerando a éste último como el escritor verdaderamente moderno, el transgresor que anuncia el futuro de la literatura, mientras que Borges sería el escritor que cierra el siglo XIX argentino (Respiración artificial, 1980: 161-164). La cuestión no remite simplemente a un diagnóstico o a un juicio provocativo; Piglia está evaluando allí la difícil descendencia de un autor cuya escritura es, como lo ha dicho muchas veces, fácilmente imitable y a la vez definitivamente única.

Pauls marcha sobre esa huella (y no omite citarla) pero su presentación extrema la sutileza de la mirada: para él, el XIX es el siglo elegido por Borges en tanto objeto perdido (es

                                                                                                               7 El diccionario nos ilustra eficazmente sobre la noción de “factor” (del latín factor, el que hace o crea), que significa “el que hace”, “media”, “recibe y encamina”, y también cada una de las cifras en que se multiplica una cantidad (Diccionario de la RAE 1981: 718). Son las fases de la figura que el libro convoca: el autor, el poeta o el artesano (hacedor), el passeur, el que convierte en oro todo lo que toca (como ha dicho N. Rosa). 8 La seductora interpretación de Piglia está desarrollada en un artículo que hizo época, “Ideología y ficción en Borges” (1979), y luego retomada en forma sintética y completada en “Borges y los dos linajes” (La Argentina en pedazos, 1993), acompañada por una transposición gráfica de “Historia del guerrero y de la cautiva” (El Aleph).

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decir, en tanto lugar de nostalgia), mientras que el XX sería el siglo de destino al que sin embargo no acaba perteneciendo totalmente (24-25). De modo que su posición autoral resultará siempre una colocación fuera, o desde fuera, una perspectiva anacrónica y panóptica:

Esa condición elegíaca es decisiva para la identidad clásica de Borges: suspendido entre el mundo que añora (pero que nunca fue suyo) y el que le tocó (en el que no termina de acomodarse), Borges queda colocado en el más allá del anacronismo, en una posición de exterioridad que parece permitirle todas las posibilidades. Ese extraño sobreviviente de otra era –una era en la que nunca vivió- es el escritor más persistentemente contemporáneo que tuvo la cultura argentina del siglo XX.” (25)  

Cuál es en definitiva el centro secreto de tal contemporaneidad? El factor Borges no aspira por cierto a dar una respuesta unívoca a esta cuestión fundamental. Pero en el capítulo dedicado a comentar la escritura parasitaria y la “segunda mano” como auténtico programa artístico de Borges (103-124), se esboza el camino hacia una respuesta. Estudiando los desplazamientos de textos (en particular el caso de “El acercamiento a Almotásim”) de un libro y de un género al otro, Pauls insiste en que el gesto esencial de la poética borgeana es la manipulación de los contextos, las decisiones cuyos protocolos se encuentran detallados a destinación del lector en prólogos y comentarios de mano del autor. Se trata entonces de un arte del montaje, concepto que no aparece literalmente en estos ensayos sobre Borges, pero que es un motivo frecuente en los análisis de Pauls sobre cine, literatura y arte, y que procede del instrumental teórico de los historiadores y teóricos de las vanguardias. Su hipótesis es que el desplazamiento de los contextos, el borramiento de las fronteras entre el original y la copia, el situarse en equilibrio en las regiones-límite de la escritura son los pasos que definen en Borges la lectura y que con ésta, crean literatura. Como podía esperarse, el análisis se centra en el ejemplo de “Pierre Menard, autor del Quijote”, “gran apoteosis del arte contextual borgeano” (121), y manifiesto del escritor “no retiniano” (según el término de Duchamp), que privilegia la idea de obra a la obra misma.

Las dos líneas tendidas aquí – la discusión sobre la modernidad de Borges y sobre su eventual descendencia – reaparecerán en un artículo y una conferencia recientes. En el primero, titulado “Vertiges du génie idiot” (2012), Pauls confirma su interpretación de “Pierre Menard…” como un relato de personaje idiota, relato de un hombre y de una obra invisibles, absurdos, desplazado en medio de una serie de narraciones (Ficciones) donde florecen los grandes problemas de la lógica y la filosofía y los jardines del enciclopedismo. Sin embargo, de esa exaltación extravagante del procedimiento, que es lo único que queda en pie en la aventura de Menard, surgiría el gran golpe por el cual Borges se desprende del peso de la solemnidad, volviendo a la literatura liviana e inmaterial y tiñéndola con la incertidumbre más completa. Así, Pauls arrastra a su objeto en el vértigo del arte conceptual y de las vanguardias contemporáneas, dirigiendo los focos hacia la idea, el gesto, la operación, la lectura en tanto procedimiento aun más radical que la escritura misma:

Lu à partir de n’importe quel point de vue narratif classique, le “Pierre Ménard” est un récit atrophié qui n’ose jamais commencer et se noie dans sa propre inconsistance. Lues dans le cadre du conceptualisme, où le pouls et le temps linéaire ne sont rien, où le rythme et l’idée sont tout, cette vacillation et cette faiblesse se transforment en une consistance extrême qui met à nu deux prémisses inédites : transparence intégrale et invisibilité du geste artistique –comme si la pensée, à elle seule et d’un seul coup, pouvait fabriquer des objets. (65)  

Por fin, en « Herencia Borges », una conferencia dictada en 2006 e incluida en la recopilación Temas lentos (2012), Pauls vuelve de otro modo sobre el legado borgeano y sobre su difícil descendencia, abordando en sordina otro tópico controvertido de la tradición

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exegética, la figura de Borges como crítico.9 Según esta conferencia, Borges sería el escritor cuya imagen se superpone a la literatura misma (es la literatura) porque se ha dado el lujo de “haberlo pensado todo”, haciendo que en lo sucesivo todo escritor argentino lo encuentre en su camino, cualquiera sea la forma de escritura que defienda o practique, enfrentado a una serie de problemas que Borges ya pensó y cuyo futuro paradójico o hipotético ya vislumbró. En otros términos, Pauls expresa la imposibilidad de “salir” del paradigma Borges, o al menos, de su horizonte, pero se dedica a imaginar por qué el efecto de esa poderosa presencia no es de captura e inhibición sino de permisividad. Su respuesta recupera la habilidad del maestro para hacer inclinar el fiel de la balanza hacia la figura del lector (cisne tenebroso y singular), dándole todo el poder y haciendo depender de él esa cosa mentale que sería la literatura. Para Pauls, el legado del ilustre predecesor a los escritores argentinos es entonces la enseñanza de una posición (como quien dice posición de batalla o de contrincantes en el juego), posición o lugar “menor, exterior, excéntrico” desde el cual ser antes que nada un lector, un lector crítico y activo, un hacedor de literatura.

II.2. También Daniel Link propone una apasionante lectura post moderna cuya primera versión es anterior a las de Pauls y aparece en más de un sentido como inspiradora de éstas. La interpretación de Link representa aun hoy una intervención saludablemente desafiante en el marco de la tradición de lecturas borgeanas. En varios trabajos (Link 1992, 1994, 2013) este crítico y novelista desarrolla la idea de un Borges visionario de la literatura del fin de siglo, articulada sobre una estética de la sospecha y de la circulación del sentido, y piensa la relación entre un estado de lengua universal, que la literatura misma de Borges representaría, y las lenguas particulares o “enrarecidas” que son el terreno o el estado de lengua en que se escribe la literatura argentina desde Cortázar en adelante (sus autores: Manuel Puig, Ricardo Piglia, Juan José Saer, Luis Gusmán, Osvaldo Lamborghini). El Borges de Link es alguien que ya desde la década del cuarenta comprendió los cambios que se preparaban en el discurso y el estatuto de la literatura bajo el influjo del estallido de los medios de masas. El análisis pone entonces en primer plano los procedimientos de autocita y de repetición, el uso de módulos y fragmentos, el trabajo con el simulacro. Nada en definitiva que no haya sido percibido y nombrado por los críticos más sagaces del corpus, desde Ana María Barrenechea hasta Michel Lafon (1990). Pero el punto de vista se ha desplazado sin ignorar ni abandonar los grandes y los pequeños triunfos de los enfoques textualistas o narratológicos. Este desplazamiento hacia la confrontación con los mecanismos de la cultura de masas hace que la imagen de la escritura de Borges cambie de signo y, dejando atrás los protocolos del trabajo artesanal, aparezca como “una escritura que reconoce las pautas de la producción en serie (industrial y post-industrial) y las exhibe como claves de su propia lógica” (31). Ahí están nuevamente para probarlo “Pierre Menard” y “La lotería en Babilonia”, ahí están otra vez los literatos y artistas ridículos y minimalistas de Bustos Domecq, las tareas de corrección y desreferencialización a las que se aplica Borges revisando encarnizadamente sus primeros libros o la recontextualización y reimpresión de párrafos enteros de sus propios textos. Y sobre todo, ahí está el mundo de Tlön, en el que se puede leer una teoría de la literatura proyectada sobre el fondo de la reproducción serial y “una utopía de la diferencia fundada en la repetición (los hrönir)” (33).  

La interpretación de Link rescata así una impronta borgeana a lo Andy Warhol, un experimentalismo de la reproducción que distancia la estrategia del escritor de las tácticas                                                                                                                9 La revista Variaciones Borges dedicó a este punto una excelente encuesta en su tercer número (1996), coordinada por Sergio Pastormerlo, al que respondían R. Piglia, A.M. Barrenechea, B. Sarlo y M. T. Gramuglio. Ver también Pastormerlo 2007.  

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vanguardistas y justifica su ambivalente burla del ready made (Bustos Domecq), así como su rechazo de las poéticas y de los artistas de vanguardia, a pesar de su propio interés en los procedimientos de composición. Por su lado el problema filosófico de la repetición, diferente del de la reproducción, examinado más ampliamente por Link en versiones posteriores de su ensayo (Link 2013) a partir de Kirkegaard, de Deleuze y de Lacan, lleva a plantearla como “la posibilidad del arte”, el lugar en que la obra debe ser buscada más allá de sí misma, de su unidad y de su permanencia ilusorias. Esta parte de la obra de Borges, con “Pierre Menard” a la cabeza, prefiguraría y teorizaría entonces la utopía pop tomando distancia de ella, pero augurando un universo (y un arte) en el que no hay nada que descifrar, porque el sentido, como en la biblioteca de Babel, no es más que un efecto de montaje que se puede multiplicar al infinito. Al mismo tiempo, la obra se iría construyendo con una obsesiva conciencia de que en el arte y en la vida “la repetición es la realidad y la seriedad de la existencia”. Por cierto, con este gesto contradictorio extraordinariamente moderno, Borges se anticiparía al estado actual de las artes, convertidas en pura deixis, sin adoptar en cambio una postura nihilista como las de ciertos artistas contemporáneos.

Nuestro crítico, tan audaz como lúcido, no deja tampoco de distinguir y proponer, junto a esta zona de aviesos desafíos, también otro territorio, íntimamente mezclado al primero, la zona de un Borges “clásico” que, si bien queda enunciado en sus páginas como una presa dilecta para las lecturas académicas, es reconocida como una irrebatible presencia en el conjunto de la obra. Leer a Borges debería entonces comprenderse según Link como una operación de riesgo donde no se soslaye ninguna de estas azarosas apuestas.

III. Antes de terminar me parece indispensable señalar que es en torno al tema de la memoria, uno de los motivos esenciales de la obra y de la tradición crítica, que se ha pensado también recientemente el carácter anticipatorio de la literatura de Borges. Enfocando su último cuento, “La memoria de Shakespeare”, Ricardo Piglia (1999) se aleja de la perspectiva de sus análisis más frecuentados y renueva, con otros presupuestos, la mirada político-poética que siempre ha ejercido sobre la escritura de su ilustre predecesor.  

El cuento narra la extraña experiencia de un escritor habitado por los recuerdos personales de Shakespeare, en el que conviven en consecuencia dos ríos memoriales hasta que el segundo, de caudal universal, desborda por sobre sus propios recuerdos. Partiendo de esa trama, Piglia explica en un primer momento la cuestión de la invasora memoria ajena y de la destrucción del recuerdo personal, que el relato no deja de plantear, como una rúbrica borgeana agregada al epitafio del narrador proustiano y a la proclama contemporánea sobre la ausencia de fiabilidad de la memoria. Pero una incisión más amplia en los sentidos del texto le permite conectarlo, a través del tema de los recuerdos artificiales o impersonales, por un lado con la narrativa contemporánea (piensa indudablemente en autores anglosajones: Burroughs, Pynchon, Gibson, Philip K. Dick, quizás incluso Don de Lillo), y por otro, con los grandes relatos borgeanos de la época de Ficciones. En esas narraciones donde los hombres están bajo custodia y los héroes se inventan vidas falsas (“La lotería en Babilonia”, “La muerte y la brújula”, “Deutsches Réquiem”) circularía así subterráneamente la glosa de la memoria incierta y de la experiencia impersonal que el Estado, relevado por los medios de comunicación, aspira a imponer e insertar en cada uno de sus sujetos. Los universos paranoicos fraguados en estas invenciones resultan entonces simulacros anticipatorios del mundo actual y de la cultura de masas. La clave de tales relatos, que especulan sobre el borrado del recuerdo, la vida perdida y la experiencia artificial no sería ya la figuración del olvido, sino la manipulación de la memoria y de la identidad.

Indudablemente, en esta lectura colocada bajo el signo de lo distópico y lo carceral se pueden encontrar ecos del imaginario desplegado en La ciudad ausente (1992), con sus

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memorias parasitadas, sus vigilantes máquinas insomnes y sus simulacros. Pero en ella se insinúa también otro contenido, igualmente central a la imaginación crítica de este escritor, que me parece aun más importante para el caso: la cuestión de la transmisión. Porque la figura de la memoria ajena, como una vieja moneda borgeana, tiene también otra cara en forma de clave, la de ser una metáfora de la experiencia literaria por medio de la cual se definen “la tradición10 poética y la herencia cultural” (66). Una memoria personal construida con recuerdos y experiencias de otros, que nos los han legado a través de la aventura misteriosa de la lectura. En este punto tenemos entonces la cabecera de un nuevo puente tendido entre el Borges lector y teórico de la lectura exaltado por todos los escritores que hemos comentado, y el encomio de la lectura que el mismo Piglia desarrolla en sus últimos libros. La memoria del escritor resulta ser el tema a la vez secreto y ostensible tanto del último Borges como de su exégeta, atravesado por las experiencias inolvidables de personajes de papel “que vuelven a la memoria, como una música” (67).

Las “formas breves” de Piglia entre las que apareció este artículo tienen, como tantos otros de sus textos, la estructura de un ensayo-ficción. En su última página, el crítico intercambia rostro con el narrador y escribe el cuento del recuerdo de alguien que en una pieza anónima, en un futuro posible, es visitado como en un sueño por los recuerdos de un “oscuro escritor sudamericano”. La ficción dice:

Entonces ve la imagen de un patio de mosaicos y un aljibe en una casa de dos pisos en la esquina de Guatemala y Serrano; ve la frágil figura de Macedonio Fernández en la penumbra de un cuarto vacío; ve una tropilla de caballos de crin arremolinada que galopa solitaria en la llanura bajo la hondura del poniente; ve en un hotel abandonado un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin; ve un tranvía que cruza las calles quietas de la ciudad de Buenos Aires y en él ve a un hombre que, con el libro arrimado a sus ojos de miope, lee por primera vez la Comedia de Dante; ve a una muchacha india de crenchas rubias y ojos azules, vestida con dos mantas coloradas, que cruza lentamente la plaza de un pueblo en la frontera Norte de la provincia de Buenos Aires; ve la llave herrumbrada que abre la puerta de una vasta biblioteca en la calle México; ve una pesa de bronce y un hrön y un reloj de arena y ve el manuscrito perdido en un libro de Conrad y ve el bello rostro inaccesible de Matilde Urbach que sonríe en la luminosa claridad de un atardecer de verano. (67-68)  

Todas esas transposiciones y objetos literarios evocados serán fácilmente reconocibles para los que se han acercado de un modo u otro a Borges, y se agradecerá a Piglia la elegancia y la audacia del heredero/ hacedor que los repone una vez más en nuestra memoria. Su gesto confirma que, si bien todo puede ser previsible en el futuro incierto de la literatura y de la crítica, no parece ya posible cumplir con el consejo amistoso dado alguna vez a los escritores argentinos de “olvidar a Borges” (N. Rosa) para lograr una voz propia. A ellos como a nosotros, los lectores, nos será sin duda imposible olvidarlo.

                                                                                                               10 “[C]uando decimos tradición estamos hablando de la estructura misma de la literatura. La tradición que un escritor construye cuando escribe tiene que ver con los modos en que, de manera espontánea y natural, establece un lugar en relación a otros modos de hacer literatura.” (Piglia 2008: 163)

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El hacedor : une structure signifiante ? Christophe Larrue

Université Sorbonne Nouvelle  [email protected]

Résumé: La confrontation des textes placés dans des positions stratégiques révèle un discours sous-jacent à la structure du recueil et une conception du créateur et de l’activité poétique. La seconde partie dégage la fonction de la mémoire ; l’analyse de textes clés, combinée à celle de la place accordée à la tradition, cerne le rôle moteur que lui accorde cet art poétique que constitue le recueil dans son ensemble. Mots clés : El hacedor, structure, mémoire, Homère, Lugones.

A partir du simple constat que El hacedor était doté d’une structure bipartite, présentant un nombre égal de textes en prose et de poèmes, nous avons voulu examiner s’il y avait une véritable architecture au-delà d’un équilibre numérique. L’exposé se fera lui aussi en deux temps : d’abord une réflexion sur la structure du recueil El hacedor et un élargissement de cette réflexion à la question des rapports entre mémoire et tradition.  Le texte d’ouverture : «A Leopoldo Lugones» Sans doute pour marquer son retour à la poésie (et dans des formes classiques), Borges rédige un texte, « A Leopoldo Lugones », qui tient de l’épître dédicatoire de l’âge classique (Genette, Seuils, 1979 : 111) bien qu’il refusât d’en faire une dédicace (Oeuvres Complètes, t. 1, 1993 : 1132). Dans ce texte magnifique, il imagine un songe dans lequel il rend visite à Lugones et que celui-ci, enfin, approuve le livre. Il s’agit bien sûr de se placer sous les auspices du grand Lugones et d’afficher une position esthétique de continuateur (qui semblait bien démodée en 1960…): « [usted] ha reconocido su propia voz » (El hacedor : 8); il s’agit aussi d’opérer une réconciliation et une reconnaissance posthumes, car il entretint avec Lugones et son œuvre une relation très fluctuante de son vivant. On peut y voir davantage, à l’heure où la renommée internationale de Borges est en marche et où il renoue avec la poésie, à savoir une véritable prise de position dans le champ littéraire argentin, en effectuant –fût-ce en songe mais cela n’a pas d’importance dans l’ordre du symbolique– une véritable passation de relais : de son vivant, Lugones était le « premier écrivain de notre république », selon la formule de Borges lui-même, ici, il adoube Borges, devenu à son tour le grand écrivain national.  Un ordre programmatique L'espace du recueil est doté d'une structure précise : 24 textes en prose (en incluant « A Leopoldo Lugones ») et 24 poèmes, suivis de la petite section « Museo », sorte d’appendice. Certains poèmes et textes en prose semblent être des symétriques ; on peut signaler ce jeu de correspondances mis en évidence par des titres proches, sans qu'il y ait cependant une exacte symétrie des positions dans l'ordre du recueil : ainsi aux textes en prose « Dreamtigers » et « Los espejos velados » font écho les poèmes « El otro tigre » et « Los espejos ». Il y a également correspondance des thèmes : la cécité est un thème de « El hacedor» et de « Poema de los dones » (les deux premiers de chaque partie, si on exclut « A Leopoldo Lugones »1).                                                                                                                1 On le voit, selon l'élément décrit, « A Leopoldo Lugones » change de statut : soit premier texte en prose des 24,

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Cette séparation selon des formes (ou séparation générique, si l’on veut) le différencie nettement des recueils poétiques postérieurs qui intercaleront les textes en prose (par ailleurs toujours minoritaires, sauf dans Atlas) entre les poèmes. Peut-être cet effort exceptionnel de construction est-il alors destiné à contrebalancer les origines disparates des textes (dont l’écriture recouvre une large chronologie, on le sait) ; comme elle s'effectue sur des critères génériques ou formels, on peut considérer que le statut apocryphe des derniers textes (ceux de Museo) doit sans doute être considéré comme tel, comme il y a des évangiles apocryphes. Ce recueil doté, donc, d'un faux texte dédicatoire (ou d’un texte dédicatoire en trompe-l’œil) en forme de quasi conte fantastique, suivi d'un texte éponyme qui ouvre le recueil et dont le protagoniste est Homère, s'achevant sur une section au nom de « Museo » (maison des muses au sens étymologique), relève en fait d'un « ordre programmatique » (van der Starre). En effet, on peut voir cette mise en avant et en évidence des formes, comme celle du métier, dans son aspect le plus technique (qui inclut le pastiche), l'art au sens pré-moderne. En tenant compte d’un titre au thématisme aussi autoréférentiel El hacedor (c’est-à-dire le Créateur ou le Poète, Oeuvres Complètes, t. 2 : 1125-1126), on peut dire qu’être poète, c'est, par conséquent, maîtriser des questions formelles. Le recueil se clôt sur un «musée» comme pour également réaffirmer la conception traditionnelle, magique et sacrée de la poésie, que l’on peut également voir dans le titre, puisque hacedor est bien un attribut de Dieu.  

Remarquons que la structuration binaire, qui est évidente au niveau du recueil (24 textes en prose et 24 poèmes en vers) et qui fonctionne dans de nombreux textes, s’applique aussi au poète avec le texte « Borges y yo », qui dit le dédoublement du poète au moment où le recueil se dédouble lui-même2 (c’est la charnière avec la partie en vers) et qui pose la question de l’identité.

Si on considère le premier et le dernier texte en prose, la partie en prose est dotée d’une structure d'encadrement: elle part du modèle archétypal (Homère, non directement nommé) pour arriver au poète vivant qui s'appelle Borges.

La partie en vers commence par « Poema de los dones » dont les thèmes principaux sont la cécité et les livres (présentés comme un double don ironique de Dieu) et se termine par « Arte poética » qui, avec un tel titre, apparaît donc comme l'aboutissement d'un parcours poétique (celui des 24 poèmes en vers, mais aussi de toute une tradition qu'il convoque implicitement) tout comme un parcours et une interrogation identitaires. Si les vers « El arte debe ser como ese espejo / Que nos revela nuestra propia cara » (El hacedor: 134) présentent une figure auctoriale dans son individualité, la structure du recueil le fait par référence à des modèles (à commencer par Homère), comme le concevaient les Anciens.

De la structure encadrante des textes en prose à celle des poèmes, on peut donc voir un glissement de la personne (le poète avec les figures d’Homère et de Borges) à l'objet (les livres de la Bibliothèque Nationale) et l'activité (écrire), sans qu'il y ait entière dissociation des deux, bien entendu. Mémoire et tradition « Museo »: jeux avec la mémoire La section finale « Museo » doit entrer dans ces considérations sur la mémoire puisque tout musée est aussi ou d’abord un conservatoire. En ce sens, cette section fait écho à la première prose « El hacedor », où le personnage d’Homère plonge dans « los goces de la memoria » pour créer : nous avons là donc une fois de plus une structure encadrante, signifiante, sur                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                          soit texte dédicatoire (il en a le titre, la typographie puisqu'il est entièrement en italique, mais Borges lui refusait ce statut) avant le texte éponyme, qui est souvent le premier ou le dernier d’un recueil. 2 Linda Maier fait la remarque: [« Borges y yo »] is strategically positioned to mark the boundary line between prose and poetry. In other words, in both theme and structural placement within the volume « Borges y yo » underlines the concept of duality, both existential and formal. (Variaciones Borges, n. 32: 202)

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l’ensemble du recueil cette fois, et qui dit que la création qui ouvertement appui sur la tradition, cette mémoire de la littérature. Dans l’espace du recueil, Homère est au point de départ mais cette tradition s’élargit jusqu’à englober la littérature arabe, même si c’est dans une forme apocryphe dans ces textes de Museo… Ecrire des mimotextes (Genette, 1982: 106), pastiches ou parodies, est bien une autre façon de revendiquer un lien à la tradition et la mémoire (toujours et heureusement infidèle) qui est, ou serait, le mécanisme même de création avec / à partir de cette tradition3.  

D’autres textes de El hacedor (et Ficciones) permettent de préciser et de contraster les fonctions de la mémoire.

La mémoire créatrice Le texte se centre sur le moment où Homère comprend qu’il devient aveugle et quelle sera désormais sa vie : faute de pouvoir jouir du monde, elle ne sera plus dans l’immédiateté (« la fruición y la indiferencia inmediata », El hacedor : 9) mais dans la profondeur de sa mémoire (« entonces descendió a su memoria, que le pareció interminable », 10) ; la métaphore fait sans doute écho à celles de saint Augustin4. Ce moment de révélation existentielle (où la vie de l’adulte bascule) suscite deux souvenirs d’enfance et de jeunesse, qui sont en fait deux moments initiatiques du passage à l’âge adulte et à la condition d’homme (hombría) dans une société guerrière: le premier est celui du premier homme qu’il tua pour laver un affront, sur l’injonction de son père; le second, celui de la première femme qu’il connut. Le schéma du premier (c’est le père, celui qui a donné la vie, qui donne l’arme et l’ordre de tuer) dessine une des vertus viriles, le courage ; la reconnaissance par le père et les pairs (« que alguien sepa que eres un hombre », 11) passe nécessairement par cet acte de donner la mort. Le second est celui de l’acte de chair5. Ce schéma binaire de souvenirs personnels (Eros / Thanatos) que le texte va reprendre (« el amor y el riesgo. Ares y Afrodita », 12) recèle les deux thèmes qui vont structurer ses deux grands poèmes épiques : l’amour (d’Hélène, de Pénélope) et la guerre (de Troie) et les combats. Ce texte propose donc une théorie de la création, ancrée dans l’expérience intime (souffrance et mémoire) et l’expérience de vie et non pas dans le souvenir de lecture comme Borges le fait si souvent dans sa propre œuvre. Il reprend aussi le topos de l’aveugle qui voit en lui pour mieux voir le monde. Dans le texte en prose « El testigo », le protagoniste de la première partie est, en fait, le dernier témoin d’une époque, celle du paganisme germanique. Le narrateur déplore que « con él morirán, y no volverán, las últimas imágenes inmediatas de los ritos paganos; el mundo será un poco más pobre » (41-42). Il est intéressant (et émouvant) de constater que, dans une œuvre saturée d’érudition et de lectures, ce petit texte valorise la mémoire vive (vivante), incarnée dans un homme, au détriment implicite de la mémoire des livres, par exemple. La mémoire de Funes est, elle, incessamment et excessivement accumulatrice, au point que la paralysie du personnage peut être vue comme une métaphore de son esprit encombré et incapable de penser, au contraire de la mémoire créatrice d’Homère dans la prose « El hacedor », qui est la mémoire sensible et finie d’un homme. Dans Ficciones, la nouvelle « El milagro secreto » exalte également la puissance et la rigueur créatrice de et par la mémoire. Immobile devant son peloton d’exécution, le personnage est contraint de mémoriser son texte au lieu de l’écrire, renouant malgré lui avec de très anciennes pratiques pré-scripturales : « No disponía

                                                                                                               3 Mais ne nous y trompons pas: ce Musée comprend non seulement des textes apocryphes mais également « In memoriam J.F.K. », texte sans attribution allographe mais qui excède les bornes chronologiques fixées par le paratexte (1960) : faux en écriture et interpolations sont donc au rendez-vous, mais cela s’est toujours fait... 4 Saint Augustin, Confessions, livre X : il y est question de palais et des domaines de la mémoire mais aussi d’antres, de cavernes et des profondeurs de la mémoire. 5 Bien entendu on entrevoit ici ce que la psychanalyse (que Borges n’aimait pas) appelle les deux pulsions fondamentales.

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de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos » (Ficciones, 183). On voit que Borges avait déjà, au moment de l’écriture de « El milagro secreto » en 1943, une fascination pour le support mnémonique, qu’il revendiquera pour lui-même lorsqu’il aura été atteint de cécité, comme il l’affirme dans son autobiographie (dont la première édition, en anglais, date de 1970):

Una consecuencia importante de mi ceguera fue el abandono gradual del verso libre en favor de la métrica clásica. De hecho, la ceguera me obligó a escribir nuevamente poesía. Ya que los borradores me estaban negados, debía recurrir a la memoria. Es evidente que resulta más fácil memorizar el verso que la prosa, y el verso rimado más que el verso libre. Podría decirse que el verso rimado es portátil. (Autobiografía, 129-130)  

On le sait, devenu aveugle, sa méthode de travail consista à composer lui-même de mémoire puis à dicter ses textes. On aurait tort pourtant de croire que le virage esthétique de Borges en matière de poésie, vers le classicisme, est dû (uniquement) à sa cécité. D’une part, il relève en fait de choix délibérés qui se sont décantés au cours de plusieurs décennies, puisqu’on peut le faire remonter au moins à 1940, date à laquelle Borges n’est pas aveugle, avec le poème « La noche cíclica », écrit « sous l’influence de Lugones » (dans les rimes compliquées), comme il l’a raconté dans un entretien avec Jean de Milleret (Milleret : 59-60). Ce poème est composé d’une suite de cuartetos (en l’occurrence d’alejandrinos), forme que nous retrouvons souvent par la suite (pas moins de huit dans de El hacedor) et qui explique aussi la pseudo-dédicace de El hacedor à Leopoldo Lugones.

D’autre part, ce choix du vers réglé est loin d‘être univoque ; après El hacedor Borges publia de nombreux recueils de poèmes et le vers libre y retrouva une place assez importante ; de même sa cécité ne l’empêcha pas d’écrire des nouvelles, dont celles de El libro de arena (1975).

Dans le passage cité ci-dessus de son autobiographie, Borges prend des libertés avec sa propre chronologie pour se présenter en fait en nouvel Homère, comme l’a déjà signalé Emir Rodriguez Monegal (Rodriguez Monegal : 504), comme il l’avait déjà fait implicitement dans El hacedor. Et parce qu’elle était séduisante car la réalité y rejoignait l’archétype, la fable fut répétée à l’envi par la critique.

Retour à Ithaque Dans « Arte poética », le je poétique proclame que « el arte es esa Itaca / de verde eternidad, no de prodigios » (El hacedor : 134). Comme le titre autorise aisément à identifier le je poétique au poète, Mercedes Blanco y voit une allégorie autobiographique: « De ella deriva un esbozo de ficción alegórica: Borges, que a los sesenta años celebra su regreso a los versos, se experimenta como un nuevo Ulises vuelto a la patria » (Blanco: 31). Effectivement, en 1960, Borges publie un nouveau recueil poétique pour la première fois depuis trois décennies : c’est là effectivement une longue absence du territoire de la poésie, qui était celui de prédilection de ses jeunes années. Avant de revenir, tel Ulysse, il a fait de longs détours visitant notamment le royaume de la nouvelle (du conte, si on préfère) qui est en train de lui apporter la renommée (fama), mais c’est un poète différent qui revient, inscrit dans la tradition classique et rejetant désormais les prodigios, dont il y a fort à parier qu’ils sont la métaphore pour désigner les excès, jugés désormais ridicules ou dérisoires, des avant-gardes de sa jeunesse6, tels que les divers jugements dans les prologues des recueils poétiques postérieurs le disent par bribes, ou bien le poème « Invocación a Joyce », dans Elogio de la sombra :  

                                                                                                               6 A moins qu’il ne s’agisse des excès baroquisants ou criollistas qui marquent certaines œuvres de Borges dans les années 1920-30.

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Fuimos el imagismo, el cubismo, los conventículos y sectas que las crédulas universidades veneran. Inventamos la falta de puntuación, la omisión de mayúsculas, las estrofas en forma de paloma de los bibliotecarios de Alejandría. Ceniza, la labor de nuestras manos y un fuego ardiente nuestra fe. [Obras Completas: 382].

Conclusion On le voit, grâce à des textes avec leurs thématiques clés ou leur forme même (c’est le cas de ceux de Museo), qui sont placés dans des positions stratégiques dans le recueil, El hacedor est doté d’une structure rigoureuse qui permet de mettre les textes en dialogue et surtout de distinguer un projet d’ensemble, ce que nous avons désigné comme une architecture au début; en conséquence, l’adjectif desordenada dans « colecticia y desordenada silva de varia lección » (146) dont Borges affuble son propre recueil dans l’épilogue, n’est pas autre chose que de l’antiphrase, plutôt que de la fausse modestie.

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Acerca del soneto “La lluvia” (El hacedor, 1960) de Jorge Luis Borges Nuria Rodríguez Lázaro

Université Bordeaux  [email protected]

Resumen: En El Hacedor, Jorge Luis Borges escribe una serie de sonetos, suerte de homenaje a su estirpe y a su formación intelectual. Proponemos el análisis de uno de ellos, “La lluvia”, considerando fundamentalmente el papel preponderante del ritmo, de las sonoridades, de lo acústico, esto es de la materia fónica del poema, aspecto constituyente de la poesía al que Borges otorgaba una importancia mayúscula. Palabras clave: Borges, soneto, ritmo, acento, endecasílabo Borges destacó en varias ocasiones el lugar preponderante que El hacedor ocupaba en su producción literaria. Así, por ejemplo, afirmaba lo siguiente en su Autobiografía:

Para mi sorpresa, ese libro –que más que escribir acumulé– me parece mi obra más personal, y para mi gusto la mejor. La explicación es sencilla: en las páginas de El hacedor no hay ningún relleno. Cada pieza fue escrita porque sí, respondiendo a una necesidad interior. […] En la última página del libro conté la historia de un hombre que se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de naves, de torres, de caballos, de ejércitos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ha trazado la imagen de su cara. Quizá sea ése el caso de todos los libros; sin duda es el de este libro en particular. (1999: 160)

Borges, pues, para retomar sus propias palabras, dibuja su cara, su rostro, esto es, su alma (recordemos la máxima platónica), se dibuja, en suma, a sí mismo, en El hacedor. No hablaremos aquí de la famosa y comentada dicotomía borgeana yo/autor, yo/personaje, yo/narrador, pero sí partiremos de la premisa que el propio autor nos ofrece, y consideraremos pues la obra que nos ocupa, El Hacedor, como un retrato de su autor, retrato por supuesto literario y por ende absolutamente ficticio.

Ojeando rápidamente el conjunto de sonetos, observamos que Borges rinde, una vez más, una suerte de homenaje a su estirpe, a su linaje, no solamente familiar sino también académico, cultural, literario. Así, al lado de los sonetos titulados “Los Borges” y “Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges (1833-74)”, en los que obviamente se trata de poetizar diferentes hechos más o menos heroicos de la familia de los Borges, o de trazar el itinerario de su origen, aparecen otros que conforman una suerte de panteón literario borgeano, como “Susana Soca”, “A un viejo poeta”, “A Luis de Camoens” o “Blind Pew”, aquel bucanero ciego que Robert Louis Stevenson creó en La isla del tesoro. Borges se identifica con todos estos personajes o escritores, mediante el culturalismo, esa técnica poética iniciada en Inglaterra por Browning que consiste esencialmente en evitar la confesión autobiográfica dando voz a un personaje histórico o legendario que se sitúa en una coyuntura vital análoga a la del propio poeta. Desde luego hay que incluir en este grupo de sonetos el titulado “Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y tantos”, en que Borges pone en escena a Juan Muraña, personaje que volverá a aparecer en varias ocasiones en la obra borgeana, y también el titulado “A la efigie de un capitán de los ejércitos de Cromwell”.

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Quedan sueltos, aparentemente fuera de esta clara temática del linaje familiar y espiritual que hemos mencionado, dos sonetos, los titulados “Ajedrez”, que se presenta como un díptico en dos partes, y “La lluvia”, sonetos cuyos títulos, no solo son menos grandilocuentes que los anteriormente mencionados sino que además efectivamente no remiten a ningún personaje. Procederé a un análisis de este último, “La lluvia”, centrándome fundamentalmente en el papel preponderante del ritmo, de las sonoridades, de lo acústico, en definitiva de la materia fónica del poema, aspecto constituyente de la poesía al que Borges otorgaba una importancia mayúscula. Hace pocos meses, en el Festival de Biarritz América Latina, María Kodama, viuda del escritor, explicaba cómo cuando Borges se disponía a escribir un poema ella lo veía gesticular con las manos marcando tempos, esto es, acentos métricos, como si de un director de orquesta de tratara. Insisto, no contaba las sílabas con los dedos como solemos hacer para medir cada verso sino que marcaba los momentos de acentuación principal. Gracias a esos movimientos adivinaba ella que lo que estaba ideando Borges era un nuevo poema y no un texto en prosa.

Comencemos por examinar el título del soneto: La lluvia. El título nos informa de un fenómeno atmosférico conocido por todos, de ahí el artículo determinado, y al mismo tiempo todo es indeterminación, es decir que no es, por ejemplo, “la lluvia de otoño”, ni “la lluvia en Buenos Aires”; es la lluvia universal, omni-geográfica y omni-temporal. Preguntémonos, ante semejante título, qué imágenes se convocan en la mente del lector que por primera vez accede a este soneto. Tal vez un sentimiento de nostalgia, tal vez recuerdos infantiles, olor a tierra mojada... Dos grandes poetas españoles, Antonio Machado y Luis Cernuda, asociaron en sendos poemas, la lluvia con la niñez, con la infancia. Se trata en primer lugar de “Recuerdo infantil”, de Machado, en donde tintinean insistentemente las palabras “monotonía de lluvia tras los cristales” con la variante que remata el poema: “monotonía de la lluvia en los cristales”(Soledades, 2014: 27)1. El poema de Luis Cernuda titulado “Niño tras un cristal”, comienza con los versos:

Al caer la tarde, absorto Tras el cristal, el niño mira Llover. […] (Desolación,1993: 193) 2

Reservemos de momento esta idea de la lluvia asociada a recuerdos infantiles y digamos

simplemente que el lector que se adentra en este texto solo parte con la idea del fenómeno atmosférico en mente: lluvia, agua, tal vez otoño. Leamos el poema:

                                                                                                               1 He aquí el texto íntegro del poema: “Una tarde parda y fría/ de invierno. Los colegiales/estudian. Monotonía/de lluvia tras los cristales.// Es la clase. En un cartel/se representa a Caín/fugitivo, y muerto Abel,/junto a una mancha carmín.//Con timbre sonoro y hueco/truena el maestro, un anciano/mal vestido, enjuto y seco,/que lleva un libro en la mano.//Y todo un coro infantil/va cantando la lección:/“mil veces ciento, cien mil;/mil veces mil, un millón”.//Una tarde parda y fría/de invierno. Los colegiales/estudian. Monotonía/de la lluvia en los cristales. 2 “Al caer la tarde, absorto/ Tras el cristal, el niño mira/ Llover. La luz que se ha encendido/ En un farol contrasta/ La lluvia blanca con el aire oscuro.// La habitación a solas/ Le envuelve tibiamente,/ Y el visillo, velando/ Sobre el cristal, como una nube,/ Le susurra lunar encantamiento.// El colegio se aleja. Es ahora/ La tregua, con el libro/ De historias y de estampas/ Bajo la lámpara, la noche,/ El sueño, las horas sin medida.// Vive en el seno de su fuerza tierna,/ Todavía sin deseo, sin memoria,/ El niño, y sin presagio/Que afuera el tiempo aguarda/ Con la vida, al acecho.//En su sombra ya se forma la perla.”

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LA LLUVIA Bruscamente la tarde se ha aclarado porque ya cae la lluvia minuciosa. Cae o cayó. La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado. Quien la oye caer ha recobrado 5 el tiempo en que la suerte venturosa le reveló una flor llamada rosa y el curioso color del colorado. Esta lluvia que ciega los cristales alegrará en perdidos arrabales 10 las negras uvas de una parra en cierto patio que ya no existe. La mojada tarde me trae la voz, la voz deseada, de mi padre que vuelve y que no ha muerto.

Arranca el texto, que es un soneto impecablemente ejecutado, con una voz impersonal y, desde el punto de vista rítmico, con un endecasílabo enfático puesto que los acentos recaen en las sílabas primera, sexta y décima, después de haber detectado la sinalefa que se produce en la sílaba octava. Y el énfasis vehiculado por este tipo de endecasílabo acentuado en la primera sílaba parece casarse a la perfección con lo que dice el verso, con esa brusquedad con que la tarde nubosa y gris, casi negra, deja sus tonos oscuros para dar paso a la claridad: “Bruscamente la tarde se ha aclarado”. Borges desafía con este verso a las leyes poéticas que los clásicos canonizaron, y que decían entre otras cosas, que los adverbios en –mente eran palabras antipoéticas que denotaban pobreza de léxico. Autores como Gabriel García Márquez o Adolfo Bioy Casares aborrecían este tipo de adverbio por considerar que constituyen un síntoma de incapacidad expresiva. Pues bien, Borges no solo los utiliza, sino que coloca un adverbio en mente al principio de este soneto, en posición acentuada, con esa primera sílaba tónica desde el punto de vista métrico que da lugar a un endecasílabo enfático, con lo que su presencia no puede pasar desapercibida.

El segundo verso ofrece la explicación, el origen de esa claridad repentina, que no es otro que la lluvia, vista en el momento presente, tal y como indica el presente de indicativo “cae” y tal y como recalca el adverbio temporal “ya”: porque ya cae la lluvia minuciosa. Si en el verso primero se cumplían las once sílabas de rigor gracias a una sinalefa, en este otro se produce un nuevo fenómeno de contracción, una sinéresis, que es la fusión en diptongo, es decir en una sola sílaba, de dos vocales abiertas, en este caso la a y la e colocadas en contacto una con otra, lo que, en condiciones normales, en la lengua de comunicación, produciría dos sílabas: ca-e. Gracias a esa sinéresis, la fuerza tónica de este endecasílabo melódico (es decir acentuado métricamente en la tercera sílaba) recae en el adverbio “ya”, mucho más que en la acción del verbo “cae” (verbo que, dicho sea de paso, en realidad está casi desprovisto de acción, y es todo pasividad) y la temporalidad presente, ese “ya”, se convierte en la idea central de este segundo verso. Y gracias a un hábil juego sonoro borgeano, el papel central del adverbio “ya” va a verse compartido con esa otra palabra con fonema lateral palatal, “lluvia” (o fonema palatal central según realicemos la pronunciación de ambas palabras, “ya” y “lluvia”). Sin duda lo más eficaz será pensar en la propia pronunciación borgeana, es decir, pensar en la variante fricativa que se da en Argentina: “ya”, “lluvia”. Sea como fuere estos dos términos, “ya” y “lluvia”, funcionan como un eco, es decir, como una aliteración que se amplificará en el verso siguiente, esto es el tercero, con “cayó” y de nuevo con “lluvia”:

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porque ya cae la lluvia minuciosa. Cae o cayó, la lluvia es una cosa

Esa lluvia tan reiterada, desde el mismo título del poema, se ve calificada como

“minuciosa”. Pero, ¿cómo es la lluvia minuciosa?, ¿en qué consiste una lluvia minuciosa? “Que se detiene en las cosas más pequeñas”, nos dicen los diccionarios acerca de este adjetivo (DRAE), o bien “que se hace con gran cuidado, detalle y atención, empleando tiempo y paciencia para que salga bien”. La lluvia se ve pues personificada en los versos de Borges, y además tiene un cometido, una misión, una finalidad, algo que de momento desconocemos.

El tercer verso arranca con lo que parece presentarse bajo la forma de una duda: “Cae o cayó”, pero la ausencia de los signos de interrogación que cabría esperar, y la presencia de un simple punto y seguido nos llevan al terreno, no de la duda, sino de la equivalencia; decir “cae” equivale, en este contexto a decir “cayó”, el presente y el pasado se igualan, se asimilan, se ponen al mismo nivel. El tiempo, o mejor dicho nuestra representación clásica del tiempo, presente-pasado-futuro, comienza, a partir del verso tres, a tomar tintes extremadamente borrosos. En efecto, si en el primer verso encontrábamos un tiempo pasado (“se ha aclarado”), a pesar de la actualización inducida por el adverbio temporal “ya”, y en el segundo verso encontrábamos un presente de indicativo (“cae”), en el tercer verso se produce la fusión de ambos tiempos, fusión que se ve puesta de relieve gracias a la anacrusis de tres sílabas que se produce al principio de este verso y que confiere a este endecasílabo un ritmo sáfico. En efecto, este verso arranca con un espacio de tres sílabas no acentuadas, desde el punto de vista métrico, y el primer acento solo llega en la cuarta sílaba, con ese preponderante “cayó”. Fíjense, de paso, en cómo Borges ha construido un extraordinario y extraño quiasmo sonoro, fonético, entre las sílabas tercera y cuarta del segundo y del tercer verso de su soneto:

Porque ya cae la lluvia minuciosa. 3 4 6 10 Cae o cayó. La lluvia es una cosa 3 4 6 10

Tal quiasmo fonético refuerza la asimilación del tiempo pasado y presente que venimos comentando, porque ambos preceden a la lluvia, como también contribuye a esa fusión del tiempo presente y pasado la derivación fonética que se produce al principio del verso 3: “Cae o cayó”. Y ante lo que podría ser una disyuntiva entre el presente y el pasado introducida por la conjunción o, la voz poética, que de momento sigue siendo impersonal, resuelve:

[…] La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado.

La indeterminación, la dificultad expresiva, el cuasi balbuceo patente en ese “la lluvia es una cosa”, así como las tres apariciones de la palabra “lluvia” en lo que llevamos analizado de este soneto, es decir tan solo tres versos, dan cuenta de la extrema importancia que cobra dicho fenómeno atmosférico en el cuerpo de este texto, y dan cuenta, sobre todo, de la metamorfosis que se ha ido produciendo en la naturaleza de lo que ya ha dejado de ser un simple fenómeno atmosférico para convertirse en algo indecible (“una cosa”) estrechamente vinculado a la memoria, toda vez que ahora se encuentra definitivamente situado en la esfera del pasado. Así se cierra este primer cuarteto que presenta numerosas indeterminaciones; en efecto, como hemos mencionado, la voz es impersonal, y reina una absoluta ausencia de paisaje.

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En el verso quinto, esto es, al principio del segundo cuarteto, empieza a sugerirse una existencia humana con el pronombre relativo “quien”:

Quien la oye caer ha recobrado

A priori el pronombre relativo “quien” nos da muy pocas pistas sobre la identidad de ese sujeto que apenas comienza a dibujarse. En efecto, tal pronombre relativo solo funciona como sujeto en frases casi impersonales, por ejemplo refranes o frases hechas, como “quien no estudia no aprueba”. Pero prestemos una atención muy particular a ese verbo “oye”. Al comienzo de esta ponencia mencioné el vínculo entre la lluvia y la niñez que aparecía, por ejemplo, en la obra de Luis Cernuda, y citaba este fragmento:

Al caer la tarde, absorto Tras el cristal, el niño mira Llover. […] (193)3

Observarán que la lluvia llega al niño mediante el sentido de la vista. El poeta romántico francés Théophile Gautier, en su famoso poema “Pluie”, también evoca la visión de la lluvia:

Voyez comme l'eau tombe, et de blanches dentelles borde les frontons gris ! […] (Poésies complètes, 1884: 27)

En el texto borgeano, sin embargo, el sentido mediante el cual el yo accede a la lluvia es el del oído:

quien la oye caer […]

Por supuesto, dentro de esa fecunda tradición poética que asocia la lluvia al spleen, a la melancolía, encontramos ejemplos en donde también se pone de relieve el valor acústico de las gotas de lluvia al caer en el suelo o en los tejados, como en el poema seguramente más conocido sobre la lluvia, esto es, el hermosísimo texto de Verlaine, “Il pleure dans mon cœur”:

Il pleure dans mon cœur Comme il pleut sur la ville; Quelle est cette langueur Qui pénètre mon cœur ? Ô bruit doux de la pluie Par terre et sur les toits! Pour un cœur qui s'ennuie, Ô le chant de la pluie! (Poèmes saturniens, 1973)

                                                                                                               3 “Al caer la tarde, absorto/ Tras el cristal, el niño mira/ Llover. La luz que se ha encendido/ En un farol contrasta/ La lluvia blanca con el aire oscuro.// La habitación a solas/ Le envuelve tibiamente,/ Y el visillo, velando/ Sobre el cristal, como una nube,/ Le susurra lunar encantamiento.// El colegio se aleja. Es ahora/ La tregua, con el libro/ De historias y de estampas/ Bajo la lámpara, la noche,/ El sueño, las horas sin medida.// Vive en el seno de su fuerza tierna,/ Todavía sin deseo, sin memoria,/ El niño, y sin presagio/Que afuera el tiempo aguarda/ Con la vida, al acecho.//En su sombra ya se forma la perla.”, “Niño tras un cristal”.

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Tal vez el poema borgeano se inscriba dentro de esta tradición, pero tal vez, simplemente, el sujeto poético de este texto, no pueda ver, y no pueda acceder a la lluvia sino mediante el oído. Repárese en cómo está puesto de relieve ese fundamental verbo “oye” mediante el dominio absoluto, insisto, que Borges tiene del ritmo poético. Si el verso 5 no fuera un verso sino una frase de nuestro lenguaje ordinario pronunciaríamos

quien – lao – ye – ca – er – ha – re – co – bra – do 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10

es decir que tendríamos diez sílabas. Pero para obtener las once sílabas de rigor que

conforman un endecasílabo hemos de separar “la” de “ o”, esto es, debemos realizar un hiato, que es el fenómeno contrario a la sinalefa:

quien – la – o – ye – ca – er – ha – re – co – bra – do 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11

En efecto de trata de un fenómeno de ampliación mediante el cual en vez de fusionarse, la vocal final de una palabra y la vocal inicial de la palabra siguiente se mantienen independientes, formando dos sílabas. De modo que gracias al hiato la primera sílaba acentuada es la tercera (quien – la – o) tratándose pues de un endecasílabo melódico, esto es que obviamente pone énfasis en el verbo “oye” que de otro modo hubiera pasado prácticamente desapercibido.

En este quinto verso hay pues un sujeto de tercera persona, indeterminado (“quien”) que oye caer la lluvia, y al oirla recobra algo; algo que nos revelan los versos siguientes:

Quien la oye caer ha recobrado el tiempo en que la suerte venturosa le reveló una flor llamada rosa y el curioso color del colorado

El ruido de la lluvia produce en el sujeto la rememoración de un pasado lejano, tal como indica el paso del pretérito perfecto compuesto “ha recobrado” al pretérito perfecto simple “reveló”. ¿De qué pasado lejano se trata? ¿de qué tiempo venturoso? Sin duda alguna del tiempo de la niñez, niñez durante la cual el sujeto poético descubre la poesía, esa poesía rimada, llena de tópicos como el de la belleza de la rosa (el más frecuente en la poesía clásica) y llena de ritmos fáciles, casi infantiles, basados en la repetición de fonemas, en paronomasias o en derivaciones del tipo “color del colorado”.4

Fijémonos de nuevo en el impecable dominio borgeano de la métrica, del ritmo poético, que se revela en este caso con el nuevo recurso a la anacrusis y la consecuente construcción de un endecasílabo sáfico; se trata del verso 7:

Le reveló una flor llamada rosa

                                                                                                               4 Recordemos a Luis Cernuda, que para burlarse de ese tipo de poesía escribía “Rima y razón, color y olor tal rosa” (Luis Cernuda, “Divertimiento”, Vivir sin estar Viviendo, Poesía Completa, Madrid, Siruela, 1993, p. 403), en alusión a la poética del francés Boileau y a sus consignas estrictas para componer versos (La rime est une esclave, et ne doit qu’obéir./Lorsque à la bien chercher d’abord on s’évertue,/ l’esprit à la trouver aisément s’habitue;/au joug de la raison sans peine elle fléchit,/et, loin de la gêner, la sert et l’enrichit.”, Boileau, Satires, Epîtres, Art poétique, Paris, Gallimard, 1985, Chant I, v. 30-34, p. 228).

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La anacrusis de tres sílabas es decir, ese largo espacio no acentuado, puesto que el acento métrico no llega sino en la cuarta sílaba, va a enfatizar más aún la importancia de la revelación, y va a contribuir a mantener el suspense sobre la naturaleza de lo revelado.

Ese mismo suspense es el que todo buen soneto, desde el siglo XVI, debe ofrecer en los cuartetos. Luego, en los tercetos, particularmente en el último, es donde el poeta debe resolver el enigma lanzado en los primeros versos. De manera que, según Lope de Vega, por ejemplo, todo buen soneto tiene una suerte de introducción, de nudo, y desde luego, de desenlace. Veamos pues qué descubrimos en los tercetos, después de recapitular brevemente: de momento, el ruido de la lluvia retrotrae al sujeto que oye llover a un tiempo pasado, sin duda el de la niñez y el del descubrimiento de la poesía.

Los dos tercetos han de ser considerados como un todo, puesto que entre los versos 11 y 12 se produce un encabalgamiento que obliga a mantener la unidad, la cohesión de esta última parte del soneto:

Esta lluvia que ciega los cristales alegrará en perdidos arrabales 10 las negras uvas de una parra en cierto patio que ya no existe. La mojada tarde me trae la voz, la voz deseada, de mi padre que vuelve y que no ha muerto.

Arranca el verso 9 con una nueva mención de la lluvia, ahora convertida en “esta lluvia”, determinante lógico si tenemos en cuenta que el lector ya la conoce y sobre todo teniendo en cuenta que se trata de una lluvia muy particular, esa lluvia que tiene el poder casi mágico de convocar la memoria de un tiempo pasado. La evocación de los cristales empañados por la lluvia y el vapor de agua tiene lugar mediante la tercera persona del presente de indicativo del verbo “cegar”, “ciega”, puesta de relieve por recaer en ella todo el peso del segundo acento métrico, el de la sexta sílaba:

Esta lluvia que ciega los cristales 3 6 10

En efecto, se trata una vez más de un endecasílabo melódico, que también pone de realce, con su acento en la tercera sílaba, la palabra “lluvia”. Ya comienza a dibujarse de manera más nítida cierta insistencia en lo sonoro en detrimento de lo visual, o al menos cierta tendencia a situar el plano de lo visual en ese pasado lejano que la lluvia ha convocado en la memoria del sujeto:

Bruscamente la tarde se ha aclarado porque ya cae la lluvia minuciosa. Cae o cayó. La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado. Quien la oye caer ha recobrado 5 el tiempo en que la suerte venturosa le reveló una flor llamada rosa y el curioso color del colorado. Esta lluvia que ciega los cristales alegrará en perdidos arrabales 10

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las negras uvas de una parra en cierto patio que ya no existe. La mojada tarde me trae la voz, la voz deseada, de mi padre que vuelve y que no ha muerto.

En efecto, el color, aquel “curioso color del colorado” del verso 8, solo puede entrar por los ojos, y aquel color, como digo, se mantiene únicamente en la esfera del pasado, de la infancia. En cuanto la voz poética vuelve al tiempo presente todo se vuelve sonoro y lo visual pasa a ser imposible. Así, el sujeto solo “oye” caer la lluvia (v. 5), esta lluvia “ciega” los cristales (v. 9), y tal vez ya estemos en medida de considerar de nuevo los dos primeros versos de nuestro texto:

Bruscamente la tarde se ha aclarado porque ya cae la lluvia minuciosa

La voz impersonal con que arranca el soneto afirma “Bruscamente la tarde se ha aclarado”, y el verso que sigue tal vez pudiera explicar el motivo por el cual el sujeto ha llegado a tal conclusión: “porque ya cae la lluvia minuciosa”, es decir, “sé que la tarde se ha aclarado porque ya cae la lluvia minuciosa”, y si vamos más allá, “lo sé, no porque lo vea sino porque ya oigo la lluvia minuciosa”. En efecto, cuando llueve, el agua de lluvia arrastra hasta el suelo las partículas que se encuentran en suspensión en el aire, y, efectivamente, habiéndose descargado las nubes, el cielo se aclara. La minuciosidad de la lluvia da al sujeto, que tal vez no pueda verla, otra pista sobre su naturaleza: una lluvia lenta y regular que puede conseguir que se aclare el cielo. Observemos de paso cómo aquí se produce una suerte de hipálage puesto que el adjetivo “minuciosa” parece poder aplicarse más que a la lluvia, a esa memoria del pasado convocada por la misma, esa memoria minuciosa, que con todo lujo de detalles sitúa al sujeto en el tiempo de su niñez.

Volviendo al primer terceto, que como decíamos arranca con una nueva alusión a la ceguera, hay que subrayar de inmediato que se presenta en él un aspecto totalmente positivo de “esta lluvia”, lluvia melancólica por su poder de evocación de un tiempo pasado sin duda feliz, pero, a pesar de todo, lluvia alejada de la tristeza, es decir opuesta a la lluvia del spleen francés:

Esta lluvia que ciega los cristales alegrará en perdidos arrabales las negras uvas de una parra en cierto patio que ya no existe. […]

No tenemos tiempo suficiente para analizar en detalle los magistrales juegos fónicos que Borges establece en esta última parte; baste con mencionar el eco que se produce entre los arrabales del verso 10 y la parra del verso siguiente (arra- y parra ocupan exactamente las sílabas novena y décima de sus respectivos versos) y baste con señalar una nueva anacrusis de tres sílabas que da lugar al endecasílabo sáfico “alegrará en perdidos arrabales” (verso 10). La dimensión futura que por primera vez surge en este poema justifica esa espera, ese suspense inducido por la llegada tardía del acento, solo en la sílaba cuarta.

Se producen ahora dos encabalgamientos consecutivos

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Las negras uvas de una parra en cierto patio que ya no existe. La mojada tarde […]

que dan a este final de poema un aspecto complejo, enrevesado y rápido y que van a dar lugar a dos endecasílabos enfáticos, y por lo tanto especialmente puestos de relieve como si llegáramos a los versos fundamentales del texto, o al menos a la zona de mayor tensión poética. Y si ya hemos comentado la fusión entre los tiempos presente y pasado, observemos cómo irrumpe en el verso 10 el tiempo futuro:

Esta lluvia que ciega los cristales alegrará en perdidos arrabales 10 las negras uvas de una parra en cierto patio que ya no existe […]

Estamos a todas luces ante una paradoja, puesto que la lluvia alegrará las uvas de un patio que ya no existe, y si el patio no existe difícilmente podrá la lluvia alegrar las uvas de un patio inexistente. Tratemos de dilucidar este enigma. Ese cierto patio que ya no existe parece remitir de nuevo al mundo de la infancia, a un pasado feliz que ya se viene evocando a lo largo del soneto; recordemos los versos centrales:

El tiempo en que la suerte venturosa Le reveló una flor llamada rosa Y el curioso color del colorado.

Igualmente asociamos el recuerdo del patio a la niñez gracias a Antonio Machado y a su hermoso y conocidísimo poema titulado “Retrato” cuyos primeros alejandrinos dicen

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero

Así las cosas, ¿cómo entender ese futuro “alegrará” si no es pensando en la evocación de cierta transcendencia? Encontramos ese mismo futuro inesperado, con ese mismo verbo “alegrar”, conjugado esta vez en segunda persona, en la emocionantísima “Elegía a Ramón Sijé” de Miguel Hernández, ese hermoso y largo texto en el que la voz de un sujeto cuyo amigo acaba de morir, dice con voz lastimera:

Yo quiero ser llorando el hortelano de la tierra que ocupas y estercolas, compañero del alma, tan temprano.

El dolor del sujeto ante la pérdida del amigo es tal, que en los versos centrales surge una violencia extrema en la expresión del sufrimiento5; y de repente, tras esos terribles versos, el yo parece resignarse al encontrar cierta esperanza en la existencia de una posible vida después

                                                                                                               5 “Quiero escarbar la tierra con los dientes,/ quiero apartar la tierra parte/a parte a dentelladas secas y calientes. //Quiero minar la tierra hasta encontrarte/ y besarte la noble calavera/ y desamordazarte y regresarte.”

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de la muerte. Así, con ese pensamiento, surge la posibilidad de volver a encontrase con el amigo perdido, en otra vida, y así es como irrumpe, al final del texto, que se vuelve absolutamente optimista, una serie de futuros entre los que se encuentra “alegrarás”:

Alegrarás la sombra de mis cejas, y tu sangre se irá a cada lado disputando tu novia y las abejas. Tu corazón, ya terciopelo ajado, llama a un campo de almendras espumosas mi avariciosa voz de enamorado. A las aladas almas de las rosas... de almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero.

Obsérvese cómo, igual que en el soneto borgeano que nos ocupa, después de esa evocación de la transcendencia mediante el futuro, la voz vuelve al presente para terminar el poema. ¿Y de qué presente se trata en el poema de Borges? ¿Qué es lo que aparece después de sugerirse la posibilidad de la transcendencia, esto es, de una suerte de vida eterna? Si seguimos los preceptos clásicos tenemos que considerar que un soneto, un buen soneto, es un enigma que se resuelve en los ultimísimos versos, y para muestra un botón, el conocido soneto de Lope de Vega:

Desmayarse, atreverse, estar furioso, áspero, tierno, liberal, esquivo, alentado, mortal, difunto, vivo, leal, traidor, cobarde y animoso; no hallar fuera del bien centro y reposo, mostrarse alegre, triste, humilde, altivo, enojado, valiente, fugitivo, satisfecho, ofendido, receloso; huir el rostro al claro desengaño, beber veneno por licor süave, olvidar el provecho, amar el daño; creer que un cielo en un infierno cabe, dar la vida y el alma a un desengaño: esto es amor, quien lo probó lo sabe.

El amor es la respuesta al enigma en el soneto de Lope. ¿Y qué nos dicen los últimos versos de “La lluvia”? ¿Qué nos dice ese presente de indicativo al que vuelve la voz poética tras haber evocado la transcendencia y la ruptura de la lógica lineal del tiempo?

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[…] La mojada tarde me trae la voz, la voz deseada, de mi padre que vuelve y que no ha muerto

Vayamos atando cabos. En los últimos versos del soneto volvemos de nuevo a la lluvia, a la lluvia que iniciaba el poema y que daba título al soneto, o más bien volvemos a su resultado, esto es a la mojada tarde, y se crea así una suerte de epanadiplosis, esa figura retórica que consiste en terminar volviendo al principio. En realidad no se trata aquí de un simple adorno retórico, sino que la epanadiplosis, esa vuelta a empezar, ese eterno retorno, plasma el sentido fundamental de nuestro poema, y da cuenta una vez más de esa obsesión borgeana por el tiempo circular. Sigamos atando algunos cabos que habían quedado sueltos: habíamos formulado una hipótesis sobre la lluvia que ahora parece confirmarse. En efecto, como en Machado y en Cernuda, la lluvia en el soneto borgeano produce la evocación de un pasado muy concreto: el de la infancia, esa infancia en la que el yo aprendió los rudimentos de la poesía (el tiempo en que la suerte venturosa/ le reveló una flor llamada rosa/ y el curioso color del colorado). La meditación metafísica que tiene lugar a lo largo de estos versos, acerca de lo borroso del tiempo, de la delgada frontera que separa el presente y el pasado, acerca también de lo que acaece o acaecerá después de la muerte, esa meditación decía desemboca en los versos finales en la aparición total y definitiva del yo, esta vez sí, en una primera persona incontestable visible en el pronombre “me trae” y en el posesivo “mi padre”. La figura del padre, la figura deseadísima del padre, que es la clave de todo este soneto, irrumpe, como manda el canon, solo en el verso decimocuarto, el verso final. Y para corroborar el interés de la importancia extrema que venimos dando desde el principio de nuestro análisis a los elementos rítmicos, sonoros, fónicos, frente a esa imposibilidad de ver que se sugiere en varias ocasiones, observemos simplemente cómo lo que en realidad trae la tarde, no es la figura del padre, ni su rostro, ni sus manos, sino su voz, esa voz absolutamente pleonástica, duplicada, voz que produce, ahora sí, en el verso final, la vuelta del padre. El padre vuelve, pero no como un resucitado; el padre vuelve porque la lluvia provoca tal fusión temporal que ahora nos situamos en la época en la que el padre aún no ha muerto, tal como dejan claro las últimas palabras del soneto.

Borges no se inscribe en la tradición petrarquista del soneto, aquella que hacía de esta forma fija un marco especialmente adecuado para la expresión del sentimiento amoroso. De hecho el esquema de rima de este soneto no corresponde en modo alguno al del soneto petrarquista, es decir garcilasista. El esquema de rima de los tercetos corresponde curiosamente al llamado soneto marótico, por haberlo cultivado abundantemente el francés Clément Marot, poeta del siglo XVI. La tradición en la que debemos situar los sonetos borgeanos es la del soneto metafísico de Quevedo, tradición en la que el yo medita sobre el sentido de la vida, sobre el paso del tiempo y sobre la apariencia engañosa del mundo, como sugiere uno de los versos quevedianos más conocidos: “¡Ah de la vida!»... ¿Nadie me responde?”.

A estas alturas, no será necesario desarrollar en exceso el referente del soneto “La lluvia” de Borges; baste con decir de pasada que obviamente, de nuevo, Borges está hablando de sí mismo, de su ceguera, de su padre, de su relación con la poesía. De todos es sabido que su padre tuvo ciertas aspiraciones literarias y llegó a publicar la novela titulada El caudillo así como algunos poemas. Borges atribuye a su padre el conocimiento profundo de la poesía, y del papel preponderante de la sonoridad, cuando afirma en su Autobiografía: “Él me reveló el poder de la poesía: el hecho de que las palabras sean no solo un medio de comunicación sino símbolos mágicos y música” (Kociancich, Antroposmoderno, 2001).

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Borges comienza pues a escribir poesía, animado por su padre, y publica sus primeros poemarios: Fervor de Buenos Aires en 1923, Luna de enfrente en 1925, Cuaderno San Martín en 1929. En 1955 Jorge Luis Borges pierde definitivamente la vista, por una ceguera progresiva e irreversible, herencia genética de su padre precisamente. Y en El Hacedor, de 1960, es cuando por primera y última vez aparece la figura de su padre en la poesía borgeana.

Vuelvo al principio de mi ponencia creando así una epanadiplosis en homenaje a Borges: veíamos en la cita inicial cómo Borges consideraba su propio poemario, El hacedor:

En la última página del libro conté la historia de un hombre que se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de naves, de torres, de caballos, de ejércitos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ha trazado la imagen de su cara. Quizá sea ése el caso de todos los libros; sin duda es el de este libro en particular. (Autobiografía, 1999: 160)

Sí, Borges, en El Hacedor, dibuja su alma, ese espejo de la cara que decía Platón y expresa en el soneto “La lluvia” el lugar inmenso que su padre ocupa en su vida y en su memoria, no solo como hombre, sino también como escritor. Precisamente explicando el papel fundador del padre afirmaba Borges: “Si tuviera que señalar el hecho capital de mi vida, diría la biblioteca de mi padre. En realidad creo no haber salido nunca de esa biblioteca.”(Autobiografía, 1999: 160). La angustia que Borges sentía por ser el último de los Borges y porque su estirpe iba a terminar en él lleva a nuestro poeta en el soneto “La lluvia” a sugerir la existencia de un tiempo cíclico en el que su padre se mantenga inalterable, gracias al poder de la memoria y de la poesía.

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